CAPÍTULO 19

Hoy han visto a la nueva duquesa de Hastings en Mayfair. Philipa Featherington vio a la anterior señorita Daphne Bridgerton tomando un poco el aire por los alrededores de su casa. La señorita Featherington la llamó, pero la duquesa hizo ver que no la había oído.

Y sabemos que lo hacía ver porque uno tendría que ser sordo para no oír los gritos de la señorita Featherington.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

9 de junio de 1813


Con el paso de los días, Daphne descubrió que el dolor de cabeza era continuo. La punzada de dolor que sentía con cada respiración daba paso a un dolor más amortiguado como los que uno casi puede ignorar, aunque no del todo.

Se marchó de Clyvedon al día siguiente de la partida de Simón, y se fue a Londres con la intención de volver a Bridgerton House. Sin embargo, volver a casa de su familia supondría aceptar que había fracasado de modo que, en el último momento, le dijo al cochero que se dirigiera a Hastings House. Si necesitaba a su familia la tendría cerca, pero ahora era una mujer casada y tenía que estar en su casa.

Así que se presentó al servicio, que la aceptó sin rechistar, aunque no sin mucha curiosidad, y se zambulló en su nueva vida de esposa abandonada.

Su madre fue la primera visita que recibió. Daphne no se había molestado en comunicarle a nadie más su regreso a Londres, así que aquello no fue una gran sorpresa.

– ¿Dónde está? -preguntó Violet, directamente.

– Mi marido, supongo.

– No, tu tío abuelo Edmund -dijo Violet, muy irónica-. Claro que hablo de tu marido.

Daphne no miró a los ojos a su madre cuando dijo:

– Creo que está atendiendo otros asuntos en una de sus propiedades del campo.

– ¿ Crees?

– Bueno, lo sé -corrigió Daphne.

– ¿Y sabes por qué no estás con él?

A Daphne se le pasó por la cabeza mentirle a su madre. Quiso negar descaradamente lo evidente y explicarle a su madre alguna tontería sobre una emergencia con los arrendatarios o una enfermedad del ganado o cualquier otra cosa. Pero, al final, le empezaron a temblar los labios, a resbalarle lágrimas por las mejillas y, con un hilo de voz, dijo:

– Porque no quiso llevarme con él.

Violet le cogió las manos.

– Oh, Daff-dijo, suspirando-. ¿Qué ha pasado?

Daphne se dejó caer en el sofá llevándose a su madre consigo.

– Más de lo que podría explicar.

– ¿Quieres intentarlo?

Daphne agitó la cabeza. Nunca, ni una vez en su vida, le había escondido algo a su madre. Siempre lo había podido hablar todo con ella.

Sin embargo, esto no.

Le dio unos golpecitos en la mano.

– Estaré bien.

Violet no pareció demasiado convencida.

– ¿Estás segura?

– No -dijo Daphne, mirando al suelo-. Pero tengo que creérmelo.

Violet se fue y Daphne se cubrió el abdomen con la mano y rezó.


* * *

Colin fue el siguiente en ir a verla. Una semana después, Daphne volvió de un rápido paseo por el parque y se lo encontró en el salón, con los brazos cruzados y muy furioso.

– Ah -dijo Daphne, quitándose los guantes-. Veo que te has enterado de mi regreso.

– ¿Qué demonios está pasando? -preguntó él.

Daphne vio claro que Colin no había heredado la sutileza de su madre.

– ¡Habla! -exclamó.

Ella cerró los ojos un momento. Sólo un momento para intentar amortiguar el dolor de cabeza que la llevaba persiguiendo durante días.

No quería explicarle sus problemas a Colin. Ni siquiera quería decirle lo poco que le había dicho a su madre, aunque supuso que ya lo sabía. Las noticias volaban en Bridgerton House.

– ¿Y con eso quieres decir que…?

– Quiero decir -dijo Colin-. ¿Dónde está tu marido?

– Está ocupado en otro lugar -respondió Daphne. Sonaba mucho mejor que «Me ha dejado».

– Daphne… -El tono de Colin iba cargado de advertencia.

– ¿Has venido solo? -preguntó ella, ignorando la pregunta.

– Anthony y Benedict estarán en el campo todo el mes, si es eso lo que quieres saber -dijo Colin.

Daphne estuvo a punto de suspirar aliviada. Lo último que necesitaba en esos momentos era enfrentarse a sus hermanos mayores. Ya había evitado que Anthony matara a Simón una vez y no estaba segura de poder volver a hacerlo. Sin embargo, antes que pudiera decir algo. Colin añadió:

– Daphne, te ordeno que me digas ahora mismo dónde está escondido ese bastardo.

Daphne notó que enfurecía. Ella tenía el derecho a llamar a su marido como quisiera, pero su hermano no.

– Supongo que cuando dices «ese bastardo» te refieres a mi mando -dijo ella, muy seria.

– Maldita sea, claro que sí.

– Voy a tener que pedirte que te marches.

Colin la miró como si de repente a su hermana le hubieran salido cuernos.

– ¿Cómo dices?

– No tengo ninguna intención de discutir mi matrimonio contigo, así que si no puedes guardarte tu opinión cuando nadie te la ha pedido, tendrás que marcharte.

– No puedes pedirme que me vaya -dijo él, incrédulo.

Ella se cruzó de brazos.

– Es mi casa.

Colin la miró y luego miró alrededor, el salón de la duquesa de Hastings, y luego volvió a mirar a Daphne como si acabara de darse cuenta de que su hermana pequeña, a la que siempre había visto como la extensión alegre de sí mismo, se había convertido en toda una mujer.

Alargó el brazo y la cogió de la mano.

– Daff -dijo-, dejaré que manejes la situación como a ti te parezca mejor.

– Gracias.

– Por ahora -la advirtió Colin-. No creas que dejaré que esta situación continúe así indefinidamente.

Pero no lo haría, pensó Daphne media hora después de que Colin se hubiera marchado. La situación no podía continuar así indefinidamente. Dentro de quince días tendría la respuesta a todo.


Cada mañana, Daphne se levantaba conteniendo la respiración. Incluso antes de la fecha señalada, se mordía el labio inferior, rezaba una oración y levantaba las sábanas buscando manchas de sangre.

Y cada mañana sólo veía sabanas blancas impolutas.

Una semana después del día que le tenía que venir la menstruación, empezó a albergar esperanzas. Sus ciclos nunca habían sido puntuales de modo que, pensó, todavía podía venirle. Sin embargo, nunca se le había retrasado tanto…

Una semana después, se despertaba cada día sonriendo y se aferraba a su secreto como si fuera un tesoro. Todavía no estaba preparada para compartirlo con nadie. Ni con su madre, ni con sus hermanos ni mucho menos con Simón.

No se sintió demasiado culpable por escondérselo. Después de todo, él le había negado su semen. Pero, lo más importante, temía que su reacción fuera muy negativa y no estaba preparada para dejar que su decepción le arruinara su alegría. Sin embargo, le hizo llegar una misiva a su asistente pidiéndole la dirección de Simón.

Y entonces, por fin, a la tercera semana, se cargó de valor y se sentó en la mesa para escribirle una carta.


Desgraciadamente para ella, la cera todavía no se había secado cuando su hermano Anthony, que obviamente había regresado de su estancia en el campo, entró como un tornado en la habitación. Daphne estaba arriba, en sus habitaciones privadas, donde se suponía que no debía recibir ninguna visita, así que prefirió no pensar en cuántos sirvientes habría golpeado Anthony por el camino.

Estaba furioso, y Daphne sabía que no debía provocarlo, pero siempre conseguía sacarle el sarcasmo, así que preguntó:

– ¿Cómo has subido aquí? ¿No tengo un mayordomo?

– Lo tenías -gruñó él.

– Oh, Dios mío.

– ¿Dónde está?

– Aquí no, obviamente. -No tenía ningún sentido hacer ver que no sabía de quién estaba hablando.

– Voy a matarlo.

Daphne se levantó.

– ¡No, no lo harás!

Anthony, que hasta ahora se había quedado junto a la puerta con las manos apoyadas en las caderas, avanzó hacia ella.

– Antes que se casara contigo, le hice una promesa a Hastings, ¿lo sabías?

Daphne agitó la cabeza.

– Le recordé que había estado dispuesto a matarlo por arruinar tu reputación y que se preparara si se atrevía a romperte el corazón.

– Y no lo ha hecho, Anthony. -Se cubrió el abdomen con la mano-. Todo lo contrario, más bien.

Sin embargo, nunca pudo saber si a Anthony le extrañaron sus palabras porque él estaba mirando fijamente los papeles encima de la mesa.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

Daphne siguió la dirección de su mirada y vio los primeros intentos de escribir la carta.

– Nada -dijo, cogiendo las pruebas.

– Le estás escribiendo una carta, ¿verdad? -La oscura expresión de Anthony se volvió amenazadora-. Oh, por el amor de Dios, no intentes mentirme. Vi su nombre en el encabezamiento.

Daphne hizo una bola con los papeles y los tiró a la basura.

– No es asunto tuyo.

Anthony miró la papelera como si fuera a abalanzarse sobre ella y recuperar las cartas sin terminar. Al final, miró a Daphne y dijo:

– No voy a dejar que se salga con la suya así como así.

– Anthony, esto no es de tu incumbencia.

Ni siquiera se molestó en responderle.

– Lo encontraré, ya lo sabes. Lo encontraré y lo mataré…

– Oh, por favor -estalló, al final, Daphne-. Es mi matrimonio, Anthony, no el tuyo. Y si interfieres en mis asuntos te prometo que nunca jamás volveré a dirigirte la palabra.

Lo estaba mirando fijamente, con la voz firme y Anthony pareció algo sorprendido por sus palabras.

– Está bien -dijo-. No lo mataré.

– Gracias -respondió Daphne, sarcásticamente.

– Pero lo encontraré -juró Anthony-. Y le dejaré claro mi opinión.

Daphne lo miró y vio que hablaba en serio.

– De acuerdo -dijo, y cogió la carta cerrada que había escondido en el cajón-. Dejaré que le entregues esto.

– Bien -alargó la mano para coger el sobre.

Daphne lo apartó.

– Pero sólo si me prometes dos cosas.

– ¿Que son…?

– En primer lugar, tienes que prometerme que no la leerás.

Anthony la miró tremendamente ofendido de que se le hubiera pasado por la cabeza.

– Esa expresión tan honorable no funciona conmigo -dijo Daphne, riéndose-. Anthony Bridgerton, te conozco y sé que lo leerías a la primera oportunidad que tuvieras.

Anthony la miró.

– Pero también sé -continuó ella-, que nunca romperías una promesa explícita que me hubieras hecho. Así que necesito que me lo prometas, Anthony.

– Todo esto no es necesario, Daff.

– ¡Prométemelo! -ordenó ella.

– Está bien -refunfuñó Anthony-. Te lo prometo.

– Bien -dijo ella, y le dio la carta. Anthony la miró un buen rato.

– En segundo lugar -dijo Daphne, en voz alta, obligándolo a prestarle atención-, tienes que prometerme que no le harás daño.

– Un momento, Daphne -dijo Anthony-. Me pides demasiado.

Ella levantó la mano.

– Me quedaré la carta.

Él se la escondió detrás de la espalda.

– Ya me la has dado.

Ella sonrió.

– No sabes la dirección.

– La descubriré -dijo él.

– No, no podrás y lo sabes -respondió Daphne-. Tiene muchas propiedades. Tardarías semanas en descubrir en cuál está.

– ¡Aja! -dijo Anthony triunfalmente-. Está en una de sus propiedades. Querida, me acabas de dar una pista fundamental.

– ¿Es un juego? -preguntó Daphne, incrédula.

– Dime dónde está.

– No a menos que me prometas… nada de violencia, Anthony.

– Cruzó los brazos-. Lo digo en serio.

– Está bien -murmuró él.

– Dilo.

– Eres una mujer muy dura, Daphne Bridgerton.

– Ahora es Daphne Basset y he tenido buenos maestros.

– Lo prometo -dijo, rápidamente.

– Necesito algo más que eso -dijo Daphne. Descruzó los brazos e hizo un gesto con la mano derecha como si quisiera tirar de sus palabras-. Prometo no…

– Prometo no hacerle daño al idiota de tu marido -dijo Anthony-. Ya está. ¿Satisfecha?

– Mucho -dijo ella.

Abrió un cajón y sacó la carta que había recibido hacía pocos días del asistente de Simón.

– Toma.

Anthony la cogió con un gesto malhumorado. La leyó y levantó la mirada.

– Volveré dentro de cuatro días.

– ¿Te vas hoy? -preguntó Daphne, sorprendida.

– No sé cuánto tiempo podré contener mis impulsos violentos.

– Entonces vete, no pierdas tiempo.

Y se fue.


– Dame una buena razón por la que no debería sacarte los pulmones por la boca.

Simón levantó la mirada del escritorio y vio a un Anthony Bridgerton cubierto de polvo de viaje.

– Yo también me alegro de verte, Anthony -dijo.

Anthony entró en el despacho hecho una furia, apoyó las manos en la mesa y se inclinó hacia Simón en actitud amenazadora.

– ¿Te importaría decirme por qué mi hermana está en Londres, llorando a mares cada noche, mientras tú estás en…? -Miró a su alrededor-. ¿Dónde demonios estamos?

– En Wiltshire -respondió Simón.

– ¿Mientras tú estás en Wiltshire perdiendo el tiempo en una propiedad sin importancia?

– ¿Daphne está en Londres?

– Se supone que, como marido suyo, deberías saberlo.

– Podrías suponer muchas cosas -dijo Simón-, pero te equivocarías con casi todas.

Ya hacía dos meses que se había marchado de Clyvedon. Dos meses desde que había mirado a Daphne sin poder articular palabra.

Dos meses de total vacío.

Sinceramente, a Simón le extrañaba que Daphne hubiera tardado tanto en ponerse en contacto con él, aunque para ello hubiera escogido al beligerante de su hermano mayor. Simón no sabía por qué, pero pensaba que lo haría mucho antes, aunque sólo fuera para cantarle las cuarenta. Daphne no era el tipo de mujer que se quedaba callada cuando se enfadaba; casi había esperado que lo siguiera hasta allí y le explicara de seis maneras distintas lo estúpido que era.

Y, en verdad, pasado un mes, le hubiera gustado.

– Si no le hubiera prometido a Daphne que no te pondría la mano encima -dijo Anthony, interrumpiendo los pensamientos de Simón-, te cortaría la cabeza.

– Estoy seguro de que no fue una promesa fácil de hacer -dijo Simón.

Anthony se cruzó de brazos y miró a Simón fijamente.

– Ni fácil de mantener -dijo.

Simón se aclaró la garganta mientras buscaba alguna manera de preguntar por Daphne sin parecer demasiado obvio. La echaba de menos.

Se sentía como un idiota y un estúpido, pero la echaba de menos.

Echaba de menos su risa, y su olor y cómo, en mitad de la noche, siempre acababa enredando sus piernas con las de él.

Simón estaba acostumbrado a estar solo, pero no estaba acostumbrado a esta soledad.

– ¿Te ha enviado para hacerme volver? -preguntó, al final.

– No. -Anthony se metió la mano en el bolsillo, sacó un pequeño sobre de color marfil y lo dejó encima de la mesa-. La encontré buscando un mensajero para entregarte esto.

Simón miró el sobre, horrorizado. Sólo podía querer decir una cosa. Intentó decir algo neutro, como «Entiendo», pero tenía la garganta bloqueada.

– Le dije que sería un placer traértelo yo mismo -dijo Anthony, con una buena dosis de sarcasmo.

Simón lo ignoró. Cogió el sobre deseando que Anthony no viera que le temblaban las manos.

Pero Anthony lo vio.

– ¿Qué diablos te pasa? -le preguntó, de golpe-. Estás hecho un asco.

Simón se guardó el sobre en el bolsillo.

– Siempre eres una visita excelente -dijo.

Anthony lo miró fijamente, con una mezcla entre rabia y preocupación reflejada en el rostro. Después de aclararse la garganta varias veces, dijo, en un tono muy suave:

– ¿Estás enfermo?

– Claro que no.

Anthony palideció.

– ¿Es Daphne? ¿Está enferma?

Simón levantó la cabeza de golpe.

– Que yo sepa, no. ¿Por qué? ¿Parece enferma? ¿Es que ha…?

– No, está bien. -A Anthony se le llenaron los ojos de curiosidad-. Simón -dijo, al final-, ¿qué estás haciendo aquí? Es obvio que la quieres. Y, por mucho que me cueste entenderlo, ella parece que también te quiere.

Simón se apretó la sien con los dedos para intentar aliviar el dolor de cabeza que parecía perseguirlo.

– Hay cosas que no sabes -dijo, al final, cerrando los ojos por el dolor-. Cosas que no entenderías.

Anthony se quedó callado un buen rato. Al final, cuando Simón abrió los ojos, Anthony se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– No te obligaré a volver a Londres -dijo, en voz baja-. Debería, pero no voy a hacerlo. Daphne necesita saber que vuelves por ella, no porque su hermano mayor te haya puesto una pistola en la espalda.

Simón estuvo a punto de decir que fue por eso que se casó con ella, pero se mordió la lengua. No era verdad. Al menos, no del todo. En otras circunstancias, se habría arrodillado frente a ella rogándole que se casara con él.

– Sin embargo -dijo Anthony-, deberías saber que la gente está empezando a hablar. Daphne volvió a Londres sola, apenas dos semanas después de la rápida ceremonia. Lo está llevando con buena cara, pero tiene que ser doloroso. Es cierto que todavía nadie se le ha acercado y la ha insultado, pero todos tenemos un límite a la hora de soportar la lástima de los demás. Y esa maldita Whistledown ha estado escribiendo cosas sobre ella.

Simón frunció el ceño. No llevaba mucho tiempo en Inglaterra, pero le bastaba para saber que la ficticia lady Whistledown podía provocar grandes dosis de dolor y angustia.

Anthony, disgustado, maldijo.

– Ve al médico, Hastings. Y luego vuelve con tu mujer -y se fue.

Simón saco el sobre y se lo quedó mirando un rato antes de abrirlo. Ver a Anthony le había causado mucha impresión. Saber que había estado con Daphne lo hizo estremecerse de dolor.

Maldita sea. No sabía que la iba a echar tanto de menos.

Sin embargo, eso no quería decir que no estuviera enfadado con ella. Le había robado algo que él nunca había querido darle. Él no quería hijos. Se lo había dicho. Daphne se había casado con él sabiéndolo.

Y lo había engañado.

¿O no? Se rascó con fuerza los ojos y la frente mientras intentaba recordar los detalles exactos de aquella desgraciada mañana. Daphne fue la que llevó la voz cantante en la cama, pero recordaba perfectamente haberla animado a seguir. No debería haber alentado algo que sabía que no podría parar.

Seguramente no estaría embarazada, pensó. ¿No había tardado más de diez años su madre en dar a luz a un hijo sano?

Pero, por la noche, solo en su cama, se enfrentaba a toda la verdad.

No había huido sólo porque Daphne lo hubiera desobedecido o porque cabía la posibilidad de haber engendrado un hijo.

Había huido porque no soportaba lo que le había pasado con ella.

Su mujer lo había reducido al estúpido tartamudo de su niñez. Lo había dejado sin palabras y había recuperado aquel horrible sentimiento de no poder decir lo que sentía.

No sabía si podría vivir con ella otra vez si eso implicaba volver a ser ese niño que apenas podía articular palabra. Intentaba acordarse de su noviazgo, de su falso noviazgo mejor dicho, y de lo fácil que era estar y hablar con ella. Pero cada recuerdo estaba teñido de dolor por la conclusión dónde los había llevado: al dormitorio de Daphne aquella terrible mañana, con Simón hablando a trompicones.

Y se odiaba cuando le pasaba eso.

De modo que había huido a otro lugar ya que, como duque, poseía una infinidad de propiedades. Esta casa estaba en Wiltshire y no estaba exageradamente lejos de Clyvedon. Podría volver allí en un día y medio de viaje. Le gustaba pensar que, si podía volver tan rápido, no podía considerarse una huida en toda regla.

Y ahora parecía que tendría que regresar.

Respiró hondo y sacó la carta. Desdobló el papel y leyó:


Simón:

Mis esfuerzos, como tú los llamaste, han dado su fruto. Me he trasladado a Londres, así estaré cerca de mi familia. Esperaré aquí recibir noticias tuyas.

Tuya,

Daphne


Simón no estaba seguro de cuánto tiempo se quedó allí sentado, casi sin respiración, sosteniendo el papel entre los dedos. Y entonces, al final, sintió la caricia de la brisa, o la luz cambió o quizá fue un ruido de la casa, pero algo lo despertó del ensueño y lo hizo levantarse. Salió al pasillo y llamó al mayordomo.

– Que preparen el carruaje -le ordenó cuando apareció-. Me voy a Londres.

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