CAPITULO 3

Ha llegado a oídos de esta autora que Nigel Berbrooke acudió a la joyería Moreton a comprar un anillo con un precioso diamante. ¿Es posible que muy pronto conozcamos a la futura señora Berbrooke?


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

28 de abril de 1813


E


n ese momento, Daphne pensó que la noche no podía ir peor. Primero se había visto casi obligada a pasarse la noche en un oscuro rincón del baile, cosa nada fácil porque lady Danbury apreciaba las cualidades estéticas y lumínicas de las vela; después, mientras intentaba huir, había tropezado con el pie de Philipa Featherington y se había caído, y eso provocó que Philipa, una de las chicas más escandalosas que conocía, exclamara: «¡Daphne Bridgerton! ¿Te has hecho daño?». Nigel debió de oírla porque levantó la cabeza como un pájaro asustado y empezó a recorrer el salón con la mirada buscándola. Daphne deseó, no rezó, que pudiera llegar al salón de las damas antes que él la encontrara, pero no pudo. Nigel la acorraló en aquel rincón y empezó a confesarle su amor entre lloriqueos.

Todo aquello ya era suficientemente vergonzoso, pero ahora había aparecido ese hombre, un extraño increíblemente apuesto y elegante, que lo había visto todo. ¡Y lo que era peor, se estaba riendo!

Daphne lo miró mientras él se reía a su costa. No lo había visto nunca, así que tendría que ser nuevo en Londres. Su madre se había asegurado de presentarle o hacerle notar la presencia de cualquier hombre soltero de la ciudad. Aunque, por supuesto, este caballero podría ser casado y, por lo tanto, no era candidato a entrar en la lista de Violet pero, instintivamente, Daphne sabía que ese hombre no podía llevar mucho en la ciudad sin que todos hablaran de él.

Tenía una cara que se acercaba a la perfección. No hacía falta mucho tiempo para darse cuenta de que las estatuas de Miguel Ángel no le llegaban a la suela de los zapatos. Tenía unos ojos muy intensos y azules que casi brillaban. Tenía el pelo negro y grueso y era muy alto, igual que sus hermanos, y eso no era demasiado común.

Daphne pensó que eso sí que era un hombre capaz de conseguir que las chicas que siempre perseguían a los hermanos Bridgerton le miraran a él.

Lo que no sabía es por qué le molestaba tanto. A lo mejor era porque sabía con certeza que un hombre así nunca se fijaría en una chica como ella. O porque allí, frente a él, se sentía la criatura más pequeña del mundo. A lo mejor, sencillamente, era porque él estaba allí riéndose como si ella fuera algún entretenimiento cirquense.

Fuera por lo que fuera, nació en ella una ira poco común, frunció el ceño, y dijo:

– ¿Quién es usted?


Simon no sabía por qué no había respondido su pregunta directamente, pero algo en su interior le hizo decir:

– Mi primera intención fue rescatarla, pero ha quedado claro que usted no necesitaba mis servicios.

– Oh -dijo ella, algo más calmada. Apretó ligeramente los labios pensando mucho las palabras que iba a decir-. Bueno, muchas gracias, supongo. Es una lástima que no apareciera diez segundos antes. Así no tendría que haberle golpeado.

Simon miró al hombre que estaba tendido en el suelo. Ya le estaba empezando a aparecer un moratón en la barbilla y, gimiendo, dijo:

– Laffy, oh, Laffy. Te quiero, Laffy.

– Supongo que usted debe ser Laffy -dijo Simon, mirándola a los ojos.

Realmente, era una joven bastante atractiva y, desde ese ángulo, el corpiño del vestido parecía descaradamente escotado.

Daphne hizo una mueca, obviamente sin darse cuenta de que la mirada de él estaba posada en partes de su anatomía que no era su cara.

– ¿Qué vamos a hacer con él? -le preguntó.

– ¿Vamos? -repitió Simon.

Ella frunció el ceño.

– ¿No dijo que había venido a rescatarme?

– Así es -dijo él. Se acercó una mano a la boca y empezó a estudiar la situación-. ¿Quiere que lo saque a la calle?

– ¿Qué? ¡No! -exclamó ella-. Por el amor de Dios, todavía no ha dejado de llover.

– Mi querida señorita Laffy -dijo Simon, sin darse demasiada cuenta del tono condescendiente que estaba usando-. ¿No cree que su preocupación está un poco fuera de lugar? Este hombre intentó atacarla.

– No es cierto -respondió ella-. Él sólo… Sólo… De acuerdo, intentó atacarme. Pero nunca me hubiera hecho daño.

Simon levantó una ceja. De verdad, las mujeres eran las criaturas más extrañas del mundo.

– ¿Y cómo puede estar tan segura?

La observó mientras ella buscaba las palabras más adecuadas.

– Nigel es incapaz de hacerle daño a nadie -dijo Daphne, lentamente-. Sólo es culpable de malinterpretar mis sentimientos.

– Entonces, usted es un alma mucho más generosa que yo -dijo Simon.

La chica suspiró; un sonido suave que, de alguna manera, Simon notó en todo su cuerpo.

– Nigel no es mala persona -dijo ella, con dignidad-. Lo que sucede es que no siempre entiende bien las cosas y, a lo mejor, confundió mi amabilidad con algo que no es.

Simon sintió una gran admiración por esa chica. A estas alturas, la mayoría de las mujeres que conocía ya estarían histéricas pero ella, quienquiera que fuera, había mantenido la situación bajo control y ahora demostraba una generosidad de espíritu que era sorprendente. Que todavía pensara en defender a ese tal Nigel era algo que él no entendía.

Daphne se levantó y se sacudió la falda de seda verde. Le habían recogido el pelo de modo que le caía un mechón encima del hombro, rizándose de manera muy seductora encima de los pechos. Simon sabía que tendría que estar escuchándola, hablaba sin parar, como casi todas las mujeres, pero no podía apartar la mirada de aquel mechón. Era como una cinta de seda alrededor de su cuello de cisne, y Simon sintió una urgente necesidad de acercarse a ella y recorrer el rastro del pelo con la boca.

Nunca había perdido el tiempo con las chicas inocentes, pero entre todos ya le habían colgado la etiqueta de vividor. ¿Qué podría pasar? No es que fuera a violarla. Sólo sería un beso. Sólo un beso.

Estuvo tentado. Deliciosa y locamente tentado.

– ¡Señor! ¡Señor!

A regañadientes, apartó la mirada del escote y la dirigió a la cara de la chica. Y eso, por supuesto, era otra placer en sí mismo, pero costaba encontrarle el atractivo cuando le estaba frunciendo el ceño.

– ¿Me está escuchando?

– Por supuesto -mintió él.

– No es cierto.

– No -dijo Simon.

Del fondo de la garganta de Daphne surgió una especie de rugido.

– Entonces, ¿por qué ha dicho que sí?

Él se encogió de hombros.

– Pensé que era lo que quería escuchar.

Simon la observó, fascinado, cómo suspiraba y refunfuñaba algo. No pudo oír lo que dijo, aunque dudaba que fuera un cumplido. Al final, con una voz casi cómica, Daphne dijo:

– Si no piensa ayudarme, le ruego que se marche.

Simon decidió que ya era hora de actuar como un grosero, y dijo:

– Le pido disculpas. Claro que la ayudaré.

Ella suspiró y miró a Nigel, que seguía en el suelo articulando sonidos incoherentes. Simon también lo miró y, durante unos segundos, los dos se quedaron allí, observando a aquel hombre inconsciente, hasta que ella dijo:

– En realidad, el golpe tampoco fue tan fuerte.

– A lo mejor ha bebido más de la cuenta.

Ella lo miró, dubitativa.

– ¿De verdad? El aliento le olía a licor, pero jamás lo había visto ebrio.

Simon no tenía nada más que añadir, así que le preguntó:

– Bueno, ¿qué quiere hacer?

– Supongo que podríamos dejarlo aquí -dijo Daphne, aunque con los ojos decía que no lo tenía tan claro.

A Simon le pareció una idea brillante, pero resultaba obvio que ella prefería asegurase un poco más de que aquel hombre estaba bien. Y Dios le asistiera, pero él sentía el irrefrenable impulso de hacerla feliz.

– Vamos a hacer lo siguiente -dijo, bruscamente, contento de poder ocultar tras el tono de voz la ternura que sentía en esos momentos-. Iré a buscar mi carruaje…

– Perfecto -interrumpió ella-. En realidad, no quería dejarlo aquí. Me parecía demasiado cruel.

Simon pensó que era demasiado considerada con Nigel, teniendo en cuenta que había estado a punto de atacarla, pero se guardó su opinión y siguió con el plan.

– Usted se esperará en la biblioteca hasta que vuelva.

– ¿En la biblioteca? Pero…

– En la biblioteca -repitió él, con rotundidad-. Con la puerta cerrada. Si alguien entra aquí por casualidad, no querrá que la encuentren con el cuerpo de Nigel tendido en el suelo, ¿verdad?

– ¿Su cuerpo? Dios santo, señor, no es necesario que lo diga como si estuviera muerto.

– Como iba diciendo -continuó Simon, ignorándola por completo-, usted se quedará en la biblioteca. Cuando yo vuelva, cogeremos a Nigel y lo llevaremos hasta el carruaje.

– ¿Y cómo vamos a hacerlo?

Simon le sonrió, una sonrisa torcida capaz de desarmar a cualquiera.

– No tengo ni la menor idea.

Por un segundo, Daphne se olvidó de respirar. Justo cuando había decidido que su rescatador potencial era un arrogante, tuvo que sonreírle así. Fue una sonrisa infantil, de las que derriten los corazones de las damas en un radio de diez kilómetros.

Y encima, para más desgracia, era terriblemente difícil seguir irritada con alguien bajo la influencia de aquella sonrisa. Después de criarse con cuatro hermanos, y todos con la capacidad de seducir a cualquier dama, Daphne creía que ella sería inmune a los encantos masculinos.

Pero, al parecer, estaba equivocada. Sentía un cosquilleo en el pecho el estómago le daba saltos de alegría y, de repente, tenía las rodillas flácidas como si fueran de mantequilla.

– Nigel -susurró, desesperada, obligándose a centrar su atención lejos del hombre anómino que estaba frente a ella-. Tengo que ver como está Nigel. -Se agachó y lo zarandeó por el hombro de un modo bastante poco delicado-. ¿Nigel? ¿Nigel? Nigel, tienes que despertarte.

– Daphne -gruñó-. Oh, Daphne.

Simon se giró de golpe.

– ¿Daphne? ¿Ha dicho Daphne?

Ella retrocedió un poco, desconcertada por la pregunta tan directa y por la intensa mirada en sus ojos.

– Sí.

– ¿Se llama Daphne?

Entonces empezó a preguntarse si ese hombre era tonto.

– Sí.

Simon hizo una mueca.

– ¿No será Daphne Bridgerton?

Daphne se quedó totalmente sorprendida.

– La misma.

Simon retrocedió. De repente, empezó a sentirse mal mientras su cerebro comprendió que tenía el pelo oscuro y grueso. El famoso pelo de los Bridgerton. Y eso por no hablar de la nariz, los pómulos y… ¡Por el amor de Dios, la hermana de Anthony!

Maldita sea.

Entre amigos había ciertas reglas, no, mejor mandamientos, y el más importante era: No Desearas A La Hermana De Tu Amigo.

Mientras la observaba, seguramente con cara de idiota, ella puso los brazos en jarras y preguntó:

– ¿Y usted quién es?

– Simon Basset -dijo él.

– ¿El duque? -exclamó ella.

Simon asintió con una sonrisa.

– Oh, Dios mío.

Simon presenció horrorizado, cómo palidecía.

– Por favor, señorita, no irá a desmayarse, ¿verdad?

En realidad, Simon no sabía muy bien por qué tendría que hacerlo, pero Anthony, su hermano, se había pasado casi toda la tarde advirtiéndole sobre los efectos que un duque joven y soltero podría producir entre las jóvenes solteras de Londres. Anthony le había dejado claro que Daphne era la excepción que confirmaba la regla pero, aún así, estaba muy pálida.

– ¿Verdad? -repitió, cuando vio que ella no decía nada-. ¿Va a desmayarse?

Ella parecía ofendida de que se le hubiera pasado esa idea por la cabeza.

– ¡Claro que no!

– Bien.

– Es que…

– ¿Qué? -preguntó Simon, con recelo.

– Bueno -dijo Daphne, encogiéndose de hombros-. Me han puesto sobre aviso respecto a usted.

Aquello ya era demasiado.

– ¿Quién? -preguntó.

Ella lo miró como si fuera imbécil.

– Todo el mundo.

– Eso, qu…

Notó algo en la garganta, como si fuera a tartamudear, así que respiró hondo y trató de calmarse. Se había convertido en todo un experto en este tipo de control de sí mismo. Ella vería a un hombre que intentaba tranquilizarse un poco. Además, teniendo en cuenta el tono que estaba adquiriendo la conversación, aquella imagen no estaba demasiado alejada de la realidad.

– Querida señorita Bridgerton -dijo Simon, con una voz más controlada-. Me cuesta bastante creerla.

Ella volvió a encogerse de hombros, y él tuvo la irritante sensación de que se estaba divirtiendo con su angustia.

– Piense lo que quiera -dijo ella, risueña-. Pero eso es lo que ponía hoy en el periódico.

– ¿Qué?

– En Whistledown -dijo ella, como si eso lo explicara todo.

– ¿Whistle qué?

Daphne lo miró desconcertada hasta que recordó que acababa de llegar a la ciudad.

– Claro, no debe conocerla -dijo, suavemente, con una maliciosa sonrisa-. Me alegro.

El duque dio un paso adelante y la miró de manera bastante amenazadora.

– Señorita Bridgerton, debo advertirle que estoy a punto de cogerla por el cuello y sonsacarle la información.

– Es una revista de chismes -respondió ella, retrocediendo-. En realidad, es bastante estúpida, pero todo el mundo la lee.

Simon no dijo nada, sólo arqueó una ceja.

Daphne se apresuró a añadir:

– El lunes había una reseña de su regreso a Londres.

– ¿Y qué era -entrecerró los ojos peligrosamente-, exactamente -ahora la mirada era gélida-, lo que decía?

– No demasiado, eh, exactamente -dijo Daphne.

Intentó retroceder un poco más, pero se dio cuenta de que ya estaba tocando la pared. Si intentaba dar un paso atrás, tendría que quedarse de puntillas. El duque parecía más que furioso, y ella empezó a plantearse escapar corriendo y dejarlo allí con Nigel. En realidad, estaban hechos el uno para el otro; los dos igual de chiflados. ¡Hombres!

– Señorita Bridgerton -dijo, a modo de advertencia.

Daphne decidió apiadarse de él porque, al fin y al cabo, era nuevo en la ciudad y todavía no había tenido tiempo de adaptarse al nuevo mundo según Whistledown. En realidad, no podía echarle la culpa por haberse enfadado tanto porque alguien hubiera escrito sobre él en el periódico. A ella también le costó bastante digerirlo la primera vez, a pesar de que había podido prepararse durante el primer mes de publicación de la revista. Cuando lady Whistledown escribió acerca de Daphne, fue casi una decepción.

– No tiene por qué enfadarse -dijo Daphne, intentando sonar compasiva, aunque no lo consiguió del todo-. Sólo dijo que era usted un vividor, algo que estoy segura de que no me negará, porque con los años he aprendido que a los hombres incluso les gusta que se lo digan.

Hizo una pausa y le dio la oportunidad de negarlo. No lo hizo.

– Y luego mi madre, a la que estoy segura que debió de conocer en un momento u otro antes de irse de viaje, me lo confirmó todo.

– ¿Ah sí?

Daphne asintió.

– Y me prohibió mostrarme públicamente en su compañía.

– ¿De verdad? -dijo, arrastrando las palabras.

Había algo en el tono de su voz, y la manera tan intensa en que la miraba, que la hacía sentirse terriblemente incómoda, y lo único que podía hacer era cerrar los ojos.

Se negó en redondo a permitir que él viera cómo la había afectado.

Simon esbozó una leve sonrisa.

– A ver si lo he entendido bien. Su madre le dijo que soy un hombre muy malo y que no debería permitir, bajo ninguna circunstancia, que la vieran conmigo.

Aturdida, Daphne asintió.

– Entonces -dijo, haciendo una larga pausa-, ¿qué cree que diría su madre ante esta situación?

Aturdida, Daphne parpadeó.

– ¿Cómo dice?

– Bueno, exceptuando a Nigel -dijo, agitando la mano hacia el hombre tendido inconsciente en el suelo-, nadie la ha visto conmigo. Y, aún así… -Y lo dejó ahí, porque se estaba divirtiendo demasiado observando la variedad de emociones que se acumulaban en su cara como para añadir algo más.

Obviamente, esas emociones eran mezclas de irritación y angustia, pero aquello le añadió ternura al momento.

– ¿Y, aún así?

Simon se inclinó, reduciendo a centímetros la distancia que los separaba.

– Y, aún así -dijo, suavemente, sabiendo que ella sentiría su aliento en la cara-, aquí estamos, completamente solos.

– Y Nigel -añadió Daphne.

Simon le dirigió la más breve de las miradas al hombre y luego volvió a concentrarse en Daphne.

– No estoy demasiado preocupado por Nigel -susurró-. ¿Y usted?

Simon la observó mientras ella miraba a Nigel. Tenía que quedarle claro que si él decidía empezar una acción amorosa, su pretendiente rechazado no podría hacer nada por ella. No es que fuera a empezar nada, claro. Era la hermana pequeña de Anthony. A lo mejor tendría que recordárselo más a menudo de lo que querría, pero estaba seguro de que no lo olvidaría.

Simon sabía que tenía que terminar con ese juego. No es que temiera que ella se lo fuera a explicar a Anthony; en el fondo sabía que no se lo diría a nadie, que se lo guardaría para ella con, a lo mejor, y eso era lo que él deseaba, un poco de ilusión.

Sin embargo, a pesar de que sabía que tenía que terminar con ese flirteo y volver al tema que les ocupaba: sacar de ahí a Nigel, no pudo reprimir un último comentario. Quizás era la manera en que apretaba los labios cuando estaba enfadada. O quizás era la manera cómo los abría cuando se sorprendía. Sólo sabía que, ante esa mujer, no podía evitar echar una mano de su naturaleza libertina.

Así que se inclinó y, con los ojos entrecerrados y seductores, dijo:

– creo que sé lo diría a su madre.

Daphne parecía aturdida por aquella arremetida pero, aún así, consiguió pronunciar un desafiador:

– ¿Ah sí?

Simon asintió lentamente y le tocó la barbilla con un dedo.

– Le diría que tuviera mucho, mucho miedo.

Se produjo un silencio y, entonces, Daphne abrió los ojos. Apretó los labios, como si se estuviera callando algo, levantó los hombros y entonces…

Y entonces se echó a reír.

– Oh, Dios mío -exclamó-. Ha sido muy gracioso.

A Simon no le hizo ninguna gracia.

– Lo siento -dijo Daphne, entre risas-. Lo siento mucho pero, sinceramente, no debería ponerse tan melodramático. No va con usted.

A Simon le irritaba bastante que una chiquilla como esa mostrara tan poco respeto por su autoridad. Ser considerado un hombre peligroso tenía sus ventajas, y una de ellas era intimidar a las señoritas.

– Bueno, debo admitir que, en realidad, sí que va con usted -añadió Daphne, todavía riéndose de él-. Parecía bastante peligroso. Y muy apuesto, claro. -Cuando él no dijo nada, ella pareció desconcertada, y preguntó-: Porque esa era su intención, ¿no es así?

Él permaneció callado, así que ella continuó:

– Claro que sí. Aunque debo decirle que con cualquier otra mujer habría tenido éxito, pero no conmigo.

A ese comentario no pudo resistirse.

– ¿Por qué no?

– Tengo cuatro hermanos -dijo, y se encogió de hombros como si eso lo explicara todo-. Soy inmune a todos esos juegos.

– ¿Ah sí?

Daphne le dio un golpecito en el hombro.

– Pero su intento ha sido realmente admirable. Y, sinceramente, me halaga que haya creído que era merecedora de tal despliegue de libertinaje ducal. -Y le sonrió, una sonrisa amplia y sincera.

Simon se acarició la mandíbula, pensativo, intentando recuperar el ánimo de depredador.

– Señorita Bridgerton, ¿sabía que es una criatura de lo más impertinente?

Ella le mostró la más impertinente de sus sonrisas.

– La mayoría cree que soy la amabilidad personificada.

– La mayoría -dijo Simon, sin rodeos-, son estúpidos.

Daphne inclinó la cabeza hacia un lado, obviamente considerando aquellas palabras. Después miró a Nigel y suspiró:

– Me temo que, por mucho que me duela, tengo que darle la razón.

Simon reprimió una sonrisa.

– ¿Le duele darme la razón o que los demás sean estúpidos?

– Las dos cosas -dijo, sonriendo otra vez; una sonrisa encantadora que tenía unos extraños efectos en el corazón de Simon-. Pero básicamente lo primero.

Simon soltó una carcajada y se sorprendió al darse cuenta de lo ajeno que le resultaba aquel sonido. Era un hombre que solía sonreír, a veces incluso reía, pero ya no recordaba la última vez que había experimentado una explosión de júbilo como ésa.

– Mi querida señorita Bridgerton -dijo, rascándose los ojos-, si usted es la amabilidad personificada, el mundo debe ser un lugar muy peligroso.

– No lo dude -respondió ella-. Sobre todo, si se lo describe mi madre.

– No entiendo cómo no puedo acordarme de ella -susurró Simon-, porque parece un personaje inolvidable.

Daphne levantó una ceja.

– ¿No se acuerda de ella?

Él agitó la cabeza.

– Entonces es que no la conoce.

– ¿Se parece a usted?

– Ésa es una pregunta muy extraña.

– No tanto -respondió Simon, pensando que Daphne tenía razón. Era una pregunta muy extraña y no sabía por qué se la había hecho. Sin embargo, como ya lo había dicho, añadió-: Al fin y al cabo, he oído que todos los Bridgerton se parecen.

Daphne frunció el ceño, sólo un poco, y a Simon le pareció un gesto muy misterioso.

– Es cierto. Nos parecemos todos, excepto mi madre. Es bastante pálida y tiene los ojos azules. Nuestro pelo oscuro es herencia de mi padre. Sin embargo, me dicen que tengo la sonrisa de mi madre.

Se produjo una incómoda pausa. Daphne cambiaba el peso de un pie al otro, sin saber que más decirle al duque cuando, por primera vez en su vida Nigel apareció en el momento oportuno.

– ¿Daphne? -dijo, parpadeando como si no viera del todo bien-. Daphne, ¿eres tú?

– Dios mío, señorita Bridgerton -exclamó Simon-. ¿Tan fuerte le ha golpeado?

– Lo suficiente para hacerlo caer, pero sólo eso, lo juro -dijo arrugando las cejas-. A lo mejor está ebrio.

– Oh, Daphne -gruñó Nigel.

El duque se agachó junto a él y justo después retrocedió, tosiendo.

– ¿Está ebrio? -preguntó Daphne.

El duque se levantó.

– Se he debido beber una botella de whisky entera para reunir el valor de proponerle matrimonio.

– ¿Quién iba a pensar que podría resultar tan intimidadora? -susurró Daphne, pensando en todos aquellos hombres que sólo la veían como una buena amiga y nada más-. Es maravilloso.

Simon la miró como si estuviera loca, y luego susurró:

– No voy a hacer ningún comentario al respecto.

Daphne lo ignoró.

– ¿No deberíamos empezar a poner el plan en marcha?

Simon apoyó las manos en las caderas y volvió a estudiar la situación. Nigel estaba intentando ponerse de pie, pero a Simon le parecía que no tenía muchas posibilidades de lograrlo a corto plazo. Sin embargo, seguramente estaba lo suficientemente lúcido como para crearles problemas y, sobre todo, lo suficientemente lúcido como para hacer ruido, algo que ya estaba haciendo. Y bastante, además.

– Oh, Daphne. Te quiedo tanto, Daffery -dijo Nigel, que consiguió ponerse de rodillas y avanzó hacia ella arrastrando las piernas de modo que parecía más un penitente pidiendo clemencia que un enamorado-. Por favor, Duffne, cásate conmigo. Tienes que hacerlo.

– Levántate hombre -dijo Simon, cogiéndolo del cuello de la camisa-. Esto empieza a ser embarazoso. -Se giró hacia Daphne-. Voy a tener que sacarlo fuera. No podemos dejarlo aquí. Es posible que empiece a gruñir como una vaca enferma…

– Creía que ya había empezado -dijo Daphne.

Simon notó que levantaba un poco la comisura de los labios y sonreía. Puede que Daphne Bridgerton fuera una chica casadera y, por lo tanto, un desastre a la vista para un hombre como él, pero realmente era muy divertida.

En realidad, pensó, era la clase de persona que escogería como amigo si fuera un hombre.

Pero, como resultaba tremendamente obvio, tanto a los ojos como al cuerpo, que no era un hombre, Simon decidió que era mejor para los dos terminar con ese juego lo antes posible. Si los descubrían, la reputación de Daphne quedaría dañada de por vida pero, además, Simon no estaba seguro de poder controlarse y evitar acariciarla mucho más tiempo.

Aquella era una sensación muy extraña. Especialmente para un hombre que valoraba tanto su capacidad de controlarse. El control lo era todo. Sin él, nunca le habría podido hacer frente a su padre ni habría conseguido una mención de honor en la universidad. Sin él, todavía…

Sin él, pensó divertido, todavía hablaría como un idiota.

– Lo sacaré de aquí -dijo, de repente-. Usted vuelva al baile.

Daphne frunció el ceño y miró por encima del hombro hacia el pasillo que llevaba al salón.

– ¿Está seguro? Creía que quería que fuera a la biblioteca.

– Eso era cuando íbamos a dejarlo aquí mientras iba a buscar el carruaje. Pero ahora no podemos hacerlo así porque está despierto.

Daphne asintió, y preguntó:

– ¿Está seguro que podrá? Nigel es bastante grande.

– Yo más.

Daphne ladeó la cabeza. El duque, aunque delgado, tenía una complexión fuerte, era ancho de espaldas y tenía unas piernas muy musculosas. Sabía que se suponía que no debía fijarse en esas cosas pero ¿qué culpa tenía ella de que los dictados de la moda hubieran impuesto unos pantalones tan ceñidos? Tenía cierto aire predatorio, con la mandíbula alta, algo que presagiaba una fuerza y un poder muy bien controlados.

Daphne llegó a la conclusión de que podría levantar a Nigel perfectamente.

– Muy bien -dijo, asintiendo-. Y muchas gracias. Es usted muy amable por ayudarme.

– No suelo ser muy amable -dijo él entre dientes.

– ¿De veras? -preguntó ella, permitiéndose esbozar una sonrisa-. Es extraño. No se me hubiera ocurrido ninguna otra palabra para definir su comportamiento. Pero, claro, he aprendido que los hombres…

– Parece ser toda una experta en hombres -dijo él, en un tono algo mordaz, y luego gruñó mientras ponía a Nigel de pie.

Nigel se inclinó hacia Daphne, pronunciando su nombre prácticamente entre sollozos. Simon tuvo que agarrarlo con fuerza para que no la embistiera.

Daphne retrocedió un poco.

– Sí, bueno, tengo cuatro hermanos. No creo que haya mejor educación que esa.

Se quedó sin saber si el duque quería responderle porque Nigel eligió ese instante para recuperar la fuerzas, que no el equilibrio, se soltó de los brazos de Simon y se abalanzó sobre Daphne con sonidos incoherentes.

Si ella no hubiera estado pegada a la pared, habría ido a parar al suelo. Pero, al estar de pie, se dio un fuerte golpe contra la pared que la dejó sin aire unos instantes.

– Dios mío -dijo Simon, bastante disgustado. Apartó a Nigel, se giró hacia Daphne y preguntó-: ¿Puedo golpearlo?

– Sí, por favor -respondió ella, casi sin aire.

Había intentado ser amable y generosa con su pretendiente, pero aquello ya pasaba de castaño a oscuro.

El duque gruñó algo parecido a «Bien» y le dio un sorprendente y poderoso puñetazo a Nigel en la mandíbula.

Nigel cayó desplomado al suelo.

Daphne lo miró con ecuanimidad.

– Esta vez no creo que se levante.

Simon abrió la mano para relajar el puño después del golpe.

– No.

Daphne parpadeó y levantó la mirada.

– Gracias.

– Ha sido un placer -dijo Simon, mirando de reojo a Nigel.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -dijo, y los dos miraron al hombre que yacía, esta vez totalmente inconsciente, en el suelo.

– Volvemos al plan original -dijo Simon-. Lo dejamos aquí y usted se va a la biblioteca. No quiero moverlo hasta que no tenga el carruaje en la puerta.

Daphne asintió.

– ¿Necesita ayuda para levantarlo o quiera que me vaya directamente a la biblioteca?

El duque se quedó callado un momento. La cabeza le iba de un lado a otro mientras estudiaba la posición de Nigel.

– En realidad, agradecería mucho un poco de ayuda.

– ¿De verdad? -preguntó Daphne, sorprendida-. Estaba convencida de que diría que no.

Aquello hizo que el duque la mirara divertido.

– ¿Y por eso lo ha preguntado?

– No, por supuesto que no -respondió Daphne, ofendida-. No soy tan estúpida como para ofrecer mi ayuda si no tengo la intención de darla. Sólo iba a decir que los hombres, por mi experiencia…

– Tiene mucha experiencia -dijo el duque, en voz baja.

– ¿Disculpe?

– Le ruego que me perdone -dijo él-. Cree que tiene mucha experiencia.

Daphne lo miró fijamente a los ojos.

– Eso no es cierto; además, ¿quién es usted para decirlo?

– No, tampoco quería decir eso -dijo Simon, reflexionando, ignorando por completo la reacción tan furiosa de ella-. Creo que sería más apropiado decir que creo que cree que tiene mucha experiencia.

– Pero… Usted… -Daphne no lograba decir nada coherente pero le solía pasar cuando estaba enfadada.

Y ahora estaba muy enfadada.

Simon se encogió de hombros, aparentemente calmado ante la furiosa mirada de ella.

– Querida señorita Bridgerton…

– Si me vuelve a llamar así, le juro que gritaré.

– No, no lo hará -dijo él, con una malvada sonrisa-. Eso atraería a mucha gente y, si lo recuerda, no quiere que la vean conmigo.

– Me estoy planteando correr ese riesgo -dijo Daphne, poniendo mucho énfasis en cada palabra.

Simon cruzó los brazos y se apoyó en la pared.

– ¿De verdad? -dijo-. Me gustaría verlo.

Daphne estuvo a punto de levantar los brazos en gesto de rendición.

– Olvídelo. Olvídeme. Olvídese de esta noche. Me voy.

Se giró pero, antes de que pudiera dar un paso, la voz del duque la detuvo.

– Creí que iba a ayudarme.

¡Maldición! No tenía salida. Lentamente, se giró otra vez.

– Claro que sí -dijo, con falsa educación-. Será un placer.

– Bueno -dijo Simon, inocentemente-. Si quería ayudarme, no debería haber…

– Le he dicho que le ayudaré -lo interrumpió ella.

Simon sonrió. Era muy fácil hacerla enfadar.

– Esto es lo que vamos a hacer -dijo-. Lo levantaré y pasaré su brazo derecho por encima de mi espalda. Usted se pondrá detrás de mí y lo aguantará.

Daphne hizo lo que le dijo Simon y, aunque en sus adentros le echara en cara aquella actitud tan autoritaria, no dijo nada. Después de todo, por mucho que le pesara, el duque de Hastings la estaba ayudando a escabullirse de una situación de lo más comprometedora.

Si alguien la descubriera allí, estaría en grandes apuros.

– Tengo una idea mejor -dijo ella, de repente-. Dejémoslo aquí.

El duque se giró hacia ella. La miró como si quisiera tirarla por una ventana, preferiblemente una que estuviera abierta.

– Pensaba -dijo, intentando no perder los nervios-, que no quería dejarlo en el suelo.

– Eso era antes de que se me abalanzara encima.

– ¿Y no podría haberme comunicado su cambio de opinión antes de que invirtiera mis energías en levantarlo del suelo?

Daphne se sonrojó. Odiaba que los hombres pensaran que las mujeres eran criaturas indecisas y cambiantes; y todavía odiaba más estarle dando razones para que lo siguiera pensando.

– Está bien -dijo, y dejó caer a Nigel.

La fuerza de la repentina caída a punto estuvo de arrastrar a Daphne consigo. Por suerte, se apartó soltando un grito de sorpresa.

– ¿Podemos irnos ya? -preguntó el duque, con un tono increíblemente paciente.

Ella asintió, dubitativa, mirando a Nigel.

– Parece un poco incómodo, ¿no cree?

Simon la miró. Sólo la miró.

– ¿Está preocupada por su comodidad? -preguntó al final.

Daphne agitó la cabeza, nerviosa, luego asintió y después volvió a agitar la cabeza.

– Quizá debería… quiero decir… espere un momento. -Se agachó junto a Nigel y le desdobló las piernas-. No merecía un viaje en su carruaje -dijo, mientras le arreglaba el abrigo-, pero me parecía demasiado cruel dejarlo aquí en esa postura. Bueno, ya está.

Se puso de pie y levantó la mirada.

Lo único que pudo ver fue al duque mientras se alejaba murmurando algo sobre Daphne y algo sobre las mujeres en general y algo más que no pudo oír.

Aunque quizá fuera mejor así porque dudaba que fuera algún cumplido.

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