Los hombres son como las ovejas. Donde va uno, los demás lo siguen.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
30 de abril de 1813
Daphne pensó que, después de todo, Anthony se lo había tomado bastante bien. Desde que Simon terminó de explicarle su plan (con, tenía que admitirlo, frecuentes intervenciones por su parte), Anthony sólo había levantado la voz siete veces.
Eran unas siete menos de las que Daphne había esperado.
Al final, después de rogarle a su hermano que estuviera callado hasta que Simon y ella hubieran terminado, Anthony asintió, cruzó los brazos y cerró la boca durante el resto de la explicación. Su ceño fruncido bastaría para hacer temblar a las paredes pero, cumpliendo su palabra, no dijo nada.
Hasta que Simon terminó con un:
– Y eso es todo.
Silencio. Silencio sepulcral. Durante unos diez segundos, nadie pronunció una palabra, aunque Daphne hubiera jurado que había oído el crujir de las órbitas oculares mientras movía los ojos de Anthony a Simon.
Y entonces, Anthony dijo:
– ¿Estáis locos?
– Ya me esperaba que reaccionaría así -dijo Daphne.
– ¿Es que habéis perdido el juicio? -La voz de Anthony se convirtió en un rugido-. No sé quién de los dos es más idiota.
– ¡Quieres bajar la voz! -dijo Daphne, casi susurrando-. Mamá va a oírte.
– Mamá va a morirse de un ataque al corazón si se entera de esto -dijo Anthony, sacando fuego por la boca, aunque hablando en voz baja.
– Pero no va a enterarse, ¿verdad? -dijo Daphne.
– No, claro que no -respondió Anthony, levantando la mandíbula-. Porque esta farsa termina aquí y ahora.
Daphne se cruzó de brazos.
– No puedes hacer nada para detenerme.
Anthony miró a Simon.
– Puedo matarlo.
– No seas ridículo.
– Hay quien se ha batido en duelo por mucho menos.
– ¡Sí, pero eran idiotas!
– No voy a discutir el calificativo en lo que a él respecta.
– Si puedo decir algo -dijo Simon, tranquilamente.
– ¡Es tu mejor amigo! -exclamó Daphne.
– No -dijo Anthony, y esa sílaba salió de su boca con una voz de lo más contenida-. Ya no.
Daphne se giró hacia Simon.
– ¿Es que no vas a decir nada?
Simon dibujó una media sonrisa.
– ¿Cuándo? Si no me habéis dejado.
Anthony le dijo:
– Quiero que salgas de esta casa.
– ¿Antes de poder defenderme?
– También es mi casa -dijo Daphne, bastante alterada-. Y quiero que se quede.
Anthony miró a su hermana y la exasperación se hizo evidente en cada centímetro de su cuerpo.
– Está bien -dijo-. Os doy dos minutos para defenderos. No más.
Daphne miró a Simon, preguntándose si querría utilizar los dos minutos él. Sin embargo, Simon sólo se encogió de hombros y dijo:
– Adelante. Es tu hermano.
Daphne respiró hondo, apoyó las manos en las caderas sin darse ni cuenta, y dijo:
– En primer lugar, debo decir que tengo mucho más a ganar en esta alianza que Simon. Él dice que quiere utilizarme para mantener a las demás chicas…
– Y a sus madres -interrumpió Simon.
– Y a sus madres, alejadas. Pero, sinceramente -antes de continuar, miró a Simon-, creo que se equivoca. Las demás chicas no van a dejar de perseguirlo sólo porque crean que ha entablado una relación con otra chica, sobre todo si esa chica soy yo.
– ¿Y qué hay de malo en que seas tú? -preguntó Anthony.
Daphne abrió la boca para responder pero, justo entonces, vio cómo los dos hombres intercambiaban una mirada.
– ¿A qué ha venido eso? -dijo.
– Le he explicado a tu hermano tu teoría de por qué no tienes más pretendientes -le dijo Simon.
– Ya. -Daphne se mordió un labio mientras pensaba si era algo por lo que debía estar enfadada-. Bueno, debería haberlo visto él mismo.
Simon emitió un extraño ruido que perfectamente pudo ser una risa.
Daphne miró muy seria a los dos hombres.
– Espero que mis dos minutos no incluyan todas estas interrupciones.
Simon se encogió de hombros.
– El del tiempo es él.
Anthony se agarró al escritorio para, según Daphne, evitar saltarle a la yugular a Simon.
– Y él -dijo Anthony, en tono amenazador-, va a salir disparado por la ventana si no se calla de una vez.
– Siempre sospeché que los hombres eran idiotas -explicó Daphne-, pero no he tenido la certeza hasta hoy.
Simon sonrió.
– Dejando de lado las interrupciones -dijo Anthony, lanzándole otra mirada asesina a Simon a pesar de que estaba hablando con Daphne-, te queda un minuto y medio.
– Bien -dijo Daphne-. Entonces reduciré toda la conversación a un punto. Hoy he recibido seis visitas. ¡Seis! ¿Recuerdas la última vez que pasó esto?
Anthony la miró sin decir nada.
– Yo no -dijo Daphne, más tranquila-. Porque no ha pasado nunca. Seis hombres han subido por la escalera de la entrada, han llamado a la puerta y le han dado de Humboldt su tarjeta. Seis hombres me han traído flores, se han sentado a hablar conmigo y uno hasta me ha leído una poesía.
Simon sonrió.
– ¿Y sabes por qué? -continuó, levantando la voz peligrosamente-. ¿Lo sabes?
Anthony, echando mano de su tardía aunque eficaz sabiduría, no dijo nada.
– Todo es porque él -señaló a Simon- fue lo suficientemente amable como para fingir estar interesado en mí anoche en el baile de lady Danbury.
Simon, que hasta entonces había estado apoyado tranquilamente en un extremo de la mesa, se levantó.
– Bueno -se apresuró a decir-. Yo tampoco lo pondría así.
Daphne se giró hacia él y lo miró fijamente.
– ¿Y cómo lo pondrías?
Simon sólo pudo decir:
– Yo…
Porque, enseguida, Daphne añadió:
– Porque te aseguro que a ninguno de esos hombres se le había pasado nunca por la cabeza hacerme una visita.
– Si son tan miopes -dijo Simon-, ¿por qué te preocupas por ellos?
Daphne no dijo nada y retrocedió. Simon tuvo la sensación de que había dicho algo muy, muy inapropiado, pero no estuvo seguro hasta que vio cómo se le humedecían los ojos.
Maldita sea.
Daphne se secó un ojo. Hizo ver que tosía y se tapaba la boca para camuflar el gesto, pero Simon se sintió el hombre más canalla del mundo.
– Mira lo que has hecho -dijo Anthony. Acarició el brazo de su hermana mientras miraba a Simon-. No le hagas caso, Daphne. Es un malnacido.
– A lo mejor -dijo Daphne, entre sollozos-. Pero es un malnacido muy inteligente.
Anthony se quedó de piedra.
Daphne lo miró, irritada.
– Si no querías que lo repitiera, no haberlo dicho.
Anthony suspiró.
– ¿De verdad tuviste seis visitas?
Daphne asintió.
– Siete, contando a Hastings.
– Y -dijo Anthony, con mucho tacto-, ¿había alguno con el que te interesaría casarte?
Simon se dio cuenta de que se estaba clavando las uñas en la pierna y se obligó a apoyar las manos en la mesa.
Daphne volvió a asentir.
– Había mantenido una relación previa de amistad con todos. Lo que pasa es que nunca me habían mirado con un interés romántico hasta que apareció Hastings. A lo mejor, si tengo la oportunidad, podría iniciar una relación con alguno de ellos.
– Pero… -dijo Simon y, enseguida se calló.
– Pero ¿qué? -preguntó Daphne, mirándolo con curiosidad.
Se dio cuenta de que quería decir que si esos hombres sólo habían visto los encantos de Daphne porque un duque se había fijado en ella, es que eran imbéciles y que, por lo tanto, no debería ni siquiera plantearse el matrimonio con ninguno de ellos. Sin embargo, teniendo en cuenta que fue él el primero que dijo que su interés haría que los demás se fijaran en ella, bueno, francamente, no era el comentario más adecuado.
– Nada -dijo, levantando la mano-. No me hagas caso.
Daphne lo miró unos instantes, como si esperara que cambiara de opinión, y luego se giró hacia su hermano.
– Entonces, ¿admites que es un plan inteligente?
– Bueno, “inteligente” es un poco exagerado pero -a Anthony parecía saberle mal tener que decir eso-, veo los beneficios que puede comportarte.
– Anthony, tengo que encontrar un marido. Aparte del hecho de que mamá me lo esté repitiendo a cada momento, yo también quiero un marido. Quiero casarme y tener mi propia familia. Lo deseo más de lo que puedas imaginarte. Y, hasta ahora, nadie más o menos aceptable me lo ha propuesto.
Simon no sabía cómo Anthony podía resistirse a esos ojos castaños suplicantes. Y, lógicamente, Anthony se derrumbó allí mismo y dijo:
– Está bien -dijo, cerrando los ojos como si no pudiera creerse lo que estaba diciendo-. Lo acepto.
Daphne dio un salto y se abalanzó sobre su hermano.
– Oh, Anthony, sabía que eras el mejor hermano del mundo. -Le dio un beso en la mejilla-. Sólo es que a veces te equivocas.
Anthony miró al techo antes de dirigirse a Simon.
– ¿Ves lo que tengo que aguantar? -dijo, ladeando la cabeza.
Lo dijo en el tono en el que un hombre agobiado habla con otro.
Simon se preguntó en qué punto había dejado de ser el seductor a eliminar para volver a ser el buen amigo.
– Pero -dijo Anthony, en voz alta, haciendo que Daphne se quedara quieta-, voy a poner algunas condiciones.
Daphne no dijo nada, sólo parpadeó mientras esperaba que su hermano continuara.
– En primer lugar, esto no va a salir de esta habitación.
– De acuerdo -dijo Daphne, rápidamente.
Anthony miró a Simon.
– Por supuesto -dijo él.
– Si mamá supiera la verdad, se llevaría un disgusto enorme.
– En realidad -dijo Simon-, creo que tu madre aplaudiría nuestro ingenio, pero como, obviamente, hace más que la conoces que yo, no diré nada.
Anthony lo atravesó con la mirada.
– En segundo lugar, no estaréis solos nunca, jamás, en ningún caso.
– Bueno, eso será fácil -dijo Daphne-. En cualquier caso, si nuestra relación fuera verdadera, tampoco podríamos hacerlo.
Simon se acordó del breve encuentro que tuvieron en el pasillo de lady Danbury y pensó que era una lástima que no pudiera disfrutar de más tiempo a solas con Daphne, pero reconocía un muro de piedra cuando lo veía, sobre todo si ese muro se llamaba Anthony Bridgerton. Así que asintió y calló.
– En tercer lugar…
– ¿Aún hay más condiciones? -preguntó Daphne.
– Si se me ocurren, habrá treinta -dijo Anthony.
– De acuerdo -dijo Daphne, ofendida-. Como quieras.
Por un momento, Simon pensó que Anthony iba a estrangularla.
– ¿De qué te ríes? -le preguntó Anthony.
Sólo entonces Simon se dio cuenta de que había estado sonriendo.
– De nada -dijo, rápidamente.
– Bien -gruño Anthony-, porque la tercera condición es ésta: si alguna vez, sólo una vez, te descubro en una posición que pueda comprometer a mi hermana… si alguna vez te veo besándole la mano sin la presencia de un acompañante, te juro que te corto la cabeza.
Daphne parpadeó.
– ¿No crees que es un poco excesivo?
Anthony la miró, muy serio.
– No.
– Vale.
– ¿Hastings?
A Simon no le quedó otra opción que asentir.
– Bien -dijo Anthony-. Y ahora que hemos terminado con esto -le dijo un gesto bastante brusco con la cabeza a Simon-, puedes irte.
– ¡Anthony! -exclamó Daphne.
– Supongo que eso significa que anulas la invitación a cenar de hoy, ¿no? -dijo Simon.
– Sí.
– ¡No! -Daphne golpeó a su hermano en el brazo-. ¿Habías invitado a Hastings a cenar? ¿Por qué no nos lo habías dicho?
– Fue hace muchos días -respondió Anthony-. Hace años.
– Fue el lunes -le corrigió Simon.
– Bueno, entonces tienes que quedarte -dijo Daphne, firmemente-. Mamá estará encantada. Y tú -pellizcó a Anthony en el brazo-, deja de pensar la manera de envenenarle la comida.
Antes de que Anthony pudiera responder, Simon agitó la mano en el aire y dijo:
– No te preocupes por mí, Daphne. Olvidas que fuimos juntos a la escuela durante casi diez años. Nunca entendió demasiado bien los principios químicos.
– Voy a matarlo-se dijo Anthony-. Antes de que acabe la semana, voy a matarlo.
– No lo harás -dijo Daphne, sonriendo-. Mañana os habréis olvidado de esto y estaréis fumando juntos en White’s.
– No lo creo -dijo Anthony, en tono inquietante.
– Claro que sí. ¿No estás de acuerdo, Simon?
Simon observó la cara de su mejor amigo y se dio cuenta de que había algo nuevo. Algo en sus ojos. Algo serio.
Hacía seis años, cuando Simon se fue de Inglaterra, él y Anthony eran unos críos. Críos que se creían hombres. Jugaban a las cartas, iban con mujeres y se paseaban dándoselas de grandes hombres por las fiestas, cegados por su soberbia, pero ahora eran distintos.
Ahora eran hombres.
Simon había experimentado su propio cambio durante sus viajes. Fue una transformación lenta que fue madurando a medida que se iba enfrentando a nuevos retos. Pero ahora se daba cuenta de que había vuelto recordando al Anthony de veintidós años que había dejado aquí.
Y no le había hecho justicia a su amigo porque él también había crecido. Anthony tenía responsabilidades con las que Simon jamás había soñado. Tenía hermanos a los que guiar, hermanas a las que proteger. Simon tenía un ducado pero Anthony tenía una familia.
Había una gran diferencia y Simon descubrió que no podía culpar a su amigo por comportarse de manera tan sobreprotectora y, hasta cierto punto, testaruda.
– Creo -dijo, lentamente, respondiendo a la pregunta de Daphne, que tu hermano y yo ya no somos los mismos de hace seis años. Y a lo mejor, eso no es tan malo.
Varias horas más tarde. Bridgerton House era un caos.
Daphne se había puesto un vestido de noche de terciopelo verde oscuro que alguien, una vez, le dijo que hacía que le cambiara el color de los ojos y estaba en la entrada intentando encontrar la manera de tranquilizar a su madre.
– No puedo creer -dijo Violet, con una mano apoyada en el pecho-, que Anthony se olvidara de decirme que había invitado al duque a cenar. No he tenido tiempo de preparar nada. Nada de nada.
Daphne echó un vistazo al menú que tenía en la mano y que empezaba por una sopa de tortuga, seguía con otros tres platos hasta terminar con cordero con bechamel, seguido, por supuesto, de cuatro postres a elegir. Intentó hablar sin un ápice de sarcasmo.
– No creo que el duque tenga ningún motivo de queja.
– Espero que no -dijo Violet-. Pero si hubiera sabido que venía me hubiera asegurado de servir también carne de ternera. No se puede invitar a nadie sin ofrecerle ternera.
– Sabe que es una cena informal.
Violet le lanzó una mirada de incredulidad.
– Cuando se invita a un duque, no hay cenas informales.
Daphne observó a su madre. Violet se estaba retorciendo las manos y hacía rechinar los dientes.
– Mamá -le dijo-. No creo que el duque sea de los que espera que alteremos nuestros planes de cena familiar por él.
– A lo mejor él no -dijo Violet-, pero yo sí. Daphne, existen ciertas normas sociales. Y, sinceramente, no puedo entender cómo puedes estar tan tranquila y despreocupada.
– ¡No estoy despreocupada!
– No pareces nerviosa.- Violet la miró con suspicacia-. ¿Cómo puedes no estar nerviosa? Por el amor de Dios, este hombre piensa casarse contigo.
Daphne tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse.
– Nunca ha dicho eso, madres.
– No tiene que hacerlo. ¿Por qué, si sino, habría bailado contigo anoche? Sólo hubo otra mujer que tuvo el honor de bailar con él, Penélope Featherington, y las dos sabemos que debió ser por lástima.
– A mí me gusta Penélope -dijo Daphne.
– Y a mí también -respondió Violet-, y espero ansiosa el día que su madre descubra que una chica de su complexión no puede llevar un vestido de seda naranja, pero ése no es el tema.
– ¿Y cuál es el tema?
– ¡No lo sé! -Violet casi se echó a llorar.
Daphne agitó la cabeza.
– Voy a buscar a Eloise.
– Si, ve a buscarla -dijo Violet, distraída-. Y asegúrate de que Gregory va limpio. Nunca se lava detrás de las orejas. Y Hyacinth, Santo Dios, ¿qué vamos a hacer con ella? Seguro que Hastings no espera a una niña de diez años en la mesa.
– Sí que lo hace -le contestó Daphne, pacientemente-. Anthony le ha dicho que cenaremos toda la familia.
– Muchas familias no dejan que los más pequeños se sienten a la mesa con los mayores -dijo Violet.
– Bueno, entonces es su problema. -Al final, Daphne se desesperó y suspiró fuerte-. Mamá, he hablado con el duque. Entiende que no es una cena forma. Y me dijo, claramente, que le apetecía mucho un cambio. Él no tiene familia, así que nunca ha vivido nada parecido a una comida como las de los Bridgerton.
– Que Dios nos asita. -Violet palideció.
– Vamos, mama -dijo Daphne-. Sé lo que estás pensando y no tienes que preocuparte por si Gregory le tirará las patatas a Francesca por la cabeza. Estoy segura de que ya ha superado esa etapa.
– ¡Lo hizo la semana pasada!
– Entonces- dijo Daphne, con tono de eficiencia-, seguro que ha aprendido la lección.
Violet miró a su hija con toda la inseguridad del mundo.
– Está bien -dijo Daphne, recuperando la normalidad-, entonces sólo lo amenazaré con matarlo si hace algo que pueda disgustarte.
– La muerte no lo asusta-dijo Violet. Pero, a lo mejor, puedo amenazarlo con vender su caballo.
– No te creerá.
– No, tienes razón. Soy demasiado buena. -Violet frunció el ceño-. Pero puede que me crea si le digo que le prohibiré dar su paseo diario.
– Eso puede funcionar.
– Bien. Voy a buscarlo y a asustarlo un poco. -Subió dos escalones y se giró-. Tener hijos es todo un desafío.
Daphne sonrió. Sabía que era un desafío que a su madre le encantaba.
Violet se aclaró la garganta, una señal para indicar que lo que iba a decir era más serio.
– Espero que esta cena salga bien, Daphne. Creo que Hastings sería un gran partido para ti.
– ¿Sería? -bromeó Daphne-. Creía que los duques siempre eran un buen partido, incluso si tenían dos cabezas y escupían al hablar. -Se rió-. ¡Por las dos bocas!
Violet sonrió.
– A lo mejor te cuesta creerlo, Daphne, pero no quiero que te cases con cualquiera. Puede que te presente a muchos hombres, pero sólo lo habo para que tengas el mayor número de pretendientes entre los que escoger un marido -sonrió-. Mi mayor deseo es verte tan feliz como yo lo fui con tu padre.
Y entonces, antes de que Daphne pudiera responder, Violet desapareció.
Daphne se quedó en el vestíbulo, pensando.
A lo mejor este plan con Simon no era tan buena idea. Su madre se iba a disgustar mucho cuando rompieran su falso compromiso. Simon le había dicho que sería ella la que lo rompería, pero empezaba a preguntarse si no sería mejor al revés. Para ella sería terrible que Simon la dejara, pero al menos así se ahorraría todos los por qués de su madre.
Violet creería que se había vuelto loca al dejar escapar a Simon.
Y Daphne se quedaría pensando si su madre tenía razón.
Simon no estaba preparado para cenar con los Bridgerton. Fue una comida ruidosa y escandalosa, con muchas risas y, afortunadamente, sólo un episodio de un guisante volador.
Le pareció que el guisante salió del extremo donde estaba sentada Hyacinth, peor la pequeña parecía tan inocente que a Simon le costaba creer que hubiera sido ella la que le había tirado la legumbre a su hermano.
Afortunadamente, Violet no vio el guisante volador, a pesar de que le voló por encima de la cabeza en un arco perfecto.
Sin embargo, Daphne, que estaba sentada justo delante de él, sí que lo vio, porque inmediatamente se tapó la boca con la servilleta. A juzgar por las arrugas que se le formaron alrededor de los ojos, estaba claro que, detrás de la servilleta de lino, se estaba riendo.
Simon apenas dijo nada durante la cena. Para ser sincero, era mucho más fácil escuchar a los Bridgerton que intentar conversar con ellos, sobre todo teniendo en cuenta las malévolas miradas que le lanzaban Anthony y Benedict.
Simon estaba sentado en el lado de la mesa opuesto a los dos hermanos mayores, y estaba seguro de que no era una casualidad, así que era relativamente fácil ignorarlos y disfrutar de las conversaciones de Daphne con el resto de la familia. De vez en cuando, alguien le hacía una pregunta directa y él respondía, y luego volvía a su posición de silencioso observador.
Al final, Hyacinth, que estaba sentada a la derecha de Daphne lo miró a los ojos y dijo:
– Usted no es muy hablador, ¿verdad?
Violet se atragantó con el vino.
– El duque -le dijo Daphne-, es mucho más educado que nosotros, que estamos constantemente cambiando de conversación en interrumpiéndonos unos a los otros como si nos diera miedo que no nos fueran a oír.
– A mi no me da miedo que no me vayan a oír -dijo Gregory.
– A mí tampoco -dijo Violet, muy seca-. Gregory, cómete los guisantes.
– Pero Hyacinth…
– Lady Bridgerton -dijo Simon, en voz alta-, ¿le importaría que me sirviera un poco más de estos deliciosos guisantes?
– En absoluto. -Violet le lanzó una mirada aleccionadora a Gregory-. ¿Ves? El duque se come todos sus guisantes.
Gregory se comió todo el plato de legumbres.
Simon sonrió mientras se servía otra cucharada de guisantes, agradecido de que lady Bridgerton hubiera decidido no servir una cena à la russe. Habría sido difícil camuflar la acusación de Gregory si hubiera tenido que llamar a un criado para que le sirviera otro plato.
Simon siguió comiendo, porque ya no tenía más remedio que acabárselos todos. Miró a Daphne, que estaba sonriendo. Tenía una luz divertida en los ojos y Simon no tardó demasiado es esbozar, él también, una sonrisa.
– Anthony, ¿por qué frunces el ceño? -preguntó una de las dos otras Bridgerton; Simon creyó que era Francesca, pero era muy difícil de saber si era ella o Eloise. Las dos medianas se parecían mucho, incluso en los ojos azules, iguales a los de su madre.
– No frunzo el ceño -respondió Anthony, pero Simon, que había recibido gran parte de esas muecas durante toda la noche, sabía que estaba mintiendo.
– Sí que lo haces -dijo Francesca o Eloise.
El tono de la respuesta de Anthony fue extremadamente condescendiente.
– Si crees que voy a decir que no, lamento decirte que estás equivocada.
Daphne volvió a reírse detrás de la servilleta.
Simon decidió que la vida era mucho más divertida que nunca.
– Os voy a decir una cosa -anunció de repente Violet-. Creo que esta noche es una de las más agradables del año. A pesar-dijo, mirando a Hyacinth-, que mi hija pequeña tire los guisantes debajo de la mesa.
Simon levantó la mirada del plato justo cuando Hyacinth exclamó:
– ¿Cómo lo has sabido?
Violet agitó la cabeza y puso los ojos en blanco.
– Mi pequeña -dijo-. ¿Cuándo aprenderás que yo lo sé todo?
En ese instante, Simon decidió que Violet Bridgerton merecía todo su respeto.
Sin embargo, aún así, consiguió confundirlo con una pregunta y una sonrisa.
– Dígame, duque -dijo-. ¿Hace algo mañana?
A pesar del pelo rubio y los ojos azules, cuando le hizo esa pregunta era tan igual a Daphne, que lo dejó aturdido. Y esa debió ser la razón por la que no pensó antes de responder, tartamudeando:
– N-no. No que yo sepa.
– ¡Magnífico! -exclamó Violet, emocionada-. Entonces debe venir con nosotros a Greenwich.
– ¿A Greenwich? -repitió Simon.
– Si, llevamos varias semanas organizando una salida familiar.
Habíamos pensado alquilar un barco y comer un picnic a orillas del Támesis. -Violet le sonrió-. Vendrá, ¿verdad?
– Madre -intervino Daphne-. Estoy segura de que el duque tiene numerosos compromisos.
Violet le lanzó a su hija una sonrisa tan fría que Simon se sorprendió que ninguno de los dos se quedara helado.
– Bobadas -dijo Violet-. Él mismo acaba de decir que no tiene nada que hacer. -Se giró hacia Simon-. Y también visitaremos el Observatorio Real, así que no tiene que preocuparse porque sea una excursión tonta. No está abierto al público, por supuesto, pero mi difunto marido hizo grandes donaciones, así que tenemos la entrada asegurada.
Simon miró a Daphne. Ella se encogió de hombros y le pidió disculpas con la mirada.
Simon se giró hacia Violet.
– Será un placer.
Violet sonrió y le dijo unos golpecitos en el brazo.
Y Simon tuvo la extraña sensación que acababa de firmar su destino.