Ha llegado a oídos de esta autora que ayer por la noche el duque de Hastings dijo, al menos en seis ocasiones, que no tenía ninguna intención de casarse. Si lo que pretendía era desanimar a las madres ambiciosas, estaba equivocado. Ellas únicamente verán en esas palabras un reto aún mayor.
Y, en una interesante nota adjunta, la media docena de declaraciones de principios se produjeron antes que el duque conociera a la encantadora y sensible señorita (Daphne) Bridgerton.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
30 de abril de 1813
Al día siguiente, por la tarde, Simon estaba en la escalera de casa de Daphne, con una mano en el picaporte y la otra sosteniendo un precioso ramo de tulipanes de los más caros. A él no se le había ocurrido que esta pequeña farsa que habían organizado requeriría sus atenciones durante las horas del día pero, durante el breve paseo que dio con Daphne por el baile, ella acertadamente le dijo que si no la visitaba al día siguiente nadie, y muchos menos su madre, se creerían que realmente estaba interesado en ella.
Simon supuso que tenía razón, ya que creía que ella tenía más experiencia que él en todos esos detalles. Él, muy obediente, fue a comprar las flores y se dirigió hacia la casa de los Bridgerton en Grosvenor Square. Nunca le había hecho la corte a una mujer respetable, así que todo aquel ritual le era totalmente desconocido.
El mayordomo de los Bridgerton le abrió la puerta inmediatamente. Simon, le dio su tarjeta. El mayordomo, un hombre alto con nariz aguileña, la miró y asintió, al tiempo que decía:
– Por aquí, señor.
Obviamente, pensó Simon, lo estaban esperando.
En cambio, lo que no se esperaba era lo que vio en el salón de los Bridgerton.
Daphne, una diosa con un vestido de seda azul cielo, estaba en el sofá verde de damasco, con otra de esas amplias sonrisas en la cara.
Habría sido una vista deliciosa si no hubiera estado rodeada de media docena de hombres, e incluso uno de ellos se había arrodillado frente a Daphne y le estaba recitando una poesía.
A juzgar por la naturaleza floral de los versos, era de esperar que, en cualquier momento, le saliera un rosal por la boca.
Simon decidió que la escena era de lo más desagradable.
Miró fijamente a Daphne, que le estaba dedicando su espléndida sonrisa al bufón que recitaba poesía, y esperó a que lo viera.
No lo hizo.
Simon miró la mano que tenía libre y vio que estaba cerrada en un puño. Miró a todos los hombres que rodeaban a Daphne y trató de decidir en la cara de quién clavarlo.
Daphne volvió a sonreír y, otra vez, la sonrisa no fue para él.
Ese estúpido poeta. Simon inclinó la cabeza para estudiar mejor la cara del joven. ¿El morado le quedaría mejor en la cuenca del ojo derecho o en la del izquierdo? A lo mejor eso era demasiado violento. Quizá sería mas apropiado un certero derechazo en la mandíbula. Como mínimo, lograría que se levantara del suelo.
– Este poema-anunció el chico con grandilocuencia-, lo escribí en su honor ayer por la noche.
Simón resopló. El anterior había sido una grandiosa rendición a un soneto de Shakespeare, pero uno original era más de lo que podía soportar.
– ¡Duque!
Simon levantó la mirada para ver que Daphne por fin se había percatado de su llegada.
Simon asintió, un poco extraño de estar con ella en presencia de aquellos cachorros.
– Señorita Bridgerton.
– ¡Que alegría verlo! -exclamó Daphne, con una sonrisa en la cara.
Aquello ya estaba mejor, Simon levantó las flores y empezó a caminar hacia ella, aunque se encontró con tres jóvenes pretendientes por el camino, y ninguno de ellos parecía dispuesto a moverse. Simon atravesó al primero con su mirada de hielo y el chico, porque no debía tener más de veinte años y, por lo tanto, casi no podía ser considerado un hombre, tosió de manera bastante obvia y se sentó en una silla que había junto a la ventana.
Simon avanzó un poco más, dispuesto a repetir el procedimiento con el siguiente chico, pero entonces la vizcondesa le salió al paso; llevaba un vestido azul oscuro y el brillo de su sonrisa podría incluso rivalizar con el de su hija.
– ¡Duque! -dijo, eufórica-. Es un placer volver a verlo. Nos honra con su presencia.
– No me imagino en cualquier otro lugar -dijo, al tiempo que le cogía la enguantada mano y se la besaba-. Su hija es una joven excepcional.
La vizcondesa suspiró con satisfacción.
– ¡Y qué flores tan bonitas! -dijo, después del manifiesto de orgullo materno-. ¿Son de Holanda? Han debido costarle mucho.
– ¡Madre! -interrumpió Daphne. Apartó la mano de la de un pretendiente particularmente fuerte y se levantó-. ¿Y qué respuesta va a darte el duque ahora?
– Podría decirle lo que me han costado -dijo Simon, con una maliciosa sonrisa.
– No lo haría.
Simon se acercó, de modo que sólo Daphne pudiera oírlo.
– ¿No me recordó usted misma ayer por la noche que soy un duque? -dijo-. Pensaba que me había dicho que podía hacer lo que quisiera.
– Si, pero eso no -dijo Daphne, agitando la mano-. Usted no sería tan grosero.
– ¡Claro que no es grosero! -exclamó Violet, horrorizada de que Daphne se atreviera a pronunciar esa palabra delante del duque-. ¿De qué hablabais? ¿Qué resultaría grosero?
– Las flores -dijo Simon-. El precio. Daphne cree que no debería decirle lo que me han costado.
– Ya me lo dirá luego -le susurró la vizcondesa al oído-. Cuando no nos escuche.
Luego volvió junto al sofá verde donde se habían sentado Daphne y sus pretendientes y reorganizó a todo el mundo en tres segundos. Simon quedó admirado de la precisión militar con la que llevó a cabo la operación.
– Mucho mejor-dijo Violet- ¿No está mucho mejor así? Daphne, ¿por qué no te sientas con el duque aquí?
– ¿Quieres decir donde hace un momento estaban lord Railmount y el señor Crane? -preguntó, inocentemente, Daphne.
– Exacto -respondió su madre, en lo que a Simon le pareció una admirable muestra de sarcasmo obvio-. Además, el señor Crane dijo que tenía que reunirse con su madre en Gunter a las tres.
Daphne miró el reloj.
– Madre, sólo son las dos.
– El tráfico -dijo Violet -. Es horrible. Hay demasiados caballos y carruajes por las calles.
Simon, sumándose a la conversación, dijo:
– Lo peor que puede hacer un hombre es hacer esperar a su madre.
– Muy bien dicho, duque -dijo Violet-. Puede estar seguro de que les he dicho eso mismo a mis propios hijos.
– Y si no está seguro -dijo Daphne -, para mí sería un placer responder por ella.
Violet se limitó a sonreír.
– Si alguien debería saberlo, eres tú, Daphne. Ya ahora, si me disculpan, tengo que atender algunos asuntos. ¡Señor Crane! ¡Señor Crane! Su madre jamás me perdonaría que no le dejara marcharse a tiempo. -Violet salió, llevándose al pobre señor Crane por el brazo, que apenas tuvo tiempo de despedirse.
Daphne miró a Simon sonriente.
– No sabría decirle si es terriblemente educada o exquisitamente maleducada.
– ¿Exquisitamente educada? -preguntó Simon.
Daphne agitó la cabeza.
Entonces, como por arte de magia, los demás hombres que estaban en el salón se levantaron y se despidieron.
– Muy eficaz, ¿no le parece? -dijo Daphne.
– ¿Su madre? Es una maravilla.
– Volverá, no crea.
– Lástima. Y ahora que creía que ya la tenía en mis garras.
Daphne se rió.
– No sé por qué lo consideran un vividor. Su sentido del humor es sencillamente excepcional.
– Y yo que creía que los vividores éramos muy chistosos.
– El sentido del humor de un vividor es, esencialmente, cruel.
Aquel comentario cogió a Simon por sorpresa. La miró a los ojos marrones, aunque sin saber demasiado bien qué buscaba. Alrededor de las pupilas tenía un pequeño círculo de color verde; un verde muy intenso. Se dio cuenta de que nunca la había visto a la luz de día.
– ¿Duque?
La suave voz de Daphne lo devolvió a la realidad. Parpadeó.
– ¿Disculpe?
– Parecía que estaba muy lejos de aquí -dijo Daphne, arrugando las cejas.
– He estado muy lejos de aquí. -Simon tuvo que hacer grandes esfuerzos para no volver a perderse en sus ojos-. Esto es totalmente distinto.
Daphne se rió; un sonido muy musical.
– Ha estado en países muy lejanos, ¿verdad? Y yo nunca he ido más allá de Lancashire. Debo parecerle de lo más provinciana.
Simon prefirió hacer caso omiso de ese comentario.
– Debe disculpar mi actitud. Creo que estábamos discutiendo acerca de mi absoluta falta de sentido del humor.
– No es cierto, y lo sabe -dijo Daphne, colocando los brazos en jarra-. Le he dicho, concretamente, que tiene un sentido del humor muy superior al de la media de los vividores.
Simon arqueó una ceja.
– ¿Y pondría a sus hermanos en ese saco de vividores?
– Ellos creen que lo son -lo corrigió-. Hay una gran diferencia con serlo.
Simon resopló.
– Si Anthony no lo es, compadezco a la mujer que se cruce con uno en su vida.
– Un vividor es mucho más que seducir a una legión de mujeres -dijo Daphne, alegremente-. Si un hombre no sabe hacer otra cosa que meterle la lengua a una mujer hasta el esófago y besarla…
A Simon se le hizo un nudo en la garganta pero, aún así, consiguió decir:
– No debería hablar de esas cosas.
Daphne levantó los hombros.
– Ni siquiera debería saberlas -dijo él.
– Cuatro hermanos -respondió ella, a modo de explicación-. Bueno, tres, porque Gregory todavía es demasiado joven.
– Alguien debería decirles que vigilaran lo que dicen delante de su hermana.
Daphne volvió a levantar los hombros.
– La mayoría de las veces ni siquiera se dan cuenta de que estoy en la habitación.
A Simon le costaba creerlo.
– Pero parece que nos hemos desviado un poco del tema original -dijo ella-. Lo que quiero decirle es que el sentido del humor de un vividor se basa en la crueldad. Necesitan una víctima porque no saben reírse de sí mismos. Usted, en cambio, con esa actitud crítica con usted mismo, es mucho más inteligente.
– No sé si darle las gracias o ahogarla.
– ¿Ahogarme? Santo Dios, ¿por qué? -dijo Daphne, riéndose, un sonido que a Simon le llegó a lo más profundo.
Simon suspiró profundamente pero no le sirvió para calmarle el pulso tan acelerado que tenía. Si Daphne no dejaba de sonreír, juraba que no podría responder de las consecuencias.
Sin embargo, ella no dejó de mirarlo y sonreír, una de aquellas sonrisas que parecían estar perpetuamente al límite de la risa.
– Basándome en el principio general, voy a ahogarla -gruñó Simon.
– ¿Y qué principio es ése?
– El principio general de todo hombre -respondió él.
Ella arqueó las cejas, curiosa.
– ¿Uno opuesto al principio general de toda mujer?
Simon miró a su alrededor.
– ¿Dónde está su hermano? Está siendo muy descarada. Seguramente, debería venir alguien para controlarla.
– Estoy segura de que no tardará demasiado en ver a Anthony. En realidad, estoy sorprendida de que todavía no haya venido. Anoche estaba bastante enfadado. Tuve que soportar una charla de una hora sobre sus defectos y pecados.
– Le aseguro que los pecados son, en gran parte, exagerados.
– ¿Y los defectos?
– Posiblemente sean ciertos -admitió Simon.
Aquel comentario hizo que Daphne volviera a sonreír.
– Bueno, ciertos o no, mi hermano piensa que usted quiere algo.
– Es que quiero algo.
Daphne ladeó la cabeza y puso los ojos en blanco.
– Cree que quiere algo pecaminoso.
– Ya me gustaría a mí -dijo Simon, para sí mismo.
– ¿Cómo dice?
– Nada, nada.
Daphne frunció el ceño.
– Creo que deberíamos explicarle a Anthony nuestro plan.
– ¿Y qué sacaríamos con eso?
Daphne recordó el sermón que le había dado su hermano la noche anterior y se limitó a decir:
– Bueno, dejaré que lo averigüe usted mismo.
Simon arqueó las cejas.
– Mi querida Daphne…
Daphne abrió la boca, sorprendida.
– ¿No pretenderás que te llame señorita Bridgerton? -dijo Simon-. Después de todo lo que hemos pasado.
– No hemos pasado nada, no diga tonterías, pero supongo que puede llamarme Daphne.
– Excelente -dijo Simon, asintiendo con condescendencia-. Tú puedes llamarme duque.
Daphne le dio un golpe en el brazo.
– De acuerdo -dijo él, sonriendo-. Si te parece mejor, llámame Simon.
– Sí, me parece mucho mejor.
Simon se inclinó un poco, y la miró con fuego en los ojos.
– ¿De verdad? -dijo-. Me gustaría mucho oírtelo decir.
De repente, Daphne tuvo la extraña sensación de que Simon hablaba de algo mucho más íntimo que la mera mención de su nombre propio. Empezó a notar un extraño calor en los brazos e, inconscientemente, dio un paso atrás.
– Las flores son preciosas -dijo.
– Sí, que lo son.
– Me encantan.
– No son para ti.
Daphne se quedó de piedra. Simon sonrió.
– Son para tu madre.
Ella abrió la boca, sorprendida.
– Eres muy listo. Así seguro que cae rendida a tus pies. Pero este gesto te va a salir muy caro, lo sabes, ¿no?
Simon la miró a los ojos.
– ¿De verdad?
– Sí. Estará más decidida que nunca a llevarte al altar conmigo. En las fiestas, estarás igual de asediado que si no hubiéramos tramado este plan.
– Bobadas -dijo él-. Antes, tenía que aguantar a decenas de madres deseosas de endosarme a sus hijas. Ahora, toda mi atención se centra en una.
– A lo mejor te sorprende su tenacidad -dijo Daphne. Luego se giró hacia la puerta-. Debes de gustarle mucho, porque nos está dejando solos más de lo habitual.
Simon se quedó pensativo y se acercó a Daphne.
– ¿Y no puede estar escuchando detrás de la puerta? -le susurró.
Daphne agitó la cabeza.
– No, habríamos oído el ruido de los zapatos por el pasillo.
Hubo algo en ese comentario que hizo sonreír a Simon, y Daphne le devolvió la sonrisa.
– Por cierto, debería darte las gracias antes de que vuelva mi madre.
– ¿A sí? ¿Por qué?
– Tu plan ha sido todo un éxito. Al menos para mí. ¿Has visto cuantos hombres han venido a verme esta mañana?
Simon cruzó los brazos, y los tulipanes quedaron hacia abajo.
– Ya lo he visto.
– Es brillante, de verdad. Nunca había recibido tantas visitas en un mismo día. Mamá estaba muy orgullosa. Incluso Humboldt, el mayordomo, sonreía, y nunca antes lo había visto sonreír. ¡Uy, cuidado! El ramo está goteando.
Daphne se inclinó y colocó el ramo hacia arriba pero, al hacerlo, rozó con el antebrazo la parte delantera del abrigo de Simon. Inmediatamente retrocedió, sorprendida por el calor y el poder que desprendía.
Dios mío, si podía sentir eso a través de la ropa y el abrigo, cómo debía ser…
Se sonrojó. Se puso roja como un tomate.
– Daría todo lo que tengo por ese pensamiento -dijo Simon, levantando las cejas, curioso.
Afortunadamente, Violet escogió ese preciso instante para entrar en el salón.
– Siento mucho haberos abandonado tanto tiempo -dijo-, pero el caballo del señor Crane había perdido una herradura y, naturalmente, tuve que acompañarlo a las cuadras para que alguien se la arreglara.
En todos los años que llevaban juntas, que era básicamente toda su vida, pensó mordazmente Daphne, nunca había visto a su madre poner un pie en las cuadras.
– Es una anfitriona excepcional -dijo Simon, ofreciéndole las flores-. Tenga, son para usted.
– ¿Para mí? -dijo Violet, completamente sorprendida-. ¿Está seguro? Porque yo pensaba…-Miró a Daphne, después a Simon, y repitió-. ¿Está seguro?
– Totalmente.
Violet parpadeó varias veces, y Daphne vio que su madre tenía los ojos humedecidos. Entonces se dio cuenta de que nunca nadie le había regalado flores. Al menos, no desde que padre murió hacía diez años. Violet era tan madraza que Daphne se había olvidado que también era una mujer.
– No sé que decir -dijo Violet, casi sollozando.
– Di “gracias” -le susurró Daphne al oído, sonriendo.
– Oh, Daff, eres de lo que no hay. -Violet le dio una palmadita en el brazo, y Daphne la vio mucho más rejuvenecida que nunca-. Pero muchas gracias, duque. Son unas flores preciosas pero, ante todo, ha sido usted muy considerado. Recordaré este momento toda la vida.
Pareció como si Simon fuera a decir algo, pero al final sólo sonrió e inclinó la cabeza.
Daphne miró a su madre y vio el indudable brillo de la alegría reflejado en sus ojos azul lavanda y se dio cuenta, algo avergonzada, de que ninguno de sus hijos había hecho nada tan considerado hacia su madre como aquel hombre que tenía de pie a su lado.
El duque de Hastings. Allí mismo, Daphne decidió que sería una tonta si no se enamoraba de él.
Obviamente, sería mucho mejor si el sentimiento fuera correspondido.
– Madre -dijo Daphne-. ¿Quieres que vaya a buscar un jarrón?
– ¿Perdón? -Violet estaba demasiado ensimismada oliendo las flores como para prestarle atención a su hija-. Oh. Sí, claro. Pídele a Humboldt el jarrón de cristal de mi abuela.
Daphne le lanzó una sonrisa de agradecimiento a Simon y se fue hacia la puerta pero, antes de que pudiera dar ni dos pasos, apareció la enorme e imponente figura de su hermano mayor.
– Daphne -dijo-. Justo la persona que necesitaba ver.
Daphne decidió que la mejor estrategia era ignorar aquella grosería.
– Un momento, Anthony -dijo, con dulzura-. Mamá me ha pedido que vaya a buscar un jarrón. Hastings le ha traído flores.
– ¿Hastings está aquí? -Anthony miró a la pareja que había al fondo del salón-. ¿Qué haces aquí, Hastings?
– He venido a visitar a tu hermana.
Anthony empujó a Daphne y se acercó como un rayo a Simon y a su madre.
– No te he dado permiso para visitarla -dijo.
– Yo sí -dijo Violet. Acercó las flores a la cara de Anthony y las agitó, como si quisiera llenarle la nariz de polen-. ¿No son preciosas?
Anthony estornudó y apartó las flores.
– Madre, intento mantener una conversación con el duque.
Violet miró a Simon.
– ¿Quiere mantener esta conversación con mi hijo?
– No especialmente.
– De acuerdo, entonces. Anthony, cállate.
Daphne se tapó la boca con la mano pero, aún así, no pudo reprimir una risa.
– ¡Tú! -gritó Anthony, señalándola con un dedo-. Cállate.
– A lo mejor debería ir a buscar el jarrón -dijo.
– ¿Y dejarme a merced de tu hermano? -dijo Simon-. No creo.
Daphne arqueó una ceja.
– ¿Quieres decir que no eres lo bastante hombre como para enfrentarte a él?
– Nada de eso. Pero es tu hermano, y debería ser tu problema, no el mío y…
– ¿Qué diablos está pasando aquí? -gritó Anthony.
– ¡Anthony! -exclamó Violet-. No toleraré esa clase de vocabulario malsonante en mi casa.
Daphne se rió.
Simon ladeó la cabeza y miró a Anthony para ver cómo reaccionaba.
Anthony hizo una mueca y se giró hacia su madre.
– No puedes confiar en él. ¿Tienes alguna idea de lo que está pasando? -le preguntó.
– Claro que sí -respondió Violet -. El duque ha venido a ver a tu hermana.
– Y he traído un ramo de flores par tu madre -añadió Simon.
Anthony miró largo rato la nariz de Simon. Éste tuvo la sensación de que Anthony se estaba planteando golpearlo. Anthony se giró hacia su madre.
– ¿Estás al tanto del alcance de su reputación?
– Los vividores reformados son los mejores maridos -dijo Violet.
– Eso son tontería, y tú lo sabes.
– De todos modos, no es un auténtico vividor -dijo Daphne.
La mirada que Anthony le lanzó a su hermana fue tan cómicamente malévola que Simon estuvo a punto de estallar en una risotada. Se contuvo, principalmente porque sabía que cualquier muestra de humor haría que Anthony se olvidara del cerebro y diera rienda suelta a sus irrefrenables ganas de pegarle, y la cara de Simon sería la primera víctima de su ira.
– No lo sabes -dijo Anthony, en voz baja, casi temblorosa por la rabia-. No sabes lo que ha hecho.
– No más de lo que has hecho tú, de eso estoy segura -dijo Violet.
– ¡Exacto! -exclamó Anthony-. Dios, sé exactamente lo que está pensando y te prometo que no tiene nada que ver con rosas y poesía.
Simon se imaginó a Daphne tendida en una cama de pétalos de rosas.
– Con rosas, a lo mejor -susurró.
– Voy a matarlo -dijo Anthony.
– Esto son tulipanes -dijo Violet-. De Holanda. Y Anthony, tienes que aprender a controlar tus emociones. Tu comportamiento es de lo más impropio.
– No es digno ni de limpiarle las botas a Daphne con la lengua.
La cabeza de Simon se llenó de más imágenes eróticas, esta vez con él lamiéndole los pies a Daphne. Decidió no hacer ningún comentario.
Además, ya había decidido que no iba a permitir que sus pensamientos fueran en esa dirección. Daphne era la hermana de Anthony, por el amor de Dios, no podía seducirla.
– Me niego a escuchar otro descalificativo sobre el duque -dijo Violet, muy seria-. Y punto.
– Pero…
– ¡Anthony Bridgerton, no me gusta tu tono!
Simon creyó oír la risa de Daphne desde la puerta y se preguntó qué le había hecho tanta gracia.
– Si a mi señora madre no le importa -dijo Anthony, muy serio, aunque burlándose un poco de su madre-. Me gustaría hablar en privado con el duque.
– Ahora sí que voy a buscar el jarrón -dijo Daphne, y desapareció.
Violet cruzó los brazos y le dijo a Anthony:
– No permitiré que trates mal a un invitado en mi casa.
– Te prometo que no le pondré ni una mano encima -dijo Anthony-. Te doy mi palabra.
Como nunca había tenido una madre, a Simon esta conversación le pareció increíble. Al fin y al cabo, técnicamente, Bridgerton House era la casa de Anthony, no de su madre, y Simon no podía creerse que Anthony no lo hubiera dicho.
– Está bien, lady Bridgerton -intervino-. Estoy seguro de que Anthony y yo tenemos muchas cosas de qué hablar.
Anthony entrecerró los ojos.
– Muchas.
– De acuerdo -dijo Violet-. Diga lo que diga, haréis lo que querréis. -Se dejó caer en el sofá-. Éste es mi salón y estoy muy cómoda aquí. Si queréis embarcaros en ese necio intercambio que los machos de vuestra especie entendéis por conversación, tendréis que hacerlo en otra parte.
Simon parpadeó sorprendido. Obviamente, la madre de Daphne tenía mucho carácter.
Anthony, con un gesto con la cabeza, le indicó a Simon que le siguiera, y éste lo hizo.
– Mi despacho está por aquí -dijo Anthony.
– ¿Tienes un despacho aquí?
– Soy el cabeza de familia.
– Claro -dijo Simon-. Pero no vives aquí.
Anthony se detuvo y miró muy serio a Simon.
– Te habrás dado cuenta de que mi posición como cabeza de familia conlleva seria responsabilidades.
Simon lo miró a los ojos.
– ¿Hablas de Daphne?
– Exacto.
– Si no recuerdo mal -dijo Simon-, a principios de semana tú mismo me dijiste que querías presentarnos.
– ¡Eso fue antes de pensar que podría interesarte!
Simon no dijo nada hasta que llegaron al despacho y Anthony cerró la puerta.
– ¿Y por qué dabas por sentado que no iba a interesarme?
– ¿Aparte de porque me has jurado mil veces que no quieres casarte? -dijo Anthony.
En eso llevaba razón. Y a Simon no le gustó.
– Aparte de eso -dijo, algo malhumorado.
Anthony parpadeó un par de veces y luego dijo:
– Nadie está interesado en Daphne. Al menos, nadie que nos parezca bien para casarse con ella.
Simon cruzó los brazos y se apoyó en la pared.
– No la tienes en demasiada buena consideración, ¿no te par…?
Antes de que pudiera terminar la frase, Anthony lo cogió por el cuello.
– No te atrevas a insultar a mi hermana.
Sin embargo, en sus viajes, Simon había aprendido a defenderse y tan sólo le costaron dos segundos intercambiar posiciones.
– No estaba insultando a tu hermano -dijo, con una malévola voz-. Te estaba insultando a ti.
Anthony empezó a emitir unos extraños sonidos, así que Simon lo soltó.
– Además -dijo Simon, frotándose las manos, Daphne me explicó por qué no atrae a ningún pretendiente adecuado.
– ¿Ah sí? -dijo Anthony, con sorna.
– Personalmente, creo que tiene que ver con tu forma de comportarte, tan primate, y la de tus hermanos. Sin embargo, ella dice que es porque todos la ven como a una amiga, y nadie se la imagina como una heroína romántica.
Anthony hizo una larga pausa antes de decir:
– Entiendo. -Y luego, tras otra pausa, añadió, pensativo-: Puede que tenga razón.
Simon no dijo nada, sólo observó a su amigo cómo intentaba solucionar todo eso. Al final, Anthony dijo:
– Aún así, no me gusta verte olfateando alrededor suyo.
– Madre mía, me haces parecer un perro y no un hombre.
Anthony cruzó los brazos.
– No te olvides que éramos del mismo grupo en Oxford. Sé exactamente lo que has hecho.
– Por el amor de Dios, Bridgerton, ¡teníamos veinte años! Todos los hombres son unos imbéciles a esa edad. Además, sabes perfectamente que hab… hab…
Simon notó algo raro en la lengua, y tosió para camuflar el tartamudeo. Maldita sea. Le pasaba muy de vez en cuando, pero cuando lo hacía, siempre era cuando estaba enfadado o disgustado por algo. Si perdía el control de sus emociones, perdía el control de su habla. Era tan sencillo como eso.
Y, desgraciadamente, episodios como ése sólo servían para hacer que se enfadara o se disgustara consigo mismo, y eso todavía acentuaba más el tartamudeo.
Anthony lo miró fijamente.
– ¿Estás bien?
Simon asintió.
– Me ha entrado un poco de polvo en el cuello -mintió.
– ¿Quieres que te pida un té?
Simon Volvió a asentir.
No le apetecía mucho el té, pero supuso que era lo que uno tomaba en aquellas situaciones, si realmente le había entrado polvo en el cuelo.
Anthony hizo sonar el timbre, se giró hacia Simon y dijo:
– ¿Por dónde íbamos?
Simon tragó saliva, con la esperanza de poder controlar su ira.
– Sólo quería decir que tú, mejor que nadie, sabes que al menos la mitad de mi reputación es falsa.
– Sí, pero yo estaba allí en la mitad que es verdadera y, aunque no me importa que trates a Daphne esporádicamente, no quiero que la cortejes.
Simon miró a su amigo, o como mínimo al hombre que creía que era su amigo, con incredulidad.
– ¿De verdad crees que seduciría a tu hermana?
– No sé qué creer. Sé que casarte no entra en tus planes. Y sé que Daphne sí quiere casarse. -Se encogió de hombros-. Honestamente, para mí ése es motivo suficiente para manteneros a cada uno en un lado de la pista de baile.
Simon suspiró. Aunque la actitud de Anthony lo irritaba, supuso que era totalmente comprensible e, incluso, plausible. Al fin y al cabo, él sólo intentaba hacer lo mejor para su hermana. A Simon le costaba verse haciéndose cargo de alguien más que no fuera él pero pensó que, si tuviera una hermana, también sería terriblemente escrupuloso con quién la cortejaba.
Entonces, alguien llamó a la puerta.
– ¡Adelante! -dijo Anthony.
En lugar de la sirvienta con el té, apareció Daphne.
– Mamá me ha dicho que estabais de mal humor y que os dejara en paz, pero he pensado que tenía que venir a ver si alguno había matado al otro.
– No- dijo Anthony, con una sonrisa-. Sólo unos estrangulamientos de nada.
Daphne no movió ni una pestaña, y eso decía mucho de ella.
– ¿Quién ha estrangulado a quién?
– Yo lo estrangulé primero -dijo su hermano-, y luego él me devolvió el favor.
– Ya lo veo -dijo ella, despacio-. Siento mucho haberme perdido la fiesta.
Simon o pudo evitar sonreír.
– Daff -dijo.
Anthony se giró, furioso.
– ¿La llamas Daff? -Se giró hacia su hermana-. ¿Le has dado permiso para utilizar tu nombre de pila?
– Claro.
– Pero…
– Creo -interrumpió Simon-, que deberíamos aclararlo todo.
Daphne asintió.
– Creo que tienes razón. Y, si te acuerdas, ya te lo dije.
– Es muy amable de tu parte mencionarlo -dijo Simon.
Ella sonrió, juguetona.
– No pude evitarlo. Con cuatro hermanos, una siempre tiene que aprovechar la ocasión de decir “Ya te lo dije” cuando se presenta.
Simon miró a Daphne y a Anthony.
– No sé a cual de los dos compadezco más.
– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó Anthony, y luego añadió-: y, para tu información, compadéceme a mí, porque soy mucho más amable como hermano que ella como hermana.
– ¡No es verdad!
Simon la ignoró y se centró en Anthony.
– ¿Quieres saber qué demonios está pasando? Pues escucha…