CAPÍTULO 9

El duque de Hastings fue visto, una vez más, con la señorita Bridgerton (Daphne Bridgerton para lo que, como a esta autora, les cueste diferenciar a todas las hermanas Bridgerton). Ha pasado ya mucho tiempo desde que esta autora vio una pareja tan enamorada como ésta.

Sin embargo, es extraño que, a excepción de la excursión familiar a Greenwich, que relatábamos en estas páginas hace diez días, sólo se les vea juntos en bailes y fiestas. Esta autora sabe de buena tinta que, aunque el duque visitó a la señorita Bridgerton en su casa hace dos semanas, no lo ha vuelto a hacer y, además, ¡no se les ha visto paseando juntos por Hyde Park ni una sola vez!


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTEDOWN,

14 de mayo de 1813


Dos semanas después, Daphne estaba en Hampstead Heath, entre las columnas del salón de lady Trowbridge, apartada de todo el mundo. Le gustaba estar allí.

No quería ser el centro de la fiesta. No quería encontrarse con las decenas de hombres que ahora matarían por un baile con ella. Honestamente, no quería estar en ese baile.

Porque Simon no estaba.

Pero eso no quería decir que no fuera a bailar en toda la noche.

Todas las predicciones de Simon referentes a su creciente popularidad eran ciertas y Daphne, que siempre había sido la chica que gustaba a todos pero que nadie adoraba, se había convertido de la noche a la mañana en la sensación de la temporada. Todos los que se molestaban en dar su opinión al respecto, que era todo el mundo, declaraban que siempre habían sabido que Daphne era especial y que estaban esperando que los demás se dieran cuenta. Lady Jersey le dijo a todo el que quiso escucharla que ella había predicho el éxito de Daphne hacía meses y que el único misterio era por qué nadie le había hecho caso antes.

Y todo aquello, por supuesto, eran tonterías. Aunque Daphne nunca había sido objeto del desprecio de lady Jersey, ninguno de los Bridgerton recordaba haberla escuchado referirse a Daphne, como lo hacía ahora, como «El tesoro del futuro».

Sin embargo, aunque ahora tenía la tarjeta de baile llena a los pocos minutos de llegar a una fiesta y aunque los hombres se pelearan por traerle un vaso de limonada, la primera vez que le pasó, estuvo a punto de echarse a reír a carcajada limpia, descubrió que ninguna noche era memorable a menos que Simon estuviera allí.

No importaba que a él le pareciera necesario mencionar, al menos una vez cada noche, su completa oposición a la institución del matrimonio. Aunque, muy a su favor, normalmente lo mencionaba junto con su agradecimiento a Daphne por salvarlo de las garras de todas esas madres desesperadas. Y tampoco importaba que a veces se quedara callado o fuera maleducado con determinados miembros de la sociedad.

Sólo importaban los momentos en que estaban casi solos, porque nunca estaban los dos solos, pero que podían hacer lo que quisieran. Una divertida conversación en una esquina, un vals alrededor del salón. Daphne podía mirarlo a los pálidos ojos y olvidarse que estaba rodeada de quinientos testigos, todos inexplicablemente interesados en el estado de su cortejo.

Y casi olvidaba que ese cortejo era todo fachada.

Daphne no había vuelto a intentar hablar de Simon con Anthony. La hostilidad de su hermano salía a relucir siempre que el nombre de Simon aparecía en la conversación. Y cuando se encontraban…bueno, Anthony lo trataba con cordialidad, pero de ahí no pasaba.

Y, aún a pesar de toda esa rabia, Daphne todavía veía destellos de su amistad entre ellos. Ella sólo esperaba que cuando todo esto terminara, y ella estuviera casada con algún aburrido aunque afable conde que nunca la hiciera estremecer, los dos hombres volvieran a ser amigos.

A petición de Anthony, Simon decidió no asistir a todos los eventos sociales a los que Violet y Daphne habían confirmado su presencia. Anthony dijo que la única razón por la que había consentido aquella ridícula farsa era para que Daphne encontrara un marido entre los nuevos pretendientes. Desafortunadamente, según Anthony y, afortunadamente para Daphne, ninguno de esos jóvenes se atrevía a acercarse a ella si Simon estaba presente.

«Ya veo el bien que te está haciendo esto», fueron las palabras exactas de Anthony.

En realidad, fueron acompañadas de bastantes palabras malsonantes que Daphne nunca se atrevió a repetir. Desde el incidente en el río, Anthony había invertido mucho tiempo lanzando improperios hacia la persona de Simon.

Sin embargo, Simon entendió el juego de Anthony y le dijo a Daphne que quería que encontrara un marido apropiado.

Así que Simon desapareció.

Y Daphne se quedó destrozada.

Supuso que tendría que haber sabido que, tarde o temprano, aquello iba a pasar. Debería haber sabido los peligros de ser cortejada, aunque no fuera de verdad, por el hombre que la sociedad había bautizado como el Irresistible Duque.

Todo empezó cuando Philipa Featherington lo describió como «irresistiblemente apuesto» y como el concepto de hablar en voz baja no existía en la cabeza de Philipa, todo el mundo la escuchó. En pocos minutos, el recién llegado se convirtió en el príncipe azul de la temporada, y ahí nació el Irresistible Duque.

A Daphne el nombre le pareció tristemente irónico, porque el duque irresistible le estaba destrozando el corazón.

Y no era culpa de Simon. Él la trataba con mucho respeto, honor y sentido del humor. Incluso Anthony tuvo que admitir que no le daba ningún motivo de queja. Simon nunca intentaba quedarse a solas con Daphne y sus contactos se habían limitado a un casto beso en la mano enguantada, y para mayor desespero de Daphne, aquello sólo había sucedido dos veces.

Se habían convertido en la mejor compañía para el otro, compartiendo desde largos silencios hasta la más divertida de las conversaciones. Cada fiesta, bailaban juntos dos veces, el máximo permitido sin escandalizar a la sociedad.

Y Daphne supo, sin ninguna duda, que se estaba enamorando.

La situación no podía ser más irónica. Había empezado a pasar cada vez más tiempo en compañía de Simon para atraer a más hombres. Por su parte, Simon había empezado a pasar cada vez más tiempo con Daphne para evitar el matrimonio.

Pensándolo bien, se dijo Daphne, apoyándose en la pared, la ironía era exquisitamente dolorosa.

Aunque Simon seguía expresando en voz alta su aversión al matrimonio, en ocasiones Daphne lo veía observarla de una manera que cualquiera diría que la deseaba. Jamás había vuelto a repetir los atrevimientos comentarios que le había hecho antes de saber que era una Bridgerton, pero a veces lo veía mirarla con el mismo deseo y la misma fiereza que aquella primera noche. Obviamente, cuando se sentía observado apartaba la mirada, pero aquello ya era suficiente para erizarle la piel y cortarle la respiración a Daphne.

¡Y esos ojos! A todos les gustaba ese color parecido al hielo y cuando Daphne lo observaba mientras hablaba con otra gente, entendía por qué. Simon era tan locuaz con los demás como con ella. Cortaba las palabras, hablaba en un tono más brusco y sus ojos reflejaban la dureza de su carácter.

Sin embargo, cuando reían juntos, los dos burlándose de alguna estúpida norma social, le brillaban los ojos. Eran más cálidos y acogedores. Incluso, en los momentos más felices, Daphne creía que iban a derretirse.

Suspiró y se hundió todavía más en la pared. Tenía la sensación de que, en los últimos días, cada vez había más momentos felices.

– Daff, ¿qué haces escondiéndote aquí?

Daphne levantó la mirada y vio que Colin se acercaba, con su habitual sonrisa engreída en la atractiva cara. Desde su regreso a Londres, había arrasado por toda la ciudad, y Daphne podía fácilmente citar una decena de chicas que estaban seguras de estar enamoradas de él y que se morían por desfrutar de sus atenciones. Sin embargo, no estaba preocupada porque su hermano se encaprichara con alguna de ellas, porque todavía tenía que probar muchas flores antes de sentar la cabeza.

– No me escondo -lo corrigió-. Evito a determinadas personas.

– ¿A quién? ¿A Hastings?

– Claro que no. Además, esta noche no ha venido.

– Sí que ha venido.

Como se trataba de Colin, cuyo principal objetivo en la vida, aparte de correr detrás de las chicas y apostar a los caballos, claro, era atormentar a su hermana, Daphne quiso ignorarlo, pero acabó sucumbiendo y preguntó.

– ¿De verdad?

Colin asintió e hizo un gesto con la cabeza señalando la entrada del baile.

– Lo vi entrar no hace ni un cuarto de hora.

Daphne entrecerró los ojos.

– ¿Te estás burlando de mí? Porque él me dijo claramente que esta noche no iba a venir.

– ¿Y por qué has venido tú? -Colin se cubrió las mejillas con las manos y abrió la boca, fingiendo estar sorprendido.

– Porque sí -respondió ella-. Mi vida no gira en torno a Hastings.

– ¿A no?

Daphne tuvo la sensación de que su hermano se lo decía en serio.

– No, por supuesto que no -dijo ella.

Puede que su vida no girara en torno a Hastings, pero sus pensamientos sí.

Los ojos verde esmeralda de Colin adquirieron una seriedad poco habitual en él.

– Estás por él, ¿verdad?

– No sé qué quieres decir.

Colin sonrió, seguro de sí mismo.

– Ya lo descubrirás.

– ¡Colin!

– Mientras tanto -dijo él, mirando hacia la puerta-, ¿por qué no vas a buscarlo? Estoy convencido de que mi compañía palidece ante la perspectiva de la de él. ¿Ves? Hasta tus pies se están alejando de mí.

Daphne miró al suelo, horrorizada de que su cuerpo la traicionara de aquella manera.

– ¡Ja! Te he hecho mirar.

– Colin Bridgerton -dijo Daphne-. A veces te prometo que creo que no puedes tener más de tres años.

– Eso es interesante-dijo él, riéndose-. Porque querría decir que estarías en la tierna edad de un año y medio, hermanita.

A falta de una respuesta suficientemente seca, Daphne se limitó a mirarlo con el ceño fruncido.

Sin embargo, Colin sólo pudo reírse.

– Una expresión muy atractiva, Daff, pero estoy segura de que tus mejillas preferirían sustituirla por una sonrisa. El irresistible duque viene hacia aquí.

Daphne se dijo que no tropezaría dos veces en la misma piedra. No iba a hacerla mirar.

Colin se acercó a ella y le susurró:

– Esta vez va en serio, Daff.

Daphne mantuvo la mueca.

Colin se rió.

– ¡Daphne! -la voz de Simon. Justo en su oreja.

Daphne se giró.

Colin se rió con más ganas.

– Deberías confiar más en tu hermano favorito, Daff.

– ¿Él es tu hermano favorito? -preguntó Simon, arqueando una incrédula ceja.

– Sólo porque Gregory me puso un sapo en la cama ayer por la noche -respondió Daphne-. Y Benedict perdió el derecho a serlo el día que decapitó a mi muñeca preferida.

– Me pregunto qué habrá hecho Anthony para no optar a tan honorable título -murmuró Colin.

– ¿No tienes que ir a ningún sitio? -le preguntó Daphne.

Colin se encogió de hombros.

– En realidad, no.

– ¿No me acabas de decir -preguntó Daphne, entre dientes-, que le habías prometido un baile a Prudence Featherington?

– Dios, no. Lo has debido escuchar mal.

– A lo mejor mamá te está buscando. Es más, creo que la he oído llamarte.

Para su desgracia, Colin se rió.

– No deberías ser tan obvia -le dijo en voz baja, aunque no tan baja como para que Simon no pudiera oírlos-. Descubrirá que te gusta.

El cuerpo de Simon se sacudió con un poco disimulado regocijo.

– No es su compañía la que intento asegurar -dijo Daphne, mordaz-. Es la tuya la que quiero evitar.

Colin se colocó una mano en el corazón.

– Me matas, Daff. -Se giró hacia Simon-. Cómo me mata.

– Te has equivocado de profesión, Bridgerton -dijo Simon, que estuvo genial-. Deberías haber sido actor.

– Habría sido interesante -respondió Colin-. Aunque a mi madre le hubiera dado algo. -Se le iluminó la mirada-. Tengo una idea. Justo ahora que empezaba a aburrirme. Buenas noches a los dos. -se inclinó y se fue.

Daphne y Simon se quedaron callados mientras observaban cómo Colin se perdía entre el gentío.

– El próximo grito que oigas -dijo Daphne-, seguro que será mi madre.

– ¿Y el sonido seco será el golpe de su cuerpo contra el suelo cuando se desmaye?

Daphne asintió, sonriendo muy a su pesar.

– Pero, bueno. -Hizo una pausa y continuó-. No esperaba verte esta noche.

Simon se encogió de hombros y la chaqueta del impecable traje negro se arrugó un poco.

– Estaba aburrido.

– ¿Estabas aburrido y decidiste venir hasta Hampstead Heath para asistir al baile anual de lady Trowbridge? -Daphne arqueó las cejas. Hampstead Heath estaba a unos diez kilómetros de Mayfair, como mínimo una hora si la carretera estaba en buenas condiciones y más en noches como ésa, en la que todo el mundo se dirigía al mismo sitio-. Perdóname si empiezo a cuestionarme tu salud mental.

– Yo también estoy empezando a cuestionármela -dijo él.

– Bueno, en cualquier caso -dijo ella, con un suspiro de felicidad-, me alegro que hayas venido. Ha sido una noche espantosa.

– ¿De verdad?

Ella asintió.

– Me han avasallado con preguntas sobre ti.

– Bueno, esto se pone interesante.

– Yo no iría tan deprisa. La primera ha sido mi madre.Quiere saber por qué nunca vienes a verme por la tarde.

Simon frunció el ceño.

– ¿Crees que es necesario? Pensaba que mi total dedicación a ti en estas fiestas bastaría para perpetrar nuestro engaño.

Daphne se sorprendió a sí misma al reprimir una mueca de frustración. Simon no tenía que decirlo como si aquello fuera un trabajo muy pesado para él

– Tu total dedicación habría bastado para engañar a cualquiera menos a mi madre. Y posiblemente no habría dicho nada si tu ausencia diurna no hubiera aparecido en Whistedown.

– ¿De verdad? -preguntó Simon, muy interesado.

– Si. Así que será mejor que ventas mañana por la tarde o todo el mundo empezará a hacerse preguntas.

– Me gustaría saber quienes son los espías de esa señora -murmuró Simon-. Y entonces los contrataría para mí.

– ¿Para qué necesitas espías?

– Para nada. Pero me parece una lástima dejar que tanto talento se desperdicie en eso.

Daphne dudó que lady Whistedown estuviera de acuerdo en que ese talento se desperdiciaba, sin embargo, no quería empezar una discusión sobre los méritos y deméritos de aquella revista, así que no dijo nada.

– Y luego -continuó-, después de mi madre, vinieron los demás y eso fue peor.

– Dios nos asita.

Ella le lanzó una mirada mordaz.

– Todas eran mujeres excepto uno y, aunque todos han expresado públicamente que se alegran por mi felicidad, claramente intentaban adivinar las probabilidades que había de que no acabáramos juntos.

– Supongo que les has dicho a todos que estoy desesperadamente enamorado de ti, ¿verdad?

Daphne sintió una sacudida en su interior.

– Sí -mintió, ofreciéndole una sonrisa tremendamente dulce-. Al fin y al cabo, tengo que mantener una reputación.

Simon se rió.

– Y dime, ¿quién fue el único hombre que te interrogó?

Daphne se puso seria.

– En realidad, era otro duque. Un hombre mayor de lo más extraño que dice que era un buen amigo de tu padre.

Los músculos de la cara de Simon se tensaron de inmediato.

Daphne se encogió de hombros y no se percató del cambio en la expresión de Simon.

– Me empezó a decir lo «buen duque» que era tu padre. -Daphne se rió mientras intentaba imitar la voz del hombre-. No tenía ni idea que los duques teníais que salir en defensa de los demás. Bueno, tampoco queremos que un duque incompetente desmerezca su título, ¿no?

Simon no dijo nada.

Daphne empezó a darse golpecitos con un dedo en la mejilla mientras pensaba.

– ¿Sabes? Nunca te he oído mencionar a tu padre.

– Eso es porque no me gusta hablar de él -dijo Simon, muy seco.

Ella parpadeó, preocupada.

– ¿Te pasa algo?

– No -dijo él, con la voz cortada.

– Oh. -Daphne se dio cuenta de que se estaba mordiendo el labio inferior y se obligó a parar-. Entonces, no lo mencionaré.

– He dicho que no me pasa nada.

Daphne se mantuvo imperturbable.

– Claro.

Se produjo un largo e incómodo silencio. Daphne se entretuvo con la tela del vestido antes de decir:

– Las flores que lady Trowbridge ha usado para decorar la casa son preciosas, ¿no te parece?

Simon siguió con la mirada las rosas rosas y blancas que Daphne estaba tocando.

– Sí.

– Me pregunto si las cultivará ella.

– No tengo ni idea.

Otro incómodo silencio.

– Los rosales son muy difíciles de cuidar.

Esta vez, la respuesta se limitó a un sonido gutural.

Daphne se aclaró la garganta y entonces, cuando Simon ni siquiera la miraba, preguntó:

– ¿Has probado la limonada?

– No bebo limonada.

– Bueno, pues yo sí -respondió ella, muy seca, porque ya había soportado bastante-. Y tengo sed. Así que, si me disculpas, voy a buscar un vaso de refresco y te dejo aquí con tu mal humor. Estoy segura de que encontrarás a alguien más divertido que yo.

Se giró para marcharse, pero no pudo dar ni un paso porque sintió una fuerte mano que la agarraba por el brazo. Bajo la vista, momentáneamente fascinada por la visión de la mano enguantada de Simon apoyada en la seda anaranjada de su vestido. La miró fijamente, casi deseando que se moviera, que le recorriera el brazo hasta la parte desnuda del codo.

Sin embargo, Simon no iba a hacerlo. Sólo hacía esas cosas en sueños.

– Daphne, por favor -dijo-. Mírame.

Hablaba en voz baja y con una intensidad que la hizo estremecer.

Se giro y, cuando sus ojos se encontraron, Simon dijo:

– Por favor, acepta mis disculpas.

Ella asintió.

Sin embargo, Simon sentía la necesidad de explicarse más.

– Yo no…- Tosió un poco para aclararse la garganta-. No me llevaba bien con mi padre. Y no… No me gusta hablar de él.

Daphne lo miró fascinada. Nunca lo había visto tan inseguro.

Simon suspiró, irritado. Daphne pensó que era muy extraño, pero parecía que estaba irritado consigo mismo.

– Cuando lo has mencionado…-Agitó la cabeza, como si quisiera cambiar el rumbo de la conversación-. Se me graba en la memoria. No puedo dejar de pensar en él. Me-me-me pone muy furioso.

– Lo siento -dijo ella, consciente que su rostro reflejaría su confusión. Pensaba que debía decir algo más, pero no sabía las palabras que tenía que usar.

– Contigo no -dijo él, rápidamente y cuando sus pálidos ojos azules se centraron en ella, parecieron más relajados. Su cara también se relajó un poco, sobre todo las líneas que se le habían acentuado alrededor de la boca. Tragó saliva-. Me enfado conmigo mismo.

– Y, al parecer, también con tu padre -dijo ella, suavemente.

Él no dijo nada. Daphne no esperaba que lo hiciera. Simon todavía la tenía cogida del brazo, así que ella le cubrió la mano con la suya.

– ¿Te gustaría salir a tomar el aire? -le preguntó-. Parece que lo necesitas.

Él asintió.

– Tú quédate. Si sales conmigo a la terraza, Anthony me cortará la cabeza.

– Anthony puede decir misa -dijo Daphne, irritada-. Estoy harta de su vigilancia constante.

– Sólo intenta ser un buen hermano.

– ¿De qué lado estás?

Ignorando esa pregunta, Simon dijo:

– Está bien. Pero sólo un paseo. Con Anthony puedo, pero si acuden todos tus hermanos, soy hombre muerto.

A unos cuantos metros, había una puerta que daba a la terraza. Daphne la señaló y la mano de Simon descendió por su brazo hasta llegar al codo.

– Además, posiblemente haya decenas de parejas en la terraza -dijo ella-. Así que no podrá decir nada.

Sin embargo, antes de que pudieran salir, oyeron una voz masculina a su espalda:

– ¡Hastings!

Simon se detuvo y se giró, triste de lo familiarizado que estaba con el nombre de su padre. Dentro de poco, pensaría en él como su propio nombre.

Sin saber por qué, aquella idea lo disgustaba.

Un señor mayor con un bastón se les acercó.

– Es el duque del que te he hablado -dijo Daphne-. Middlethorpe, creo.

Simon solo asintió, porque no tenía ganas de hablar.

– ¡Hastings! -exclamó el señor, dándole unos golpecitos en el brazo-. Llevaba mucho tiempo deseando conocerte. Soy Middlethorpe. Era muy amigo de tu padre.

Simon asintió, de un modo tan preciso que parecía un militar.

– Te echó de menos, ¿sabes? Durante tus viajes.

Simon sintió que la ira iba creciendo en su interior y aquello le paralizo la lengua. Sabía, sin ningún tipo de duda, que si intentaba hablar, sonaría igual que cuando tenía ocho años.

Y, por nada del mundo, quería avergonzarse así delante de Daphne.

Sin saber cómo, quizá porque nunca había tenido demasiados problemas con las vocales, dijo:

– Oh.

Se alegró que su voz sonara seca y condescendiente.

Sin embargo, si el hombre se percató del rencor en su voz, lo pasó por alto.

– Estuve con él cuando murió-dijo Middlethorpe.

Simon no dijo nada.

Daphne, bendita sea, intervino en la conversación con un compasivo:

– Dios mío.

– Me pidió que te diera unos mensajes. En casa, tengo varias cartas.

– Quémelas.

Daphne se sorprendió y cogió a Middlethorpe por el brazo.

– Oh, no, no lo haga. A lo mejor no quiere leerlas ahora, pero seguro que en el futuro cambiará de opinión.

Simon la atravesó con la mirada y se giró hacia Middlethorpe.

– He dicho que las queme.

– Yo… eh… -Middlethorpe parecía totalmente confundido. Debería saber que el duque y su hijo no se llevaban bien, pero obviamente el difunto duque no le había explicado la verdadera naturaleza de su relación. Miró a Daphne, reconociendo a una posible aliada, y le dijo-. Aparte de las cartas, me dijo que le explicara varias cosas. Podría decírselas ahora.

Sin embargo, Simon había soltado a Daphne y había salido a la terraza.

– Lo siento-le dijo Daphne a Middlethorpe, sintiendo la necesidad de disculpar el atroz comportamiento de Simon-. Estoy segura de que no era su intención ser tan brusco.

La expresión de Middlethorpe le confesó que él sabía que aquella había sido exactamente su intención.

Sin embargo, Daphne dijo:

– Es un poco sensible cuando se trata de su padre.

Middlethorpe asintió.

– El duque ya me advirtió que reaccionaría así. Pero, mientras me lo decía se rió y dijo algo del orgullo de los Basset. Debo confesar que no creí que lo dijera en serio.

Daphne miró nerviosa hacia la puerta.

– Al parecer, sí que lo hacía -dijo-. Será mejor que vaya con él.

Middlethorpe asintió.

– Por favor, no queme las cartas -dijo ella.

– Nunca se me habría ocurrido. Pero…

Daphne ya se iba hacia la terraza, pero se detuvo al ver que el hombre tenía algo más que decir.

– ¿Qué sucede?

– Ya soy mayor y estoy enfermo -dijo él-. Los médicos dicen que no me queda demasiado tiempo. ¿Podría dejarle a usted las cartas?

Daphne lo miró sorprendida y horrorizada. Sorprendida porque no podía creerse que le confiara una correspondencia tan personal a una chica joven a la que apenas conocía. Y horrorizada porque sabía que, si las aceptaba, Simon jamás la perdonaría.

– No lo sé -dijo, indecisa-. No estoy segura de ser la persona indicada.

Los ancianos ojos de Middlethorpe se arrugaron como los de alguien que sabe lo que va a decir.

– Creo que usted es exactamente la persona más indicada -dijo-Además, creo que sabrá encontrar el momento adecuado para dárselas. ¿Puedo hacérselas llegar a su casa?

Daphne asintió. No sabía qué otra cosa hacer.

Middlethorpe levantó el bastón y señaló hacia la terraza.

– Será mejor que vaya con él.

Daphne lo miró, asintió y se fue. La terraza estaba iluminada por unos pocos apliques en la pared, así que estaban casi en la penumbra y sólo vio a Simon ayudada por la luz de la luna. Estaba de pie, muy enfadado, con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba mirando el interminable prado que se extendía frente a la terraza, pero Daphne tenía serias dudas de que viera más allá de su propia rabia.

Avanzó sigilosamente hacia él, agradeciendo la brisa fresca, porque dentro del salón el calor era asfixiante. Escuchó algunas voces y supo que no estaban solos, sin embargo no vio a nadie. Obviamente, los demás invitados habían preferido esconderse en algún oscuro e íntimo rincón. O, a lo mejor, habían descendido por la escalera y estaban sentados en los bancos que había debajo.

Mientras se acercaba a él, Daphne pensó que podría decir algo como «Has sido muy maleducado con el duque» o «¿Por qué estás tan enfadado con tu padre?» pero, al final, decidió que no era el momento de indagar en los sentimientos de Simon así que, cuando llegó a su lado, se apoyó en la barandilla y dijo:

– Ojalá pudiera ver las estrellas.

Simon la miró, primero con sorpresa y después con curiosidad.

– En Londres no se ven nunca -continuó ella, hablando en voz baja-. Las luces de la ciudad son demasiado brillantes o la niebla ya está muy baja. O, a veces, el aire está demasiado contaminado para ver a través de él. -Se encogió de hombros y miró al cielo, que estaba tapado-. Esperaba poder verlas aquí pero, por desgracia, las nubes no quieren colaborar.

Se quedaron callados un buen rato. Entonces, Simon se aclaró la garganta y dijo:

– ¿Sabías que las estrellas son completamente distintas en el hemisferio sur?

Daphne no se había dado cuenta de lo tensa que estaba hasta que sintió que, ante esa pregunta, su cuerpo se relajaba. Simon estaba intentando retomar la noche donde la habían dejado, y ella estaba encantada. Lo miró, burlona, y dijo:

– Estás bromeando.

– No. Míralo en un libro de astronomía.

– Hmmm.

– Y lo más interesante -continuó Simon, cada vez más relajado-, es que, aunque no sea un experto en astronomía, y no lo soy…

– Y, obviamente -lo interrumpió Daphne, con una sonrisa-, yo tampoco.

Simon la cogió de la mano y sonrió, y Daphne respiró satisfecha de ver que sus ojos habían recuperado la alegría. Entonces, la satisfacción se convirtió en algo más intenso: felicidad. Felicidad porque había sido ella la que había borrado las sombras de sus ojos. Quería disiparlas para siempre.

Si Simon la dejara…

– Verías la diferencia -dijo él-. Y eso es lo más extraño. Nunca me preocupé por aprender las constelaciones pero, cuando estaba en África miraba al cielo y la noche era tan clara. Nunca había visto un cielo así.

Daphne lo observaba, fascinada.

– Miraba al cielo -dijo él, agitando la cabeza-, y era raro.

– ¿Cómo puede ser raro el cielo?

Él se encogió de hombros y levantó una mano.

– No lo sé. Pero lo era. Las estrellas no estaban en su sito.

– Supongo que me gustaría ver el cielo desde el hemisferio sur -dijo Daphne, melancólica-. Si fuera una mujer exótica y atrevida, el tipo de mujer sobre la que los hombres escriben poesía, supongo que me gustaría viajar.

– Ya, eres el tipo de mujer sobre la que los hombres escriben poesía -le recordó Simon, en un tono sarcástico-. Lo que pasa es que era una poesía muy mala.

Daphne se rió.

– No te rías de mí. Fue muy emocionante. Mi primer día con seis pretendientes en casa y Neville Binsby me escribió una poesía.

– Siete pretendientes -dijo él-, incluyéndome a mí.

– Siete incluyéndote a ti. Pero tú no cuentas.

– Me matas -bromeó él, imitando a Colin-. Cómo me matas.

– Quizá deberías plantearte empezar una carrera en el teatro.

– Quizá no -respondió.

Daphne sonrió.

– Quizá no. Pero lo que iba a decirte es que, aunque soy una chica inglesa de lo más aburrida, no tengo ningún deseo de ir a ningún sitio. Aquí soy feliz.

Simon agitó la cabeza y una extraña luz, casi eléctrica, le iluminó los ojos.

– No eres aburrida. Y -redujo la voz a un suspiro emocional-, me alegro que seas feliz. No he conocido a demasiadas personas realmente felices.

Daphne lo miró y, lentamente, se dio cuenta de que Simon se había acercado a ella. Dudaba que él se hubiera dado cuenta, pero su cuerpo tendía a acercarse al de ella, y Daphne descubrió que no podía apartar la mirada de él.

– ¿Simon? -susurró.

– Aquí hay gente -dijo él, con la voz ahogada.

Daphne se giró hacia las esquinas de la terraza. Las voces que se oían antes habían desaparecido, pero también podía ser que les estuvieran escuchando.

Delante de sus ojos, el jardín la estaba llamando. Si estuvieran en Londres, no podrían ir más allá de la terraza, porque no habría sitio, pero lady Trowbridge se enorgullecía de ser diferente y siempre ofrecía el baile anual en su segunda residencia en Hampstead Heath. Estaba relativamente cerca de Mayfair, pero podría haber sido perfectamente otro mundo. Elegantes casas rodeadas de grandes extensiones verdes y, en el jardín de lady Trowbridge, había muchos árboles y flores, arbustos y setos… Muchos rincones oscuros donde una pareja podía perderse.

Daphne sintió que algo salvaje se apoderaba de ella.

– Demos un paseo por el jardín -dijo, suavemente.

– No podemos.

– Tenemos que hacerlo.

– No podemos.

La desesperación en la voz de Simon le dijo todo lo que necesitaba saber. La quería. La deseaba. Estaba loco por ella.

Daphne tuvo la sensación de que su corazón había empezado a cantar La flauta mágica y daba saltos de alegría.

Y pensó: ¿Y si lo besaba? ¿Qué pasaría si se adentraran en el jardín, levantara la cara y dejara que sus labios tocaran los de ella? ¿Vería él lo mucho que lo quería? ¿Vería lo mucho que podría llegar a quererla? Y a lo mejor, sólo a lo mejor, vería lo feliz que lo haría.

Entonces quizás dejaría de hablar de lo decidido que estaba a no pasar por la vicaría.

– Voy a dar un paseo por el jardín -dijo ella-. Si quieres, puedes acompañarme.

Mientras se alejaba, lentamente para que él pudiera seguirla, lo escuchó maldecir desde lo más profundo de su alma, y luego escuchó sus pasos detrás de ella.

– Daphne, esto es una locura -dijo Simon, pero la voz ronca delataba que más que convencerla a ella, intentaba convencerse a sí mismo.

Ella no dijo nada, sólo siguió adentrándose en las profundidades del jardín.

– Por el amor de Dios, Daphne, ¿Quieres escucharme? -La cogió con fuerza por la muñeca y la obligó a mirarlo-. Le hice una promesa a tu hermano -dijo, salvaje-. Me hice una promesa a mí mismo.

Ella esbozó la sonrisa de la mujer que se sabe deseada.

– Entonces, márchate.

– Sabes que no puedo hacerlo. No puedo dejarte sola en el jardín. Alguien podría intentar sobrepasarse.

Daphne se encogió de hombros e intentó soltarse de su mano.

Sin embargo, los dedos de Simon la apretaron todavía más.

Así, aunque ella sabía que no era su intención, no opuso resistencia y se dejo llevar por el tirón, acercándose a él hasta que entre los dos sólo quedó un palmo.

La respiración de Simon se aceleró.

– No lo hagas, Daphne.

Ella intentó decir algo ocurrente, algo seductor. Sin embargo, la valentía le falló en el último momento. Nunca la habían besado y ahora que había invitado a Simon a que fuera el primero, no sabía que hacer.

La mano de Simon se aflojó un poco pero enseguida volvió a cerrarse con fuerza sobre su muñeca, llevándola consigo detrás de un gran seto.

Susurró su nombre, le acarició la mejilla.

Daphne abrió los ojos y separó los labios.

Y, al final, fue inevitable.

Загрузка...