En un edificio con vistas al apartamento de Rafael, un agente federal parpadeaba mirando el monitor y anunciaba con tono de asombro:
– Eh, la novia tiene un novio.
Su superior caminó hacia el monitor y se quedó mirándolo, mirando a la pareja del balcón. Silbó.
– Haz que lo sigan de cerca; Salinas acaba de dejar el edificio. Frunció el ceño, analizando las imágenes.
– No recuerdo haber visto antes a ese tío. ¿Podemos identificarlo?
– No creo; al menos no por ahora. No nos ha proporcionado un buen ángulo.
A pesar de ello, el primero de los agentes, Xavier Jackson, hizo bailar los dedos sobre el teclado intentando mejorar la resolución. Salinas había elegido bien su ático; el ángulo, la altura, la distancia, todo pensado para hacer de la vigilancia visual, como mínimo, una tarea difícil -y con todo lo mala que era la vista, lo que se veía desde allí era condenadamente mejor que cualquiera de los sonidos que habían logrado conseguir-. El apartamento no sólo estaba insonorizado, sino que Salinas había instalado además un sofisticado equipo que frustraba todos sus intentos de escuchar alguna cosa. Ni siquiera habían sido capaces de pinchar ninguna de sus líneas, lo que, según Jackson, significaba que Salinas tenía metido en su bien diseñado bolsillo a algún juez de alto nivel. Eso cabreaba sobremanera a Jackson, ya que iba en contra de su sentido de la justicia, de lo correcto y de lo incorrecto. Los jueces eran humanos; podían ser estúpidos, parciales, simplemente malos, pero, joder, se supone que no corruptos.
Congeló una imagen de la pareja y la introdujo en el programa de reconocimiento, aunque no albergaba muchas esperanzas.
Su superior era Rick Cotton; llevaba en el FBI por lo menos veintiocho años, se le había puesto el pelo gris trabajando en el cuerpo. Era un hombre tranquilo, competente en su trabajo, pero sin el suficiente talento para lo que hacía ni lo suficientemente inteligente políticamente hablando para llegar más allá de su actual puesto. Se retiraría dentro de un año, más o menos, cobraría su pensión, y su ausencia no dejaría ningún vacío, pero al mismo tiempo la gente que hubiera trabajado con él lo recordaría como un sólido agente.
Durante sus seis años en el FBI, Jackson había trabajado con gente brillante que era, además, gilipollas, o peor aún, con gandules que eran brillantes lamiendo culos, así que no tenía ninguna queja de Cotton. Había cosas mucho peores en el mundo que trabajar con un hombre decente y competente.
– Esta podría ser nuestra oportunidad -dijo Cotton mientras esperaba a ver si el programa de ordenador le podía poner un nombre a la cara del hombre desconocido.
Hasta ahora, no habían encontrado ninguna grieta en el muro de seguridad de Salinas, pero grabar a su novia montándoselo con otro tío era un elemento de presión que podían usar contra ella. Que se lo montara con alguien dentro sería una oportunidad increíble… No porque fuera a hacer brillar la reputación de Cotton, pues algún agente hábil e inteligente sentado en una oficina encontraría la manera de llevarse todo el mérito y Cotton no protestaría, sino que continuaría trabajando a su manera, duramente y de forma responsable. Jackson pensó que él mismo podría ser ese hábil e inteligente agente, ya que ni de broma dejaría que otra persona se llevase el mérito después de las insoportablemente largas y aburridas horas que él y Cotton habían invertido en esa misión. Sin embargo, no dejaría atrás a Cotton, el hombre se merecía algo mejor que eso.
Jackson no perdía de vista la doble pantalla, buscando un ángulo mejor, pero era como si el muy cabrón supiera exactamente dónde estaban porque ni una sola vez dejó ver algo más que una imagen parcial de su rostro. Su oreja derecha -aunque Jackson congeló una imagen muy buena de la oreja-. Las orejas eran buenas; la forma, el tamaño, la manera en que estaban colocadas en la cabeza y los surcos interiores eran diferentes en cada persona. La gente que se disfrazaba, normalmente se olvidaba de las orejas.
El programa de identificación facial se rindió, diciendo que no había encontrado nada, algo que él ya se esperaba.
– Vamos, mira el pajarito -murmuró al hombre-. Deja que te haga una foto.
Estaba tan concentrado en su tarea que, hasta que Cotton tosió molesto, Jackson no se dio cuenta de lo que estaba mirando.
– Mierda -masculló-. Se la está tirando ahí, al aire libre.
No es que realmente pudiesen ver algo, pero resultaba obvio por la postura de la pareja y sus movimientos lo que estaba sucediendo en el balcón.
Entonces el hombre desconocido se giró dando la espalda a la cámara y echó a andar llevándose a la novia hacia el interior del ático y cerrando la puerta corredera de cristal tras él.
Ni una sola vez les había dejado ver claramente su cara.
Tras la claridad y el calor del balcón inundado por el sol, el ático resultaba agradablemente fresco y oscuro, y privado. Drea se agarró a él buscando un punto de apoyo; sus piernas eran como fideos cocidos y su cerebro parecía una masa blanda. Él inclinó la cabeza para formar una línea de lentos besos a lo largo de su cuello y a través de su clavícula.
– ¿Este sitio está pinchado? -preguntó con ese tono característico grave y a media voz, con sus labios moviéndose contra su hombro mientras murmuraba las palabras en su piel-. ¿Hay alguna cámara?
– Ahora no -contestó Drea, y una aguda oleada de deseo y miedo hizo que se desmoronara por dentro. Había trabajado duro para hacer que la gente la considerase algo ornamental, narcisista y más que una tontita; en resumidas cuentas, inofensiva. El hecho de que la gente la infravalorara era una enorme ventaja para ella… sin embargo él no parecía infravalorarla en absoluto, y eso le gustaba y la asustaba a la vez. Si él podía ver lo que escondían los cerebros detrás de los actos, entonces otros también podían hacerlo. Al mismo tiempo, su sencilla suposición de que ella sabía la respuesta a una pregunta tan crucial alimentó una necesidad cuya presencia no había percibido hasta entonces, el ansia de ser tratada como una igual en ciertos niveles.
En cualquier caso, era demasiado tarde para seguir haciéndose la tonta. Imprudentemente, añadió:
– Antes sí que había, pero llegó a la conclusión de que tener grabado todo lo que hacía podía resultar peligroso para él.
Al principio, Rafael había hecho que la siguieran a todas partes, y las cámaras ocultas la habían grabado en su dormitorio y también en su baño. No tenía ningún tipo de privacidad, y ella simplemente había seguido la corriente, continuando con sus actividades completamente inocuas y aburridas. Llevaba con él casi cinco meses cuando, por casualidad, le oyó decirle a Orlando Dumas, su lince de la electrónica, que se deshiciera de todas las cámaras y micrófonos y que quemase las cintas. Orlando no se había tomado la molestia de explicarle que todo era digital y que no había cintas, pero Drea se había reído mucho en privado a costa de Rafael.
Si Rafael quería saber con qué asiduidad se hacía la manicura e iba a la peluquería, de acuerdo, que malgastara su tiempo haciendo que la siguieran. Iba de compras, veía la televisión y solía ir a la biblioteca más cercana a echar un vistazo a los libros de gran formato ilustrados de otros países. Estudiaba con detenimiento las fotografías y leía a Rafael fragmentos sobre diferentes costumbres y características geográficas de forma deliberadamente meticulosa, hasta que él, perdiendo la paciencia, le dijo que no le interesaban los hurones ni los lémures ni tampoco cuál era la catarata más alta del mundo. Drea se las había arreglado para parecer ligeramente dolida, pero a partir de entonces se guardó los fragmentos para ella misma. Poco tiempo después, él hizo que dejaran de seguirla cuando salía del ático.
La mayor parte del tiempo, Drea no aprovechaba la oportunidad y se comportaba de la misma manera que cuando la seguían. En realidad, sí se hacía la manicura e iba la peluquería con frecuencia y pasaba mucho tiempo haciendo compras, tanto en persona como por Internet. Tenía la televisión de su cuarto en un canal de compras y un cuaderno donde garabateaba los números de los artículos -números que a menudo tachaba o cambiaba por si Rafael los comprobaba-. También había números reales de ropa, por si sus investigaciones llegaban hasta ese punto. Pasaba mucho tiempo haciendo exactamente lo que Rafael esperaba que estuviera haciendo.
De vez en cuando, sin embargo, hacía algo completamente distinto. Rafael era implacable y espabilado, pero no creía que ella fuera lo suficientemente inteligente para engañarlo, así que ella se las arreglaba para engañarlo bastante a menudo.
Pero este hombre, este asesino que la tenía en sus brazos, era capaz de ver bajo su fachada construida con esmero, destruyendo sus defensas y exponiéndola con la misma facilidad con la que le había bajado los pantalones. Miró fijamente sus ojos entornados preguntándose qué más vería. ¿Estaría su secreto a salvo con él o para él sería como una carta que podría jugar cuando fuera útil estratégicamente? Tal vez pretendía que ella le diera información sobre Rafael. Cualquier cosa que él quisiera que hiciese tendría que hacerla, no tenía elección. En realidad era una decisión fácil de tomar, dado que este hombre era una de las pocas personas que ella sabía que estaba en contra de Rafael.
Sus pensamientos la habían abstraído del control de sus saturados sentidos y, a medida que la claridad regresaba, volvió a sentir la gélida punzada del pánico. Él no había acabado con ella. Que no le hubiese hecho daño -más bien todo lo contrario- no significaba que estuviera a salvo. Quizá sólo estaba jugando con ella, haciéndole bajar la guardia, haciendo que se relajara. Quizá le excitaban los golpes a traición.
– Estás pensando demasiado -murmuró él-. Te has vuelto a poner tensa.
¡Piensa!, se ordenó a sí misma, tratando de espantar el pánico. Tenía que pensar, tenía que controlarse. Dios, ¿cómo podía ser tan estúpida? En lugar de estar actuando como una imbécil que no sabía para qué servía su cuerpo debería estar usándolo, haciendo lo que mejor se le daba, que era hacer que un hombre se sintiera especial.
Se quedó mirando sus propias manos, sus dedos clavándose en los fuertes músculos de sus hombros, pegada a él, e intentó ponerlos en movimiento. Debería estar acariciándolo con las palabras y con los hechos. Debería chupársela, hacer que se corriera y entonces -Dios, por favor- él se iría y ella podría invertir el tiempo en decidir cuál era la mejor solución. Debería estar haciendo muchas cosas, pero todas ellas parecían estar justo ahora fuera de su alcance.
– ¿Dónde hay un dormitorio? -preguntó él, levantando la cabeza para echar un vistazo alrededor con su mirada alerta-. No donde duermes con Salinas. Algún otro sitio.
– Nosotros no… no dormimos juntos -masculló, sorprendida una vez más por estar diciendo la verdad. Los ojos de él se volvieron a clavar en ella y se entornaron todavía más y ella se estremeció por la amenaza que sentía acechar tras cada una de sus acciones-. Dormir. No dormimos juntos. Tengo mi propio cuarto.
Su corazón latió sordamente mientras él hacía una pausa antes de decir:
– Eres tú quien va a su cuarto.
Era una afirmación, no una pregunta, como si también hubiera sido capaz de interpretar a Rafael con extraordinaria exactitud. Aun así ella asintió, confirmándolo. De hecho ella iba al cuarto de Rafael cuando él quería sexo. Así era; la gente iba a Rafael, no él a ella. Después siempre regresaba a su propio cuarto, que había decorado deliberadamente de la manera más femenina y cursi posible, acorde con el personaje de muñeca Barbie que se había forjado.
– Tu cuarto -se apresuró a decir.
Drea miró hacia la derecha.
– Al fondo del pasillo.
Él se inclinó hacia abajo y le quitó los pantalones de los tobillos.
– Anda -dijo, y ella lo hizo, sacando sus pies de los charcos de finísimo tejido blanco.
No tuvo tiempo de sentirse incómoda por llevar puestos sólo una blusa y un par de tacones de diez centímetros porque él la levantó sin esfuerzo, ella tuvo que anclar sus piernas alrededor de sus muslos para sujetarse, y la llevó escaleras abajo.
Su erección dura como una roca rozaba su vagina, cada paso que daba lo hacía mecerse contra su carne inflamada. Drea apretó la parte superior de sus muslos y se frotó contra su grueso pene, esparciendo su propia humedad sobre él, intentando hacerle perder el control. Una caliente oleada de sensaciones se reunió en el punto de contacto, propagándose dentro de ella rápidamente, cogiéndola por sorpresa. Ya había llegado al orgasmo, así que no esperaba volver a excitarse de nuevo. Joder, no lo esperaba en absoluto. Nada en esa situación era lo que esperaba y, aunque se esforzaba por controlarse y no meter la pata, la cosa cada vez iba a peor.
Él llegó hasta su puerta y ella fue capaz de decir «aquí» con un tono ahogado, pero no consiguió separarse de él para girar la manilla. Lo hizo él mismo, atrayéndola todavía más hacia él y poniendo un brazo bajo sus nalgas, mientras abría la puerta con la otra mano. El movimiento ajustó sus posiciones lo suficiente para que su erección se introdujera bruscamente dentro de ella; un hormigueo caliente sacudió cada uno de sus nervios. La sensación era tan eléctrica que gimió, tensando cada músculo de su cuerpo. Inútilmente empezó a elevarse y a dejarse caer intentando obtener lo máximo posible de él, con su libertad de movimientos limitada por la forma en que él la estaba agarrando. En esa posición ella sólo podía tener seis o siete centímetros de su pene dentro de ella y, aunque la gruesa punta del miembro emitía miniexplosiones cada vez que ella se movía hacia adelante y hacia atrás, eso no era suficiente, quería más, lo quería todo, profundo y duro y rápido.
El ritmo de su respiración se aceleró un poco, el único signo que había dado, aparte de su erección, de que estaba mínimamente excitado. De repente, Drea ardió con la humillación de la evidencia de que, aunque realmente él quería sexo, no tenía un particular interés en ella; ella estaba allí, estaba disponible, y su interés por ella no pasaba de ahí. Se quedó helada y, muy a su pesar, volvió a sentir las lágrimas abrasándole los ojos. Parpadeó para tratar de enjugarlas por todos los medios.
¿Qué estaba pasando? Ella nunca perdía el control; utilizaba el sexo para controlar a los hombres, para conseguir de ellos lo que quería. ¿Qué le pasaba que dejaba que este hombre la asustara hasta el punto de que todas sus defensas se vinieran abajo? Vale, él era algo así como el rey de los tipos duros, pero ella había tratado con tipos duros toda su vida y si había aprendido algo era que, cuando la cabeza pequeña se levantaba y se hacía con el control, la cabeza grande dejaba de pensar.
Parecía que a él eso no le había pasado pero, si tuviera la oportunidad, ella podría hacerle perder el control; sabía que podía. Quería que él se sintiera tan indefenso como ella, quería verlo violento y excitado y temblando, que estuviera a su merced en lugar de estar ella a la suya, pero no tendría piedad con él, no más de la que él había tenido con ella.
Llegó al borde de la cama, la soltó y la tiró sobre el colchón. Para cuando ella dejó de botar, él ya se había quitado casi toda la ropa y ella aguantó la respiración mientras se quitaba el resto. Desnudo, parecía fuerte y musculado, casi delgado. Tenía poco pelo en el pecho y había estado desnudo bajo el sol porque estaba completamente moreno. Por alguna razón, el hecho de pensar en él desnudo y relajado, adormilado al sol, hizo que su estómago y sus nervios se echaran a temblar.
Se inclinó sobre ella y tiró de su blusa hacia arriba, quitándosela y dejándole sólo puestos los letales tacones. Su oscura mirada opalescente se clavó rápidamente en sus pechos, una mirada tan cargada de interés viril que sus pezones se irguieron como si se los hubiera lamido. Ella se sacudió, luchando contra una inexplicable necesidad de cerrar los brazos sobre sus pechos para protegerlos. En cierto modo se sentía más expuesta, más vulnerable, más desnuda, cuando él la miraba.
Extendiendo la mano, hizo un trazo suave alrededor de cada uno de sus pezones, a continuación puso una mano a cada lado de ella y se inclinó para lamerle los pechos por turnos, su boca tocándola tan suavemente que sentía más el calor que la presión.
Su aliento se entrecortó y su cuerpo se arqueó hacia arriba, buscando más que lo que él le estaba dando.
Con desesperación, buscó a tientas su erección, queriendo, necesitando hacerse con parte del poder, equilibrar las balanzas. Sus dedos se cerraron alrededor de su gruesa verga y una décima de segundo después su férrea mano sujetaba su muñeca, separando con firmeza su mano de él.
– No -dijo tan tranquilamente como si ella le hubiera ofrecido una tostada.
– Sí -insistió ella imprudentemente, buscándolo de nuevo-. Quiero tenerte en mi boca. -Según su experiencia, ningún hombre podía resistirse a esa oferta.
Pero la dura línea de sus labios se curvó, sonriendo levemente mientras agarraba su mano y la anclaba a la cama con su férreo agarre.
– ¿Quieres hacer que me corra? Tienes prisa por librarte de mí.
Drea alzó la mirada hacia él, con sus sentimientos enredados en un torbellino tal de lujuria e ira, unidos al omnipresente miedo, que la hacía temblar.
Le sujetó también la otra mano, asiéndola con firmeza mientras se ponía encima de ella y obtenía lo que quería.
Las horas siguientes eran una imagen borrosa de lujuria y sexo y fatiga, aunque algunos momentos eran claros como el cristal. Tras el tercer orgasmo intentó zafarse de él, exhausta y sobreestimulada e incapaz de aguantar más.
– Déjame en paz -dijo enfadada, pegándole en las manos mientras él la atraía de nuevo hacia él, y él se rió.
Se rió de verdad.
Ella se quedó mirando fijamente la curva de su boca, el fogonazo de sus dientes blancos, anticipando la manera en que los músculos de su estómago se contraerían y sus nalgas descenderían y ella regresaría rápidamente al oscuro pozo de ardiente deseo que había descubierto. Ningún otro hombre había prestado jamás tanta atención a sus necesidades antes que a sí mismo, ninguno había estado tanto rato sobre su cuerpo como él, con sus lentas caricias y sus calientes besos. Para ella, los orgasmos eran algo que fingía con los hombres y que se proporcionaba a sí misma cuando estaba sola, y eso había sido en parte elección propia porque no podía concentrarse en proporcionar el máximo placer al tipo si estaba distraída con sus propias reacciones.
Él había hecho con ella lo que ella habitualmente hacía, había asumido su rol, centrándose en ella y proporcionándole tanto placer que se sentía ligeramente borracha de satisfacción. Él se había contenido, deteniéndose varias veces cuando estaba a punto de correrse y, finalmente, la tensión se notaba. Su pelo estaba empapado en sudor, su cara tenía una expresión dura y concentrada; sus ojos brillaban con una intención tan ardiente que su piel se podría haber abrasado mientras la miraba.
Hasta que se rió y, durante un instante, lo vio relajado e incluso por un momento -un momento muy breve- con la guardia baja.
No la había besado en la boca. Había besado prácticamente todas las otras partes de su cuerpo pero no su boca y, de repente, lo deseó más que cualquier otra de las cosas que le había hecho. Impulsivamente, extendió la mano y le tocó la cara, sus dedos se deslizaron con suavidad por la dura línea de su mandíbula sintiendo la casi imperceptible aspereza de su vello y el calor de su piel. Sus oscuras cejas se arquearon ligeramente, interrogantes, como si su caricia le pareciera extraña. Drea se rindió al deseo, irguiéndose y acercando su cara a la de él.
Durante otro de esos gélidos instantes, lo sintió tan inmóvil como una piedra, como si se estuviera obligando a sí mismo a no separarla, y sintió que algo le oprimía el pecho, como si estuviera esperando el momento en que él rechazara su beso.
Pero no lo hizo y ella, vacilando, inclinó la cabeza para hacer el contacto más estrecho. Sus labios eran suaves y cálidos; su cálida fragancia la invadió, la incitó, la hizo pasar de la satisfacción a la necesidad. Él no había abierto su boca para ella y ella lo deseaba, pero casi le daba miedo pedir más. Se atrevió a rozar levemente con su lengua aquellos suaves labios.
De repente, él le estaba devolviendo el beso, arrebatándole el control y presionándola de nuevo contra el colchón, con su pesado cuerpo sobre ella. La besó como si una bestia primigenia dentro de él se hubiese soltado de su correa y quisiera devorarla, su boca hambrienta y caliente pidiendo más, su lengua danzando con la de ella y obligándola a darle más. Ella se aferró a él rodeándolo con los brazos y las piernas y se abandonó a la tormenta que había provocado.
En otro momento, tendida exhausta y medio desnuda, se dio cuenta de que no sabía su nombre. Ese desconocimiento le dolió en algún lugar profundo dentro de ella que no dejaba tocar a nadie. La forma en que él la había besado la envalentonó, dejó reposar su mano sobre el pecho de él mientras estaba tendido cómodamente a su lado. El ritmo de su corazón se aceleró y se hizo más fuerte bajo sus dedos y ella aplastó su mano sobre él como si pudiera conectarse a ese latido de vida.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó con una voz dulce y somnolienta.
Tras unos instantes de silencio, como si él estuviera sopesando las razones de la pregunta, dijo tranquila y desdeñosamente:
– No necesitas saberlo.
En silencio, ella retiró la mano de su pecho y se acurrucó en su sitio. Deseaba saltar a horcajadas sobre él y provocarlo, darle la lata, sacarle la información, pero una de las reglas que había desarrollado con los años era la de no dar la lata, la de ser siempre agradable, y esa forma de actuar, o de no actuar, estaba tan arraigada dentro de ella que no fue capaz de insistir.
Sin embargo, su falta de confianza le sentó mal. Se sentía como si se hubiera creado entre ellos algún extraño vínculo aunque era obvio que él no sentía lo mismo. Él era un asesino, simple y llanamente, y permanecía en la cima de su profesión a base de no confiar en nadie.
Poco después, levantó la cabeza para mirar el reloj, y Drea hizo lo mismo. Ya casi habían pasado cuatro horas.
– Ya -dijo con un tono más áspero y profundo mientras se ponía encima de ella, separando sus rodillas y colocándose sobre ella, dentro de ella.
Sus músculos se tensaron y un gemido sofocado retumbó en su garganta, en su pecho. Se estremeció, como si poder dejar a un lado su autocontrol fuera un placer tan intenso que rozase el dolor.
Ella se quedó sin respiración por la energía de su invasión. Estaba inflamada y bastante dolorida por todo lo que le había hecho y eso era lo que le faltaba.
– Todavía nos queda una hora -se oyó decir a sí misma y se avergonzó para sus adentros del leve tono de súplica de su voz.
Una expresión cínica endureció su mirada:
– Salinas no me concederá las cinco horas completas -respondió, empezando a empujar más intensa y profundamente.
Era como si se hubiese roto una presa y la energía que había estado contenida saliera de repente disparada. Todo lo que podía hacer era pegarse a él y tratar de capear el temporal, ser igual de generosa con su cuerpo como él lo había sido con el suyo -y sorprenderse, todavía una vez más, por una respuesta de la que jamás habría creído capaz a su cuerpo. Él se puso tenso y empezó a correrse, los gemidos salían de su garganta mientras arremetía contra ella con un potente ritmo. Ella cerró las piernas alrededor de él y se arqueó hacia arriba. Sus propios y primigenios sonidos de placer rasgaron el aire cuando su orgasmo siguió al de él.
Cuando sus cuerpos se tranquilizaron, él se desenredó con dificultad e inmediatamente se separó.
– ¿Puedo usar tu ducha? -preguntó mientras se dirigía hacia el baño.
Drea buscó su voz y susurró:
– Claro. -Un permiso inútil teniendo en cuenta que ya había cerrado la puerta tras él.
Permaneció entre las sábanas revueltas, sabiendo que debía levantarse pero incapaz de transformar el pensamiento en acción. Notaba el cuerpo pesado y sin fuerza, sus párpados estaban entornados por el cansancio. Pensamientos inconexos aparecían y desaparecían. Todo había cambiado, y todavía no sabía exactamente cómo. Desde luego, su tiempo al lado de Rafael se había terminado o estaba a punto de hacerlo, y necesitaba pensar en ello, en qué debía hacer. Sabía lo que quería y eso era algo tan nuevo, tan extraño para ella que apenas podía creérselo.
Salió del baño en diez minutos, con el pelo húmedo y la piel oliendo a su jabón. Comenzó a vestirse en silencio, con una expresión tranquila y lejana, como si estuviera inmerso en sus pensamientos. Ella lo miraba bebiéndose cada centímetro, esperando que la mirara. Lo que habían compartido durante las últimas horas había sido tan intenso que apenas podía recordar cómo había sido su vida antes, un punto de inflexión tan claramente dibujado que era como si todo lo anterior estuviera en las sombras del blanco y negro y lo posterior en tecnicolor.
Ella esperaba, él todavía estaba en silencio. Esperaba, segura de que cuando acabara de vestirse la miraría y le diría… ¿qué? No sabía qué quería que le dijera, sólo sabía que aquel dolor estaba creciendo de nuevo en su pecho, un dolor que amenazaba con ahogarla. No podía continuar con Rafael. Quería más, quería ser más, quería… Dios, quería a este hombre, tan intensamente que no podía permitirse darse plena cuenta de la envergadura y la profundidad del sentimiento.
Él se volvió hacia la puerta sin decir nada y, presa del pánico, ella se irguió súbitamente, sujetando firmemente la sábana a su pecho. No se podía ir de la misma manera que Rafael, como si ella no significara nada, como si ella no fuera nada.
– Llévame contigo -le soltó, volviendo a sentir la humillante quemazón de las lágrimas.
Él se detuvo con la mano en la manilla de la puerta, mirando finalmente hacia ella, con las cejas juntas frunciendo ligeramente el ceño.
– ¿Por qué? -preguntó como con una remota perplejidad, como si no pudiera entender por qué a ella se le había ocurrido una idea tan descabellada-. Una vez es suficiente. -A continuación, se fue, y Drea se quedó en la cama, inmóvil. Se fue tan silenciosamente que ni siquiera oyó abrir ni cerrar la puerta del apartamento, aunque sentía su ausencia, sabía el momento exacto en el que se había ido.
El silencio se cernió sobre ella, profundo y como una tumba. Había cosas que necesitaba hacer, se daba cuenta de ello, pero hacerlas realmente estaba fuera de su alcance. Todo lo que podía hacer era quedarse allí sentada, casi sin respirar, pensando en el desastre en que se había convertido su vida de repente. La habían jodido, en todos los sentidos de la palabra.