CAPÍTULO 13

¡El duque de Hastings y la señorita Bridgerton se casan!

Esta autora aprovecha la oportunidad para recordarles, queridos lectores, que esta boda ya se predijo en esta columna. Ha quedado demostrado que cuando en esta columna se predice un nuevo noviazgo entre una dama y un caballero, las apuestas de los clubes de hombres cambian en cuestión de horas, y siempre a favor del matrimonio.

Aunque esta autora no tenga permiso para entrar en White’s, tiene motivos para creer que las apuestas oficiales del matrimonio entre el duque y la señorita Bridgerton estaban 2 a 1.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

19 de mayo de 1813


La semana pasó en un abrir y cerrar de ojos. Daphne no vio a Simon durante días. Si Anthony no le hubiera dicho que había estado en Hastings House arreglando los detalles del contrato de matrimonio, Daphne habría pensado que se había fugado del país.

Para sorpresa de Anthony, Simon no había aceptado ni un penique como dote. Al final, los dos decidieron que Anthony pondría el dinero que su padre había dejado para la boda de Daphne en una cuenta aparte de la que él seria el fideicomisario. Ella podría gastarlo o guardarlo para lo que quisiera.

– Puedes dárselo a tus hijos -dijo Anthony.

Daphne sonrió. Era eso o echarse a llorar.

Unos días más tarde, Simon fue a Bridgerton House por la tarde. Faltaban dos días para la boda.

Daphne esperó en el salón después de que Humboldt anunciara su visita. Se sentó en el sofá, con la espalda recta y las manos juntas encima de las rodillas. Estaba segura de que parecía el modelo de mujer inglesa.

Notó unas cosquillas nerviosas en el estómago.

Se miró las manos y vio que se estaba clavando las uñas en las palmas y que se estaba dejando señales rojas.

Se rió. Nunca antes había estado nerviosa por ver a Simon. En realidad, posiblemente ése era el aspecto más destacable de su amistad. Incluso cuando lo había visto mirarla con ojos ardientes y estaba segura de que sus ojos reflejaban la misma necesidad, había estado cómoda con él. De acuerdo, el estómago le daba saltos y la piel le ardía, pero aquellas señales eran de deseo no de incomodidad. Primero y más importante, Simon había sido su amigo y Daphne sabía que la felicidad que sentía siempre que él estaba cerca no era nada común.

Confiaba que, entre los dos, volvieran a ser los mismos de antes pero, después de la escena en Regent’s Park, se temía que eso llegaría más tarde que pronto.

– Buenos días, Daphne.

Simon apareció en la puerta y llenó el salón con su maravillosa presencia. Bueno, igual no era tan maravillosa como siempre. Todavía tenía los ojos morados y el golpe de la mandíbula estaba adquiriendo una impresionante tonalidad verdosa.

Pero eso era mejor que una bala en el corazón.

– Simon -respondió ella-. Me alegro de verte. ¿Qué te trae por Bridgerton House?

Simon la miró sorprendido.

– ¿No estamos comprometidos?

Ella se sonrojó.

– Sí, claro.

– Tenía entendido que los hombres tienen que ir a visitar a sus prometidas. -Se sentó delante de ella-. ¿No dijo nada al respecto lady Whistledown?

– No creo -dijo Daphne-. Pero seguro que mi madre sí.

Los dos se rieron y, por un momento, Daphne creyó que todo volvería a ser como antes pero, cuando las risas desaparecieron, un incómodo silencio se apoderó de la habitación.

– ¿Te encuentras mejor de los ojos? -preguntó ella-. No parecen tan hinchados.

– ¿De verdad? -Simon se acercó a un espejo bastante grande-. Yo más bien creo que se han vuelto impresionantemente azules.

– Morados.

Él se inclinó y se miró en un espejo que había en la pared.

– De acuerdo, morados, aunque supongo que sería discutible.

– ¿Te duelen?

Simon sonrió.

– Sólo cuando alguien me da un puñetazo.

– Entonces, intentaré reprimirme -dijo ella, con una sonrisa malvada-. Será difícil, pero lo intentaré.

– Sí -dijo él-. Ya me han dicho varias veces que provoco esa reacción en las mujeres.

Daphne sonrió, aliviada. Si podían reírse de eso, seguro que todo volvería a ser como antes.

Simon se aclaró la garganta.

– Tenía un motivo para venir a verte.

Daphne lo miró, expectante, y esperó a que continuara.

Él sacó del bolsillo una caja de una joyería.

– Esto es para ti.

Se quedó sin respiración cuando cogió la caja de terciopelo.

– ¿Estás seguro?

– Creo que los anillos de compromiso suelen ser habituales en esta situación -dijo él.

– Oh. Qué tonta. No me di cuenta…

– ¿Que era un anillo de compromiso? ¿Qué pensabas que era?

– No pensaba -admitió ella.

Simon nunca le había hecho ningún regalo. Se había quedado tan conmovida por el gesto que se había olvidado completamente que le debía un anillo de compromiso.

«Debía». No le gustaba esa palabra, ni siquiera le gustaba pensar en ella. Pero sabía que era lo que debió de pensar Simon al comprarlo.

Aquello la deprimió un poco.

Se obligó a sonreír.

– ¿Es una antigüedad de tu familia?

– ¡No! -dijo él, con tanta vehemencia que Daphne parpadeó.

– Oh.

Otro silencio.

Él tosió y dijo:

– Pensé que te gustaría tener algo sólo tuyo. Todas las joyas de la familia Hastings se eligieron para otra persona. Esto lo he elegido yo para ti.

Daphne pensó que no se deshizo allí mismo de puro milagro.

– Eso es muy bonito -dijo, melancólica.

Simon se removió en el asiento, cosa que no sorprendió a Daphne. A los hombres no les gustaba que se hablara de ellos en ese tono.

– ¿No vas a abrirlo? -dijo él.

– Sí, sí, claro. -Daphne agitó un poco la cabeza mientras volvía a la realidad-. Qué tonta.

Tenía los ojos vidriosos y, después de parpadear varias veces para aclararse la vista, deshizo el lazo y abrió la caja.

Y sólo pudo decir:

– Dios mío. -E, incluso eso, salió entre suspiros.

En la caja había un aro de oro blanco adornado con una esmeralda tallada que tenía, a cada lado, un perfecto diamante. Era la joya más bonita que había visto en su vida; brillante pero elegante, preciosa pero sin ser opulenta.

– Es preciosa -susurró-. Me encanta.

– ¿Seguro? -Simon se quitó los guantes, se inclinó y lo sacó de la caja-. Porque es tu anillo. Lo vas a tener que llevar tú y debería ir acorde con tus gustos, no con los míos.

Daphne dijo, con la voz un poco temblorosa:

– Obviamente, tenemos los mismos gustos.

Simon respiro hondo, relajado, y la cogió de la mano. No se había dado cuenta de lo mucho que significaba para él que a Daphne le gustara el anillo hasta ese momento. Odiaba sentirse tan nervioso al estar junto a ella cuando, durante las últimas semanas, habían sido tan buenos amigos. Odiaba que se quedaran callados sin saber qué decir mientras, antes, ella era la única persona con la que nunca había sentido la necesidad de hacer pausas para hablar bien.

Y no es que ahora tuviera ningún problema para hablar. Es que no sabía qué decir.

– ¿Me permites? -le preguntó.

Daphne asintió y empezó a quitarse el guante.

Pero Simon la detuvo y empezó a hacerlo él. Dio un ligero tirón en el extremo de cada dedo y luego, lentamente, le quitó el guante. Fue un gesto tremendamente erótico y una versión abreviada de lo que quería hacer col ella: quitarle todas y cada un de las piezas de ropa que la cubrían.

Daphne respiró acelerada cuando el extremo del guante le rozó los dedos. Aquel sonido hizo que Simon la deseara todavía más.

Con manos temblorosas, le deslizó el anillo por el dedo hasta su sitio.

– Es perfecto -dijo ella, moviendo la mano de un lado a otro para ver cómo reflejaba la luz.

Sin embargo, Simon no la soltó. Mientras ella se movía, las dos manos se rozaban, creando un calor muy agradable. Entonces, Simon se acercó la mano de Daphne a los labios y depositó un casto beso en los nudillos.

– Me alegro -dijo-. Te queda muy bien.

Los labios de Daphne se abrieron y formaron un esbozo de la gran sonrisa que Simon había aprendido a adorar. A lo mejor fue un esbozo de que todo iría bien entre ellos.

– ¿Cómo supiste que me gustaban las esmeraldas? -preguntó ella.

– No lo sabía -dijo él-. Me recordaron a tus ojos.

– A mis… -ladeó la cabeza y la boca dibujó lo que solo podía ser una sonrisa irónica-. Simon, yo tengo los ojos marrones.

– En gran parte, sí -la corrigió.

Daphne se giró hasta que pudo verse en el mismo espejo que él había usado antes y parpadeó varias veces.

– No -dijo, lentamente, como si hablara con alguien de poco intelecto-. Son marrones.

Él alargó un brazo y le rozó la parte inferior del ojo con un dedo, frotándole las pestañas como en un beso de mariposa.

– Por fuera, no.

Ella lo miró incrédula, aunque un poco esperanzada. Respiró hondo y se levantó.

– Voy a mirarlo mejor.

Simon observó divertido cómo se levantaba, se acercaba al espejo y se examinaba los ojos. Parpadeó, abrió los ojos y volvió a parpadear

– ¡Dios mío! -exclamó-. ¡Nunca lo había visto!

Simon se levantó y se colocó junto a ella, inclinándose sobre la mesa que había delante del espejo.

– Pronto aprenderás que siempre tengo razón.

Ella le lanzó una mirada sarcástica.

– ¿Cómo lo has visto?

Él se encogió de hombros.

– Los he mirado muy de cerca.

– Eres… -decidió no terminar la frase y, en lugar de eso, volvió a mirarse al espejo-. ¿Qué te parece? -dijo-. Tengo los ojos verdes.

– Bueno, yo no diría tanto.

– Hoy -dijo ella-, me niego a creer que sean de otro color que no sea verde.

Simon sonrió.

– Como quieras.

Ella suspiró.

– Colin siempre me ha dado mucha envidia. Unos ojos tan bonitos desperdiciados en un hombre.

– Estoy seguro de que las damas que se enamoren de él, no estarán de acuerdo con eso.

Daphne le lanzó una sonrisa cómplice.

– Sí, pero ellas no importan, ¿no?

Simon reprimió una risa.

– Si tú lo dices, no.

– Pronto aprenderás -dijo ella-, que siempre tengo razón.

Esta vez, Simon sí que soltó una carcajada. No pudo evitarlo. Al final, paró y se dio cuenta de que Daphne estaba callada. Lo estaba mirando con calidez aunque, al mismo tiempo, tenía una sonrisa nostálgica en los labios.

– Ha estado bien -dijo ella, colocando su mano encima de la de Simon-. Como antes, ¿no te parece?

Él asintió y giró la mano para tomar la de ella y apretarla.

– Volverá a ser así, ¿no? -dijo ella, con los ojos temerosos-. Volveremos a ser como antes, ¿verdad? Todo volverá a ser igual.

– Sí -dijo él, aunque sabía que no era cierto. A lo mejor serían felices, pero nada volvería a ser lo mismo.

Ella sonrió, cerró los ojos y apoyó la cabeza en su hombro.

– Bien.

Simon miró su imagen reflejada en el espejo un rato. Y casi creyó que sería capaz de hacerla feliz.


El día siguiente por la noche, la última noche de Daphne como señorita Bridgerton, Violet llamó a su puerta.

Daphne estaba sentada en su cama, con recuerdos de su infancia repartidos encima de la colcha.

– ¡Pasa! -dijo.

Violet asomó la cabeza, con una extraña sonrisa dibujada en los labios.

– Daphne -dijo, algo preocupada-. ¿Tienes un momento?

Daphne miró a su madre, inquieta.

– Claro.

Se levantó mientras su madre entraba en su habitación. La piel de Violet iba en total consonancia con el color amarillo del vestido.

– ¿Estás bien, mamá? -le preguntó Daphne-. Pareces mareada.

– Estoy bien. Es que… -Violet se aclaró la garganta y se armó de valor-. Ha llegado la hora de que hablemos.

– Oh -dijo Daphne, entre suspiros, con el corazón acelerado.

Llevaba tiempo esperándolo. Todas sus amigas le habían dicho que la noche antes de casarte, tu madre te revelaba todos los secretos del matrimonio. En el último momento, las madres aceptaban a las hijas en el club de las mujeres y les confesaban todas las deliciosas verdades que tan escrupulosamente callaban frente a los oídos de las chicas solteras. Algunas de sus amigas ya se habían casado y Daphne y las demás habían intentado que les dijeran lo que nadie más les decía, pero las jóvenes señoras casadas sólo reían y les decían: «Pronto lo descubriréis».

Pronto era ahora, y Daphne estaba impaciente.

En cambio, Violet, parecía que fuera a devolver la cena de los últimos días en cualquier momento.

Daphne dio unos golpecitos en la cama.

– ¿Quieres sentarte aquí, mamá?

Violet parpadeó, distraída.

– Sí, sí, perfecto. -Se sentó, aunque casi en el límite del colchón. No parecía demasiado cómoda.

Daphne decidió apiadarse de ella y empezar la conversación.

– ¿Es sobre el matrimonio? -preguntó.

El movimiento de cabeza de Violet fue casi imperceptible.

Daphne hizo un esfuerzo para reprimir el tono de fascinación escondido.

– ¿La noche de bodas?

Esta vez, Violet consiguió mover la barbilla arriba y abajo un par de centímetros.

– No sé muy bien cómo decirte esto. Es algo muy indiscreto e íntimo.

Daphne intentó tener paciencia. Seguro que, tarde o temprano, su madre iría al grano.

– Verás -dijo Violet, titubeante-, hay cosas que debes saber. Cosas que sucederán mañana por la noche. Cosas -tosió-, que implican a tu marido.

Daphne se inclinó, con los ojos muy abiertos.

Violet se echó hacia atrás, claramente incómoda con el interés de Daphne.

– Verás, tu marido… es decir, Simon, claro… porque él va a ser tu marido…

Como Violet parecía no ir a ningún sitio, Daphne la interrumpió.

– Sí, Simon será mi marido.

Violet hizo una mueca; sus ojos azules miraban hacia todas partes menos a su hija.

– Esto es muy difícil para mí.

– Ya lo veo -dijo Daphne.

Violet respiró hondo y se sentó mejor, con la espalda recta.

– En tu noche de bodas -dijo-, tu marido esperará que cumplas con tu deber matrimonial.

Aquello no era nada que Daphne no supiera antes.

– Tendrás que consumar tu matrimonio.

– Claro -dijo Daphne.

– Él se acostará contigo.

Daphne asintió. Eso también lo sabía.

– Y te hará… -Violet buscaba la palabra agitando las manos en el aire-, cosas íntimas.

Daphne abrió ligeramente la boca. Por fin la cosa se ponía interesante.

– He venido a decirte -dijo Violet, con una voz un poco más brusca-, que el deber matrimonial no tiene por qué ser doloroso.

Pero ¿qué era?

Violet tenía las mejillas ardiendo.

– Sé que a algunas mujeres el, eh, acto les parece algo desagradable, pero…

– ¿De verdad? -preguntó Daphne, curiosa-. Entonces, ¿por qué veo tantas doncellas irse a solas con los lacayos?

Inmediatamente, a Violet le salió la vena de propietaria de una casa.

– ¿Qué doncellas hacen eso?

– No intentes cambiar de tema -le advirtió Daphne-. Llevo toda la semana esperando esto.

Su madre se quedó sin respiración un momento.

– ¿De verdad?

La mirada de Daphne decía: «¿qué esperabas?».

– Por supuesto.

Violet suspiró y dijo:

– ¿Qué estaba diciendo?

– Me estabas explicando que a algunas mujeres les parece desagradable realizar el deber matrimonial.

– Exacto. Bien.

Daphne miró las manos de su madre y vio que casi había destrozado el pañuelo.

– Lo que quiero que sepas -dijo Violet, muy deprisa, como si quisiera acabar con eso cuanto antes-, es que no tiene por qué serlo. Si dos personas se quieren… y creo que el duque te quiere mucho…

– Y yo a él -añadió Daphne.

– Claro. Claro. Bien, verás, como los dos os queréis, posiblemente será un momento muy bonito y especial. -Violet empezó a moverse hacia los pies de la cama-. Y no debes estar nerviosa. Estoy segura de que el duque será un caballero.

Daphne se acordó del beso de Simon y pensó que «caballero» no era la primera palabra que le venía a la cabeza.

– Pero…

De repente, Violet se levantó.

– Muy bien. Buenas noches. Eso es lo que quería decirte.

– ¿Eso es todo?

Violet se fue hacia la puerta.

– Eh, sí -parpadeó, sintiéndose culpable-. ¿Esperabas algo más?

– ¡Sí! -Daphne corrió detrás de su madre y se colocó delante de la puerta para que no pudiera escapar-. ¡No puedes irte sin explicarme algo más!

Violet miró a la ventana desesperadamente. Daphne agradeció que su habitación estuviera en el segundo piso, si no habría jurado que su madre habría saltado por ella.

– Daphne -dijo Violet, con la voz apagada.

– Pero ¿qué hago?

– Tu marido lo sabrá -dijo Violet.

– Mamá, no quiero hacer el ridículo.

Violet hizo una mueca.

– No lo harás. Confía en mí. Los hombres son…

Daphne se agarró con fuerza a esa frase inacabada.

– ¿Los hombres son qué? ¿Qué, mamá? ¿Qué ibas a decir?

A estas alturas, Violet estaba totalmente colorada y tenía el cuello y las orejas sonrosados.

– Los hombres son muy fáciles de complacer -dijo-. No quedará decepcionado.

– Pero…

– ¡Pero ya basta! -dijo Violet, firmemente-. Ya te he dicho lo que mi madre me dijo a mí. No te pongas nerviosa y haz lo suficiente como para quedarte en estado.

Daphne se quedó boquiabierta.

– ¿Qué?

Violet estaba muy nerviosa.

– ¿He olvidado esa parte?

– ¡Mamá!

– Está bien. Tu deber matrimonial, eh, la consumación, eh, es cómo se hacen los hijos.

Daphne se apoyó en la pared.

– O sea, que tú lo hiciste ocho veces.

– ¡No!

Daphne parpadeó, confundida. Las explicaciones de su madre eran muy vagas y todavía seguía sin saber qué era eso del deber matrimonial.

– Pero ¿no se supone que, para tener ocho hijos, tendrías que haberlo hecho ocho veces?

Violet empezó a abanicarse con furia.

– Sí. ¡No! Daphne, esto es muy personal.

– Pero ¿cómo pudiste tener ocho hijos si…?

– Lo hice más de ocho veces -dijo Violet, con una cara como si quisiera que la tierra la tragara en ese mismo instante.

Daphne miró a su madre, incrédula.

– ¿De verdad?

– A veces -dijo Violet, casi sin mover los labios y sin levantar la mirada del suelo-, la gente lo hace sólo porque quiere.

Daphne abrió los ojos como platos.

– ¿A sí?

– Eh… Sí.

– ¿Cómo cuando un hombre y una mujer se besan?

– Sí, exacto -dijo Violet, respirando aliviada-. Es muy parecido a… -Entrecerró los ojos y recuperó el tono de voz normal-. Daphne, ¿has besado al duque?

Daphne palideció.

– A lo mejor -susurró.

Violet agitó el dedo índice delante de su hija.

– Daphne Bridgerton, no puedo creerme que hayas hecho algo así. ¡Sabes que te advertí que no debías permitir que los hombres se tomaran esas libertades!

– Ahora ya no importa. Voy a casarme con él.

– Aún así… -Violet suspiró-. No importa. Tienes razón. Vas a casarte, y con un duque nada menos; si te besó, bueno, era de esperar.

Daphne se quedó mirando a su madre. Mantener aquel tipo de conversaciones no iba para nada con ella.

– Bueno -dijo Violet-, si ya no tienes más preguntas, te dejaré con tus, eh… -Miró todas las cosas que Daphne tenía encima de la cama-. Con lo que estabas haciendo.

– ¡Pero sí que tengo más preguntas!

Sin embargo, Violet ya estaba en la puerta.

Y Daphne, por muchas ganas que tuviera de descubrir los secretos del deber matrimonial, no estaba dispuesta a hacerlo en le pasillo delante de toda la familia y los sirvientes.

Además, la charla con su madre la había dejado algo preocupada. Violet le había dicho que el acto matrimonial era un requisito indispensable para tener hijos. Si Simon no podía tener hijos, ¿querría decir que tampoco podrían realizar las intimidades de las que le había hablado su madre?

Y, maldita sea, ¿en qué consistían esas intimidades? Daphne sospechaba que tenían que ver con los besos, porque la sociedad hacía especial hincapié en que las chicas jóvenes guardaran sus labios puros y castos. Y también, pensó, sonrojándose al recordar la noche en el jardín con Simon, debían estar relacionadas con los pechos de una mujer.

Daphne hizo una mueca. Su madre prácticamente le había ordenado que no estuviera nerviosa, pero era imposible no estarlo, no cuando iba a firmar ese contrato sin tener ni idea de cómo llevar a cabo sus deberes.

¿Y Simon? Si no podía consumar el matrimonio, ¿sería un matrimonio de verdad?

Aquello era suficiente para hacer de Daphne una novia muy inquieta.


Al final, recordó muy pocos detalles del día de la boda. Vio las lágrimas en los ojos de su madre, que le resbalaron por las mejillas, y recordó la voz ronca de Anthony cuando la entregó a Simon. Hyacinth esparció les pétalos de rosa demasiado deprisa y, cuando llegó al altar, ya no le quedaban. Gregory estornudó tres veces antes de pronunciar los votos.

Y recordó la cara de concentración de Simon mientras repetía sus votos. Pronunció cada sílaba lenta y cuidadosamente. Los ojos le ardían y hablaba en voz baja, pero sincera. A Daphne le pareció que no había otra cosa más importante que las palabras que Simon pronunció delante del arzobispo.

Se tranquilizó pensando que ningún hombre que pronunciara sus votos tan de corazón podía plantearse el matrimonio como una mera conveniencia.

«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.»

Daphne se estremeció, lo que la obligó a balancearse ligeramente. En unos momentos, pertenecería a ese hombre para siempre.

Simon se giró y la miró fijamente, preguntándole con los ojos: «¿Estás bien?»

Ella asintió, un movimiento de barbilla tan discreto que sólo él lo vio. Daphne vio un brillo especial en sus ojos… ¿Podía ser alivio?

«Yo os declaro…»

Gregory estornudó por cuarta, quinta y sexta vez, obligando al arzobispo a hacer una pausa antes del «marido y mujer». Daphne sintió una oleada de felicidad apoderarse de ella. Sin embargo, apretó los labios e intento mantener la compostura. Al fin y al cabo, el matrimonio era una institución solemne y no debía ser tomada a broma.

Miró a Simon y vio que él la estaba mirando de una forma muy extraña. Tenía sus pálidos ojos azules fijos en su boca y la comisura de los labios le temblaba.

Daphne sintió que no podría reprimir mucho más esa oleada de felicidad.

«Puedes besar a la novia.»

Simon la cogió con desesperación y la besó con tanto ímpetu que los presentes exclamaron sorprendidos.

Y entonces, los dos pares de labios, los del novio y los de la novia, empezaron a reír, aunque seguían mezclados.

Violet Bridgerton dijo que había sido el beso más extraño que jamás había visto.

Gregory Bridgerton, cuando dejó de estornudar, dijo que había sido asqueroso.

El arzobispo, que ya empezaba a ser mayor, se quedó perplejo.

Sin embargo, Hyacinth Bridgerton que, a los diez años, no debería saber nada de besos parpadeó y dijo:

– Creo que ha sido muy bonito. Si ahora se ríen, posiblemente se reirán siempre. -Se giró a su madre-. Eso es algo bueno, ¿no?

Violet cogió la mano de su hija pequeña y la apretó.

– La risa siempre es bonita, Hyacinth. Gracias por recordárnoslo.

Y así empezó a correr el rumor que los nuevos duques de Hastings eran la pareja más feliz y enamorada que se habían casado en años. Después de todo, ¿quién recordaba una boda con tantas risas?

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