Capítulo 25

Al principio pensó que no lo había visto, mejor dicho, sabía que lo había visto, pero pensaba que no lo había reconocido. Se había ido corriendo al coche maldiciéndose por haber sido tan estúpido como para quedarse de pie allí fuera sabiendo que la luz de un relámpago podría ponerlo en evidencia en cualquier momento. Sin embargo, se había sentido obligado a observarla y al final la tentación había sido demasiado fuerte; al verla reír se dio cuenta de lo mucho que le apetecía volver oír su melodiosa risa. Así que se plantó allí durante un minuto y lo siguiente que vio fue cómo un relámpago iluminaba la noche y ella se giraba para mirar por la ventana. El aparcamiento estaba iluminado pero la lluvia parecía haber absorbido gran parte de la luz y además había aparcado en una zona sombría entre dos tráileres, en la zona que sólo utilizaban los camioneros. Aun así podía ver las ventanas, lo cual fue, junto con la zona de sombra, la razón por la que había elegido aquel lugar. Bajó un par de ventanas lo justo para dejar entrar un poco de aire y que no se empañase el parabrisas. Luego se quedó sentado en la oscuridad y esperó observando para ver si huía, pero había vuelto al trabajo y durante un rato pensó que no lo había reconocido. Entonces se activó su instinto; ¿quería correr el riesgo? La respuesta era un no rotundo.

Nunca había querido que se enterase de que la estaba observando, de que la estaba protegiendo. Ella le tenía pánico, y con razón. Lo único que no quería era asustarla de nuevo ni causarle más dolor. Ahora pensaba que probablemente no tenía elección. Tenía que verla, hacerle saber que no tenía nada que temer antes de que volviera a marcharse.

No podía escapar de él a menos que se deshiciera del teléfono y del todoterreno al mismo tiempo y él no fuese capaz de seguirle el rastro, lo cual era improbable. Pero se cansaría de huir y no se permitiría establecerse en ningún sitio. Drea era una mujer que necesitaba establecerse; necesitaba un hogar y amigos, una vida en la que se sintiese a salvo y normal. No quería que viviese atemorizada; no quería que pensara que tenía que escapar durante toda su vida.

¿Qué haría cuando saliera del trabajo? ¿Huiría inmediatamente o seguiría actuando como si no lo hubiese visto, esperando poder engañarlo hasta que él bajara la guardia? Para la segunda opción necesitaría tener nervios de acero, pero ya se había dejado llevar por el pánico antes y había tenido el accidente. No podía olvidar, nunca, lo astuta que era. Había aprendido de su error y no volvería a cometerlo una segunda vez.

Apostaba a que se iría a casa. Probablemente sacrificaría el Explorer dejándolo abandonado en la autopista mientras cogía algo de ropa y se marchaba a primera hora de la mañana. Tendría guardado algún dinero en efectivo, por si acaso tenía que marcharse dejándolo todo en poco tiempo, porque lo preveía todo.

Miró la hora. Aún faltaban un par de horas para que acabase su turno y no quería dejar el coche de alquiler aparcado en su calle durante todo ese tiempo ni tan temprano. La gente todavía estaba despierta viendo la televisión. Las luces empezarían a apagarse en cuanto pasaran de las diez en punto, porque éste no era el tipo de gente que solía ver los programas nocturnos. Ahí es cuando él se cambiaría de sitio. Por ahora estaba en un buen lugar para observar y esperar. Si la paciencia era una virtud, entonces él por lo menos tenía una en su haber.

A las diez y media aprovechó un momento en el que ella estaba de espaldas para encender el coche y sacarlo de su oscuro aparcamiento. La lluvia había amainado hasta convertirse en llovizna, lo cual le permitía llevar puesto el impermeable que le servía de camuflaje, pero significaba que tenía que tener cuidado de no ir dejando agua donde ella pudiese verla.

Andie normalmente entraba por la puerta delantera; dejaba la luz del porche encendida y se podía proteger de las inclemencias del tiempo. Las escaleras que daban a la cocina no estaban cubiertas, eran dos escalones de hormigón desnudos que se caían a trozos. Ya estaban húmedos, así que no importaba que los mojase. Una contrapuerta cerrada con llave protegía la puerta interior de madera de los elementos. La abrió en cinco segundos. La puerta interior tenía una cerradura de pomo normal de las que incluso podría abrir un niño de diez años, y no le llevó tanto tiempo abrirla como la contrapuerta. Entró, se quitó el impermeable mojado y lo dejó en el cuarto de la lavadora que estaba al lado de la cocina y luego secó con una fregona el agua que había dejado en el suelo.

El pequeño dúplex no disponía de muchos escondites. No quería que lo viese cuando entrase por la puerta ni que saliese disparada desde el porche y echase a correr. Quería que entrase y cerrase la puerta con llave; eso le daría más tiempo para abordarla, para hablar con ella.

La distribución del apartamento era una pesadilla. La puerta delantera daba directamente a la pequeña sala de estar, donde los muebles estaban pegados a la pared debido al limitado espacio. La única lámpara que había dejado encendida bastaba para iluminar toda la habitación. Después había un pasillo pequeñito, si es que se podía llamar así; tenía de largo lo justo para albergar un armario empotrado y sospechó que ese espacio había pertenecido en su día al salón, pero que habían hecho alguna reforma cuando convirtieron la casa en un dúplex. El pasillo no tenía puertas y discurría hasta la cocina-comedor, donde el espacio era aún menor porque le habían quitado una parte para hacer el cuarto de la lavadora. A continuación estaban el dormitorio y el cuarto de baño, en los que apenas cabía lo básico.

Quería estar situado entre ella y cualquier puerta antes de que lo viese. También quería estar lo suficientemente cerca como para taparle la boca con la mano antes de que se pusiese a gritar como una descosida y los vecinos llamasen a la poli.

Iba a morirse de miedo, al menos al principio; a él no le hacía ninguna gracia, pero tenía que hacerlo. Ella tenía que escucharlo.

El mejor lugar para colocarse era la cocina, contra la pared. Ella pasaría de largo por su lado, pero no había ninguna puerta tras la que esconderse, ni ningún aparador. Tenía a su favor que ella normalmente no encendía la luz de la cocina; iba directa al dormitorio, encendía la luz de allí y luego volvía atrás para apagar la lámpara del salón. Si seguía su rutina, esperaría a que estuviese a punto de llegar a la habitación y se colocaría detrás de la puerta de la cocina.

Podían salir mal muchas cosas. Si estaba asustada podía ser que encendiese la luz de la cocina. Tendría que poner los cinco sentidos, estar preparado para reaccionar ante lo que hiciese. Ella se resistiría. Pasara lo que pasara, Drea era una superviviente. No se rendía. Se resistiría hasta no poder más. Tendría que controlarla, sin hacerle daño, hasta que llegase a ese punto, o bien hasta que él pudiese hacer que lo escuchase. Nunca se había contenido en toda su vida. Si luchaba era para ganar. Aunque no le iba a dar puñetazos a Drea. Pero ella no se contendría, por lo que estaba listo para sufrir algún daño antes de conseguir controlarla. Por una parte odiaba que estuviese tan asustada, pero por otra había algo que tenía que agradecer: la anticipación.

La habría dejado en paz para siempre si así lo hubiese querido el destino. Pero no fue así, y por fin -por fin- iba a volver a tocarla, a abrazarla, aunque sólo fuese durante un instante. Cerró los ojos ante el calor abrasador que le provocó aquel recuerdo, la sensación de los músculos internos de ella contrayéndose cuando se corría. Había sido suya durante cuatro horas, con sus esbeltos brazos alrededor de su cuello y las piernas rodeándole las caderas.

Durante un rato podría volver a tocarla. No se hacía ilusiones sobre lo que ocurriría después de que la calmase y le aclarase que no pretendía hacerle ningún daño. Si volverían a tener o no cualquier tipo de contacto dependía de ella… y sabía lo que ocurriría.

Miró el reloj. Aún le quedaban veinte minutos, quizá media hora. Si quería saber seguro dónde estaba, tendría que coger el portátil en el coche y rastrear los localizadores que le había colocado en el teléfono y en el coche, pero sólo se molestaría en hacerlo si tardaba demasiado.

Se sentó a esperar en una silla de la cocina.


Andie pasó por delante de su casa dos veces antes de entrar en el camino de acceso. No había visto nada fuera de lo normal, pero tampoco sabía qué coche tenía, así que no tenía forma de localizarlo. Los coches que estaban aparcados en la calle estaban todos a oscuras y en silencio y, según parecía, vacíos.

Entrar en casa suponía un riesgo. Lo sabía. Podría haberla seguido hasta allí en cualquier momento durante el último mes, suponiendo que acabase de encontrarla cuando Cassie lo había visto. Por lo que sabía, podía haberla encontrado hacía meses. Pero tenía que recuperar las joyas y su pequeña provisión de dinero porque de eso tendría que vivir. Se hundió al darse cuenta de que, o entraba, o tendría que pagar por otro carné de identidad falso, y eso costaba una pasta.

Nada se movía en la oscuridad y el vecindario estaba tranquilo; ningún perro ladraba advirtiéndola sobre un extraño recorriendo la calle en silencio. Podía coger el coche y largarse, pensó, o podía entrar. Tenía que entrar. Él podía estar allí dentro o no. Podía estar detrás de aquel gran roble que había al final del jardín o no.

Reunió todo su valor, respiró profundamente, agarró el bolso y salió del Explorer. Normalmente cerraba el coche con llave, pero esta vez no lo hizo por si tenía que salir corriendo a buscarlo, y cada segundo era crucial. En lugar de reconfortarla, la luz amarilla del porche le hacía sentirse desprotegida mientras intentaba torpemente abrir la puerta con la llave.

Su destartalado saloncito parecía normal. El apartamento estaba tan tranquilo como de costumbre. Se quedó de pie un momento escuchando, pero no oyó ningún indicio de roce ni de respiración. Por supuesto que no, pensó. Él era demasiado bueno como para hacer eso. De todas formas, el corazón le latía con tanta fuerza que no estaba segura de si podría oír nada aparte del retumbar de su sangre al fluir. Sentía el pecho tenso, como si necesitase jadear para tomar aire. Siempre le ocurría eso al pensar en él, siempre. Ni siquiera tenía que estar allí para que ella se muriese de miedo.

Las joyas estaban en una bolsa dentro del cajón del armario. Entraría en el dormitorio, cogería las joyas, metería algo de ropa en la maleta y se iría. Tardaría en irse dos minutos, como máximo, y cada segundo que pasaba allí era un segundo que quizá no se podía permitir. Volvió a respirar hondo y caminó rápidamente hacia su habitación.

Una mano robusta le tapó la boca mientras un brazo la agarraba por la cintura y la apretaba contra un cuerpo tan fuerte que el propio impacto contra él le hizo daño. No había oído ni un susurro, ni una pequeña brisa, literalmente nada que la advirtiese. De repente él estaba allí, detrás de ella, y la sangre le bajó de la cabeza al oírle susurrar: «Drea».

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