El baile anual que lady Trowbridge ofreció en Hampstead Heath la noche del sábado fue, como siempre, uno de los puntos álgidos de la temporada de chismorreos. Esta autora vio a Colin Bridgerton bailar con las tres hermanas Featherington (por separado, claro), aunque debemos reconocer que no parecía demasiado complacido con su destino. Además, también se pudo ver a Nigel Berbrooke cortejando a una joven que no era Daphne Bridgerton; quizá, por fin, el señor Berbrooke se ha dado cuenta de la futilidad de su persecución.
Y hablando de la señorita Daphne Bridgerton; abandonó la fiesta bastante temprano. Benedict Bridgerton dijo a los curiosos que su hermana se había marchado por un dolor de cabeza, aunque esta autora la vio al principio de la noche hablando con el anciano duque de Middlethorpe y parecía gozar de una salud estupenda.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
17 de mayo de 1813
Por supuesto, fue imposible dormir.
Daphne iba de un lado a otro de su habitación, dejando huellas en la alfombra azul y blanca que tenía desde que era pequeña. Tenía mil cosas en la cabeza, pero había algo que estaba claro: tenía que detener ese duelo como fuera.
Sin embargo, era lo suficientemente lista para no infravalorar las dificultades que eso conllevaba. En primer lugar, los hombres acostumbraban a comportarse como idiotas cuando se trataba de cosas como el honor o los duelos, y dudaba que Anthony o Simon apreciaran su intervención. En segundo lugar, no tenía ni idea de dónde se iban a batir en duelo. No lo habían acordado en el jardín de lady Trowbridge. Suponía que Anthony le enviaría una misiva a Simon a través de un sirviente. O a lo mejor era Simon el que tenía que escoger un lugar, al ser él el retado. Estaba segura de que en los duelos también había un protocolo, pero lo desconocía.
Se acercó a la ventana y descorrió la cortina. Para la alta sociedad, la noche todavía era joven, pero Anthony y ella habían vuelto a casa temprano. Por lo que sabía Benedict, Colin y su madre todavía estaban en el baile. El hecho de que no hubieran vuelto, Daphne y Anthony llevaban ya un par de horas en casa, era buena señal. Si alguien hubiera presenciado la escena con Simon en el jardín, seguro que la voz hubiera corrido como pólvora y su madre habría vuelto a casa inmediatamente.
A lo mejor, Daphne podía pasar la noche únicamente con el vestido destrozado, y no su reputación.
Sin embargo, lo que menos le preocupaba era su buen nombre. Quería que su familia regresara por otra razón: no podía detener aquel duelo ella sola. Sólo una loca cruzaría Londres a altas horas de la madrugada para intentar razonar con dos hombres beligerantes ella sola. Necesitaría ayuda.
Mucho se temía que Benedict se pondría del lado de Anthony; en realidad, le sorprendería si no fuera su testigo.
Pero Colin… Colin a lo mejor lo veía como ella. Posiblemente refunfuñaría y diría que Simon se merecía que le dispararan, pero Daphne sabía que si se lo rogaba, la ayudaría.
Y tenían que detener el duelo. Daphne no entendía qué le había pasado a Simon por la cabeza, seguramente tenía algo que ver con su padre. Ya hacia tiempo que ella se había dado cuenta de que había algún demonio interno que lo estaba torturando. Intentaba aparentar que estaba bien, sobre todo con ella, pero Daphne le había visto demasiadas veces una mirada desesperada en los ojos. Además, tenía que haber alguna razón por la que se quedara callado tan a menudo. A veces, le daba la sensación de que ella era la única persona con la que estaba realmente relajado y era capaz de reír, bromear y hablar.
Y quizá también Anthony. Bueno, Anthony sí, pero antes de que pasara todo esto.
Sin embargo, y a pesar de la actitud fatalista de Simon en el jardín, Daphne no creía que quisiera morir.
Escuchó ruido de ruedas en la entrada, corrió hacia la ventana y vio el carruaje de los Bridgerton camino a las caballerizas.
Con las manos entrelazadas, fue al otro lado de la habitación y pegó la oreja contra la puerta. No podía bajar abajo; Anthony creía que estaba dormida o, al menos, en la cama dándole vueltas a lo que había hecho esta noche.
Le había dicho que no le diría nada a su madre. O, al menos, no hasta saber lo que Violet sabía. El hecho de que regresaran tan tarde hizo creer a Daphne que no habían suscitado demasiados comentarios sobre ella, pero eso no quería decir que pudiera relajarse. Habría cuchicheos. Siempre los había. Y los cuchicheos, si no se frenaban a tiempo, rápidamente se convertían en clamores.
Daphne sabía que, tarde o temprano, tendría que enfrentarse a su madre. Violet oiría algo. Alguien se encargaría de que oyera algo. Ella sólo esperaba que para cuando los rumores llegaran a oídos de su madre, y la mayoría fueran desgraciadamente ciertos, ella ya estuviera prometida con un duque.
La gente lo perdonaría todo si estaba relacionada con un duque.
Y ése sería el argumento principal de la estrategia de Daphne para salvarle la vida a Simon. A lo mejor él no quería salvarse, pero podía salvarla a ella.
Colin Bridgerton avanzó por el pasillo de puntillas, andando muy despacio por encima de la alfombra que cubría el suelo. Su madre se había ido a la cama y Benedict estaba con Anthony en el despacho de éste. Sin embargo, no estaba interesado en ninguno de ellos; a quien quería ver era a Daphne.
Llamó cuidadosamente a la puerta, esperanzado por el hilo de luz que veía por debajo de la puerta. Obviamente, tenía las velas encendidas y como sabía que su hermana era terriblemente sensible a la luz y no podía dormir sin antes apagar todas las luces, entonces tenía que estar despierta.
Y si estaba despierta, tendría que hablar con él.
Levantó la mano para volver a llamar, pero se abrió la puerta y Daphne lo hizo pasar.
– Tengo que hablar contigo -dijo ella, casi susurrando y muy preocupada.
– Yo también tengo que hablar contigo.
Daphne le hizo entrar y, después de mirar a un lado y otro del pasillo, cerró la puerta.
– Estoy metida en un buen lío -dijo.
– Lo sé.
Se quedó blanca como la nieve.
– ¿Lo sabes?
Colin asintió, poniendo por una vez una cara seria.
– ¿Te acuerdas de Macclesfield?
Ella asintió. Era un joven conde que su madre había querido presentarle hacía quince días. La misma noche que conoció a Simon.
– Bueno, pues te vio desaparecer en los jardines con Hastings.
Daphne sintió que tenía la garganta más seca que nunca pero, al final, consiguió decir:
– ¿De veras?
Colin asintió, sonriendo.
– No dirá nada. Estoy seguro. Somos amigos desde hace casi diez años. Pero, si él te vio, pudo hacerlo cualquiera. Lady Danbury nos estaba mirando bastante extrañada mientras el conde me explicaba lo que había visto.
– ¿Lady Danbury me vio? -preguntó Daphne, muy exaltada.
– No lo sé. Sólo sé que me estaba mirando como si estuviera al corriente de todos mis pecados.
Daphne ladeó la cabeza.
– Ella es así. Además, si vio algo, dudo que lo diga.
– ¿Lady Danbury? -preguntó Colin, incrédulo.
– Puede que sea una bruja pero no es la clase de persona que va arruinando la vida de la gente por placer. Si vio algo, vendrá a decírmelo en persona.
Colin no parecía demasiado convencido.
Daphne se aclaró la garganta varias veces mientras intentaba encontrar la manera de formular la siguiente pregunta.
– ¿Qué es lo que vio Macclesfield, exactamente?
Colin la miró, intrigado.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que he dicho -dijo Daphne, bastante enfadada y bastante nerviosa después de toda la noche en ascuas-. ¿Qué vio?
Colin se irguió y levantó la barbilla.
– Lo que te he dicho -respondió-. Te vio adentrarte en el jardín con Hastings.
– ¿Eso es todo?
– ¿Eso es todo? -repitió Colin. Abrió los ojos y luego los entrecerró-. ¿Qué demonios ha pasado en el jardín?
Daphne se dejó caer en una butaca y se tapó la cara con las manos.
– Colin, estoy metida en un buen enredo.
Él no dijo nada, así que, al final, Daphne se secó los ojos, aunque no estaba llorando, y levantó la mirada. Su hermano parecía más mayor y más masculino que nunca. Tenía los brazos cruzados, las piernas ligeramente separadas y los ojos, que normalmente estaban alegres y sonrientes, eran cortantes como las esmeraldas. Obviamente, había esperado que lo mirara antes de hablar.
– Ahora que has terminado con tu escena de autocompasión -dijo, bruscamente-, explícame qué ha pasado entre tú y Hastings en el jardín.
– No utilices ese tono conmigo -dijo Daphne-, y no me acuses de autocompasión. Por el amor de Dios, un hombre va a morir mañana. Tengo derecho a estar triste.
Colin cogió una silla y se sentó delante de ella, mirándola inmediatamente con una inmensa preocupación.
– Será mejor que me lo expliques todo.
Daphne asintió y empezó a explicarle lo que había pasado. Sin embargo, no entró en detalles. Colin no necesitaba saber lo que Anthony había visto; con decirle que los había descubierto en una situación comprometedora habría bastante.
Terminó con un:
– ¡Y ahora van a batirse en duelo y Simon va a morir!
– No lo sabes, Daphne.
Ella agitó la cabeza, miserable.
– No le disparará a Anthony. Estoy segura. Y Anthony… -Se le cortó la voz, y tuvo que tragar un par de veces antes de continuar-. Anthony está muy furioso. No creo que rectifique.
– ¿Qué quieres hacer?
– No lo sé. Ni siquiera sé dónde va a celebrarse el duelo. ¡Sólo sé que tengo que detenerlo!
Colin maldijo en voz baja y luego, más tranquilo, dijo:
– No sé si podrás, Daphne.
– ¡Tengo que hacerlo! -exclamó ella-. Colin, no puedo quedarme aquí mirando las musarañas mientras Simon muere. – Hizo una pausa, y continuó-: Le quiero.
Colin palideció.
– ¿Incluso después de que te haya rechazado?
Ella asintió.
– No me importa si eso me hace parecer una imbécil y patética. No puedo evitarlo. Le quiero. Y él me necesita.
Colin dijo:
– Si esto fuera cierto, ¿no crees que habría aceptado casarse contigo cuando Anthony se lo pidió?
Daphne agitó la cabeza.
– No. Hay algo más que yo no sé. No sé cómo explicártelo, pero era como si una parte de él sí que quisiera casarse conmigo. -Notó que se iba poniendo cada vez más nerviosa, con la respiración entrecortada, pero continuó-: No lo sé, Colin. Pero si le hubieras visto la cara, lo entenderías. Estoy convencida.
– No conozco a Hastings como Anthony -dijo Colin-. Ni como tú. Pero nunca he oído nada de ningún secreto oscuro de su pasado. ¿Estás segura que…? -No puedo continuar. Dejó caer la cabeza entre las manos y, cuando volvió a hablar, lo hizo con un tono de lo más dulce-. ¿Estás segura de que esos sentimientos hacia ti no son imaginaciones tuyas?
Daphne no se ofendió. Sabía que esa historia parecía una fantasía. Pero, en su corazón, sabía que tenía razón.
– No quiero que muera -dijo, en voz baja-. Al fin y al cabo, eso es lo único que importa.
Colin asintió, pero le hizo una última pregunta:
– ¿No quieres que muera o no quieres cargar con las culpas de su muerte?
Daphne se levantó, muy seria.
– Creo que será mejor que te vayas. -Utilizando sus últimas energías para mantener una voz serena-. No puedo creerme que me hayas preguntado eso.
Pero Colin no se fue. Alargó un brazo y apretó la mano de su hermana.
– Te ayudaré, Daff. Sabes que haría lo que fuera por ti.
Y Daphne se abalanzó sobre él y soltó todas las lágrimas que había estado reprimiendo.
Media hora más tarde, ya se había secado los ojos y tenía la cabeza más clara. Se había dado cuenta de que necesitaba llorar. Había ido guardando demasiadas cosas en su interior, sentimientos, confusión, dolor y rabia. Tenía que sacarlo. Pero ya no había tiempo para las emociones. Tenía que mantener la cabeza fría y fija en el objetivo.
Colin había ido al despacho a sonsacarles a Anthony y a Benedict lo que pudiera. Había coincidido con Daphne en que seguramente Anthony le pediría a Benedict que actuara de testigo. Su trabajo era conseguir que le dijeran dónde iba a celebrarse el duelo. Daphne no tenía ninguna duda que Colin lo conseguiría. Siempre había sido capaz de sonsacarle cualquier cosa a quien había querido.
Daphne se puso el traje de montar más viejo y cómodo que tenía. No tenía ni idea de cómo iba a salir la mañana, pero lo último que quería era tropezar con lazos y encajes.
Alguien llamó a la puerta y, antes de que pudiera llegar al pomo, Colin entró. Él también se había quitado el traje de fiesta.
– ¿Te lo han dicho? -preguntó Daphne, impaciente.
Colin asintió.
– No tenemos mucho tiempo. Supongo que querrás llegar antes que nadie, ¿no?
– Si Simon llega antes que Anthony, a lo mejor puedo convencerlo de que se case conmigo antes de que nadie desenfunde las armas.
Colin suspiró.
– Daff -dijo-. ¿Te has planteado la posibilidad de que, a lo mejor, no lo consigues?
Daphne tragó saliva.
– Intento no pensar en eso.
– Pero…
Daphne lo interrumpió.
– Si lo pienso -dijo, preocupada-, me descentro; pierdo los nervios y no puedo hacer eso. Por Simon, no puedo hacerlo.
– Espero que sepa lo que vales -dijo Colin-. Porque si no lo sabe, yo mismo le dispararé.
– Será mejor que nos vayamos -dijo ella.
Colin asintió y se fueron.
Simon fue por Broad Walk hasta el rincón más remoto y lejano de Regent’s Park. Anthony le había propuesto arreglar sus asuntos lejos de Mayfair, y a él le había parecido bien. El sol aún no había salido, claro, y era muy poco probable que se encontraran a nadie por la calle pero, aún así, no había ninguna razón para batirse en duelo en Hyde Park.
No es que a Simon le preocupara que los duelos fueran ilegales. Después de todo, no estaría allí para pagar las consecuencias.
Sin embargo, no era una manera agradable de morir. Pero tampoco veía demasiadas alternativas. Había profanado el cuerpo de una dama con la que no podía casarse, y ahora debía pagar por ello. Simon sabía lo que podía pasar antes de besar a Daphne.
Mientras se dirigía hacia el lugar indicado, vio que Anthony y Benedict ya habían desmontado y lo estaban esperando. El aire les agitaba el pelo y lo miraban con una expresión adusta.
Casi tan adusta como el corazón de Simon.
Detuvo el caballo a pocos metros de los hermanos Bridgerton y desmontó.
– ¿Dónde está tu testigo? -preguntó Benedict.
– No me preocupé de traer uno -dijo Simon.
– ¡Pero tienes que tener un testigo! Sin testigo, un duelo no es un duelo.
Simon se encogió de hombros.
– No me pareció necesario. Habéis traído las pistolas. Confío en vosotros.
Anthony se acercó a él.
– No quiero hacer esto -dijo.
– No tienes otra opción.
– Pero tú sí -dijo Anthony, impaciente-. Podrías casarte con ella. A lo mejor no la quieres, pero sé que la aprecias mucho. ¿Por qué no lo haces?
Simon se planteó explicárselo todo; las razones por las que había jurado que nunca se casaría ni tendría hijos. Pero no lo entendería. Los Bridgerton no, porque para ellos la familia sólo era algo bueno y verdadero. No conocían las palabras crueles y los sueños rotos. No conocían el horroroso sentimiento del rechazo.
Entonces se le ocurrió decir algo cruel que hiciera enfurecer a Anthony y Benedict para acabar con todo aquello lo antes posible. Sin embargo, eso implicaría despreciar a Daphne, y eso sí que no podía hacerlo.
De modo que, al final, miró a Anthony Bridgerton, el hombre que había sido su amigo desde los primeros años en Eton, y le dijo:
– Sólo quiero que sepas que no es por Daphne. Tu hermana es la mujer más maravillosa que jamás he conocido.
Y después, con un breve asentimiento hacia Anthony y Benedict, cogió una de las pistolas de la caja que Benedict había dejado en el suelo y empezó a caminar hacia el otro lado.
– ¡Eeeeeespeeeeeeraaaaaad!
Simon se giró. ¡Dios santo, era Daphne!
Estaba abalanzada sobre la yegua y se acercaba al trote hasta donde estaban ellos. Por un breve momento, Simon se olvidó de la rabia que sentía porque había interrumpido el duelo y se quedo maravillado por lo espléndida que estaba en la silla de montar.
Sin embargo, cuando detuvo el caballo delante de él y desmontó, se puso muy furioso.
– ¿Qué demonios crees que estás haciendo? -le preguntó.
– ¡Salvándote la vida! -Lo miró con los ojos encendidos de rabia y Simon se dio cuenta de que nunca la había visto tan enfadada.
Casi tan enfadada como él.
– Daphne, eres una inconsciente. ¿No te das cuenta de lo peligroso que ha sido aparecer así? -Sin darse cuenta de lo que hacía, la cogió por los hombros y empezó a temblar-. Uno de los dos podría haberte disparado.
– Oh, por favor -dijo ella, quitándole importancia-. Si ni siquiera habíais llegado a vuestras posiciones.
Tenía razón, pero Simon estaba demasiado furioso para dársela.
– Y venir aquí a estas horas -gritó-. Deberías ser más prudente.
– Soy prudente -respondió ella-. Colin me ha acompañado.
– ¿Colin? -Simon empezó a buscar en todas las direcciones al pequeño de los Bridgerton-. ¡Voy a matarlo!
– ¿Antes o después de que Anthony te atraviese el pecho con una bala?
– Antes, te juro que antes -dijo Simon-. ¿Dónde está? ¡Bridgerton!
Tres cabezas se giraron hacia él.
Simon empezó a caminar hacia ellos, con odio en los ojos.
– El idiota.
– Creo -dijo Anthony, levantando la barbilla hacia Colin-, que se refiere a ti.
Colin lo miró, desafiante.
– ¿Y qué se suponía que tenía que hacer? ¿Dejarla en casa ahogándose en lágrimas?
– ¡Sí! -dijeron los tres hombres a la vez.
– ¿Simon! -gritó Daphne, corriendo detrás de él-. ¡Vuelve aquí!
Simon miró a Benedict.
– Llévatela de aquí.
Benedict parecía indeciso.
– Hazlo -le ordenó Anthony.
Benedict no se movió, sólo miraba de un lado a otro; a sus hermanos, a su hermana y al hombre que la había deshonrado.
– Por el amor de Dios -dijo Anthony.
– Daphne se merece defenderse -dijo Benedict, y se cruzó de brazos.
– ¿Qué diablos os pasa a vosotros dos? -gritó Anthony, refiriéndose a sus dos hermanos menores.
– Simon -dijo Daphne, casi ahogada después de la carrera por el campo-. Tienes que escucharme.
Simon intentó ignorar los tirones que le daba en la manga.
– Daphne, déjalo. No puedes hacer nada.
Daphne miró suplicante a sus hermanos. Colin y Benedict estaban con ella, pero no podían hacer nada para ayudarla. Sin embargo, Anthony todavía parecía un perro enrabiado.
Al final, hizo lo único que se le ocurrió para retrasar el duelo. Le dio un puñetazo a Simon.
En el ojo bueno.
Simon gritaba de dolor mientras retrocedía.
– ¿Por qué has hecho eso?
– Tírate al suelo, tonto -le dijo ella en voz baja. Si estaba en el suelo, Anthony no sería capaz de dispararle.
– ¡No voy a tirarme al suelo! -dijo Simon, tapándose el ojo-. Derribado por una mujer. Intolerable.
– Hombres -gruñó ella-. Todos unos idiotas. -Se giró hacia sus hermanos, que la miraban con idénticas caras de sorpresa-. ¿Qué estáis mirando? -dijo.
Colin empezó a aplaudir.
Anthony le dio un codazo en el costado.
– ¿Sería posible que pudiera hablar un momento con el duque? -dijo, casi susurrando.
Colin y Benedict asintieron y se alejaron. Anthony no se movió.
Daphne lo miró.
– Te pegaré a ti también.
Y lo habría hecho, pero Benedict volvió y casi le desencajó el brazo a su hermano del tirón que le dio.
Daphne miró a Simon, que se estaba tapando el ojo con una mano, como si así pudiera hacer desaparecer el dolor.
– No puedo creerme que me golpearas -dijo él.
Daphne miró a sus hermanos para asegurarse de que no los oían.
– En ese momento, me ha parecido una buena idea.
– No sé qué esperabas conseguir -dijo él.
– Pensaba que sería bastante obvio.
Simon suspiró y, en ese instante, parecía cansado, triste y mucho mayor.
– Ya te he dicho que no puedo casarme contigo.
– Tienes que hacerlo.
Las palabras de Daphne sonaron tan desesperadas que Simon la miró, asustado.
– ¿Qué quieres decir? -dijo, haciendo gala de un gran control en momentos desesperados.
– Quiero decir que nos han visto.
– ¿Quién?
– Macclesfield.
Simon se relajó visiblemente.
– No dirá nada.
– ¡Pero había más gente! -Se mordió el labio. No era una mentira. Podrían haber habido más. De hecho, posiblemente hubiera más gente.
– ¿Quién?
– No lo sé -admitió ella-. Pero me han llegado rumores. Y mañana lo sabrá todo Londres.
Simon soltó tantas palabras malsonantes seguidas que Daphne retrocedió un paso.
– Si no te casas conmigo -dijo ella en voz baja-, estaré perdida.
– Eso no es cierto -dijo él, aunque sin demasiada convicción.
– Es cierto, y tú lo sabes. -Se obligó a mirarlo. Todo su futuro, ¡y la vida de él!, estaba en juego en ese momento. No podía fallar-. Nadie me querrá. Me enviarán a algún rincón perdido del país…
– Sabes que tu madre nunca haría eso.
– Pero nunca me casaré. -Dio un paso adelante, obligándolo a sentirla cerca-. Seré para siempre un objeto de segunda mano. Nunca tendré un marido, nunca tendré hijos…
– ¡Basta! -gritó Simon-. Por el amor de Dios, basta.
Anthony, Benedict y Colin empezaron a correr hacia ellos cuando escucharon el grito, pero la mirada helada de Daphne los detuvo.
– ¿Por qué no puedes casarte conmigo? -le preguntó suavemente-. Sé que me quieres. ¿Qué te pasa?
Simon escondió la cara entre las manos y empezó a apretarse la frente con los dedos. Le dolía la cabeza. Y Daphne…, Dios, no dejaba de acercarse más y más. Daphne levantó la mano y le acarició el hombro, la mejilla. Simon no lo resistiría. No iba a resistirlo.
– Simon -le imploró-, sálvame.
Y allí estuvo perdido.