CAPÍTULO 12

Un duelo, un duelo, un duelo. ¿Hay algo más emocionante, más romántico… o más estúpido?

Ha llegado a oídos de esta autora que, a principios de semana, se produjo un duelo en Regent’s Park. Como se trata de una actividad ilegal, esta autora no revelará el nombre de los implicados, aunque expresa su más profundo rechazo hacia la violencia.

Por supuesto, mientras se publica este acontecimiento, parece que los dos idiotas, me niego a llamarlos caballeros porque eso implicaría cierto nivel de inteligencia, una cualidad que, si alguna vez poseyeron, obviamente olvidaron esa mañana, están sanos y salvos.

Una se pregunta si algún ángel sensible y racional les sonrió aquella fatídica mañana.

Si fuera así, esta autora cree que ese ángel debería repartir su influencia entre muchos más hombres. Con eso lograríamos una sociedad más pacífica y afable y así mejoraríamos este mundo de un modo inimaginable.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

19 de mayo de 1813


Simon levantó sus devastados ojos y la miró.

– Me casaré contigo -dijo en voz baja-, pero has de saber que…

No pudo terminar la frase porque ella dio un grito y se abalanzó sobre él.

– Simon, no te arrepentirás -dijo, mucho más relajada. Tenía los ojos empañados de lágrimas, pero estaba rebosante de alegría. Te haré feliz. Te lo prometo. Te haré muy feliz. No te arrepentirás.

– ¡Basta! -dijo él, separándola. Aquella alegría desmedida era demasiado para él-. Tienes que escucharme.

La cara de Daphne adquirió una expresión muy seria.

– Primero escucha lo que tengo que decirte -dijo él-, y luego decide si quieres casarte conmigo.

Daphne se mordió el labio inferior y asintió.

Simon respiró hondo, aunque estaba temblando. ¿Cómo decírselo? ¿Qué iba a decirle? No podía decirle la vedad. Al menos, no toda. Pero Daphne tenía que entender que… si se casaba con él…

Renunciaría a mucho más de lo que jamás había soñado.

Simon tenía que darle la oportunidad de rechazarlo. Ella se lo merecía. Tragó saliva porque tenía el sentimiento de culpabilidad a flor de piel. Ella se merecía mucho más que eso, pero eso era todo lo que le podía dar.

– Daphne -dijo, tranquilizándose un poco, como siempre, al pronunciar su nombre-, si te casas conmigo…

Ella dio un paso adelante y levantó la mano, aunque tuvo que esconderla ante la mirada de precaución de Simon.

– ¿Qué pasa? -le susurró ella-. No puede ser tan horrible como…

– No puedo tener hijos.

Ya está. Ya lo había dicho. Y era casi la verdad.

Daphne abrió la boca pero, aparte de eso, su cuerpo no daba ninguna otra señal, de que lo hubiera oído.

Sabía que esas palabras serían brutales, pero no había otra manera de hacerla entrar en razón.

– Si te casas conmigo, nunca tendrás hijos. Nunca podrás tener un niño en los brazos y saber que es fruto del amor. Nunca…

– ¿Cómo lo sabes? -lo interrumpió Daphne, con una voz natural y extrañamente alta.

– Lo sé.

– Pero…

– No puedo tener hijos -repitió él, cruelmente-. Necesito que lo entiendas.

– De acuerdo.

Le temblaban los labios, como si no estuviera segura de si tenía algo que decir, y le parecía que las pestañas se movían más rápido de lo normal.

Simon la miró a la cara, aunque no pudo leer las emociones como siempre lo hacía. Normalmente, las expresiones de Daphne eran tan transparentes que podía verle hasta el alma. Pero ahora estaba perdida y helada.

Estaba enfadada, eso sí que lo sabía. Pero no tenía ni idea de lo que iba a decir. Ni idea de cómo iba a reaccionar.

Y Simon tenía la extraña sensación de que ni ella misma lo sabía.

Se percató de una presencia a su lado y se giró para ver a Anthony, con una mezcla en la cara de rabia y preocupación.

– ¿Hay algún problema? -dijo, suavemente, fijando la mirada en la expresión torturada de su hermana.

Antes de que Simon respondiera, Daphne dijo:

– No.

Todos los ojos se centraron en ella.

– No habrá ningún duelo -dijo-. El duque y yo nos casamos.

– De acuerdo. -Parecía que Anthony quería reaccionar con mucho más alivio, pero la solemne cara de Daphne mantuvo una cierta quietud en el ambiente-. Se lo diré a los demás -dijo, y se alejó.

Simon sintió una oleada de algo extraño en los pulmones. Aire. Había estado aguantando la respiración y ni siquiera se había dado cuenta.

Y también sentía algo más. Algo cálido y terrible, algo triunfante y maravilloso. Era emoción, pura y dura, una extraña mezcla de alivio, alegría, deseo y miedo. Y él, que se había pasado gran parte de su vida evitando tales sentimientos, no sabía qué hacer con ellos.

Miró a Daphne.

– ¿Estás segura? -le preguntó, casi en un suspiro.

Ella asintió, con una cara carente de cualquier tipo de emoción.

– Tú lo vales.

Y se alejó lentamente hacia su caballo.

Y Simon se quedó allí preguntándose si acababa de subir al cielo o había descendido al más oscuro rincón del infierno.


***

Daphne se pasó el resto del día rodeada de su familia. Naturalmente, todos estaban muy emocionados por la noticia de su compromiso. Todos menos sus hermanos mayores, claro, que estaban un poco apagados. Y no los culpaba. Ella también estaba algo apagada. Los acontecimientos de primera hora los había dejado exhaustos.

Se decidió que la boda se celebraría lo antes posible. A Violet la habían informado que habrían podido ver a Daphne besándose con Simon en los jardines de lady Trowbridge, y aquello bastó para que mandara de inmediato una petición al arzobispo solicitando una licencia especial. Luego, Violet se sumergió en un torbellino de preparativos; dijo que sólo porque fuera a ser una boda íntima no tenía por qué ser austera.

Eloise, Francesca y Hyacinth, tremendamente emocionadas ante la perspectiva de vestirse de damas de honor, bombardearon a su hermana a preguntas. ¿Cómo se le había declarado Simon? ¿Se había puesto de rodillas? ¿De qué color llevaría el vestido? ¿Cuándo iba a darle el anillo Simon?

Daphne intentó responder, pero no podía concentrarse en eso y, cuando cayó la noche, sus respuestas se habían reducido a monosílabos. Al final, cuando Hyacinth le preguntó qué rosas quería para el ramo y Daphne respondió «Tres», sus hermanas se dieron por vencidas y la dejaron sola.

El alcance de sus acciones la había dejado sin palabras. Había salvado la vida de un hombre. Se había comprometido en matrimonio con el hombre que adoraba. Y había accedido a una vida sin hijos.

Todo en un mismo día.

Si rió, un poco desesperada. Se preguntó qué haría al día siguiente.

Pensaba que ojalá pudiera saber qué le había pasado por la cabeza en esos últimos momentos antes de girarse hacia Anthony y decirle que no habría ningún duelo pero, honestamente, no creía que pudiera recordarlo. Fuera lo que fuera, no fueron palabras, frases o pensamientos conscientes. Fue como si estuviera rodeada de color. Rojos y amarillos con un toque anaranjado donde se encontraban. Puro sentimiento e instinto. No hubo razón ni lógica.

Y de algún modo, mientras todas esas sensaciones se apoderaban de ella, supo lo que tenía que hacer. Podía vivir sin los hijos que todavía no habían nacido, pero no podía vivir sin Simon. Los hijos eran amorfos, seres desconocidos que no podía ver ni tocar.

Simon, en cambio, era real y estaba allí. Sabía qué se sentía al acariciarle la mejilla y al reír delante de él. Conocía el dulce sabor de sus besos y el gesto irónico de su sonrisa.

Y lo quería.

Y, aunque apenas se atrevía a pensarlo, quizá Simon estaba equivocado. Quizá sí que podía tener hijos. Quizás un médico incompetente había fallado en el diagnóstico o quizá Dios estaba esperando el momento adecuado para materializar un milagro. Seguramente, no podría tener una familia como la suya, pero con un solo hijo ya se sentiría completa.

A Simon no le mencionaría nada de esto. Si creía que todavía albergaba alguna esperanza de tener hijos, no se casaría con ella. Estaba segura. Le había costado mucho ser tan brutalmente sincero. No le hubiera permitido tomar una decisión sin antes saber todas las consecuencias.

– ¿Daphne?

Daphne, que estaba sentada en el sofá del salón, levantó la mirada y vio a su madre observándola con cara de preocupación.

Violet se sentó a su lado.

– Pensaba que estarías más contenta. Sé lo mucho que quieres a Simon.

Daphne miró a su madre muy sorprendida.

– No es difícil adivinarlo -le dijo Violet-. Es un buen hombre. Has sabido escoger.

Daphne esbozó una sonrisa. Era cierto, había sabido escoger. Y sería muy feliz en su matrimonio. Si Dios no los bendecía con un hijo… bueno, a lo mejor ella también era estéril. Sabía de varios matrimonios que nunca habían tenido hijos y dudaba que ninguno de ellos lo supiera antes de pronunciar sus votos matrimoniales. Además, con siete hermanos, seguro que no le faltarían sobrinos y sobrinas con los que jugar.

Era mejor vivir con el hombre que quería que tener hijos con uno al que no quisiera.

– ¿Por qué no te acuestas un rato? -dijo Violet-. Pareces muy cansada. No me gusta verte con esas ojeras en la cara.

Daphne asintió y se puso de pie. Seguro que su madre tenía razón. Necesitaba dormir.

– Seguro que me sentiré mejor dentro de un par de horas -dijo, bostezando.

Violet se levantó y la cogió del brazo.

– No creo que puedas llegar a tu habitación sola -dijo, sonriendo mientras acompañaba a Daphne por la escalera-. Y, sinceramente, dudo que te veamos dentro de un par de horas. Daré órdenes explícitas a todos que nadie te moleste hasta mañana por la mañana.

Daphne asintió, casi dormida.

– De acuerdo -murmuró, entrando en su habitación-. Mañana está bien.

Violet la tendió en la cama y le quitó los zapatos, pero nada más.

– Tendrás que dormir con esta ropa -dijo y le dio un suave beso en la frente-. No podría moverte lo suficiente como para quitártela.

La respuesta de Daphne fue un resoplido.


Simon también estaba agotado. No sucedía cada día que un hombre se resignara a morir. Y que luego lo salvara, ¡y se comprometiera!, con la mujer con la que había soñado las dos últimas semanas.

Si no tuviera los dos ojos morados y un buen golpe en la mandíbula, creería que lo había soñado.

¿Daphne se daba cuenta de lo que había hecho? ¿A lo que estaba renunciando? Era una chica sensata y poco dada a soñar despierta, así que era bastante improbable que hubiera aceptado casarse con él sin haber contemplado todas las consecuencias.

Sin embargo, había tomado la decisión en un minuto. ¿Cómo podía haberlo pensado todo en tan sólo un minuto?

A menos que estuviera enamorada de él. ¿Renunciaría al sueño de formar una familia por amor?

O, a lo mejor, lo hacía por culpabilidad. Si él hubiera muerto en ese duelo, estaba seguro de que Daphne pensaría que había sido culpa suya. Demonios, Daphne le gustaba. Era una de las personas más extraordinarias que había conocido. No creía que pudiera vivir con su muerte en su conciencia. A lo mejor, ella sentía lo mismo respecto a él.

Sin embargo, fueran cuales fueran sus motivos, la verdad es que el próximo sábado -lady Bridgerton ya le había enviado una nota comunicándole que no sería un noviazgo largo- estaría unido a Daphne para siempre.

Y ella a él.

Ahora ya no había marcha atrás. Daphne nunca se echaría atrás a estas alturas, y él tampoco. Y, para sorpresa de él, aquella realidad casi fatalista lo hacía sentirse…

Bien.

Daphne sería suya. Ella ya conocía sus defectos, sabía lo que no podría darle y, aún así, lo había escogido a él.

Aquello le abrigaba el corazón más de lo que hubiera creído nunca.

– ¿Señor?

Simon levantó la mirada desde el sillón del despacho donde estaba hundido. No es que necesitara hacerlo, porque ya sabía que era su mayordomo.

– ¿Sí, Jeffries?

– Lord Bridgerton ha venido a verle. ¿Quiere que le diga que no está en casa?

Simon se levantó, casi sin fuerzas.

– No te creerá.

Jeffries asintió.

– Muy bien, señor-. Dio tres pasos y se giró-. ¿Está seguro de que quiere recibir a alguien? Parece un poco… eh… indispuesto.

– Si te refieres a los ojos morados, lord Bridgerton es el responsable del más grande.

Jeffries parpadeó como un búho.

– ¿El más grande, señor?

Simon esbozó una media sonrisa. No era sencillo. Le dolía mucho la cara.

– Me doy cuenta de que es difícil ver la diferencia, pero el ojo derecho está un poco peor que el izquierdo.

Jeffries se inclinó un poco, curioso.

– Confía en mí.

El mayordomo recuperó su postura.

– Por supuesto. ¿Quiere que lleve a lord Bridgerton al salón?

– No, hazlo pasar aquí -y ante el claro nerviosismo de Jeffries, Simon dijo-: Y no tienes que preocuparte por mi seguridad. No creo que, a estas alturas, lord Bridgerton vaya a darme otro puñetazo. Aunque creo que le costaría un poco encontrar alguna parte ilesa dónde dármelo.

Jeffries abrió los ojos y se fue.

Al cabo de un momento, Anthony Bridgerton entró por la puerta. Miró a Simon y le dijo:

– Estás horrible.

Simon arqueó una ceja, algo no demasiado sencillo dado su estado.

– ¿Y te sorprende?

Anthony se rió. Fue un sonido algo triste y apagado, pero todavía conservaba la esencia de aquel viejo amigo que fue. Una sombra de su vieja amistad. Le sorprendió lo agradecido que estaba por eso.

Anthony le señaló los ojos.

– ¿Cuál es el mío?

– El derecho -respondió Simon, cubriéndoselo con la mano-. Daphne pega bastante fuerte para ser chica, pero no es tan fuerte y grande como tú.

– Aún así -dijo Anthony, acercándose para observar el «regalo» de su hermana-, ha hecho un buen trabajo.

– Deberías estar orgulloso de ella -gruñó Simon-. Me duele mucho.

– Mejor.

Entonces se quedaron en silencio, con tantas cosas que decirse y sin saber por dónde empezar.

– Nunca quise que las cosas fueran así -dijo Anthony, al final.

– Yo tampoco.

Anthony se inclinó sobre la mesa de Simon, y éste se movió incómodo en el sillón.

– No fue fácil para mí dejar que la cortejaras.

– Sabías que no era real.

– Tú lo hiciste real ayer por la noche.

¿Qué podía decir? ¿Que la seductora había sido ella y no él? ¿Que había sido ella la que había insistido en salir a la terraza y adentrarse en el jardín? Nada de eso importaba. Él era mucho más experimentado que ella. Debería haberla detenido.

No dijo nada.

– Espero que podamos olvidarnos de esto -dijo Anthony.

– Seguro que a Daphne le gustaría mucho.

Anthony entrecerró los ojos.

– ¿Y ahora tu principal objetivo en la vida es cumplir sus deseos?

«Todos menos uno -pensó Simon-. Todos menos el que realmente importa.»

– Ya sabes que haré todo lo que esté en mi mano para hacerla feliz -dijo, pausadamente.

Anthony asintió.

– Si le haces daño…

– Nunca le haré daño -dijo Simon, con los ojos brillantes.

Anthony lo miró larga y fijamente.

– Estaba dispuesto a matarte por deshonrarla. Si le rompes el corazón, te garantizo que nunca más encontrarás la paz mientras vivas. Y no será mucho, te lo prometo.

– ¿Lo suficiente para provocarme un dolor insoportable? -preguntó Simon, suavemente.

– Exacto.

Simon asintió. A pesar de que Anthony le estaba jurando torturarlo y matarlo, Simon no podía evitar respetarlo por eso. La devoción hacia una hermana era de lo más honroso.

Simon se preguntó si Anthony vería algo en él que nadie más veía. Se conocían desde hacía mucho tiempo. ¿Podría Anthony adivinar algo de lo que escondía en los más oscuros rincones de su alma? ¿La angustia y la furia que tanto intentaba esconder?

Y si lo hacía, ¿era por eso que estaba tan preocupado por su hermana?

– Te doy mi palabra -dijo-, que haré todo lo que esté a mi alcance para que Daphne esté segura y feliz.

Anthony asintió brevemente.

– Más te vale -se separó de la mesa y se dirigió hacia la puerta-. Porque si no, esta vez nadie podrá salvarte.

Se marchó.

Simon hizo una mueca y se hundió en la butaca. ¿Desde cuándo su vida era tan complicada? ¿Desde cuándo los amigos eran enemigos y los flirteos se convertían en lujuria?

¿Y qué iba a hacer con Daphne? No quería hacerle daño; en realidad, no podía soportar hacerle daño y, a pesar de todo, estaba destinado a hacérselo casándose con ella. La deseaba, suspiraba por el día que pudiera tenerla debajo de su cuerpo y pudiera penetrarla lentamente hasta que ella gritara su nombre…

Se estremeció. Esos pensamientos no podían ser buenos para la salud.

– ¿Señor?

Jeffries otra vez. Simon estaba demasiado cansado para levantar la mirada, así que se limitó a hacer un gesto con la mano.

– Quizás le gustaría retirarse a su dormitorio, señor.

Simon miró el reloj, pero sólo porque no tenía que mover la cabeza para hacerlo. Apenas eran las siete de la tarde. Todavía era temprano para acostarse.

– Es temprano -dijo.

– Sí -dijo el mayordomo-, pero pensaba que quizá querría descansar.

Simon cerró los ojos. Jeffries tenía razón. A lo mejor, lo que necesitaba era descansar en su colchón de plumas y sábanas de hilo. Podría irse a su habitación donde seguramente pasaría una noche sin ver a ningún Bridgerton.

En su estado, podría dormir varios días seguidos.

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