Capítulo 29

Maldito sea, maldito sea, maldito sea.

Andie lo maldijo durante los siguientes dos días, no sólo por no haberlo visto aunque, de algún modo, supiese que todavía estaba allí, vigilándola, sino porque, en aquella mesa de la crepería y oyéndolo mostrar su alma, se había enamorado de él. De todas las cosas insensatas que había hecho en su vida, enamorarse de un asesino a sueldo, aunque estuviese retirado, era la peor. Si necesitaba confirmación de que tenía que mantenerse alejada, muy alejada de cualquier relación amorosa porque era incapaz de tomar las decisiones adecuadas al elegir a un hombre, ahí tenía la prueba.

No había llorado, aunque tenía ganas. Él le había hecho su desgarradora confesión con tanta calma y con un tono tan pragmático que le había permitido mantener la compostura; y después de un rato había sido capaz de hacerle más preguntas, como de dónde era (había nacido en una base militar en Alemania) y si tenía familia (era hijo único y sus padres estaban muertos). Aunque hubiese tenido familia cercana, pensó ella, hubiese elegido estar solo. Ella misma había navegado sola, así que sabía lo que era no confiar en nadie, no creer en nadie. Ella todavía no creía en nadie, por lo menos no mucho. Todavía no había hecho amigos íntimos desde que se había instalado en Kansas City, lo cual era realmente una pena, pero en este sentido lo entendía perfectamente.

Él era atípico en muchos aspectos. No le gustaba ningún deporte profesional, lo cual también tenía sentido; a la gente solitaria no le llaman la atención los equipos. No tenía un olor favorito ni le gustaban los dulces. Quizá viese las preferencias como debilidades que podrían utilizarse en su contra y por eso se había desvinculado de los gustos y las aversiones que la gente solía utilizar para definirse a sí misma y sus límites; quizá siempre había mantenido esa distancia entre él mismo y los demás.

Aun así la había tocado, más de una vez. Durante la tarde que pasaron juntos él había visto lo asustada que estaba y la había tranquilizado con ternura, la había seducido con placer. Le había hecho el amor, aunque en ese momento ninguno de los dos lo vio así. Cuando tuvo el accidente se había quedado con ella mientras moría, cuidándola hasta que llegase alguien.

Ella nunca soñaba con el accidente y raras veces rememoraba el vago recuerdo de haber muerto. Primero había visto aquella luz increíble, pura e intensa, y luego había estado en aquel maravilloso lugar. Recordaba ambas cosas, incluso con olores y texturas, pero lo que ocurrió entre ambos hechos estaba incompleto y desenfocado. Quizá porque estaba sentada frente a él mirándolo a la cara y recordando, de repente vio la escena con tanta claridad como si estuviese ocurriendo justo ante sus propios ojos. En su mente le oyó susurrar «¡Dios, cariño!», y vio cómo le tocaba el cabello. Observaba cómo esperaba junto a ella. Mirar directamente su propio cuerpo era casi imposible, como si hubiese alguna especie de escudo a su alrededor, pero a él lo podía ver claramente. Podía ver la angustia que luchaba por controlar, el dolor que apenas podía aceptar.

Como si un rayo le atravesase el pecho de nuevo, se dio cuenta de por qué había mirado lo que decía el periódico sobre su accidente. Quería averiguar dónde estaba enterrada para llevarle flores a la tumba.

– Andie. -Estiró el brazo sobre la mesa y le agarró la mano, envolviéndola con la áspera palma de la suya-. ¿Dónde estás?

Por dentro estaba destrozada, pero había vuelto al presente, dejando atrás recuerdos que no quería tener, pero trayendo con ella algún conocimiento más sobre el hombre que tenía sentado enfrente, el hombre que estaba intentando ser menos distante, que estaba dispuesto a descubrirse respondiendo a cualquier pregunta que ella le hiciese.

No podía hacerle más preguntas, así que terminaron en silencio lo que quedaba de sus comidas. Él la observaba con una expresión tan tranquila como vacía, aunque no se podía decir que antes ya fuese demasiado expresivo. Se había permitido un poco de diversión y, de vez en cuando, posaba su mirada sobre su boca y se podía ver cómo le ardía el fuego en los ojos; pero, aparte de eso, no dejaba entrever nada de lo que podía estar pensando o sintiendo.

La había llevado a casa y había subido al porche con ella, pero se quedó a cierta distancia para indicarle que no pensaba entrar aunque lo invitase. En lugar de eso, caminó hacia el otro lado del dúplex y golpeó con fuerza la puerta principal. ¿Qué estaba haciendo? Andie frunció el ceño desconcertada. Quince segundos más tarde volvió a llamar. Nadie abrió la puerta.

– ¿Qué estás haciendo?

– Asegurarme de que no hay nadie en casa. El coche ya no está pero uno de ellos podría estar en casa. -Con esa frase le confirmó que había observado la casa lo suficiente como para saber que en el otro lado del dúplex vivía una pareja, pero no lo suficiente como para saber que ambos trabajaban en turno de tarde, como ella, y que normalmente se iban a la una.

– ¿Por qué? ¿Qué importa?

– La gente es cotilla. Escucha cuando no deberían.

– ¿Y?

– Y que esto no es asunto suyo.

Con curiosidad y totalmente a oscuras, lo observó sacar la cartera y de ella una tarjeta.

– Por si tuvieses problemas para acceder al dinero -le dijo dándole la tarjeta.

Era su antiguo permiso de conducir.

Ella miró fijamente el carné y la foto, y le temblaron los dedos al extender la mano para cogerlo. Pensaba que Drea había desaparecido, que había muerto aunque no estuviese enterrada, pero ahí estaba otra vez: su melena rubia y rizada, maquillada de arriba abajo y con una expresión ligeramente ausente. Ella ya no era esa persona. La mayoría de la gente tendría que examinar la foto minuciosamente para encontrar el parecido entre la cara de Drea y la suya de ahora.

– Voy a donar el dinero a Saint Jude -dijo un tanto aturdida-. Tengo una cuenta aquí. Iba a hacer una transferencia electrónica a esta cuenta, luego ir al banco y extender un cheque de caja a nombre de Saint Jude. La IP sería diferente en la transferencia, pero tengo la contraseña y…

Su voz se fue apagando lentamente. Estaba parloteando sin prestar atención a lo que estaba diciendo. Él ya sabría lo de los números de IP y las transferencias electrónicas, aunque probablemente tendría el dinero en algún paraíso fiscal. Seguro que no tendría ningún problema en hacer la transferencia, aunque había pensado en llamar de antemano a la señora Pearson para avisarla. Sin embargo, al devolverle su antiguo permiso de conducir, Simon le había garantizado que no tendría ningún problema en hacer lo que quisiese con el dinero aunque la señora Pearson ya no trabajase en el banco.

– Gracias -le susurró mientras agarraba el carné con fuerza, aunque no quisiese volver a ver jamás esa foto-. ¿Por qué lo guardaste?

Él no respondió a la pregunta porque, evidentemente, su carta blanca en ese aspecto había terminado cuando salieron del restaurante. En lugar de responder le dijo:

– Tengo que coger un avión. -Y la dejó en el porche. Ella lo vio marcharse, luego entró y se sentó en el sofá pensando en las dos últimas horas.

Tenía que coger un avión, y una mierda. No lo creyó ni por un instante.

Desde entonces no lo había vuelto a ver, pero había aprendido que eso no significaba nada. Estaba allí, en alguna parte, vigilándola todavía. No confiaba en que no se marchase, aunque se había salido de su camino para asegurarle que no tenía nada que temer.

En eso, al menos, Andie lo creía. Estaba a salvo. Era libre para vivir su vida al descubierto, libre para dejar de mirar por encima del hombro, libre para hacer lo que quisiese, aunque sería lo suficientemente inteligente como para evitar ir a Nueva York hasta que Rafael estuviese muerto o en la cárcel. Las probabilidades de ver a una persona en particular en una ciudad de ese tamaño tenían que ser ínfimas, pero cosas más raras habían pasado; y ella era una prueba viviente de ello.

Evidentemente no era inteligente, porque volver a Nueva York era precisamente lo que pretendía hacer. Sin embargo, primero tenía que escaparse de su autoproclamado guardaespaldas.

Lo que más lo tranquilizaría sería que ella volviese junto a Glenn y que le pidiera que la volviese a contratar, y estaba segura de que Glenn lo haría encantado. Por desgracia era lo único que no podía hacer porque tenía toda la intención de marcharse a los pocos días y no quería engañar así a Glenn.

En vez de eso, se concentró en ocuparse de sus asuntos. Llamó a la señora Pearson, quien expresó un sentido alivio. Estaba preocupada porque no había habido actividad en la cuenta desde la última vez que había visto a Andie, y no le respondía a los correos electrónicos; tenía miedo de que le hubiese ocurrido algo. Había ocurrido algo, pero Andie no entró en detalles. En lugar de eso le aseguró que todo iba bien. Charlaron un rato y, en un determinado momento, Andie pensó que la señora Pearson había mencionado que iba a tener una nieta en pocos meses. Sin embargo, cuando dijo: «Felicidades abuela», la señora Pearson se quedó sin aliento.

– ¿Cómo sabías que hay un bebé en camino?

– Usted me lo dijo -dijo Andie, un poco insegura-. ¿No?

– No, no lo he mencionado. No sabremos si es niño o niña hasta el mes que viene.

– Vaya, habría jurado… -Dejó la frase a medias y rápidamente ocultó su metedura de pata porque la explicación era algo en lo que no quería meterse-. No, ahora no recuerdo quién mencionó que iba a tener un nieto. Lo siento. Lo siento, esta mañana estoy un poco atolondrada. Debo de necesitar más café.

Después de colgar hizo la transferencia y fue comprobando su cuenta de vez en cuando hasta que ésta mostró la transacción. Una vez que el cheque certificado estuvo de camino al hospital infantil por Fedex, sintió como si le hubiesen quitado un enorme peso de encima. Ese dinero había sido como un grano en el culo desde el momento en que lo había cogido, lo cual suponía que simplemente era justo.

Sin embargo, mezclado con el alivio había un sentimiento de arrepentimiento. Qué pena que no pudiese quedárselo, porque a una parte de ella realmente le hubiese gustado ser rica, incluso con dinero robado… dinero sucio y robado. Quizá le diesen puntos extra por deshacerse de él, ya que iba en contra de su naturaleza. Ser intachable moralmente también era un grano en el culo, tanto como tener el dinero.

Pero el dinero ya no estaba, ya se había ocupado de él, y podría pasar al siguiente punto de su lista. No tenía mucho dinero en efectivo y necesitaba alguno, así que había llegado el momento de utilizar las joyas que Rafael le había regalado.

Cogió la guía telefónica y empezó a buscar corredores de diamantes. Podía empeñar las joyas pero sólo conseguiría una fracción de su valor, y la casa de empeños se forraría porque no le interesaba desempeñar ninguna de las piezas. Tenía que vender las joyas y no quería perder tiempo subastándolas en eBay.

Había establecido una línea de acción y se sentía obligada a seguirla, ir a Nueva York y poner en marcha el plan. Había llegado el momento.

Una semana más tarde, con dinero en la cuenta -aunque no tanto como había esperado- y una tarjeta de crédito nueva, reservó un vuelo a Nueva York para el día siguiente y se afanó en ordenar el dúplex, por si acaso no volvía.

Vació la nevera, y se deshizo de toda la comida perecedera que tenía en casa. Si no regresaba en un mes o así, no quería que el casero abriese la puerta y se encontrase con una peste insoportable a comida podrida. Barrió, pasó la fregona, limpió e intentó no llorar. Los destartalados muebles de segunda mano que había comprado para amueblar el dúplex no eran ninguna maravilla, y de todas formas la casa no era suya, pero el dúplex seguía siendo su primer hogar de verdad. Era suyo; ella lo había elegido todo, desde los utensilios de cocina baratos a la colcha de felpa. La lámpara del salón la había comprado en un mercadillo de cosas de segunda mano por cinco pavos, y la mantita que cubría el brazo del sofá por un dólar en otro mercadillo. El aroma del ambientador era su favorito y el jabón era el que le gustaba a ella.

Guardó toda la ropa. No tenía mucha; todo lo que poseía cabía en dos maletas, y eso incluía el maquillaje que había comprado, que no era mucho. Estaba encantada de no tener que maquillarse demasiado, de no tener que preocuparse de que alguien la viera sin ir perfectamente emperifollada y adornada. Los últimos resquicios de permanente habían desaparecido de su pelo hacía ya tiempo, y ahora se lo había dejado oscuro. No quería volver a ser rubia; Drea era rubia; Andie tenía un práctico pelo castaño.

Después de limpiar el apartamento y de hacer las maletas, se dispuso a hacer dos recados más. El primero era ir a un gran centro comercial, donde había una tienda de pelucas. Tendría que volver a ser Drea para llamar la atención de Rafael, pero quería poder quitarse la peluca y convertirse rápidamente en alguien que pudiese andar por ahí sin llamar la atención.

En la tienda no había pelucas que encajasen con el peinado que llevaba entonces. Eligió una que se parecía lo suficiente: un poco más larga, un poco más lisa y con las mechas más platino que doradas, pero serviría.

El último recado era más una artimaña, pero de distinto tipo. Por si acaso Simon todavía la estaba vigilando, fue a la tienda donde normalmente hacía la compra y compró cosas no perecederas. El hecho de que ella estuviese comprando cosas le haría pensar que pretendía quedarse donde estaba. Además, si al final volvía al dúplex, sería bueno tener algo de comida.

A la mañana siguiente condujo hasta el aeropuerto, aparcó el Explorer en el aparcamiento de periodos largos y emprendió su retorno a Nueva York. Al hacer la reserva a última hora, le tocó en el asiento del medio de la última fila. Se sentó medio estrujada entre un caballero más bien grande y su esposa, de dimensiones similares quienes, evidentemente, habían elegido sus asientos con la esperanza de que nadie se sentase en el medio y así poder estar más cómodos. No habían tenido suerte, y ella tampoco.

Después de haber esperado durante más de tres horas un vuelo de enlace, ya era más de media tarde cuando aterrizó en La Guardia. Recogió su equipaje, llevó las maletas hasta la zona de transporte terrestre y esperó en la acera a que llegase el transporte del hotel. Era un día de primavera frío, habría unos diez grados, y con el viento frío probablemente serían unos siete.

Cuando llegó su transporte, cuatro personas más se subieron con ella, pero ninguno de los pasajeros parecían viajar juntos, así que se dirigieron en silencio hacia los rascacielos de Manhattan.

Le encantaba esa ciudad, pensaba Andie mientras se acercaba a los edificios de Manhattan recortados en el horizonte. Le encantaba la gente y su paso apurado, el entorno, los sonidos y los olores. Kansas City no era una ciudad pequeña, en absoluto, pero no era ni la sombra de Nueva York. Quizá, si las cosas salían bien, podría regresar.

O quizá no. No podría conseguir un trabajo bien remunerado y Manhattan era caro. El dinero que tenía tras haber vendido las joyas no le duraría mucho allí. Tenía que ser práctica porque no tenía habilidades especiales ni formación, y querer más que lo que podía tener era lo que la había llevado a estar con hombres como Rafael. A partir de ahora se conformaría con lo que ella pudiese permitirse.

Se registró en el Holiday Inn y cuando estuvo en su habitación, pequeña y bastante lúgubre, cogió la gigantesca guía telefónica y empezó a buscar un número. «Gobierno de Estados Unidos», murmuró; luego encontró una serie de listados y empezó a repasar la columna con el dedo. Cuando llegó al número que quería, mantuvo el dedo sobre él durante un momento mientras con la otra mano encendía el móvil y esperaba a que tuviese cobertura. Cuando la tuvo, marcó el número.


Ahí estaba. La había encontrado. Por fin había encendido el móvil.

Los dedos de Simon volaron hacia el teclado del portátil y tecleó las órdenes. Se había mudado a San Francisco y llevaba allí más tiempo de lo que había estado en ningún lugar. Ahora que ya no estaba en activo no tenía necesidad de andar moviéndose por ahí. No había echado raíces exactamente, pero en cierto modo había modificado sus hábitos.

Se había ido de Kansas City cuando le había dicho a Andie que se iba. No quería agobiarla; le había dado muchas cosas en que pensar y ella tenía que hacer algunos ajustes. Le había seguido la pista y se había quedado tranquilo al ver que sus movimientos parecían ser, en su mayoría, rutinarios, aunque le preocupaba que no hubiese vuelto a Glenn's; el hecho de que no lo hubiese alertado y que él vigilase tan inusualmente de cerca sus movimientos.

Su móvil había sonado antes del amanecer, aunque no se alarmó de inmediato. Kansas City estaba en una zona horaria diferente, por lo que allí ya había amanecido hacía tiempo. Pero se levantó y rastreó el Explorer y, cuando su movimiento se detuvo en el aeropuerto, empezó a tener sudores fríos. Se iba a subir a un maldito avión y él estaba a más de mil quinientos kilómetros de distancia, incapaz de hacer nada.

Hacía meses que no pirateaba un sistema, no lo había necesitado. No sabía qué compañía aérea utilizaría, lo cual era un obstáculo, pero empezó a buscar en todas sistemáticamente, por si acaso no había llevado el móvil con ella o no se había molestado en encenderlo hasta que necesitase utilizarlo.

Cuando se encendió el localizador del teléfono, tecleó de inmediato los comandos que le dirían exactamente dónde estaba y, cuando apareció el mapa del lugar donde estaba en la pantalla, sintió unas gotas de sudor frío surcándole la piel.

Estaba en Nueva York.

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