CAPÍTULO 21

¡El duque de Hastings ha vuelto!


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

6 de agosto de 1813


Simon no dijo nada en el camino de vuelta. Encontraron a la yegua de Daphne pastando tranquilamente a unos treinta metros y, aunque Daphne insistió en que podía montar, Simon dijo que no le importaba. Así que, ató la yegua a su caballo, subió a Daphne a la silla y él se sentó detrás de ella. Y así se fueron hasta Grosvenor Square.

Además, necesitaba abrazarla.

Empezaba a darse cuenta de que tenía que abrazarse a algo en la vida y a lo mejor Daphne tenía razón; a lo mejor el odio no era la mejor, solución. Quizá, sólo quizá, podía aprender a abrazarse al amor.

Cuando llegaron a Hastings House, salió un mozo a encargarse de los caballos y Simon y Daphne subieron la escalera y entraron en casa. Y allí se encontraron frente a los tres hermanos Bridgerton.

– ¿Qué diablos estáis haciendo en mi casa? -preguntó Simon. Lo que más quería en ese momento era subir la escalera y hacerle el amor a su mujer y, en lugar de eso, se había encontrado con aquel beligerante trío. Estaban de pie con la misma postura: piernas separadas, manos en las caderas y la barbilla levantada. Si no estuviera tan enfadado con ellos por verlos allí, seguramente habría tenido tiempo de preocuparse.

Simon no tenía ninguna duda de que, si llegaban a las manos, podría con uno, incluso con dos, pero ante los tres era hombre muerto.

– Hemos oído que habías vuelto -dijo Anthony.

– Así es -respondió Simon-. Ahora marcharos.

– No tan rápido -dijo Benedict, cruzándose de brazos. Simon se giró hacia Daphne.

– ¿A cuál de los tres deberías disparar primero?

Daphne miró a sus hermanos con el ceño fruncido.

– No tengo ninguna preferencia.

– Tenemos algunas peticiones antes de que te puedas quedar con Daphne -dijo Colin.

– ¿Qué? -exclamó Daphne.

– ¡Es mi mujer! -gritó Simon, más fuerte que Daphne.

– Primero fue nuestra hermana -dijo Anthony-, y la has hecho infeliz.

– Esto no es asunto vuestro -insistió Daphne.

– Tú eres asunto nuestro -dijo Benedict.

– Es mi asunto -dijo Simon-, así que fuera de mi casa de una vez.

– Cuando los tres tengáis vuestros propios matrimonios, entonces podréis venir a darme consejos -dijo Daphne, enfadada-. Pero, hasta entonces, guardares vuestros impulsos de entrometeros.

– Lo siento, Daff -dijo Anthony-, pero en esto no vamos a cambiar de opinión.

– ¿En qué? -dijo ella-. Aquí no tenéis ninguna opinión. ¡No es asunto vuestro!

Colin dio un paso adelante.

– No nos iremos hasta que estemos convencidos de que te quiere.

Daphne palideció de golpe. Simon nunca le había dicho que la quería. Se lo había demostrado, de mil maneras, pero nunca se lo había dicho con palabras. Y quería que, cuando lo hiciera, fuera porque lo sintiera y no porque los estúpidos de sus hermanos lo hubieran obligado.

– Colin, no lo hagas -susurró, odiando el tono de súplica de su voz-. Tienes que dejar que pelee mis propias batallas.

– Daff…

– Por favor -le rogó ella.

Simon se interpuso entre los dos.

– Si nos disculpas -le dijo a Colin y, por extensión, a Anthony Y a Benedict.

Se llevó a Daphne al otro lado del recibidor para hablar en privado. Le hubiera gustado poder ir a otra habitación, pero estaba seguro que esos tres los hubieran seguido.

– Siento mucho lo de mis hermanos -dijo Daphne, un poco alterada-. Son unos idiotas y no tenían ningún derecho a invadir tu casa. Si pudiera renegar de ellos, lo haría, te lo juro. Y después de esto, no me extrañaría que no quisieras tener hijos nunca…

Simon la hizo callar con un dedo en los labios.

– En primer lugar, es nuestra casa, no mi casa. Y en cuanto a tus hermanos, me sacan de quicio, pero sólo lo hacen por amor. -Se inclinó un poco, pero lo suficiente para que Daphne pudiera sentir su respiración en la piel-. ¿Y quién puede culparlos?

A Daphne se le paró el corazón.

Simon se acercó todavía más, hasta que su nariz rozó la de Daphne.

– Te quiero, Daff -susurró.

Daphne volvió a sentir los latidos de su corazón, aunque ahora muy acelerados.

– ¿De verdad?

Simon asintió, acariciándola con la nariz.

– No pude evitarlo.

Daphne sonrió.

– Eso no es muy romántico.

– Es la verdad -dijo él, encogiéndose de hombros-. Sabes mejor que nadie que yo no quería nada de esto. No quería una esposa, no quería una familia y, sobre todo, no quería enamorarme. -Le dio un suave beso en los labios, haciendo que los dos cuerpos se estremecieran-. Pero lo que me encontré -la besó otra vez-, para mi desgracia -y otra-, es que era casi imposible no quererte.

Daphne cayó rendida a sus brazos.

– Oh, Simon -susurró.

Simon la besó en la boca, intentando demostrarle con su beso lo que todavía estaba aprendiendo a expresar con palabras. La quería. La adoraba. Podría caminar sobre fuego por ella. Tenía…

… a sus tres hermanos mirándolos.

Separándose de ella, se giró de lado. Anthony, Benedict y Colin seguían allí. Anthony estaba mirando el techo, Benedict hacía ver que se miraba las uñas y Colin los estaba mirando abiertamente.

Simon abrazó con más fuerza a Daphne y dijo:

– ¿Qué diablos hacéis aquí todavía?

Como era de esperar, ninguno de los tres tenía respuesta para eso.

– Fuera -dijo Simon.

– Por favor. -El tono de Daphne no fue exactamente educado.

– Está bien -dijo Anthony, dándole una cachetada a Colin en el cuello-. Creo que nuestro trabajo aquí ha terminado.

Simon empezó a llevarse a Daphne hacia la escalera.

– Estoy seguro de que podréis encontrar la salida -dijo.

Anthony asintió y empujó a sus hermanos hacia la puerta.

– Bien -dijo Simon-. Nosotros nos vamos arriba.

– ¡Simon! -exclamó Daphne.

– No creas que no saben lo que vamos a hacer -le susurró al oído.

– Pero… ¡Son mis hermanos!

– Dios nos asista -dijo él.

Pero antes de que llegaran al primer peldaño, la puerta principal se abrió seguido de una serie de improperios típicamente femeninos.

– ¿Mamá? -dijo Daphne, sin acabárselo de creer.

Pero Violet sólo tenía ojos para sus hijos.

– Sabía que os encontraría aquí -dijo, señalándolos-. De todos los estúpidos y tercos…

Daphne no escuchó el resto del discurso de su madre. Simon estaba riéndose demasiado fuerte en su oído.

– ¡La ha hecho infeliz! -protestó Benedict-. Como hermanos suyos, es nuestro deber…

– Respetar su inteligencia para resolver sus propios problemas -lo interrumpió Violet-. Y ahora no parece demasiado infeliz.

– Eso es porque…

– Y si me dices que es por vuestras amenazas después de irrumpir en su casa como un rebaño de ovejas, te prometo que renegaré de los tres.

Los tres se quedaron en silencio.

– Está bien-continuó Violet-. Creo que es hora de marcharnos, ¿no?

Cuando sus hijos no se movieron lo suficientemente deprisa para seguirla, se giró y cogió…

– ¡Mamá, por favor! -gritó Colin-. Por la oreja…

Lo cogió por la oreja.

– …no.

Daphne agarró a Simon por el brazo. Estaba riéndose con tantas ganas que tenía miedo de que fuera a caerse.

Violet hizo salir a sus hijos con un fuerte:

– ¡Fuera!

Luego se giró hacia Simon y Daphne.

– Me alegro de verte en Londres, Hastings -dijo, sonriendo-. Una semana más y yo misma habría ido a buscarte.

Entonces salió y cerró la puerta.

Simon se giró hacia Daphne, todavía sacudiéndose de la risa.

– ¿Eso era tu madre?-le preguntó, riendo.

– Tiene su carácter.

– Ya lo veo.

Daphne se puso seria.

– Siento mucho si mis hermanos te han obligado a…

– Tonterías -la interrumpió él-. Tus hermanos nunca podrían obligarme a decir algo que no siento. -Se quedó en silencio y añadió-: Bueno, no sin una pistola.

Daphne lo golpeó en el hombro.

Simon la ignoró y la atrajo hacia sí.

– Lo he dicho de verdad -dijo, rodeándole la cintura con los brazos-. Te quiero. Lo sé desde hace un tiempo pero…

– No pasa nada -dijo Daphne, apoyando la mejilla en su pecho-. No tienes que explicarte.

– Sí, tengo que hacerlo -insistió él-. Yo… -Pero no pudo encontrar las palabras. Tenía demasiadas emociones en su interior, demasiados sentimientos a la vez-. Déjame demostrártelo -dijo, con voz ronca-. Déjame demostrarte lo mucho que te quiero.

Daphne respondió a eso ladeando la cabeza para recibir un beso. Cuando sus labios se tocaron, dijo:

– Yo también te quiero.

La boca de Simon la devoró con pasión y las manos se aferraron a ella como si tuviera miedo de que, en cualquier momento, fuera a desaparecer.

– Vamos arriba -susurró-. Ven conmigo.

Daphne asintió, pero antes de que pudiera subir un escalón, Simon la levantó a peso y la subió en brazos.

Cuando llegó al segundo piso, su cuerpo ya estaba duro como una roca y le pedía a gritos que lo liberase.

– ¿Qué dormitorio has usado? -le preguntó.

– El tuyo -respondió ella, extrañada por la pregunta.

Simon hizo un gruñido de aprobación y entró en su dormitorio, el de los dos, y cerró la puerta de una patada.

– Te quiero -dijo, mientras caían sobre la cama. Ahora que lo había dicho una vez, parecía que había algo dentro de él que le pedía que no dejara de decirlo. Necesitaba decírselo, tenía que asegurarse que ella entendía lo que quería decir. Y si para ello tenía que decirlo cien veces, no le importaba.

– Te quiero -repitió, desabrochándole desesperadamente el vestido.

– Ya lo sé -dijo ella, temblorosa. Le cogió la cara entre las manos y lo miró los ojos-. Yo también te quiero.

Entonces lo atrajo hacia ella para besarlo, un beso tan inocente y puro que encendió a Simon del todo.

– Si alguna vez vuelvo a hacerte daño -dijo él, entrecortadamente, mientras la besaba-, quiero que me mates.

– Nunca -respondió ella, riendo.

La boca de Simon se movió hacia el hueco donde la mandíbula se une al lóbulo de la oreja.

– Entonces, pégame -le dijo-. Retuérceme un brazo, rómpeme un tobillo.

– No seas tonto -dijo ella, acariciándole la barbilla y obligándolo a mirarla-. No volverás a hacerme daño.

El amor por esa mujer lo llenaba. Le hinchaba el pecho, le hacía cosquillas en los dedos y le cortaba la respiración.

– A veces -susurró-, te quiero tanto que me asusto. Te daría el mundo entero, sabes que lo haría, ¿verdad?

– Todo lo que quiero eres tú -dijo ella-. No necesito el mundo, sólo tu amor. Y, a lo mejor -añadió, con una maliciosa sonrisa-, que te quites las botas.

Simon sintió una gran sonrisa en la cara. De algún modo, su mujer siempre parecía saber exactamente qué era lo que necesitaba. Justo cuando estaba abrumado por tantas emociones y estaba apunto de llorar, ella lo había hecho reír.

– Tus deseos son órdenes -dijo, dándose la vuelta para quitarse el molesto calzado.

Una bota cayó al sudo, y la otra la siguió.

– ¿Algo más, señora? -preguntó.

Ella ladeó la cabeza.

– Bueno, supongo que también podrías quitarte la camisa. Él obedeció y la camisa de lino fue a parar al suelo.

– ¿Es todo?

– Estos -dijo, rodeándole la cintura de los pantalones con las manos-, también me molestan un poco.

– Estoy de acuerdo -dijo, quitándoselos. Volvió a la cama, a cuatro patas, aprisionándola debajo de su cuerpo-. ¿Y ahora qué?

Daphne contuvo la respiración.

– Bueno, estas prácticamente desnudo.

– Es cierto -dijo él, mirándola con ojos hambrientos.

– Y yo no.

– Eso también es cierto -dijo, sonriendo-. Y una verdadera lástima.

Daphne asintió, incapaz de decir nada.

– Siéntate -dijo Simon.

Ella le obedeció y, a los pocos segundos, Simon le estaba sacando el vestido por la cabeza.

– Bueno -dijo Simon, mirándole los pechos-. Esto está mucho mejor.

Estaban los dos de rodillas encima de la cama. Daphne miraba a su Marido, con el pulso acelerado al ver cómo le subía y bajaba el pecho a Simon con cada respiración. Con una mano temblorosa, lo acarició suavemente.

Simon contuvo la respiración hasta que el dedo de Daphne le tocó el pezón y entonces él hizo lo mismo con el suyo.

– Te quiero -dijo.

Daphne bajó la mirada y sonrió.

– Lo sé.

– No -dijo él, atrayéndola más-. Quiero estar en tu corazón. Quiero… -Todo su cuerpo se estremeció cuando toco su piel-. Quiero estar en tu alma.

– Oh, Simon -dijo ella, enredando los dedos en su pelo negro-. Ya estás ahí.

Y entonces ya no hubo más palabras, sólo labios y manos y piel contra piel.

Simon la adoró de todas las formas que conocía. Le recorrió las piernas con las manos y le besó la parte posterior de las rodillas. Le apretó las caderas y le hizo cosquillas en el ombligo. Y cuando todo su cuerpo clamaba penetrarla, cuando el deseo más ardiente que jamás había sentido se apoderó de él, la miró con tan devoción que casi se le saltaron las lágrimas.

– Te quiero -le susurró-. En toda mi vida, sólo has existido tú. Daphne asintió y, aunque no emitió ningún sonido, Simon pudo leer en sus labios:

– Te quiero.

Entonces la penetró, lenta e inexorablemente. Y cuando estaba dentro de ella, sabía que estaba en su lugar.

La miró. Tenía la cabeza echada hacia atrás y los labios abiertos buscando aire para respirar. Le adoró las sonrojadas mejillas con los labios.

– Eres lo más precioso que he visto en mi vida -dijo-. Yo nunca… No sé cómo…

En respuesta, Daphne arqueó la espalda.

– Sólo quiéreme -dijo-. Quiéreme.

Simon empezó a moverse, moviendo las caderas lentamente. Daphne se aferraba a él con todas sus fuerzas, hundiendo las uñas en su espalda cada vez que empujaba.

Sólo podía gemir y esos sonidos apasionados encendían todavía más el cuerpo de Simon. Estaba empezando a perder el control, con movimientos cada vez más feroces.

– No podré aguantar mucho más -le dijo.

Quería esperarla, necesitaba saber que le había dado todo el placer antes de permitirse sentirlo él.

Pero entonces, justo cuando creía que su cuerpo no podría resistir el esfuerzo, Daphne se sacudió debajo de él y sus músculos más íntimos se aferraron a él mientras gritaba su nombre.

Simon contuvo la respiración al contemplarla. Siempre había estado demasiado ocupado de calcular el momento justo de separarse de ella para no derramarse en su interior que nunca había visto su cara cuando alcanzaba el orgasmo. Tenía la cabeza hacia atrás y las elegantes líneas de su garganta se tensaban mientras abría la boca con un grito ahogado.

Se quedó maravillado.

– Te quiero -dijo-. Oh, Dios, cómo te quiero. -Y entonces se hundió en ella.

Daphne abrió los ojos de golpe cuando vio que Simon retomaba el ritmo.

– ¿Simon? -preguntó, con un tono un poco urgente-. ¿Estás seguro?

Los dos sabían qué quería decir.

Simon asintió.

– No quiero que lo hagas sólo por mí -dijo ella-. También tienes que hacerlo por ti.

A Simon se le hizo un nudo en el estómago y no tenía nada que ver con los tartamudeos. Se dio cuenta de que no era otra cosa que amor. Se le llenaron los ojos de lágrimas y asintió, incapaz de hablar.

Se hundió más en ella y estalló en su interior. Y le gustó. Mucho. Nunca nada le había gustado tanto.

Al final, se dejó caer sobre ella, exhausto, respirando aceleradamente.

Y Daphne le apartó el pelo de la frente y le besó la ceja.

– Te quiero -susurró-. Siempre te querré.

Simon hundió la cabeza en su cuello y se empapó de su olor. Ella lo rodeó, lo envolvió y él se sintió completo.


Varias horas después, Daphne abrió los ojos. Estiró los brazos por encima de la cabeza y vio que alguien había corrido las cortinas. Debió haber sido Simon, pensó mientras bostezada. La luz se filtraba por los lados y teñía la habitación con una tenue luz.

Levantó la cabeza y se ahuecó el pelo; se levantó y fue al vestidor a ponerse la bata. Era muy extraño en ella dormir hasta bien entrada la mañana. Aunque no había sido un día como cualquier otro.

Se puso la bata y se anudó el cinturón alrededor de la cintura. ¿Dónde estaba Simon? No debía hacer demasiado que se había levantado porque recordaba haberse acurrucado en sus brazos no hacía mucho.

El dormitorio principal constaba de cinco habitaciones: dos dormitorios, cada uno con su respectivo vestidor, y un salón que los conectaba. La puerta del salón estaba entreabierta y se veía luz, como si esas cortinas estuvieran descorridas. Sigilosamente, Daphne abrió la puerta y se asomó.

Simon estaba junto a la ventana, observando la ciudad. Se había puesto una bata color Burdeos pero todavía iba descalzo. Tenía la mirada perdida y un poco apagada.

Daphne arrugó la frente, preocupada. Se acercó a él y dijo:

– Buenos días.

Simon se giró y, al verla, suavizó un poco su expresión.

– Buenos días -dijo, abrazándola.

Daphne acabó con la espalda pegada al torso de Simon, mirando a la calle mientras Simon apoyaba la barbilla en su cabeza.

Daphne tardó unos segundos en reunir el coraje para preguntar:

– ¿Algún remordimiento?

No podía verlo, pero notó cómo él negaba con la cabeza.

– Ningún remordimiento dijo, pausadamente-. Sólo… pensaba. Había algo en su voz que no acababa de sonar bien, así que Daphne se giró para mirarlo a la cara.

– Simon, ¿qué te pasa?

– Nada. -Pero lo dijo sin mirarla ala cara.

Daphne se lo llevó a un sillón y se sentó, tirando de su brazo hasta que él se sentó a su lado.

– Si todavía no estás preparado para ser padre, no pasa nada -dijo ella.

– No es eso.

Pero Daphne no se lo creyó. Había respondido demasiado deprisa y lo había dicho con un tono tan distante que la incomodaba.

– No me importa esperar -dijo-. Para serte sincera, no me importaría tener un poco más de tiempo para nosotros dos.

Simon no dijo nada pero sus ojos se entristecieron un poco más y acto seguido los cerró cuando se acercó la mano a la cara y se rascó las cejas.

El pánico se apoderó de Daphne y empezó a hablar muy deprisa.

– No es que quisiera un hijo inmediatamente -dijo-. Sólo… bueno, me gustaría tener hijos, algún día, sólo eso; y creo que, si lo piensas, tú también querrás. Estaba disgustada porque nos negaras una familia por el mero hecho de fastidiar a tu padre. No es que… Simon le puso la mano encima de la rodilla.

– Basta, Daphne -dijo-. Por favor.

En su voz había la suficiente emoción como para que ella se callara de inmediato. Se mordió el labio inferior y lo retorció nerviosa. Ahora le tocaba hablar a él. Estaba claro que había algo importante que le daba vueltas por la cabeza y si tardaba todo el día en encontrar las palabras para expresarlo, ella se esperaría.

Por él, esperaría eternamente.

– No puedo decir que me entusiasme la idea de tener un hijo -dijo Simon, lentamente.

Daphne vio que respiraba con alguna que otra dificultad y apoyó la mano en su brazo para tranquilizarlo.

Simon la miró con unos ojos que clamaban comprensión.

– Verás, me he pasado tanto tiempo evitando tener un hijo -dijo-, que ahora n-no sé ni cómo planteármelo.

Daphne le sonrió, confiada, y se dio cuenta de que era una sonrisa para los dos.

– Aprenderás -dijo-. Y yo contigo.

– N-no es eso -dijo él, negando con la cabeza Suspiró-. No quiero vivir mi vida sólo para fastidiar a mi padre.

La miró y Daphne casi se derritió con la emoción que se reflejaba en su cara. Le temblaba la barbilla y tenía las mejillas tensas. Tenía el cuello estirado, como si cada centímetro de energía estuviera puesto en pronunciar aquellas palabras.

Daphne quería abrazarlo para tranquilizar al niño pequeño que había en su interior. Quería acariciarle las cejas y apretarle la mano. Quería hacer mil cosas pero, en lugar de eso, se quedó callada y lo animó con la mirada a que continuara.

– Tenías razón -dijo-. Siempre has tenido razón. Sobre mi padre. Qu-que lo estaba dejando ganar.

– Oh, Simon -susurró ella.

– P-pero, ¿y si…? -Su rostro, su maravilloso rostro que siempre estaba controlado, se derrumbó-. ¿Y si… si tenemos un hijo y es como yo?

Por un momento, Daphne no podía decir nada. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se llevó la mano a la boca, para cubrírsela por la sorpresa.

Simon se giró, pero no antes que ella viera el tormento en sus ojos. No antes que escuchara la respiración entrecortada o el suspiro final que soltó en un intento de no perder la compostura.

– Si tenemos un hijo tartamudo -dijo Daphne, cuidadosamente-, lo querré muchísimo. Y lo ayudaré. Y… -Tragó saliva y rezó porque estuviera haciendo lo correcto-. Y le diré que se fije en ti porque, obviamente, has aprendido a superarlo perfectamente.

Simon se giró hacia ella inmediatamente.

– No quiero que mi hijo sufra tanto como yo. Inconscientemente, Daphne sonrió cálidamente, como si su cuerpo se hubiera dado cuenta de que sabía exactamente qué hacer antes que su mente.

– Pero no sufrirá -dijo-, porque tú serás su padre.

Simon no cambió la cara, pero en sus ojos brilló una nueva y esperanzadora luz.

– ¿Podrías rechazar a un niño por ser tartamudo? -le preguntó Daphne.

La respuesta negativa de Simon fue muy contundente y vino acompañada con una pizca de blasfemia.

Daphne sonrió.

– Entonces no tengo ningún miedo sobre nuestro hijo.

Simon se quedó en silencio un rato más y entonces, en un rápido movimiento, la rodeó con los brazos y hundió la cara en el hueco de su cuello.

– Te quiero -dijo-. Te quiero mucho.

Y Daphne supo, por fin, que todo iba a salir bien.


Horas después, Daphne y Simon seguían sentados en el sillón del salón. Había sido una tarde para cogerse las manos y para apoyar las cabezas en el hombro del otro. Las palabras sobraban; para ellos bastaba estar allí. El sol brillaba, los pájaros cantaban y ellos estaban juntos.

Era lo único que necesitaban.

Pero había algo que preocupaba a Daphne y no se acordó hasta que vio un conjunto de escritorio en la mesa.

Las cartas del padre de Simon.

Cerró los ojos y suspiró, reuniendo el valor necesario para dárselas a Simon. El duque de Middlethorpe le había dicho, cuando se las había entregado, que ella sabría cuándo dárselas.

Se zafó de los grandes brazos de Simon y se fue al dormitorio de la duquesa.

– ¿Adónde vas? -le preguntó Simon, medio dormido. Se había ido relajando bajo el sol de la tarde.

– Eh… Tengo que ir a buscar algo.

Debió darse cuenta de la inseguridad en su voz, porque abrió los ojos y se giró para mirarla.

– ¿Qué vas a buscar? -preguntó, curioso.

Daphne evitó responder la pregunta escabulléndose hacia la otra habitación.

– Espera un momento -dijo, desde su dormitorio.

Había guardado las cartas, atadas con una cinta roja y dorada, los colores de la familia Hastings, en el fondo del último cajón de su mesa. Las primeras semanas en Londres se había olvidado de ellas y estaban intactas en Bridgerton House. Pero las había encontrado un día que había ido a visitar a su madre y ésta le había dicho que subiera a su habitación a recoger algunas de sus cosas y, mientras recogía unos perfumes y una funda de almohadón que había bordado a los diez años, las encontró.

Muchas veces había estado tentada de abrir alguna, aunque sólo fuera para entender mejor a su marido. Y, para ser sincera, si los sobres no hubieran estado sellados, se habría tragado sus escrúpulos y las habría leído.

Cogió el paquete y volvió lentamente hacia el salón. Simon todavía estaba sentado en el sillón, pero estaba derecho y más despierto, y la miraba con curiosidad.

– Esto es para ti -dijo, mientras se sentaba a su lado.

– ¿Qué es? -preguntó Simon.

Pero, por el tono de su voz, Daphne estaba segura de que ya lo sabía.

– Las cartas de tu padre -dijo-. Middlethorpe me las dio. ¿Te acuerdas?

Simon asintió.

– También recuerdo haberle dado órdenes explícitas de que las quemara.

Daphne sonrió.

– Al parecer, no te hizo caso.

Simon miró las cartas. A cualquier sitio menos a ella.

– Y, al parecer, tú tampoco -dijo él, lentamente.

Daphne asintió.

– ¿Quieres leerlas?

Simon se pensó la respuesta unos segundos y, al final, optó por ser honesto.

– No lo sé.

– Podría ayudarte a dejarle definitivamente en el pasado.

– O podría empeorar la situación.

– Quizá -dijo ella.

Simon miró las cartas. Esperaba sentir animadversión. Esperaba sentir odio. Pero lo único que sentía era…

Nada.

Fue la sensación más extraña de su vida. Tenía enfrente una colección de cartas, todas escritas por el puño y letra de su padre. Y, aún así, no sentía ni la más mínima intención de tirarlas al fuego o romperlas a pedacitos.

Y, al mismo tiempo, tampoco sentía ninguna intención de leerlas.

– Creo que esperaré un poco -dijo Simon, sonriendo. Daphne parpadeó varias veces como si sus ojos no dieran crédito a sus oídos.

– ¿No quieres leerlas? -preguntó.

Simon negó con la cabeza.

– ¿Y no quieres quemarlas?

Simon se encogió de hombros.

– No especialmente.

Daphne miró las cartas y luego a Simon.

– ¿Qué quieres hacer con ellas?

– Nada.

– ¿Nada?

Él sonrió.

– Eso es lo que he dicho.

– Oh -dijo Daphne, con una cara de confusión totalmente adorable-. ¿Quieres que las vuelva a guardar en mi escritorio?

– Si quieres.

– ¿Y se quedarán ahí?

Simon la cogió por el cinturón de la bata y la atrajo hacia él.

– Mmm-hmm.

– Pero… -farfulló ella-. Pero… Pero…

– Un pero más -se burló él-, y vas a empezar a parecerte a mí.

Daphne se quedó boquiabierta. Y a Simon no le sorprendió esa reacción. Era la primera vez en su vida que había sido capaz de bromear sobre su tartamudez.

– Las cartas pueden esperar -dijo, mientras el paquete resbalaba desde las rodillas de Daphne hasta el suelo-. Por fin he conseguido, gracias a ti, apartar a mi padre de mi vida. -Agitó la cabeza, sonriendo-. Leer las cartas ahora significaría volver a pensar en él.

– Pero ¿no sientes curiosidad por lo que tenía que decirte? -insistió ella-. A lo mejor te pedía perdón. ¡A lo mejor incluso se rendía a tus pies!

Se inclinó hacia delante para recoger las cartas, pero Simon la tiró del cinturón para impedírselo.

– Simon! -exclamó ella.

El arqueó una ceja.

– ¿Sí?

– ¿Qué estas haciendo?

– Intentando seducirte. ¿Lo estoy consiguiendo?

Daphne se sonrojó.

– Posiblemente -dijo.

– ¿Sólo posiblemente? Maldita sea, debo estar perdiendo mi toque.

Le colocó una mano debajo de las nalgas, lo que provocó un grito de ella.

– Creo que tu toque está bien -dijo Daphne.

– ¿Bien? -Hizo ver que el comentario le había roto el corazón-. Bien es una palabra muy neutra, ¿no te parece? Casi inexpresiva.

– Bueno -admitió ella-. Puede que me haya equivocado.

Simon sintió que el corazón le daba un brinco. Cuando se quiso dar cuenta, ya estaba de pie y guiando a su mujer hacia la cama.

– Daphne -dijo, tratando de sonar muy profesional-, tengo que hacerte una proposición.

– ¿Una proposición? -repitió ella, levantando las cejas.

– Una petición -corrigió él-. Tengo una petición.

Cruzaron la puerta hacia el dormitorio.

– En realidad, es una petición en dos partes.

– Estoy intrigada.

– La primera parte nos implica a ti, a mí y… -la levantó y la depositó encima de la cama entre risas-, y esta resistente cama antigua.

– ¿Resistente?

A Simon se le iluminó la cara mientras se tendía a su lado.

– Será mejor que lo sea.

Daphne se rió mientras se giraba y se alejaba de él.

– Creo que es muy resistente. ¿Cuál es la segunda parte?

– La segunda parte me temo que conlleva un compromiso temporal por tu parte.

Daphne entrecerró los ojos, pero sin dejar de sonreír.

– ¿Qué tipo de compromiso temporal?

Con un gesto rápido, él la tendió de espaldas contra el colchón.

– De unos nueve meses.

Ella abrió la boca, sorprendida.

– ¿Estás seguro?

– ¿Que son nueve meses? -sonrió él-. Es lo que siempre me han dicho.

Pero Daphne ya no se reía.

– Sabes que no me refiero a eso -dijo.

– Ya lo sé -dijo, muy serio también-. Y sí, estoy seguro. Y estoy muerto de miedo. Y terriblemente emocionado. Y un millón de cosas más que nunca me había permitido sentir hasta que tú llegaste.

A Daphne se le llenaron los ojos de lágrimas.

– Es lo más bonito que me has dicho.

– Es la verdad -dijo él-. Antes de conocerte, sólo estaba vivo a medias.

– ¿Y ahora? -susurró ella.

– ¿Y ahora? -repitió él-. De repente, «ahora» significa felicidad, alegría y una mujer a la que adoro. Pero ¿sabes una cosa?

Daphne agitó la cabeza, demasiado emocionada para hablar. Él se inclinó y la besó.

– «Ahora» no tiene comparación con mañana. Y mañana no podrá competir con el día siguiente. Tal y como me siento en este momento, mañana va a ser mucho mejor. ¡Ah! Daff -dijo, acercándose a ella para besarla-, cada día voy a quererte más, te lo prometo. Cada día…

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