Parece que el matrimonio de la temporada se ha echado a perder. La duquesa de Hastings regresó a Londres hace dos meses y esta autora todavía no ha visto por ningún lado a su marido, el duque.
Se rumorea que no está en Clyvedon, el castillo donde la feliz pareja pasó la luna de miel. En realidad, esta autora no encuentra por ninguna parte a nadie que la pueda informar de su paradero. Si la duquesa lo sabe, no se lo ha dicho a nadie y, es más, apenas se presenta la oportunidad de preguntárselo porque sólo acepta la compañía de su extensa familia.
Por supuesto, el objetivo e incluso el deber de esta autora es descubrir las razones de este distanciamiento, aunque esta autora debe confesar que incluso ella está perpleja. Parecían tan enamorados…
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
2 de agosto de 1813
El viaje duró dos días, que fueron dos días más de los que a Simon le hubiera gustado estar a solas con sus pensamientos. Se había llevado varios libros para entretenerse durante el largo viaje, pero cada vez que abría uno, se quedaba abierto encima de las rodillas.
Era difícil concentrarse en otra cosa que no fuera Daphne.
Y era todavía más difícil concentrarse en otra cosa que no fuera su futura paternidad.
Cuando llegó a Londres, dio órdenes al cochero de que fuera directamente a Bridgerton House. Llevaba la ropa de viaje y seguramente podría ir a cambiarse, pero en los dos últimos días no había hecho otra cosa que repasar mentalmente lo que quería decirle a Daphne, así que no tenía demasiado sentido retrasarlo más de la cuenta.
Sin embargo, cuando llegó a Bridgerton House descubrió que no estaba allí.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Simon, furioso, sin pensar que el mayordomo no había hecho nada para ganarse su ira-. ¿La duquesa no está aquí?
El mayordomo lo miró fijamente y le dijo:
– Quiero decir, señor, que no está en casa.
– Tengo una carta de mi mujer… -Simon empezó a buscar por los bolsillos pero, maldita sea, no encontraba el papel-. Bueno, en alguna parte tengo una carta de mi mujer -dijo-. Y en ella me comunica que se ha trasladado a Londres.
– Y así es, señor.
– ¿Y dónde demonios está? -gritó Simon.
El mayordomo se limitó a arquear una ceja.
– En Hastings House, señor.
Simon cerró la boca. Había pocas cosas más humillantes que quedar en ridículo ante un mayordomo.
– Después de todo -continuó el mayordomo, disfrutando de la situación-, está casada con usted, ¿no es cierto? Simon lo miró.
– Debe estar bastante seguro de su posición. -Bastante.
Simon asintió, ya que su honor no le permitía darle las gracias al mayordomo, y se fue, sintiéndose el mayor estúpido del mundo. Claro que se había ido a Hastings House. Al fin y al cabo, no lo había abandonado; sólo quería estar cerca de su familia.
Si hubiera podido, él mismo se habría golpeado de vuelta al carruaje.
Sin embargo, dentro del carruaje sí que lo hizo. Hastings House estaba al otro lado de Grosvenor Park. Habría tardado la mitad si hubiera ido a pie.
Pero al llegar a su casa descubrió que eso tampoco hubiera solucionado gran cosa porque, cuando abrió la puerta y entró, descubrió que su mujer tampoco estaba en casa.
– Está montando -dijo Jeffries.
Simon miró al mayordomo, incrédulo.
– ¿Montando? -repitió.
– Sí, señor. Montando. A caballo -respondió el mayordomo. Simon empezó a pensar cuál sería el castigo por estrangular a un mayordomo.
– ¿Y dónde ha ido? -exclamó.
– A Hyde, Park, creo.
La sangre empezó a bombearle con más fuerza y se enfureció. ¿Montando? ¿Es que se había vuelto loca? Estaba embarazada, por el amor de Dios. Incluso él sabía que una mujer embarazada no debía montar a caballo.
– Ensíllame un caballo -ordenó Simon-. Inmediatamente.
– ¿Alguno en especial? -preguntó Jeffries.
– Uno rápido -respondió Simon-. Y deprisa. O no, mejor, lo haré yo mismo. -Se giró y salió de la casa.
Pero, camino a los establos, empezó a aligerar el paso presa del pánico y acabó corriendo.
Era lo mismo que cabalgar a horcajadas, pensó Daphne, pero así también iba deprisa.
De pequeña, en el campo, se ponía unos pantalones de Colin y acompañaba a sus hermanos en sus largas cabalgatas. A su madre le solía dar un desvanecimiento cada vez que veía llegar a su hija mayor llena de barro y con algún moratón nuevo, pero a Daphne nunca le importó. Nunca preguntaba adónde iban o de qué huían. Lo único que quería era sentir la velocidad.
En la ciudad, obviamente, no podía ponerse unos pantalones, así que tuvo que conformarse con montar a mujeriegas, pero si salía muy temprano, cuando la alta sociedad aún dormía, y se aseguraba de ir por algún remoto rincón de Hyde Park, cambiaba de silla, montaba a horcajadas y hacía que el caballo corriera muy deprisa. El viento le deshacía el moño y la hacía llorar pero, al menos, podía olvidar otras cosas.
A lomos de su yegua favorita, se sentía libre. Era la mejor medicina para un corazón roto.
Ya hacía mucho rato que había dejado atrás al mozo al hacer ver que no lo oía mientras éste le gritaba: «¡Espere, Señora! ¡Espere!».
Ya se disculparía con él más tarde. Los mozos de Bridgerton House ya estaban acostumbrados a sus escapadas y, además, sabían que era una buena amazona. Pero, este mozo nuevo, que era de Hastings House, seguramente estaría preocupado.
Daphne sintió una punzada de culpabilidad, pero desapareció enseguida. Necesitaba estar sola. Necesitaba ir rápido.
Cuando llegó a una zona más arbolada redujo el ritmo un poco y respiró la fresca brisa de otoño. Cerró los ojos un momento, empapándose de los sonidos y olores del parque. Se acordó de un hombre ciego que conoció una vez y que le había dicho que, desde que se quedó ciego, los otros cuatro sentidos se le habían agudizado. Ahora, allí sentada, lo entendió perfectamente.
Escuchó atentamente lo que la rodeaba; primero identificó el piar de los pájaros, después los rápidos desplazamientos de las ardillas mientras iban en busca de nueces para el invierno, y luego…
Frunció el ceño y abrió los ojos. Maldita sea. Identificó perfectamente el ruido de un caballo aproximándose.
Daphne no quería compañía. Quería estar a solas con sus pensamientos y su dolor y, sobre todo, no quería dar explicaciones aun desconocido de por qué estaba sola en el parque. Oyendo con atención, adivinó por dónde venía el otro jinete y salió corriendo hacia el otro lado.
Hizo que la yegua fuera al trote y pensó que si conseguía desviarse del camino del otro jinete, pasaría de largo y no la vería. Sin embargo, fuera donde fuera, parecía perseguirla.
Daphne fue un poco más deprisa, más de lo que debería haber ido por esta zona. Había muchas ramas y árboles caídos. Pero ella empezaba a estar asustada. Podía sentir su pulso latiendo con fuerza en los oídos mientras cientos de ideas horribles le pasaban por la cabeza.
¿Y si el jinete no era, como ella había supuesto al principio, alguien de la alta sociedad? ¿Y si era un criminal? ¿O un borracho? Era temprano; la gente no solía salir a pasear a esa hora. Si gritaba, ¿quién iba a oírla? ¿Se habría alejado mucho del mozo? ¿Se habría quedado donde lo había dejado o habría intentado seguirla? Y si lo había hecho, ¿habría ido en la misma dirección?
¡Su mozo! Estuvo a punto de gritar aliviada. Tenía que ser el mozo. Obligó a la yegua a dar media vuelta para intentar ver al jinete. La librea de los Hastings era roja, muy vistosa; seguramente podría verlo si…
¡Crac!
Se quedó sin aire de golpe cuando una rama le golpeó en medio del pecho. Soltó un grito ahogado y sintió que la yegua se movía hacia delante sin ella. Y entonces caía… caía…
Cayó al suelo con un golpe seco y las hojas otoñales que cubrían el suelo tampoco hicieron demasiado para amortiguar el golpe. Inmediatamente, se colocó en posición fetal como si, al hacerse lo más pequeña posible, pudiera también reducir lo máximo el dolor.
Dios, le dolía mucho. Maldición, le dolía por todas partes. Cerró los ojos y se concentró en la respiración. En su cabeza repetía palabras malsonantes que nunca se hubiera atrevido a decir en voz alta. Pero le dolía. Maldita sea, le dolía al respirar.
Pero tenía que hacerlo. Tenía que respirar.
«Respira, Daphne -se ordenó-. Respira. Respira. Puedes hacerlo.»
– ¡Daphne!
Ella no respondió. Los únicos sonidos que le salían de la boca eran gemidos. Incluso los gruñidos estaban fuera de su alcance.
– ¡Daphne! ¡Dios mío, Daphne!
Escuchó que alguien bajaba de un caballo y entonces escuchó movimiento en las hojas alrededor de su cuerpo.
– ¿Daphne?
– ¿Simon? -susurró, incrédula.
No tenía sentido que estuviera allí, pero era su voz. Y a pesar que todavía no había abierto los ojos, podía sentirlo. El aire era distinto cuando él estaba cerca.
Simon empezó a acariciarla con cuidado, mirando si tenía algún hueso roto.
– Dime dónde te duele -dijo.
– Por todas partes -dijo ella.
Simon maldijo en voz baja, pero las manos seguían tocándola con mucha delicadeza.
– Abre los ojos-dijo, pausadamente-. Mírame. Concéntrate en mi cara.
Ella agitó la cabeza.
– No puedo.
– Claro que puedes.
Daphne oyó que se quitaba los guantes y luego sintió sus cálidos dedos sobre su sien, aliviando el dolor. Después le acarició las cejas y, luego, la nariz.
– Shhh -dijo Simon, suavemente-. Déjalo salir. Deja que el dolor salga. Abre los ojos, Daphne.
Muy despacio, y con gran dificultad, lo hizo. Lo único que vio fue la cara de Simon y, por un momento, se olvidó de todo lo que había sucedido entre ellos, de todo excepto del hecho que lo quería y que estaba allí y que estaba aliviando el dolor.
– Mírame -insistió Simon-. Mírame y no cierres los ojos.
Daphne consiguió asentir, aunque fuera un movimiento casi imperceptible. Se centró en sus ojos y dejó que la intensidad de su mirada la mantuviera viva.
– Ahora quiero que te relajes -dijo Simon.
Hablaba en un tono suave aunque contundente, y era exactamente lo que ella necesitaba. Mientras hablaba, se iba asegurando de que no tenía ningún hueso roto ni ningún esguince.
Y lo hizo a tientas, porque no apartó la mirada de su cara ni un segundo.
Al parecer, sólo tenía moratones y el susto de haberse quedado sin respiración, pero toda precaución era poca, y con el bebé…
Palideció de golpe. En su preocupación por Daphne, se había olvidado del bebé. De su hijo.
El hijo de los dos.
– Daphne -dijo, despacio-. ¿Crees que ya estás bien?
Ella asintió.
– ¿Todavía te duele?
– Un poco -dijo ella, tragando saliva mientras parpadeaba-. Pero me siento mejor.
– ¿Estás segura?
Daphne volvió a asentir.
– Bien -dijo él, tranquilamente. Se quedó callado un buen rato y entonces, gritó-. ¿Se puede saber qué demonios estabas haciendo?
Daphne se quedó boquiabierta y dejó de parpadear. Hizo un intento de decir algo, pero Simon la interrumpió.
– ¿Qué diablos haces por aquí sin mozo? ¿Y por qué ibas al trote por un terreno tan peligroso como éste? -frunció el ceño-. Y, por el amor de Dios, Daphne, ¿qué estabas haciendo encima de un caballo?
– ¿Montando? -respondió Daphne.
– ¿Es que no te preocupa nuestro hijo? ¿Es que no te has parado ni un momento a pensar en su seguridad?
– Simon -dijo Daphne, con un hilo de voz.
– ¡Una mujer embarazada no debería ni acercarse a un caballo!
Deberías ser más prudente.
Cuando Daphne lo miró, lo hizo con unos ojos que parecían mucho más viejos.
– ¿Y a ti qué te importa? -le preguntó, impasible-. No querías este hijo.
– No, es cierto, pero ahora que está aquí no quiero que lo mates.
– Bueno, pues no te preocupes -dijo, mordiéndose el labio-. No está aquí.
Simon contuvo la respiración.
– ¿Qué quieres decir?
Daphne apartó la mirada de su cara.
– No estoy embarazada.
– ¿No estás…? -No pudo terminar la frase. Sintió una cosa muy extraña. No creía que fuera decepción, pero no estaba demasiado seguro-. ¿Me mentiste? -susurró.
Daphne agitaba la cabeza negando con fuerza, mientras se sentaba frente a él.
– ¡No! -gritó-. No, no te mentí. Lo juro. Creí que me había quedado embarazada. De verdad que lo creí. Pero… -empezó a sollozar y cerró los ojos mientras las lágrimas empezaban a resbalarle por las mejillas. Se apretó las piernas contra el pecho y hundió la cabeza entre las rodillas.
Simon nunca la había visto así, tan dolida. La miró y se sintió terriblemente impotente. Sólo quería que se sintiera mejor y no ayudaba mucho saber que la causa de ese dolor era él.
– Pero ¿qué, Daff? -preguntó.
Cuando, al final, lo miró, tenía unos ojos inmensos y llenos de dolor.
– No lo sé. Quizá quería un hijo con tantas fuerzas que, inconscientemente, mi cuerpo no siguió con sus ciclos. El mes pasado estaba tan feliz. -Suspiró temblorosa, a punto de volver a sollozar-. Esperé y esperé, incluso lo tenía todo preparado por si era una falsa alarma, pero no pasó nada.
– ¿Nada? -Simon nunca había oído algo así.
– Nada. -Daphne esbozó una sonrisa temblorosa-. Nunca en mi vida me había alegrado tanto por nada.
– ¿Tenías náuseas?
Daphne negó con la cabeza.
– No me notaba distinta. La única diferencia es que no sangraba, Pero, hace dos días…
Simon le cogió una mano.
– Lo siento, Daphne.
– No, no lo sientes -dijo ella, con amargura, mientras retiraba la mano violentamente-. No hagas ver algo que lo sientes. Y, por el amor de Dios, no vuelvas a mentirme. Nunca quisiste este hijo-soltó una risotada-. ¿Este hijo? Dios mío, hablo como si de verdad hubiera existido. Como si fuera algo más que un producto de mi imaginación. -Bajó la mirada y, cuando volvió a levantarla, estaba muy triste-. Y de mis sueños.
Simon movió varias veces los labios antes de comenzar a hablar.
– No me gusta verte tan triste.
Daphne lo miró con una mezcla de incredulidad y dolor.
– No sé qué otra cosa te esperabas.
– Yo-yo-yo… -Tragó saliva, intentó tranquilizarse y, al final, dijo lo único que sentía en lo más profundo de su corazón-. Quiero recuperarte.
Ella no dijo nada. Simon rogó en silencio que dijera algo, pero ella no lo hizo. Y Simon maldijo su silencio porque significaba que tendría que seguir hablando.
– Cuando nos peleamos -dijo, lentamente- perdí el control. N-no podía hablar. -Cerró los ojos, angustiado, porque sentía que se le volvía a cerrar la garganta. Al final, después de un largo suspiro, continuó-. Me odio a mí mismo cuando me pasa.
Daphne ladeó la cabeza mientras fruncía el ceño.
– ¿Es por eso que te fuiste?
Simon asintió.
– ¿No fue por… por lo que hice?
La miró a los ojos.
– No me gustó lo que hiciste.
– Pero ¿no te fuiste por eso? -insistió ella.
Hubo un largo silencio y entonces él dijo:
– No me fui por eso.
Daphne se apretó las rodillas contra el pecho, considerando esas palabras. Todo este tiempo, había pensado que la había abandonado porque la odiaba, odiaba lo que había hecho, pero la verdad era que se odiaba a sí mismo.
Suavemente, dijo:
– Sabes que no te infravaloro cuando tartamudeas.
– Yo sí que lo hago.
Ella asintió lentamente. Claro que lo hacía. Era orgulloso y testarudo, y todo el mundo lo admiraba. Los hombres querían parecerse a él y las mujeres flirteaban a su alrededor. Y mientras tanto, él estaba horrorizado cada vez que tenía que hablar.
Bueno, no siempre, pensó. Cuando estaban juntos, hablaba sin problemas y respondía tan deprisa que era imposible que se concentrara en cada palabra.
Puso una mano encima de la de él.
– No eres el niño que tu padre pensaba que eras.
– Ya lo sé -dijo él, pero no la miró.
– Simon, mírame -le ordenó ella. Cuando lo hizo, Daphne repitió-. No eres el niño que tu padre pensaba que eras.
– Ya lo sé -repitió él, extrañado y un poco enfadado.
– ¿Estás seguro? -le preguntó ella, pausadamente.
– Maldita sea, Daphne, ya lo sé… -Se calló y empezó a temblar. Por un momento, Daphne pensó que iba a llorar. Pero las lágrimas que se le acumulaban en los ojos nunca llegaron a caer y, cuando la miró, sólo pudo decir-. Lo odio, Daphne. Lo o-o-o…
Daphne le tomó la cara entre las manos y lo obligó a mirarla.
– Está bien -dijo-. Parece que fue un hombre horroroso. Pero tienes que olvidarlo.
– No puedo.
– Sí puedes. Está bien sentir odio, pero no puedes permitir que sea lo que rija tu vida. Incluso ahora estás dejando que él dicte tus acciones.
Simon apartó la cara.
Daphne lo soltó pero apoyó las manos en sus rodillas. Necesitaba estar en contacto con él. Era extraño, pero sentía que si lo dejaba ahora, lo perdería para siempre.
– ¿Te has parado alguna vez a pensar si querías una familia? ¿Si querías tener hijos? Serías un padre maravilloso, Simon y, aún así, nunca te has permitido ni planteártelo. Crees que así te estás vengando de él, pero lo que en realidad estás haciendo es dejar que te siga controlando desde la tumba.
– Si le doy un nieto, gana él -susurró Simon.
– No. Si tú tienes un hijo, ganas tú -dijo Daphne-. Ganamos todos.
Simon no dijo nada, pero Daphne vio que estaba temblando.
– Si no quieres hijos porque no los quieres, es una cosa. Pero si te estás negando el placer de la paternidad por un hombre muerto, es que eres un cobarde.
Daphne hizo una mueca cuando dijo la última palabra, pero tenía que decirlo.
– En algún momento, tendrás que dejarlo atrás y seguir con tu vida. Tienes que dejar atrás el odio y…
Simon agitó la cabeza, con la mirada perdida.
– No me pidas eso. Es todo lo que tengo. ¿No lo ves? ¡Es todo lo que tengo!
– No te entiendo.
Habló un poco más alto.
– ¿Por qué crees que aprendí a hablar correctamente? ¿Qué crees que me motivó? Fue el odio. Sólo fue odio, para que aprendiera que se había equivocado.
– Simon…
Simon se rió, burlón.
– ¿No es gracioso? Lo odio. Lo odio con todas mis fuerzas y, a pesar de todo, es la única razón que me ha hecho seguir adelante.
Daphne negó con la cabeza.
– Eso no es cierto -dijo-. Habrías seguido adelante de cualquier modo. Eres tozudo y brillante, y te conozco. Aprendiste a hablar por ti, no por él. -Cuando vio que Simon no decía nada, añadió-: Si te hubiera demostrado su amor, todo hubiera sido más fácil.
Simon empezó a agitar la cabeza, pero Daphne lo interrumpió alzando la mano y cogiéndole la cara.
– A mí, de pequeña, sólo me demostraron amor y devoción. Confía en mí, así todo es más fácil.
Simon se quedó inmóvil un buen rato, respirando profundamente mientras se tranquilizaba. Al final, cuando Daphne empezaba a temerse que lo estaba perdiendo, levantó la cabeza y la miró.
– Quiero ser feliz -dijo.
– Y lo serás -le prometió ella, abrazándolo-. Lo serás.