Un beso ha arruinado a más de una dama.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
14 de mayo de 1813
Simon no estaba seguro de en qué momento supo que iba a besarla. Posiblemente, era algo que nunca supo, sólo algo que sintió.
Hasta el último momento, había sido capaz de convencerse de que sólo la había llevado detrás de aquel seto para regañarla, para reprenderla por su comportamiento tan despreocupado que sólo podía traerles graves problemas a los dos.
Sin embargo, había sucedido algo o, a lo mejor llevaba sucediendo desde hacía mucho y él se había esforzado en ignorarlo. Los ojos de Daphne eran distintos, casi brillaban. Y había abierto la boca, sólo un poco, aunque lo suficiente para que Simon no pudiera dejar de mirarla.
Su mano empezó subir por el brazo, por encima del guante blanco, por encima de la piel del codo y, al final, por encima de las mangas del vestido. La rodeó por la espalda y la atrajo hacia sí, eliminando por completo la distancia que los separaba. Quería tenerla más cerca. Quería tenerla a su alrededor, encima de él, debajo de él. La quería tanto que le daba miedo.
La amoldó a su cuerpo y la rodeó con los brazos. La notaba de arriba abajo contra su cuerpo. Era bastante más baja que él, así que sus pechos le quedaban a la altura de las costillas y el muslo de Simon…
Se estremeció de deseo.
El muslo de Simon estaba entre las piernas de Daphne, sintiendo en su propia piel el calor que desprendía.
Simon gruñó, un primitivo sonido que mezclaba necesidad y frustración. Sabía que no podría hacerla suya esa noche, que no podría hacerla suya nunca, y necesitaba que aquellas caricias le duraran toda la vida.
La seda del vestido de Daphne era suave y fina debajo de los dedos de Simon y, a medida que le recorría la espalda, notaba cada línea de su cuerpo.
Entonces, sin saber por qué, no lo sabría en la vida, se separó de ella. Sólo un poco, pero fue suficiente para que el aire fresco corriera entre los dos cuerpos.
– ¡No! -exclamó ella, y Simon se preguntó si Daphne tenía alguna idea de la invitación que le acababa de hacer con esa sencilla palabra.
Le cogió la cara con las dos manos y la miró fijamente hasta que sintió que se perdía en ella. Estaba demasiado oscuro para diferenciar los colores exactos de aquella cara inolvidable, pero Simon sabía que los labios eran suaves y rosados, con un toque anaranjado en las comisuras. Sabía que los ojos tenían mil matices de marrones, con un precioso círculo verde que constantemente lo invitaba a mirarlo más de cerca para ver si realmente estaba allí o era un producto de su imaginación.
Pero el resto, cómo sería abrazarla, cómo sería saborearla, sólo podía imaginárselo.
Y Dios sabía que lo había imaginado. A pesar de su actitud serena, a pesar de las promesas que le había hecho a Anthony, se moría por ella. Cuando la veía al otro lado de una sala llena de gente, la piel le quemaba y, cuando la veía en sueños, su cuerpo se encendía.
Y ahora, ahora que la tenía en sus brazos, ahora que la respiración de Daphne era entrecortada por el deseo y que sus ojos brillaban con una pasión que seguro no podía entender, ahora creía que iba a estallar.
De modo que besarla se convirtió en un asunto de supervivencia. Era muy sencillo. Si no la besaba, si no la devoraba, moriría. Podía parecer melodramático, pero en aquel instante Simon habría jurado que era así. El deseo que sentía en el estómago estallaría y se lo llevaría con él.
La necesitaba hasta ese extremo.
Cuando, al final, cubrió su boca con sus labios, no fue nada suave. Tampoco fue cruel, pero tenía el pulso demasiado acelerado, demasiado urgente, y el beso fue el de un amante hambriento, no el de un educado pretendiente.
Le habría abierto la boca a la fuerza pero ella también se dejó llevar por la pasión del momento y, cuando la lengua de Simon empezó a abrirse camino, ella no opuso resistencia.
– Oh, Dios mío, Daphne -gruñó, cubriéndole las nalgas con las manos, acercándola más y más, invadido por la necesidad de hacerle sentir a ella la fuerza que se había originado en su entrepierna-. No sabía… Nunca soñé…
Pero era mentira. Lo había soñado. Lo había soñado con todos los detalles. Pero cualquier sueño quedaba en nada comparado con la realidad.
Cada roce, cada movimiento hacía que la deseara más y, cada segundo que pasaba, sentía que su cuerpo y su mente libraban una batalla cada vez más dura. Ya no importaba lo que estaba bien o lo que era adecuado. Todo lo que importaba era que ella estaba en sus brazos y que la deseaba con todas sus fuerzas.
Y su cuerpo se dio cuenta que ella también lo deseaba.
Las manos le recorrieron todo el cuerpo, la boca la devoró. No parecía saciarse de ella.
Sintió que la mano enguantada de Daphne subía con cautela hasta la parte alta de su espalda, deteniéndose en la nuca. Por donde pasaba, Simon sentía que la piel se estremecía y, después, quemaba.
Y quería más. Sus labios abandonaron su boca y bajaron por el cuello hacia el hueco encima de las clavículas. Ante cada caricia, Daphne emitía un gemido, y eso hacía que el deseo de Simon creciera todavía más.
Con las manos temblorosas, acarició el borde del escote del vestido. Era una tela muy delicada y sabía que sólo necesitaría un ligero movimiento para que la delicada seda se deslizara bajo la turgencia de sus pechos.
Era una visión a la que no tenía derecho, un beso que no le correspondía, pero no podía evitarlo.
Le dio la oportunidad de detenerlo. Se movió con una lentitud agonizante, deteniéndose antes de desnudarla para darle una última oportunidad de decir que no. Sin embargo, Daphne arqueó la espalda y soltó un suspiro de lo más suave y seductor.
Simon estaba perdido.
Dejó caer la tela del vestido y en un sorprendente y estremecedor momento de deseo, la observó. Y entonces, mientras su boca descendía para acariciar su premio, escuchó:
– ¡Cabrón!
Daphne, al reconocer la voz antes que Simon, se asustó y se apartó.
– Dios mío -suspiró-. ¡Anthony!
Su hermano estaba a dos metros de ellos y se acercaba corriendo. Tenía las cejas arrugadas por la furia y, cuando se abalanzó sobre Simon, emitió un gutural grito de guerra distinto a todo lo que Daphne había oído en su vida. No parecía ni humano.
Apenas tuvo tiempo de cubrirse antes de que Anthony se abalanzara sobre Simon con tanta fuerza que, por el golpe del brazo de uno de los dos, ella también fue a parar al suelo.
– ¡Te mataré, maldito…! -El resto de improperios que Anthony dijo se perdieron en el aire cuando Simon le dio la vuelta y se colocó encima de él, cortándole la respiración.
– ¡Anthony, no! ¡Basta! -gritó Daphne, agarrándose el corpiño del vestido, a pesar de que ya se lo había vuelto a atar y no había peligro de que cayera.
Sin embargo, Anthony estaba poseído. Golpeó a Simon; la rabia se le reflejaba en la cara, en los puños, en los sonidos tan primitivos que emitía.
En cuanto a Simon, se defendía de los golpes pero no los devolvía.
Daphne, que hasta ahora había estado allí quieta, como una idiota, se dio cuenta de que tenía que intervenir. De otro modo, Anthony mataría a Simon allí mismo, en el jardín de lady Trowbridge. Se agachó para intentar separar a su hermano del hombre que quería, pero justo en ese momento los dos rodaron por el suelo, golpearon a Daphne en las rodillas y la enviaron contra el seto.
– ¡Aaaaaaaahhhhhhhh! -gritó, dolorida en más partes del cuerpo de las que creía posible.
El grito debió contener una nota de agonía porque los dos hombres se detuvieron de inmediato.
– ¡Oh, Dios mío! -Simon, que estaba encima de Anthony, fue el primero en reaccionar-. ¡Daphne! ¿Estás bien?
Ella se quejó, intentando no moverse. Tenía zarzas clavadas por todo el cuerpo y cada movimiento abría más las heridas.
– Creo que está herida -le dijo Simon a Anthony, muy preocupado-. Tenemos que levantarla recta. Si la doblamos, se hará más daño.
Anthony asintió, dejando momentáneamente de lado su enfado con Simon. Daphne estaba herida y ella iba antes que nada.
– No te muevas, Daff -dijo Simon, con una voz suave y dulce-. Voy a rodearte con los brazos. Luego te levantaré y te sacaré de ahí. ¿De acuerdo?
Ella agitó la cabeza.
– Te vas a pinchar.
– No te preocupes por mí. Llevo manga larga.
– Déjame a mí -dijo Anthony.
Pero Simon lo ignoró. Mientras Anthony estaba de pie sin poder hacer nada, Simon metió las manos entre las zarzas del seto muy despacio e intentó separar las ramas de la piel dolorida de Daphne. Sin embargo, cuando llegó a las mangas, tuvo que detenerse porque algunas ramas se habían metido dentro del vestido y estaban clavadas en la piel.
– No puedo quitártelas todas -dijo-. Se te va a romper el vestido.
Daphne asintió con un movimiento entrecortado.
– No me importa -dijo-. Ya está destrozado.
– Pero… -Aunque Simon había llevado a cabo el proceso de bajarle el vestido hasta la cintura, ahora se sentía incómodo diciendo que era posible que se le rompiera cuando la levantara. Se giró hacia Anthony y dijo-: Necesitará tu abrigo.
Anthony ya se lo estaba quitando.
Simon se giró hacia Daphne y la miró fijamente.
– ¿Estás lista? -le preguntó, dulcemente.
Ella asintió y, quizá fue una imaginación suya, pero tuvo la sensación de que estaba mucho más calmada ahora que lo miraba fijamente a los ojos.
Después de asegurarse que no quedaba ninguna zarza enganchada a su piel, la acabó de rodear con los brazos.
– A la de tres -dijo.
Ella volvió a asentir.
– Una… Dos…
La levantó y la atrajo hacia sí con tanta fuerza que los dos rodaron por el suelo.
– ¡Dijiste a la de tres! -gritó Daphne.
– Mentí. No quería que te tensaras.
Daphne hubiera seguido con la discusión pero, justo entonces, vio que tenía el vestido destrozado y se apresuró a cubrirse con los brazos.
– Coge esto -dijo Anthony, dándole su abrigo.
Daphne lo aceptó de inmediato y se envolvió en él. A él le quedaba de maravilla, pero a ella le iba tan grande que parecía una capa.
– ¿Estás bien? -le preguntó con brusquedad.
Ella asintió.
– Bien -Anthony si giró hacia Simon-. Gracias por sacarla de ahí.
Simon no dijo nada, sólo hizo un gesto con la cabeza.
Anthony volvió a mirar a Daphne.
– ¿Estás segura de que estás bien?
– Me duele un poco -dijo ella-. En casa tendré que poner un ungüento, pero no es nada grave.
– Bien -repitió Anthony.
Entonces cerró el puño y lo estampó en la cara de Simon, tirando al suelo a su desprevenido amigo.
– Eso -dijo Anthony, furioso-, es por deshonrar a mi hermana.
– ¡Anthony! -gritó Daphne-. ¡Basta ya de tonterías! Él no me ha deshonrado.
Anthony se giró y la miró fijamente.
– Te vi los…
A Daphne se le revolvió el estómago y sólo entonces fue consciente de que Simon la había desnudado. ¡Dios santo, Anthony le había visto los pechos! ¡Su hermano! Aquello iba contra natura.
– Levántate -gritó Anthony-, para que pueda volver a pegarte.
– ¿Estás loco? -gritó Daphne, interponiéndose entre él y Simon, que todavía estaba en el suelo, con la mano sobre el ojo morado-. Anthony, te juro que si le vuelves a pegar, no te lo perdonaré jamás.
Anthony la apartó.
– El próximo -dijo-, es por traicionar nuestra amistad.
Lentamente, ante el horror de Daphne, Simon se puso en pie.
– ¡No! -gritó ella, colocándose delante de Simon.
– Apártate, Daphne -le dijo Simon, suavemente-. Esto es entre nosotros dos.
– ¡No es verdad! Por si no lo recordáis, soy yo la que… -Dejó la frase a medias porque vio que ninguno de los dos la estaba escuchando.
– Apártate, Daphne -dijo Anthony, más brusco. Ni siquiera la miró, porque tenía los ojos fijos en los de Simon.
– ¡Esto es ridículo! ¿No podemos hablarlo como personas adultas! -Miró a Simon y a su hermano y, al final, otra vez a Simon-. ¡Por el amor de Dios, Simon! ¡Tienes un ojo horrible!
Se le acercó y le tocó el ojo, que estaba sangrando.
Simon se quedó inmóvil, sin mover ni un músculo mientras ella le tocaba el ojo, preocupada. Sus dedos le rozaron la piel, un contacto que le calmaba el dolor. Ese contacto le dolía, aunque esta vez no era de deseo. Tenerla a su lado era tan agradable, era tan buena, honorable y pura.
Y estaba a punto de hacer lo más deshonroso de su vida.
Cuando Anthony terminara de vaciar su rabia contra él y le pidiera que se casara con su hermana, diría que no.
– Apártate, Daphne -dijo, con una voz que sonó extraña incluso a sus oídos.
– No, yo…
– ¡Apártate! -gritó él.
Ella se apartó rozando con la espalda el seto en el que se había quedado enganchada, y miró horrorizada a los dos hombres.
Simon sonrió a Anthony.
– Pégame.
Aquello pareció sorprender a Anthony.
– Hazlo -dijo Simon-. Sácalo.
Anthony relajó la mano. Sin mover la cabeza, miró a Daphne.
– No puedo -dijo-. No cuando está ahí pidiéndomelo.
Simon dio un paso adelante, acercándose peligrosamente.
– Pégame. Házmelo pagar.
– Lo pagarás en el altar -respondió Anthony.
Daphne dio un grito ahogado que llamó la atención de Simon. ¿De qué se sorprendía? ¿Acababa de entender las consecuencias de, si no sus acciones, su estupidez al permitir ser descubiertos?
– No lo obligaré -dijo Daphne.
– Yo sí -dijo Anthony.
Simon agitó la cabeza.
– Mañana por la mañana ya me habré marchado.
– ¿Te vas? -preguntó Daphne.
El tono dolido de su voz se clavó como un cuchillo de culpabilidad en el corazón de Simon.
– Si me quedo, estarás empeñada por mi presencia para siempre. Será mejor que me vaya.
El labio inferior de Daphne estaba tembloroso. Simon no podía soportar que temblara. De sus labios sólo salió una palabra: su nombre y lo dijo con una melancolía que a Simon se le partió el corazón.
Simon tardó unos segundos en poder decir:
– No puedo casarme contigo, Daff.
– ¿No puedes o no quieres? -preguntó Anthony.
– Las dos cosas.
Anthony volvió a pegarle.
Simon cayó a suelo, sorprendido por la fuerza del golpe en la mandíbula. Pero se merecía cada golpe y cada moratón. No quería mirar a Daphne, no quería encontrarse con sus ojos, pero ella se arrodilló a su lado y le colocó la mano en el hombro para ayudarlo a ponerse de pie.
– Lo siento, Daff -dijo, obligándose a mirarla. Le dolía todo el cuerpo y no podía mantener el equilibrio, sólo veía con un ojo y, aún así, ella había acudido en su ayuda después que él la rechazara, y eso se lo debía-. Lo siento mucho.
– Guárdate tus patéticas palabras -le dijo Anthony-. Te veré al alba.
– ¡No! -exclamó Daphne.
Simon miró a Anthony y asintió. Entonces miró a Daphne y dijo:
– Si p-pudiera ser cualquiera, Daff, serías tú. Te lo p-prometo.
– ¿De qué estás hablando? -preguntó ella, con los ojos llenos de ira-. ¿Qué quieres decir?
Simon cerró el ojo y suspiró. A esa hora, al día siguiente, ya estaría muerto, porque no iba a disparar contra Anthony y dudaba que Anthony se hubiera calmado lo suficiente como para disparar al aire.
Y, aún así, de un modo extraño y patético, conseguiría lo que siempre quiso. Por fin se vengaría de su padre.
Curiosamente, sin embargo, no era así como lo había pensado. Había pensado… Bueno, no sabía qué había pensado. La mayoría no intentaba predecir como sería su muerte, pero sabía que no quería morir así. No quería morir con los ojos de su mejor amigo inundados de odio. No quería morir en un campo desierto al alba.
No quería morir deshonrado.
Las manos de Daphne, que le habían estado acariciando tan delicadamente el ojo, se apoyaron en sus hombros y lo zarandearon. Aquello hizo que abriera el humedecido ojo y vio su cara, muy cerca y muy furiosa.
– ¿Qué te pasa, Simon? -le preguntó. Tenía una cara que nunca había visto, con los ojos llenos de rabia, angustia y desesperación-. ¡Te va a matar! Os reuniréis en algún campo perdido y te matará. Y te comportas como si quisieras que lo hiciera.
– N-no q-q-quiero m-morir -dijo, demasiado cansado para preocuparse por el tartamudeo-. P-pero no puedo casarme contigo.
Las manos de Daphne le resbalaron por los brazos y ella se alejó. La mirada de dolor y rechazo en sus ojos era casi insoportable. Estaba tan abatida, envuelta en el abrigo de su hermano, con ramas de zarza colgadas del pelo. Cuando abrió la boca para hablar, parecía que las palabras le salían directamente del alma.
– Siempre he sabido que no era la mujer por la que los hombres suspiraban, pero nunca pensé que alguien prefiriera morir antes que casarse conmigo.
– ¡No! -gritó Simon, levantándose a pesar de que le dolía el cuerpo entero-. Daphne, no es así.
– Ya has dicho bastante -dijo Anthony, interponiéndose entre ambos.
Colocó las manos encima de los hombros de su hermana y la separó del hombre que le había roto el corazón y, posiblemente, dañado su reputación para siempre.
– Sólo una cosa más -dijo Simon, odiando la mirada suplicante y patética que sabía que debía tener.
Pero tenía que hablar con Daphne. Asegurarse de que lo entendía.
Sin embargo, Anthony agitó la cabeza.
– Espera -Simon colocó una mano encima del brazo del que una vez fue su mejor amigo-. No puedo arreglar esto. He hecho… -suspiró con rabia, intentando aclarar sus pensamientos-. He hecho una promesa. Sé que no puedo arreglarlo, pero puedo decirle…
– ¿Decirle qué? -preguntó Anthony, imperturbable.
Simon apartó la mano de la manga de Anthony y se la pasó por el pelo. No podía decírselo a Daphne, no lo entendería. O peor, sí que lo entendería y, entonces, Simon sólo tendría su compasión. Al final, dándose cuenta de que Anthony lo estaba mirando impaciente, dijo:
– A lo mejor puedo arreglarlo un poco.
Anthony no se movió.
– Por favor -Y Simon se preguntó si alguna vez había querido decir algo con tanta intensidad como ahora.
Anthony no se movió durante un rato pero, al final, se apartó.
– Gracias -dijo Simon, con voz solemne, mirando a Anthony brevemente antes de concentrarse en Daphne.
Había pensado que a lo mejor no querría mirarlo a la cara y castigarlo con su rechazo, pero se encontró con que Daphne lo miró con la barbilla bien alta, con los ojos desafiantes. Nunca la había admirado tanto.
– Daff -empezó a decir, sin estar muy seguro de lo que iba a decir pero con la confianza de que las palabras saldrían por sí solas-. N-no es por ti. Si pudiera ser cualquiera, serías tú. Pero si te casaras conmigo, te destruirías. Nunca podría darte lo que quieres. Te morirías día a día, y yo no sería capaz de soportarlo.
– Nunca podrías hacerme daño -susurró ella.
Él agitó la cabeza.
– Tienes que confiar en mí.
Sus ojos fueron cálidos y verdaderos cuando dijo:
– Confío en ti. Pero no sé si tú confías en mí.
Sus palabras fueron como un puñetazo en el estómago, y Simon se sintió el ser más bajo del mundo.
– Por favor, entiende que nunca quise herirte.
Ella se quedó inmóvil tanto tiempo que Simon se preguntó si había dejado de respirar. Pero entonces, sin mirar a su hermano, dijo:
– Ahora me gustaría irme a casa.
Anthony la rodeó con el brazo y le dio la vuelta, como si quisiera protegerla con evitar que lo mirara.
– Te llevaré a casa -dijo, suavemente-. Te meteré en la cama y te daré un vaso de coñac.
– No quiero coñac -dijo ella, muy brusca-. Sólo quiero pensar.
A Simon le dio la sensación de que aquel comentario molestó un poco a Anthony pero lo único que hizo fue apretarla contra sí y dijo:
– De acuerdo.
Y Simon se quedó allí, golpeado y ensangrentado, hasta que Anthony y Daphne desaparecieron en la noche.