Londres ha estado de lo más tranquilo esta semana, ahora que nuestro duque favorito y la duquesa favorita del duque se han ido a la costa. Esta autora les puede explicar que vieron al señor Nigel Berbrooke invitando a bailar a la señorita Penelope Featherington o que la señorita Featherington, a pesar de la alegre mirada de su madre casi forzándola a aceptar y su aceptación posterior, no parecía excesivamente alegre.
Pero ¿quién quiere oír hablar del señor Berbrooke o la señorita Penelope? No nos engañemos. Todos estamos ansiosos por saber algo del duque y la duquesa.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
28 de mayo de 1813
Era como volver a estar en el jardín de lady Trowbridge, pensó Daphne, aunque esta vez no habría interrupciones, ni hermanos mayores, ni temor de ser descubiertos; sólo un marido y una mujer y una promesa de pasión desbordada.
Los labios de Simon encontraron los suyos, suaves pero penetrantes. Con cada caricia, cada movimiento de lengua, Daphne sentía escalofríos por todo el cuerpo y pequeños espasmos de deseo que cada vez eran más frecuentes.
– ¿Te he dicho alguna vez -le susurró Simon-, lo enamorado que estoy de la comisura de tus labios?
– N-no -dijo Daphne temblorosa, sorprendida de que Simon se hubiera fijado en eso alguna vez.
– La adoro -murmuró él y, a continuación, empezó a demostrárselo.
Le mordisqueó el labio inferior hasta que, con la lengua, le recorrió la línea de la comisura.
Le hacía cosquillas y Daphne abrió la boca y se rió.
– ¡Para! -dijo, riéndose.
– Jamás -dijo él. Se retiró y le tomó la cara entre las manos-. Tienes la sonrisa más bonita que he visto en mi vida.
La reacción inicial de Daphne fue decir: «No seas tonto», pero luego se lo pensó mejor, ¿por qué arruinar un momento así?, y dijo:
– ¿De verdad?
– Sí. -Simon depositó un beso en la nariz de su mujer-. Cuando sonríes, te ocupa la mitad de la cara.
– ¡Simon! -exclamó ella-. Eso suena horrible.
– Es encantador.
– Deforme.
– Deseable.
Daphne se puso seria pero, al mismo tiempo, no podía dejar de sonreír.
– Obviamente, no tienes ni idea de los cánones de belleza femeninos.
Simon arqueó una ceja.
– En lo relativo a ti, a partir de ahora sólo importan mis cánones.
Por un momento, Daphne no supo qué decir y luego estalló a reír.
– Oh, Simon -dijo-, parecías tan feroz. Tan maravillosa, perfecta y absurdamente feroz.
– ¿Absurdo? -repitió él-. ¿Me estás llamando absurdo?
Daphne apretó los labios para reprimir otra risa, pero no lo consiguió.
– Es casi tan malo como que te llamen impotente -gruñó.
Daphne se puso seria inmediatamente.
– Simon, sabes que yo no… -no insistió más y dijo-: Lo siento mucho.
– No lo sientas -dijo él, agitando la mano en el aire para restarle importancia-. A quien tendría que matar es a tu madre, pero tú no tienes que excusarte por nada.
Daphne soltó una risita.
– Mamá hizo lo que pudo y si yo no hubiera estado tan confundida por lo que dijiste…
– Encima, ¿es culpa mía? -dijo él, en tono burlón. Pero luego, su rostro adquirió una expresión más seductora. Se acercó a ella, se inclinó sobre ella para que Daphne tuviera que echarse hacia atrás-. Supongo que tendré que esforzarme el doble para demostrarte mis capacidades.
La rodeó con una mano y la sujetó mientras la tendía en la cama. Daphne sintió que se quedaba sin respiración cuando se perdió en sus ojos azules. Cuando uno estaba tendido, el mundo parecía distinto. Más oscuro y peligroso. Y muy emocionante porque Simon estaba encima de ella, acaparando toda su visión.
Y, en ese momento, cuando él redujo la distancia entre ellos, se convirtió en todo su mundo.
Esta vez el beso no fue tierno. No le hizo cosquillas, la devoró; no tanteó, poseyó.
Bajó las manos y le cubrió las nalgas, apretándola contra su erección.
– Esta noche -susurró, con la voz ronca y cálida junto a la oreja de Daphne-, serás mía.
Daphne empezó a respirar más deprisa, cada sonido más inapreciable. Simon estaba tan cerca, cada centímetro de su cuerpo cubriéndola. Había imaginado esta noche miles de veces desde que él aceptó casarse con ella en Regent’s Park, pero nunca pensó que el peso de su cuerpo sobre el suyo fuera tan excitante. Simon era grande y estaba muy musculado; era imposible escapar de ese ataque seductor, ni que Daphne hubiera querido.
Era muy extraño sentir tanta felicidad por tener tan poco poder. Podía hacer con ella lo que quisiera, y ella se dejaría.
Sin embargo, cuando el cuerpo de Simon se estremeció y abrió la boca para pronunciar su nombre y lo único que pudo decir fue «D-D- Daph…», ella se dio cuenta de que también tenía un poder. Simon la quería tanto que no podía ni respirar, la deseaba tanto que apenas podía articular palabra.
Y, sin saber cómo, al ser consciente de ese poder, descubrió que su cuerpo sabía qué tenía que hacer. Levantó las caderas en busca de él y, mientras las manos de Simon le subían la falda hasta la cintura, ella lo rodeó con las piernas para acercarlo más al centro de su feminidad.
– Dios mío, Daphne -dijo Simon, entrecortadamente, levantándose un poco y apoyándose sobre los codos-. Quiero… No puedo…
Daphne lo rodeó por la espalda, intentando acercarlo otra vez.
Hacía frío en el vacío que su cuerpo había dejado.
– No puedo ir despacio -gruñó.
– No me importa.
– A mí sí -la pasión se reflejaba en su ardientes ojos-. Estamos perdiendo la cabeza.
Daphne lo miró, intentando recuperar el aliento. Simon se había sentado en la cama y sus ojos le estaban recorriendo el cuerpo entero mientras una mano le recorría la pierna hasta la rodilla.
– Antes que nada -murmuró-, tenemos que hacer algo con tu ropa.
Daphne resopló sorprendida mientras Simon se levantaba y la hacía ponerse de pie. Le temblaban las piernas y era incapaz de mantener el equilibrio, pero Simon la sostuvo, arremangándole la falda con las dos manos. Le susurró al oído:
– Es más difícil desnudarte si estás tumbada en la cama.
Con una mano le cubrió la nalga y empezó a masajearla con movimientos circulares.
– La cuestión es -dijo él, divertido-, ¿te saco el vestido por arriba o por abajo?
Daphne rezó para que no esperara que se lo dijera ella, porque era incapaz de articular palabra.
– O -dijo Simon, lentamente, metiendo un dedo debajo del corsé-, ¿las dos cosas?
Y entonces, antes que ella pudiera reaccionar, le dejó caer la parte del vestido de modo que quedó atrapada en la cintura. Si no fuera por la fina camisola de seda, estaría totalmente desnuda.
– Vaya, vaya. Esto sí que es una sorpresa -dijo Simon, acariciándole un pecho por encima de la seda-. No es que sea una mala sorpresa, por supuesto. La seda nunca es tan suave como la piel, pero tiene sus ventajas.
Daphne contuvo la respiración mientras observaba cómo Simon movía la camisola de lado a lado, provocando que la fricción le endureciera los pezones.
– No tenía ni idea -suspiró Daphne, acalorada, Simon empezó a acariciarle el otro pezón.
– ¿Ni idea de qué?
– De que eras tan malvado.
Simon sonrió, lenta y ampliamente. Sus labios se acercaron a sus oídos y susurraron:
– Eras la hermana de mi mejor amigo. Totalmente prohibida. ¿Qué querías que hiciera?
Daphne se estremeció de deseo. La respiración de Simon le acariciaba el oído, pero la sensación le recorría todo el cuerpo.
– No podía hacer nada -continuó él, apartando un tirante de la camisola-. Excepto imaginarte.
– ¿Pensabas en mí? -suspiró Daphne, emocionándose con la idea-. ¿Te imaginaste esto?
Le apretó con más fuerza la mano contra la cadera.
– Cada noche. Cada momento antes de dormirme, hasta que me ardía la piel y mi cuerpo me pedía que lo liberara.
Daphne sintió que le desfallecían las piernas, pero Simon la sujetó con fuerza.
– Y cuando estaba dormido -se acercó al cuello, y Daphne no supo si la estaba acariciando o besando-, entonces sí que lo pasaba mal.
Daphne soltó un gemido, incoherente y lleno de deseo.
El segundo tirante cayó mientras los labios de Simon se acercaron al hueco entre los pechos.
– Pero esta noche… -susurró, apartando la seda hasta descubrir un pecho, y luego el otro-. Esta noche todos mis sueños se harán realidad.
Daphne apenas tuvo tiempo de resoplar antes de que la boca de Simon encontró su pecho y empezó a lamerle el pezón endurecido.
– Esto es lo que quería hacer en el jardín de lady Trowbridge -dijo-. ¿Lo sabías?
Ella agitó con fuerza la cabeza, apoyándose en sus hombros. Se balanceaba de lado a lado, y apenas podía mantener la cabeza erguida. Espasmos de puro deseo le recorrían el cuerpo haciéndole perder la respiración, el equilibrio y hasta el juicio.
– Claro que no lo sabías -dijo él-. Eres tan inocente.
Con sus hábiles dedos. Simon le sacó el resto de la ropa hasta que Daphne quedó desnuda en sus brazos. Con suavidad, porque sabía que debía estar tan nerviosa como excitada, la dejó en la cama.
Cuando empezó a desnudarse, sus movimientos fueron más torpes. Tenía la piel ardiendo y el cuerpo agitado de deseo. Ella estaba en la cama, una tentación como no había visto otra. Su piel brillaba sonrosada a la luz de las velas y el pelo, que hacía mucho que había perdido la forma, le caía alrededor de la cara.
Los mismos dedos que la habían desnudado con tanta presteza, ahora parecían atontados a la hora de desabotonar sus propios botones.
Cuando se disponía a quitarse los pantalones, vio que Daphne se estaba tapando con las sábanas.
– No -dijo Simon, con una voz irreconocible.
Los ojos de Daphne encontraron los suyos y él dijo:
– Yo seré tu manta.
Se quitó toda la ropa y, sin darle tiempo a decir nada, se tendió en la cama, cubriéndola con su cuerpo. Oyó que ella resoplaba por la sorpresa, pero luego su cuerpo se relajó.
– Shh. -La meció, acariciándole el cuello mientras, con una mano, hacía movimientos circulares sobre el muslo-. Confía en mí.
– Confío en ti -dijo ella, temblorosa-. Es que…
La mano de Simon subió hasta la cadera.
– ¿Es que qué?
Simon se imaginó la mueca de Daphne mientras decía:
– Es que me gustaría no ser tan ignorante en este momento.
Simon empezó a reírse.
– Para -exclamó ella, golpeándolo en el hombro.
– No me río de ti -insistió Simon.
– Te estás riendo -dijo ella-, y no me digas que te ríes conmigo porque esa excusa no funciona.
– Me reía -dijo él, suavemente, apoyándose en los codos para mirarla a la cara-, porque estaba pensando en lo mucho que me alegro de que seas tan ignorante. -Se acercó a ella y le dio un tierno beso-. Es un honor ser el único hombre que te ha tocado así.
Los ojos de Daphne brillaron con tanta pureza que Simon se rindió a sus pies.
– ¿De verdad? -susurró ella.
– Sí-respondió él, sorprendido de lo grave que sonaba su voz-.Aunque honor es sólo la mitad de lo que siento.
Ella no dijo nada, pero sus ojos eran terriblemente curiosos.
– Mataré al próximo hombre que se atreva a mirarte de reojo -dijo él.
Para su sorpresa, Daphne se echó a reír.
– Oh, Simon -resopló-. Es maravilloso ser el objeto de esos celos irracionales. Gracias.
– Ya me darás las gracias luego -dijo él.
– Y, a lo mejor -murmuró ella, con unos ojos insoportablemente seductores-, tú también me las darás a mí.
Simon notó que separaba los muslos cuando volvió a dejarse caer sobre ella, su erección dura contra ella.
– Ya lo hago -dijo, difuminando las palabras en su piel mientras le besaba el hueco del hombro-. Créeme, ya lo hago.
Nunca había estado tan agradecido por el control de su cuerpo que tanto le había costado aprender. Todo su cuerpo pedía hundirse en ella y hacerla suya, pero él sabía que esta noche, su noche de bodas, era para Daphne, no para él.
Era su primera vez. Él era su primer amante, su único amante, pensó con una ferocidad poco habitual en él, y era responsabilidad suya asegurarse de que Daphne sólo sintiera un placer exquisito.
Sabía que lo deseaba. Tenía la respiración entrecortada y lo miraba con pasión. Simon no podía soportar mirarla a la cara porque, cada vez que veía sus labios medio abiertos, crecía la necesidad de penetrarla y hacerla suya.
Así que, en lugar de eso, la besó. La besó por todas partes e ignoró los fuertes latidos de su corazón cada vez que la oía resoplar o gemir de deseo. Y entonces, por fin, cuando ella se estremeció y se retorció debajo de él, y él supo que estaba loca por él, escurrió la mano entre sus piernas y la tocó.
Lo único que salía de la boca de Simon era el nombre de su mujer e, incluso eso, salía entre resoplidos. Daphne estaba más que preparada para él, más caliente y húmeda de lo que Simon jamás hubiera imaginado. Sin embargo, para asegurarse, o sencillamente porque no podía resistir el perverso impulso de torturarse, metió un dedo dentro de su cuerpo, comprobando su calidez, acariciándola por dentro.
– ¡Simon! -exclamó ella, retorciéndose bajo su cuerpo.
Ya tenía los músculos tensos y Simon supo que ya estaba lista. Apartó la mano de golpe, ignorando las quejas de Daphne.
Se sirvió de sus muslos para separar los de ella y, con un gemido, se colocó en posición para penetrarla.
– P-Puede que te duela un poco -susurró, agitadamente-, pero te p-prometo que…
– Hazlo -dijo, meneando la cabeza de lado a lado.
Y así lo hizo. Con un poderoso movimiento, la penetró. Sintió cómo se abrían sus músculos, pero ella no dio ninguna señal de dolor.
– ¿Estás bien? -dijo, tensando todos sus músculos para no moverse dentro de ella.
Daphne asintió, soltando el aire despacio.
– Es muy extraño -admitió.
– Pero ¿no te duele? -preguntó él, casi avergonzado por la desesperación de sus palabras.
Ella agitó la cabeza, con una pequeña y femenina sonrisa en la cara.
– No me duele -dijo-. Pero antes… cuando has… con el dedo…
Incluso a la luz de las velas. Simon apreció que se había sonrojado.
– ¿Es esto lo que quieres? -dijo, retirándose hasta que sólo estaba dentro de ella a medias.
– ¡No! -gritó ella.
– Entonces, a lo mejor es esto -dijo él, volviendo a penetrarla del todo.
Ella resopló.
– Sí. No. Las dos cosas.
Simon empezó a moverse dentro de ella, con un ritmo deliberadamente lento. Con cada empujón, ella soltaba un gemido y él se volvía loco.
Y entonces los gemidos se convirtieron en gritos y los resoplos en respiraciones entrecortadas, y Simon supo que estaba cerca del éxtasis. Se movió más deprisa, rechinando los dientes mientras luchaba por mantener el control sobre su cuerpo mientras ella caía en una espiral de pasión.
Daphne pronunció su nombre, luego lo gritó y, al final, toda ella se tensó debajo de él. Se agarró a sus hombros y levantó las caderas de la cama con una fuerza que Simon casi no podía creer. Al final, con un último y poderoso empujón, ella alcanzó el orgasmo y se dejó llevar por el poder de su propia liberación.
En contra de su buen juicio, Simon la penetró una última vez, hundiéndose en ella hasta el fondo y saboreando la dulzura de su cuerpo.
Después, dándole un beso terriblemente apasionado, se apartó y se derramó en las sábanas, junto a ella.
Esa fue la primera de muchas noches de pasión. Los recién casados fueron a Clyvedon y allí, para mayor vergüenza de Daphne, se encerraron en la habitación de matrimonio durante más de una semana.
Por supuesto, la vergüenza no fue tanta porque Daphne sólo hizo un intento desganado por, realmente, salir de la habitación.
Cuando salieron de su reclusión de luna de miel, a Daphne le enseñaron Clyvedon, y lo necesitaba porque, el día que llegaron, lo único que pudo ver fue el camino de la puerta principal al dormitorio ducal. También se pasó varias horas presentándose a los sirvientes de más rango. Obviamente, la habían presentado oficialmente al llegar pero a Daphne le pareció mejor conocer de manera más individualizada a los miembros más importantes del servicio.
Como Simon sólo había pasado allí su niñez, muchos de los sirvientes que se habían incorporado más tarde no lo conocían, pero los que ya estaban en Clyvedon cuando era pequeño parecía, a los ojos de Daphne, que sentían una auténtica devoción por él. Mientras paseaba por el jardín con Simon se rió de eso y, de repente, empezó a sentirse el blanco de una mirada totalmente cortante.
– Viví aquí hasta que fui a Eton -fue todo lo que dijo Simon, como si aquello bastara como explicación.
Daphne se sintió muy incómoda por el tono imperturbable que había utilizado Simon.
– ¿Nunca viajabas a Londres? Cuando éramos pequeños, nosotros…
– Viví aquí, exclusivamente.
Su tono indicaba que deseaba, no, requería, que la conversación terminara ahí; sin embargo, haciendo caso omiso a la advertencia, decidió seguir con el tema.
– Debiste ser un niño muy cariñoso -dijo, con una voz descaradamente risueña-. O, quizás, un niño de lo más travieso para haber despertado esa devoción eterna en el servicio.
Simon no dijo nada.
Daphne insistió.
– A Colin también le pasa. Cuando era pequeño, era como un diablillo pero tan insoportablemente encantador que los sirvientes lo adoraban. Un día…
Se calló y se quedó con la boca abierta. No tenía demasiado sentido continuar porque Simon se había dado la vuelta y se había marchado.
Las rosas no le interesaban lo más mínimo. Y tampoco nunca había reflexionado sobre las violetas, pero ahora Simon estaba apoyado en una baranda de madera admirando los famosos jardines florales de Clyvedon como si se planteara seriamente una carrera de horticultor.
Y todo porque no podía soportar las preguntas de Daphne sobre su infancia.
Sin embargo, la verdad era que odiaba los recuerdos. Despreciaba todo y todos los que le recordaban a aquella época. La única razón por la que había traído aquí a Daphne era porque era la única de sus residencias que estaba a dos días de viaje desde Londres y estaba lista para vivir en ella.
Los recuerdos hacían renacer los sentimientos. Y Simon no quería volver a sentirse como aquel niño pequeño. No quería recordar las muchas veces que le había enviado cartas a su padre y había esperado en vano una respuesta. No quería recordar las amables sonrisas de los sirvientes; sonrisas que siempre iban acompañadas de ojos de lástima. Lo querían, sí, pero también lo compadecían.
Y, bueno, el hecho de que ellos también odiaran a su padre por lo que le estaba haciendo nunca fue gran consuelo. Nunca había sido, y sinceramente seguía sin ser, tan noble que no le satisficiera un poco la poca popularidad de su padre entre el servicio, pero eso nunca borró el bochorno o la incomodidad.
O la vergüenza.
Quería que lo admiraran, no que lo compadecieran. Y no fue hasta que viajó por el mundo sin título nobiliario que consiguió empezar a saborear el éxito.
Había hecho un viaje muy largo; había ido hasta el mismo infierno antes de volver a ser el de siempre.
Aunque, claro, Daphne no tenía la culpa de esto. Simon sabía que ella no tenía ningún motivo oculto para interrogarlo sobre su infancia. ¿Cómo iba a tenerlo? No sabía nada de sus ocasionales dificultades en el habla. Se había esforzado mucho para que ella no se diera cuenta.
No, pensó, no se había tenido que esforzar demasiado. Siempre se había sentido muy cómodo con ella, se sentía libre. Desde que la conocía, casi no había tartamudeado, excepto durante algún episodio de rabia y enfurecimiento.
Y cuando estaba con Daphne, la vida era cualquier cosa menos rabia y enfurecimiento.
Se apoyó todavía más en la barandilla, curvando la espalda por el peso de la culpabilidad. Había sido muy maleducado con ella. Al parecer, estaba destinado a hacerlo una y otra vez.
– ¿Simon?
Había notado su presencia incluso antes de que dijera su nombre. Daphne se acercó por detrás de él, caminando suave y silenciosamente por la hierba, pero Simon sabía que estaba ahí. Pudo oler su fragancia y escuchar el viento enredado en su pelo.
– Estas rosas son muy bonitas -dijo ella.
Simon sabía que aquella era su manera de intentar suavizar su mal carácter de antes. Sabía que Daphne se moría por seguir haciéndole preguntas. Sin embargo, y a pesar de su edad, era muy lista y, aunque a él le gustaba burlarse de ella por eso, sabía mucho sobre los hombres y sus cambios de humor. Daphne no le preguntaría nada más. Al menos por hoy.
– Dicen que las plantó mi madre -respondió él.
Esas palabras salieron de su boca con más brusquedad de la deseada, pero él esperaba que Daphne sabría apreciar su verdadera intención. Cuando ella no dijo nada. Simon añadió, a modo de explicación:
– Murió al dar a luz.
Ella asintió.
– Lo había oído. Lo siento.
Simon se encogió de hombros.
– No la conocí.
– Eso no quiere decir que no fuera una pérdida importante.
Simon se acordó de su niñez. No había ningún modo de saber si su madre habría entendido mejor que su padre sus dificultades al hablar, pero supuso que tampoco se habría portado peor que su padre.
– Sí-dijo-. Supongo que lo fue.
Un poco más tarde, mientras Simon se encargaba de los asuntos de las propiedades con el contable, Daphne decidió que podría ir a conocer mejor a la señora Colson, el ama de llaves. Aunque todavía no había hablado con Simon de dónde iban a fijar su residencia, Daphne creyó que, en algún momento, siempre volverían a Clyvedon y si había aprendido algo de su madre era que una señora debía tener una buena relación laboral con el ama de llaves.
Y no es que Daphne tuviera miedo de no llevarse bien con la señora Colson. La había conocido brevemente cuando Simon le había presentado al servicio y, en esos pocos instantes, le había dado la sensación de ser una persona muy amable y habladora.
Se presentó en la puerta del despacho de la señora Colson, una pequeña habitación junto a la cocina, un poco antes de la hora del té. El ama de llaves, una señora bastante guapa de unos cincuenta años, estaba en el escritorio elaborando los menús de la semana.
Daphne golpeó la puerta abierta.
– ¿Señora Colson?
El ama de llaves levantó la cabeza e, inmediatamente, se puso en pie.
– Señora -dijo, haciendo una pequeña reverencia-. Debería haberme llamado.
Daphne sonrió, incómoda, porque todavía no se acostumbraba al cambio de trato de mera señorita a duquesa.
– Pasaba por aquí -dijo, para explicar su poca ortodoxa aparición en los dominios de los sirvientes-. Pero, si tiene un momento, me gustaría que pudiéramos conocernos mejor. Usted ha vivido aquí muchos años y yo espero hacerlo en un futuro.
La señora Colson respondió con una sonrisa al cálido tono de Daphne.-Por supuesto, señora. ¿Hay algo en particular que le apetecería saber?
– No. Pero, si quiero llevar esta casa como es debido, aún tengo que aprender muchas cosas. ¿Le parece bien si vamos a tomar el té al salón amarillo? Me gusta mucho la decoración. Además, toca el sol. Esperaba poder convertirlo en mi salón personal.
La señora Colson la miró de una manera un tanto extraña.
– A la difunta duquesa también le gustaba mucho.
– Oh -dijo Daphne, sin saber si aquello debería hacerla sentirse incómoda.
– Me he encargado personalmente de ese salón todos estos años -continuó la señora Colson-. Cambié la tapicería hace tres años -dijo, levantando la barbilla, satisfecha-. Fui a Londres a buscar la misma tela.
– Entiendo -dijo Daphne, saliendo del despacho-. El difunto duque debió de querer mucho a su mujer para ordenar un mantenimiento tan detallado de su salón favorito.
La señora Colson le respondió sin mirarla a los ojos.
– Fue decisión mía -dijo, pausadamente-. El duque siempre me daba un presupuesto para el mantenimiento de la casa y a mí me pareció un buen uso del dinero.
Daphne se esperó mientras el ama de llaves llamaba a una doncella y le daba instrucciones para el té.
– Es una habitación preciosa -dijo Daphne, cuando empezaron a caminar juntas-. Y, aunque el actual duque no llegó a conocer a su madre, estoy segura de que le gustará mucho que usted haya tomado esa decisión.
– Es lo mínimo que podía hacer -dijo la señora Colson, a medida que avanzaban por el pasillo-. Después de todo, yo no siempre serví a la familia Basset.
– ¿No? -preguntó Daphne, curiosa.
Los sirvientes de alto rango solían ser muy leales y servían a una misma familia durante generaciones.
– No, yo era la doncella personal de la duquesa -dijo, deteniéndose en la puerta del salón amarillo para que Daphne pasara primero-. Y, antes de eso, su dama de compañía. Mi madre fue su niñera. La familia de la duquesa era tan buena que incluso me dejó compartir las clases que ella tomaba.
– Debían de quererse mucho -dijo Daphne.
La señora Colson asintió.
– Cuando murió, ocupé varios puestos hasta convertirme en ama de llaves.
Daphne le sonrió y se sentó en el sofá.
– Siéntese, por favor -dijo, señalando la silla que había delante de ella.
La señora Colson se mostró dubitativa ante tanta familiaridad, pero acabó tomando asiento.
– Cuando murió lo sentí muchísimo -dijo. Miró a Daphne temerosa-. Espero que no le importe que le explique esto.
– Claro que no -dijo Daphne, inmediatamente. Se moría de ganas de saber más cosas sobre la infancia de Simon. Él decía muy poco pero ella sentía que significaba mucho para él-. Por favor, continúe. Me encantaría escuchar más cosas de la difunta duquesa.
A la señora Colson se le humedecieron los ojos.
– Era la persona más buena que ha habido. Ella y el duque, bueno, no fue un matrimonio por amor, pero se apreciaban. A su manera, eran amigos. -Miró a Daphne-. Los dos conocían perfectamente cuáles eran sus obligaciones como duques y se tomaron sus responsabilidades muy en serio.
Daphne asintió.
– Ella estaba decidida a darle un hijo. Siguió intentándolo incluso después de que los médicos le dijeran que no lo hiciera. Cada mes, cuando veía que no estaba en estado, lloraba desconsolada en mis brazos.
Daphne volvió a asentir, deseando que el movimiento ocultara su expresión tensa. Le costaba escuchar historias sobre una mujer que no podía tener hijos sin que le afectaran. Pero se dijo que tendría que ir acostumbrándose. Sería mucho peor tener que responder a las preguntas que llegarían.
Porque llegarían, indudablemente. Preguntas lastimosamente educadas y dolorosamente compasivas.
Sin embargo, afortunadamente, la señora Colson no se percató del gesto de Daphne. Se sorbió la nariz antes de continuar.
– Siempre decía que cómo iba a ser una buena duquesa si no podía engendrar un heredero. Aquello me rompía el corazón. Cada mes igual.
Daphne se preguntó si su corazón también se rompería cada mes.
Posiblemente no. Ella, al menos, ya sabía de antemano que no iba a tener hijos. La madre de Simon veía sus esperanzas truncadas cada cuatro semanas.
– Y, claro -continuó el ama de llaves-, todo el mundo hablaba como si fuera culpa de ella. ¿Cómo podían saberlo, dígame? No siempre es por impedimento de la mujer. A veces es el hombre el que no puede procrear.
Daphne no dijo nada.
– Yo siempre se lo decía, pero ella seguía sintiéndose culpable. Yo le dije… -El ama de llaves se sonrojó ligeramente-. ¿Puedo hablarle con franqueza?
– Por favor.
La señora Colson asintió.
– Bueno, le dije lo que me había dicho mi madre: «Un útero no crecerá sin una semilla fuerte y sana».
Daphne permaneció inexpresiva.
– Pero entonces, por fin, nació el señorito Simon. -La señora Colson soltó un suspiro maternal y miró a Daphne, avergonzada-. Le ruego que me disculpe. No debería llamarlo así. Ahora es el duque.
– No se preocupe por mí -dijo Daphne, contenta de tener algo de lo que reírse.
– Es difícil cambiar de costumbres a mi edad -dijo, suspirando-. Y me temo que una parte de mí siempre lo recordará como aquel pobre niño. -Miró a Daphne y agitó la cabeza-. No lo habría pasado tan mal si la duquesa no hubiera muerto.
– ¿Pasado mal? -dijo Daphne, deseando que eso sirviera de empujón para que la señora Colson siguiera explicándole cosas.
– El duque nunca lo comprendió -dijo el ama de llaves, con energía-. Se enfadaba con él y lo llamaba estúpido y…
Daphne levantó la cabeza.
– ¿El duque pensaba que Simon era estúpido? -la interrumpió.
Aquello era absurdo. Simon era una de las personas más inteligentes que conocía. Una vez le había preguntado cosas sobre sus estudios en Oxford y se había quedado asombrada de que en su clase de matemáticas ni siquiera utilizaran números.
– El difunto duque no veía más allá de su nariz -dijo la señora Colson, con un resoplido-. Nunca le dio una oportunidad al chico.
Daphne notaba que se inclinaba hacia delante, como si no quisiera perderse ni una de las palabras del ama de llaves. ¿Qué le había hecho el duque a Simon? ¿Era por eso que siempre se ponía de mal humor cuando alguien mencionaba a su padre?
La señora Colson sacó un pañuelo y se secó los ojos.
– Debería haber visto lo duro que trabajaba ese niño para mejorar. Se me rompía el alma al verlo.
Daphne tenía las uñas clavadas en el sofá. La señora Colson daba rodeos y no iba a ningún sitio.
– Pero nada de lo que hiciera era suficientemente bueno para el duque. Es mi opinión, claro, pero…
Justo en ese momento, se abrió la puerta y apareció la doncella con el té. Daphne estuvo a punto de gritar de frustración. Entre que dejaron la bandeja en la mesa y sirvieron el té, pasaron unos dos minutos, y mientras tanto la señora Colson le preguntó cuántas pastas quería y si las quería normales o con cobertura de azúcar.
Daphne tuvo que apartar las manos del sofá porque estaba destrozando la tapicería que la señora Colson había cuidado con tanto esmero. Al final, cuando la doncella se fue, la señora Colson bebió un sorbo de té y dijo:
– Bueno, ¿qué le estaba diciendo?
– Me estaba hablando del difunto duque -dijo Daphne, rápidamente-. Que nada de lo que hiciera mi marido era suficientemente bueno para él y que en su opinión…
– Dios mío, me estaba escuchando atentamente -dijo la señora Colson-. Me alaba.
– Pero ¿decía…?
– Sí, claro. Sólo iba a decir que, durante mucho tiempo, he creído que el duque no le perdonó a su hijo que no fuera perfecto.
– Pero, señora Colson -dijo Daphne-, nadie es perfecto.
– Claro que no, pero… -Los ojos del ama de llaves miraron al vacío un momento con una expresión de total desprecio hacia el difunto duque-. Si lo hubiera conocido, lo entendería. Había esperado tanto tiempo un hijo. Y, en su opinión, el nombre de los Basset era sinónimo de perfección.
– ¿Y mi marido no era el hijo que quería? -preguntó Daphne.
– No quería un hijo. Quería una pequeña y perfecta réplica suya.
Daphne no pudo contener más su curiosidad.
– Pero ¿por qué el duque repudiaba tanto a Simon? ¿Qué había hecho?
La señora Colson abrió los ojos y se colocó una mano encima del pecho.
– ¿No lo sabe? -dijo-. Claro, ¿cómo iba a saberlo?
– ¿El qué?
– Que no podía hablar.
Daphne se quedó boquiabierta.
– ¿Cómo dice?
– No podía hablar. No dijo una palabra hasta los cuatro años y, entonces, todo fueron tartamudeos. Cada vez que abría la boca me moría de la pena. Sabía que, en su interior, se escondía un niño brillante. Lo único es que no podía decir bien las palabras.
– Pero si ahora habla muy bien -dijo Daphne, sorprendida por el tono defensivo que había utilizado-. Nunca lo he oído tartamudear. O, si lo he hecho, n-n-nunca me he dado cuenta. ¿Ve? Yo misma acabo de hacerlo. Cuando estamos alterados, todos tartamudeamos un poco.
– Se esforzó mucho por mejorar. Siete años, lo recuerdo. Durante siete años, no hizo otra cosa que practicar con su niñera. -La señora Colson se puso pensativa-. ¿Cómo se llamaba? Ah sí, la niñera Hopkins. Era una santa. Se dedicó en cuerpo y alma a ese niño como si fuera suyo. En aquella época, yo era la ayudante del ama de llaves, pero me solía dejar entrar y ayudarla con las clases.
– ¿Y le costaba? -susurró Daphne.
– Algunos días, pensaba que explotaría de la frustración. Pero era muy testarudo. Sí señor, era un chico muy testarudo. Nunca he visto a nadie tan entregado a una tarea. -La señora Colson agitó la cabeza con tristeza-. Y su padre seguía rechazándolo. Se me…
– Rompía el corazón -dijo Daphne, terminando la frase por ella-. A mí me habría pasado lo mismo.
La señora Colson bebió un sorbo de té durante el largo e incómodo silencio que se produjo.
– Muchas gracias por permitirme tomar el té con usted, señora -dijo, malinterpretando el silencio de Daphne-. Ha sido muy poco habitual por su parte invitarme, pero muy…
Daphne la miró mientras el ama de llaves buscaba la palabra adecuada.
– Amable -dijo, la señora Colson, al final-. Ha sido muy amable.
– Gracias -murmuró Daphne, distraída.
– Pero no le he dicho nada de Clyvedon -dijo, de repente, la señora Colson.
Daphne agitó la cabeza.
– Otro día, quizás -dijo.
Ahora tenía muchas cosas en las que pensar.
La señora Colson, consciente de que Daphne deseaba estar sola, se levantó, hizo una reverencia y, sigilosamente, se marchó.