CAPÍTULO 4

Estos días, Londres está invadido por todas las madres ambiciosas. En el baile de lady Worth de la semana pasada, esta autora vio, al menos, once solteros convencidos escondiéndose por los rincones y marcharse corriendo de la casa con esas madres ambiciosas pisándoles los talones.

Es muy difícil decidir quién es, precisamente, la peor de todas aunque esta autora sospecha que, al final, la lucha va a ser muy cerrada entre lady Bridgerton y la señora Featherington, con victoria de esta última por una nariz en el último metro. Al fin y al cabo, hay tres Featherington casaderas en el mercado, mientras que lady Bridgerton sólo tiene que ocuparse de una.

Sin embargo, sería recomendable que todas aquellas personas con dos dedos de frente se mantuvieran muy, muy alejadas de los hombres solteros cuando las Hermanas E, F y H Bridgerton se presenten en sociedad. Lady B no es de las que miran a ambos lados antes de entrar en un salón de baile con tres hijas detrás, y que el Señor nos asista si decide ponerse botas con la punta de metal.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

28 de abril de 1813


Simon pensó que la noche no podía empeorar. Nunca lo hubiera dicho, pero el extraño encuentro con Daphne Bridgerton acabó por convertirse en lo mejor de aquella velada. Sí, se había quedado horrorizado al descubrir que se había sentido atraído, aunque sólo fuera por unos momentos, por la hermana pequeña de su mejor amigo. Sí, los patosos intentos de seducción de Nigel Berbrooke habían sido un insulto para su sensibilidad de vividor. Y sí, al final, Daphne lo había exasperado hasta lo impensable con su indecisión de tratar a Nigel como aun criminal o preocuparse de él como si fuera su mejor amigo. Sin embargo, absolutamente nada de eso tenía comparación con lo que todavía tuvo que soportar después.

Su fantástico plan de presentarse en el baile, saludar a lady Danbury y marcharse sin que nadie lo viera pronto dejó de ser tan fantástico. Cuando apenas había dado dos pasos en el salón, un viejo compañero de Oxford que, para mayor desgracia suya, recientemente se había casado, lo reconoció. Su mujer era una joven encantadora aunque, desafortunadamente, tenía grandes aspiraciones sociales y se ve que, en cuanto lo conoció, decidió que su camino a la felicidad pasaba por ser la que introdujera al nuevo duque en sociedad. Y Simon, aunque solía definirse como un hombre de mundo y bastante cínico, descubrió que no era lo suficientemente maleducado como para insultar a la mujer de un viejo amigo de universidad.

Y así, dos horas más tarde, le había presentado a todas las chicas casaderas del baile, a todas las madres de las chicas casaderas y, por supuesto, a cada hermana mayor casada de cada chica casadera. Simon no sabría decir qué grupo había sido peor. Las chicas casaderas eran terriblemente aburridas, las madres eran descaradamente ambiciosas y las hermanas… bueno, Simon llegó a plantearse si había ido a parar a un burdel. Seis de ellas le habían hecho insinuaciones sin ningún tipo de paliativos, dos le habían dado notas invitándolo a los tocadores y una incluso le había acariciado el muslo.

En conjunto, Daphne Bridgerton empezaba a parecerle de lo mejorcito.

Y hablando de Daphne, ¿dónde se había metido? Creía haberla visto de reojo hacía más o menos una hora rodeada de sus hermanos, un grupo que intimidaba. No es que, por separado, intimidaran a Simon, pero tenía claro que uno tendría que ser imbécil para provocarlos en grupo.

Pero desde entonces parecía que se la había tragado la tierra. De hecho, era la única chica casadera del baile que no le habían presentado.

No creía que Berbrooke la volviera a molestar después de haberlo dejado en el pasillo. Al fin y al cabo, le había dado un buen puñetazo en la mandíbula y tardaría un rato en despertarse. Y más teniendo en cuenta la cantidad de alcohol que había ingerido durante toda la noche. E incluso, aunque Daphne se había dejado llevar por la compasión cuando su patoso pretendiente se había desplomado en el suelo, no era tan estúpida como para quedarse con él en el pasillo hasta que recuperara la conciencia.

Simon miró hacia donde estaban los hermanos Bridgerton, y le pareció que se lo estaban pasando en grande. Los habían abordado casi tantas jóvenes como a él, pero el ser tres jugaba a su favor. Simon vio que las debutantes no estaban con los Bridgerton ni la mitad de tiempo que estaban con él.

Simon hizo una mueca.

Anthony, que estaba apoyado tranquilamente en la pared, lo vio y levantó la copa de vino que sostenía, sonriéndole. Luego ladeó la cabeza señalando a la izquierda de Simon. Éste se giró, justo a tiempo de encontrarse con otra madre rodeada por sus tres hijas, que llevaban unos vestidos de lo más recargado, llenos de pliegues y volantes aparte de, por supuesto, montones y montones de lazos.

Pensó en Daphne, con su sencillo a la par que elegante vestido verde. Daphne, con esos ojos marrones y esa sonrisa…

– ¡Duque! -exclamó la madre-. ¡Duque!

Simon parpadeó para volver a la realidad. La familia cubierta de lazos lo había rodeado con tanta eficacia que no fue capaz ni de echar un vistazo hacia Anthony.

– Duque -repitió la madre-, es un honor conocerlo.

Simon asintió con la cabeza. No tenía palabras. Las mujeres estaban tan cerca de él que tenía miedo de ahogarse.

– Nos envía Georgiana Huxley -insistió la mujer-. Me dijo que tenía que presentarle a mis hijas.

Simon no recordaba quién era Georgiana Huxley, pero pensó que le apetecía estrangularla.

– Normalmente, no sería tan atrevida -continuó la señora-, pero su padre era muy, muy buen amigo mío.

Simon se agarrotó.

– Era un hombre maravilloso -continuó, mientras sus palabras se clavaban en la cabeza de Simon como uñas-. Siempre estaba tan pendiente de sus obligaciones para con el título que ostentaba. Debió ser un padre fabuloso.

– No sabría decirle -dijo Simon, escuetamente.

– ¡Oh! -La señora tuvo que toser para aclararse la garganta varias antes de poder continuar-. Ya veo. Bueno. Dios mío.

Simon no dijo nada, confiando en que esa actitud distante la disuadiera de quedarse. Maldita sea, ¿dónde estaba Anthony? Ya era suficientemente malo tener que soportar ver a esas mujeres comportándose como si él fuera un premio para encima tener que aguantar el escuchar de esa mujer lo buen padre que había sido el viejo duque…

Estaba a punto de estallar.

– ¡Duque! ¡Duque!

Simon se obligó a volver a mirar a la señora que tenía delante y se dijo que debía tener un poco más de paciencia. Al fin y al cabo, posiblemente sólo estaba halagando a su padre porque creía que era lo que él queda oír.

– Sólo quería recordarle -dijo- que ya nos presentaron oficialmente hace algunos años, cuando todavía era conde de Clyvedon.

– Si -murmuró Simon, buscando cualquier grieta en la barricada de mujeres por donde escapar.

– Le presento a mis hijas -dijo, señalando a las tres jóvenes.

Dos de ellas eran bastante guapas, pero la tercera todavía tenía granos en la cara y llevaba un vestido naranja que no la favorecía en absoluto. Al parecer, no estaba disfrutando de la velada como sus dos hermanas.

– ¿No son preciosas?-continuó la señora-. Son mi orgullo y alegría. Y son tan cariñosas.

Simon tuvo la extraña sensación de haber escuchado aquella descripción una vez, cuando fue a comprar un perro.

– Duque, permítame que le presente a Prudence, Philipa y Penelope.

Las jóvenes hicieron una reverencia, pero ninguna se atrevió a mirarlo a los ojos.

– Tengo otra hija en casa -dijo la señora Featherington-. Se llama Felicity. Pero sólo tiene diez años y no la dejo venir a estas fiestas.

Simon no entendía por qué esa mujer sentía la necesidad de compartir aquella información con él, así que adquirió un tono aburrido que, con los años, había aprendido que era la mejor manera de ocultar el enfado, y dijo:

– ¿Y usted es…?

– ¡Oh, le pido disculpas! Soy la señora Featherington, claro. Mi marido falleció hace tres años pero era uno de los mejores amigos de su padre… -El final de la frase fue casi como un susurro, porque recordó la anterior reacción de Simon al mencionarle a su padre.

Simon asintió.

– Prudence toca muy bien el piano -dijo ella, cambiando de tema.

Simon vio la mueca en la cara de la chica y decidió que nunca asistiría a una velada musical en casa de los Featherington.

– Y mi querida Philipa es una excelente pintora de acuarelas.

Philipa sonrió.

– ¿Y Penelope? -Algo dentro de Simon le obligó a preguntarlo.

La señora Featherington lanzó una mirada de pánico a su hija menor, que parecía bastante abatida. Penelope no era una chica demasiado atractiva y los vestidos que le ponía su madre no favorecían en nada su figura algo regordeta. Pero había algo cálido en su mirada.

– ¿Penelope? -repitió la señora Featherington, con la voz temblorosa-. Penelope es… eh… bueno, ¡es Penelope! -dijo, con una falsa sonrisa en los labios.

La chica miró a su alrededor como si quisiera esconderse debajo de alguna alfombra. Simon decidió que si se veía obligado a bailar con alguna, se lo pediría a Penelope.

– Señora Featherington -dijo una voz seca e imponente que no podía pertenecer a nadie más que a lady Danbury-, ¿está acosando al duque con preguntas?

Simon quería responder que sí, pero el recuerdo de la cara mortificada de Penelope Featherington le hizo decir:

– Por puesto que no.

Lady Danbury levantó una ceja mientras se giraba lentamente hacia él.

– Mentiroso.

Se giró hacia la señora Featherington, que se había quedado pálida. La señora Featherington no dijo nada. Lady Danbury no dijo nada. Al final, la señora Featherington murmuró que acababa de ver a su prima, cogió a sus tres hijas y se marchó.

Simon se cruzó de brazos, pero no pudo evitar mirar a su anfitriona con una sonrisa.

– Eso no ha estado demasiado bien, ya lo sabe -dijo.

– Bah. Tiene la cabeza llena de pájaros, igual que sus hijas, excepto la más feúcha. -Lady Danbury agitó la cabeza-. Si la vistieran con otro color.

Simon intentó contener una risa, pero no pudo.

– Nunca aprendió a ocuparse de sus asuntos, ¿verdad?

– Nunca. ¿Qué diversión tendría ocuparme sólo de mis cosas? -dijo, y sonrió. Simon juraría que no quería hacerlo, pero sonrió-, Y en cuanto a ti -añadió-, eres un invitado horrible. Se supone que, a estas alturas, tus buenos modales te habrían llevado a saludar a la anfitriona.

– Ha estado en todo momento demasiado rodeada de admiradores como para acercarme.

– ¡Qué simplista! -comentó la mujer.

Simon no dijo nada porque no estaba del todo seguro de cómo interpretar sus palabras. Siempre había sospechado que lady Danbury conocía su secreto, pero nunca lo había sabido a ciencia cierta.

– Tu amigo Bridgerton se acerca -dijo ella.

Simon siguió con la mirada su movimiento de cabeza. Anthony se dirigía hacia ellos tranquilamente y, cuando estaba a punto de llegar a su lado, escuchó que lady Danbury lo llamaba cobarde.

Anthony parpadeó.

– ¿Disculpe?

– Podías haber venido antes y salvar a tu amigo del cuarteto de las mujeres Featherington.

– Pero estaba disfrutando mucho al verlo en dificultades.

– Hmmmph.

Y sin decir nada más, o sin emitir ningún sonido más, se fue.

– Es una mujer de lo más extraña -dijo Anthony-. No me sorprendería que fuera esa maldita lady Whistledown.

– ¿Te refieres a la de la columna de chismorreos?

Anthony asintió mientras guiaba a Simon hasta donde se encontraban sus dos hermanos. Mientras caminaban, Anthony sonrió y dijo:

– Te he visto hablando con un buen número de respetables señoritas.

Simon murmuró algo bastante obsceno entre dientes.

Sin embargo, Anthony sólo se rió.

– No dirás que no te había avisado.

– Ya me mortifica lo suficiente admitir que tenías razón, así que no me pidas que lo diga en voz alta.

Anthony soltó una carcajada.

– Por ese comentario, creo que yo mismo te presentaré a todas las debutantes de la ciudad.

– Si lo haces-le advirtió Simon-, te prometo que pronto morirás de un modo lento y extremadamente doloroso.

Anthony sonrió.

– ¿Espadas o revólveres?

– No, veneno. Veneno del bueno.

– Vaya.

Anthony se detuvo frente a sus dos hermanos, ambos con el mismo pelo castaño, altos y una constitución ósea perfecta. Simon vio que uno tenía los ojos verdes y el otro, marrones como Anthony. Sin embargo, a pesar de eso, la luz del salón daba lugar a confundirlos.

– ¿Te acuerdas de mis hermanos? -dijo Anthony-. Benedict y Colin. A Benedict lo recordarás de Eton. Es el que tuvimos pegado a los talones durante tres meses cuando llegó.

– Eso no es cierto -.dijo Benedict, riendo.

– A Colin no sé si lo conoces -añadió Anthony-. Posiblemente es demasiado joven para haberse cruzado en tu camino.

– Un placer -dijo Colin, alegremente.

Simon vio un brillo de granuja en sus ojos verdes y no pudo evitar mostrar una sonrisa.

– Anthony nos ha dicho muchas cosas insultantes sobre usted- añadió Colin, con una maliciosa sonrisa en la cara-. Y por eso estoy seguro de que seremos grandes amigos.

Anthony puso los ojos en blanco.

– Estoy seguro que entiendes por qué mi madre está convencida de que Colin será el primero de sus hijos en volverla loca.

– En realidad, me enorgullezco de eso -dijo Colin.

– Afortunadamente, mamá ha podido tomarse un descanso de los innegables encantos de Colin -dijo Anthony-. Acaba de regresar de un largo viaje por Europa.

– He llegado esta misma noche -dijo Colin, con una sonrisa infantil. Tenía un aire juvenil y despreocupado. Simon pensó que no debía ser mucho mayor que Daphne.

– Yo también acabo de regresar de mis viajes -dijo Simon.

– Sí, bueno, pero según tengo entendido usted ha viajado por todo el mundo -dijo Colin-. Me encantaría escucharle hablar de las tierras lejanas.

– Será un placer -dijo Simon, educadamente.

– ¿Ha conocido a Daphne? -preguntó Benedict-. Es la única Bridgerton que está desaparecida.

Simon estaba considerando cuál sería la mejor respuesta a esa pregunta cuando Colin soltó una carcajada y dijo:

– Pobre Daphne; no está desaparecida. Ya le gustaría, pero no.

Simon miró hacia el otro lado del baile, donde estaba Daphne junto a una mujer que debía ser su madre, y parecía completamente agobiada.

Y entonces se le ocurrió que Daphne era otra de esas chicas casaderas a las que sus madres paseaban por todas partes. Le había parecido demasiado sensible y directa para ser una de ellas pero, claro, tenía que serlo. No debía tener más de veinte años y como todavía conservaba el apellido Bridgerton estaba claro que era soltera. Y como tenía una madre… bueno, seguro que se veía sometida a interminables presentaciones.

Parecía tan agobiada como él cuando se había visto rodeado de jóvenes y madres. Aquello lo hizo sentirse mucho mejor.

– Uno de nosotros debería ir a rescatarla -bromeó Benedict.

– No -dijo Colin, sonriendo-. Mamá sólo la ha tenido con Macclesfield diez minutos.

– ¿Macclesfield? -preguntó Simon.

– El conde -dijo Benedict-. El hijo de Castleford.

– ¿Diez minutos? -dijo Anthony-. Pobre Macclesfield.

Simon lo miró con curiosidad.

– Y no lo digo porque Daphne sea aburrida -se apresuró a añadir Anthony-. Pero cuando mamá se empecina en…

– Perseguir -dijo Benedict, para ayudar a su hermano.

– … a un caballero -dijo, con un gesto de agradecimiento hacia su hermano-, puede ser de lo más…

– Exasperante -dijo Colin.

Anthony sonrió.

– Exacto.

Simon miró a Daphne, su madre y el conde. Daphne parecía muy agobiada; Macclesfield no dejaba de mirar a un lado y otro en busca de la salida más cercana; mientras lady Bridgerton tenía un brillo tan ambicioso en los ojos que Simon sintió pena por el pobre conde.

– Deberíamos salvar a Daphne -dijo Anthony.

– Yo también lo creo -añadió Benedict.

– Y a Macclesfield -dijo Anthony.

– Por supuesto -añadió Benedict.

Pero Simon vio que ninguno de los dos hacía ningún movimiento.

– Sólo palabras, ¿no? -dijo Colin, sonriendo.

– Tú tampoco estás corriendo para salvarla -respondió Anthony.

– Ni lo sueñes. Pero yo no he dicho que quisiera hacerlo. En cambio, vosotros…

– ¿Qué diablos os pasa? -preguntó Simon, al final.

Los tres hermanos Bridgerton lo miraron con la misma mirada de culpabilidad.

– Deberíamos salvar a Daphne -dijo Anthony.

– Yo también lo creo -añadió Benedict.

– Lo que mis hermanos no se atreven a admitir -dijo Colin, con sorna-, es que mi madre les asusta.

– Es verdad -dijo Anthony, con un gesto de impotencia.

– Lo admito abiertamente -añadió Benedict.

Simon pensó que nunca había visto nada igual. Allí estaban los hermanos Bridgerton. Altos, apuestos, musculosos, con todas las jóvenes del país suspirando por ellos y ellos totalmente acobardados por una mujer.

Aunque, claro, esa mujer era su madre. Tenía que tenerlo en cuenta.

– Si voy a rescatar a Daff-explicó Anthony-, caeré en las garras de mamá, y en ese caso estaré perdido.

Simon se atragantó con la súbita risa que le provocó la idea de la madre de Anthony paseándolo por el baile y presentándolo a todas las jóvenes solteras.

– Ahora entiendes por qué huyo de estas fiestas como de la plaga- dijo Anthony-. Me atacan por los dos lados. Si las jóvenes casaderas y sus madres no me encuentran, mi madre se asegura de que sea yo quien las encuentre.

– ¡Oye! -exclamó Benedict-. Hastings, ¿por qué no vas tú?

Simon lanzó una mirada a lady Bridgerton que, en ese momento tenía a Macclesfield agarrado por el brazo, y decidió que prefería que lo tacharan de cobarde.

– No nos han presentado, así que creo que sería de lo más inapropiado -dijo.

– Yo no estoy tan seguro -dijo Anthony-. Eres un duque.

– ¿Y?

– ¿Y? -repitió Anthony-. Mamá perdonaría cualquier comportamiento inapropiado si eso significara que un duque le dedicara su tiempo a Daphne.

– Escúchame atentamente -dijo Simon, muy serio-. No soy ningún cordero al que sacrificar en el altar de tu madre.

– Has pasado mucho tiempo en África, ¿no? -interrumpió Colin.

Simon lo ignoró.

– Además, tu hermana dijo…

Los tres Bridgerton se giraron inmediatamente hacia él. En ese mismo instante, Simon supo que había metido la pata. Y bien metida.

– ¿Conoces a Daphne? -preguntó Anthony, en un tono demasiado educado para la intranquilidad de Simon.

Antes de que pudiera responder, Benedict se inclinó hacia él y dijo:

– ¿Por qué no nos lo habías dicho?

– Sí -dijo Colin, con la expresión seria por primera vez en toda la noche-. ¿Por qué?

Simon los miró y entendió perfectamente por qué Daphne seguía soltera. Ese beligerante trío espantaría a todos los pretendientes menos al más decidido, o el más estúpido.

Y eso explicaría lo de Nigel Berbrooke.

– Bueno -dijo Simon-. Me la encontré en la entrada del salón. Era bastante obvio -dijo, mirándolos lentamente-, que era un miembro de vuestra familia, así que me presenté.

Anthony se giró hacia Benedict.

– Debió ser cuando huía de Berbrooke.

Benedict se giró hacia Colin.

– Por cierto, ¿qué ha pasado con Berbrooke? ¿Lo sabes?

Colin se encogió de hombros.

– No tengo la menor idea. Posiblemente, se ha marchado a casa a curarse el corazón roto.

«O la cabeza rota», pensó Simon.

– Bueno, eso lo explica todo -dijo, Anthony, dejando el semblante de hermano mayor para volver a ser el amigo de alma.

– Excepto -dijo Benedict, algo receloso-, por qué no nos lo había dicho.

– Porque no he tenido la oportunidad- respondió Simon, levantando los brazos en señal de rendición- Por si no te has dado cuenta, Anthony, tienes muchos hermanos y necesita mucho tiempo para te los presenten a todos.

– Sólo estamos dos -puntualizó Colin.

– Me voy a casa -dijo Simon-. Estáis locos los tres.

Benedict, que parecía el hermano más protector, sonrió de repente.

– No tienes hermanas, ¿verdad?

– No, gracias a Dios.

– Cuando tengas una hija, lo entenderás

Simon estaba seguro de que nunca tendría una hija, pero no dijo nada.

– Una hermana sirve de prueba -dijo Anthony.

– Y aunque Daff es mejor que la mayoría de chicas de su edad -dijo Benedict-, no tiene tantos pretendientes como las demás.

Simon no entendía por qué.

– No sé bien por qué -dijo Anthony-. Es muy agradable.

Simon pensó que no era el mejor momento para confesar que le había faltado poco para acorralada contra la pared, apretar la cadera a las suyas y besarla apasionadamente. Para ser sincero, si no hubiera descubierto quién era, seguramente lo habría hecho.

– Daff es la mejor-dijo Benedict

Colin asintió.

– La mejor. Es fantástica.

Se produjo una extraña pausa y, entonces Simon dijo:

– Bueno, fantástica o no, no voy a ir a salvarla porque me dejó muy claro que vuestra madre le ha prohibido que la vieran en mi compañía en público.

– ¿Mamá ha hecho eso? -preguntó Colin-. Debe precederte una reputación horrible.

– De la cual una gran parte es inmerecida -dijo Simon, sin saber por qué se estaba defendiendo.

– Es una lástima -dijo Colin-. Pensaba pedirte que me dejaras acompañarte algún día por ahí.

Simon preveía un largo y próspero futuro de pícaro para ese chico.

Anthony le clavó el puño en la espalda a Simon y lo empujó hacia delante.

– Estoy seguro de que, si le muestras todos tus encantos y tu buena educación, mamá cambiará de idea. Vamos.

A Simon no le quedó otra opción que caminar hacia Daphne. La alternativa suponía montar una escena y ya hacía tiempo que Simon había descubierto que las escenas no se le daban demasiado bien. Además, si hubiera estado en la posición de Anthony, seguramente habría hecho lo mismo.

Y, después de todo, comparada con las hermanas Featherington y sus semejantes, Daphne no sonaba tan mal.

– ¡Mamá! -exclamó Anthony, cuando se acercaron a la vizcondesa-. No te he visto en toda la noche.

Simon vio que a lady Bridgerton se le iluminaron aquellos ojos azules cuando vio a su hijo. Mamá ambiciosa o no, lo que quedaba claro era que lady Bridgerton quería a sus hijos.

– ¡Anthony! -exclamó-. Casi no te he visto en toda la noche.

Daphne y yo estábamos aquí charlando con lord Macclesfield.

Anthony le lanzó una compasiva mirada al caballero.

– Sí, ya lo veo.

Simon miró a los ojos de Daphne y le hizo un leve movimiento de cabeza. Ella, que era muy discreta, le devolvió el saludo con un movimiento incluso más leve.

– ¿Y este caballero quién es? -preguntó lady Bridgerton, escrutando con la mirada a Simon.

– El nuevo duque de Hastings -respondió Anthony-. Seguro que lo recuerdas de mis días en Eton y en Oxford.

– Por supuesto -dijo lady Bridgerton, muy educada.

Macclesfield, que no había dicho nada, rápidamente aprovechó la primera pausa en la conversación para decir:

– Creo que acabo de ver a mi padre.

Anthony lo miró divertido y comprensivo.

– Entonces vaya con él, por el amor de Dios.

Y el conde se marchó sin perder ni un segundo.

– Creía que odiaba a su padre -dijo lady Bridgerton, desconcertada.

– Y lo odia -dijo Daphne.

Simon contuvo una risa.

Daphne levantó las cejas, retándolo a hacer un comentario.

– Bueno, en cualquier caso, le precedía una no muy brillante reputación -dijo lady Bridgerton.

– Al parecer, es algo que flota en el ambiente, últimamente -murmuró Simon.

Daphne abrió los ojos y en esta ocasión fue Simon el que levantó las cejas y la retó a que hiciera un comentario.

Daphne no dijo nada, por supuesto, pero su madre lo miró fijamente, y Simon supo que estaba intentando decidir si el ducado que acababa de recibir era suficiente para borrar su mala reputación.

– Creo que no pude conocerla personalmente antes de abandonar el país, lady Bridgerton -dijo Simon-, pero es un placer hacerlo ahora.

– El placer es mío -respondió, y se giró hacia Daphne-. Mi hija Daphne.

Simon cogió la mano enguantada de Daphne y depositó un escrupuloso beso en los nudillos.

– Es un honor conocerla de manera oficial, señorita Bridgerton.

– ¿De manera oficial? -exclamó lady Bridgerton.

Daphne abrió la boca para responder, pero Simon se le adelantó.

– Ya le he explicado a su hermano nuestro breve encuentro en la entrada.

Lady Bridgerton se giró bruscamente hacia su hija.

– ¿Te habías encontrado con el duque? ¿Por qué no me lo has dicho?

Daphne sonrió.

– Bueno, estábamos demasiado ocupadas con el conde. Y antes con lord Westborough. Y antes con…

– Está bien, Daphne -dijo lady Bridgerton.

Simon se preguntó si sería de muy mala educación reírse en ese momento.

Entonces, lady Bridgerton le dirigió la mejor de sus sonrisas y Simon comprendió perfectamente de quién había heredado Daphne la suya. También entendió que lady Bridgerton había decidido olvidarse de su mala reputación.

Tenía un brillo extraño en los ojos, y no dejaba de mirar a Simon a Daphne.

Entonces, volvía a sonreír.

Simon reprimió sus ganas de huir de allí.

Anthony se le acercó y le susurró al oído:

– Lo siento.

Entre dientes, Simon le respondió:

– Voy a matarte.

La mirada de hielo de Daphne decía que los había oído y que no había hecho gracia.

Sin embargo, lady Bridgerton no se percató de nada, porque tenía la cabeza llena de imágenes de la boda del año.

Entonces, entrecerró los ojos y se concentró en algo que detrás de los hombres. Parecía tan enfadada que Simon, Anthony y Daphne se giraron para ver qué pasaba.

La señora Featherington se dirigía muy decidida hacia el duque acompañada por Prudence y Philipa. Simon vio que no había ni rastro de Penelope.

Las situaciones desesperadas, pensó Simon, exigían medidas desesperadas.

– Señorita Bridgerton -dijo, dirigiéndose a Daphne-, ¿me concede este baile?

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