Nos han dicho que la boda del duque de Hastings con la antigua señorita Bridgerton, aunque fue íntima, fue muy festiva. La señorita Hyacinth Bridgerton (de diez años) le confesó a la señorita Felicity Featherington (también de diez años) que el novio y la novia no dejaron de reír en toda la ceremonia. La señorita Felicity se lo dijo a su madre y ésta, a todo el mundo.
Esta autora confiará en la palabra de la señorita Hyacinth, ya que no recibió una invitación para acudir al feliz acontecimiento.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
24 de mayo de 1813
No habría viaje de novios. Después de todo, no habían tenido demasiado tiempo para preparar la boda. En lugar de eso, Simon lo había arreglado todo para que pasaran algunas semanas en Clyvedon Castle, el feudo ancestral de los Basset. A Daphne le pareció bien porque se moría de ganas de escaparse de Londres y de los escrutiñadores ojos y oídos de la sociedad inglesa.
Además, tenía mucha curiosidad por conocer el lugar donde se había criado Simon.
Se lo imaginó de pequeño. ¿Había sido tan irrefrenable como era con ella? ¿O había sido un niño tranquilo y reservado como se mostraba delante de los demás?
El nuevo matrimonio salió de Bridgerton House entre vítores y abrazos, y Simon ayudó a Daphne a subir al carruaje. A pesar de que era verano, el aire era fresco y Simon le cubrió las piernas con una manta. Daphne se rió.
– ¿No te parece excesivo? -dijo-. No creo que coja frío. Hasta tu casa hay muy poco trayecto.
Él la miró, extrañado.
– Nos vamos a Clyvedon.
– ¿Esta noche?
Daphne no pudo ocultar su sorpresa. Creía que partirían al día siguiente. Clyvedon estaba cerca de Hastings, en la costa sureste de Inglaterra. Además, ya era bien entrada la tarde y eso quería decir que llegarían al castillo de madrugada.
No era la noche de bodas que Daphne había imaginado.
– ¿No sería mejor pasar esta noche en Londres y viajar mañana a Clyvedon? -preguntó.
– Ya está todo arreglado -dijo él.
– Ah… está bien -dijo Daphne, haciendo esfuerzos para esconder su decepción. Estuvo callada durante un buen rato, mientras el carruaje se ponía en movimiento. Cuando llegaron a la esquina de Park Lane, preguntó-. ¿Pararemos en alguna posada?
– Claro -respondió Simon-. Tendremos que cenar. No estaría bien hacerte pasar hambre en nuestro primer día de casados, ¿no crees?
– ¿Y pasaremos la noche en la posada? -insistió ella.
– No, iremos… -Simon cerró la boca y luego relajó la expresión. Se giró hacia ella y la miró con una cara muy tierna-. Soy un bruto, ¿verdad?
Ella se sonrojó. Siempre que la miraba así, se sonrojaba.
– No, no, es que me sorprendió que…
– No, tienes razón. Pasaremos la noche en la posada. Conozco una que está bastante bien y nos queda a medio camino. Tienen comida caliente y las camas están limpias. -Le tocó la barbilla-. No abusaré de ti obligándote a hacer todo el viaje hasta Clyvedon en un día.
– No es que no pueda aguantarlo -dijo, sonrojándose todavía más por las palabras que iba a pronunciar-. Es que nos acabamos de casar y, si no nos paramos en una posada, tendremos que pasar la noche en el carruaje, y…
– No digas más -dijo él, colocándole un dedo sobre los labios.
Daphne asintió, agradecida. No le apetecía hablar de su noche de bodas así. Además, parecía que lo propio era que fuera el hombre el que sacara el tema. Después de todo, de los dos, Simon era el experto.
Ella no podía ser más inexperta en ese tema. Su madre, entre todo el rollo del hilo y la aguja, no le había dicho nada. Bueno, excepto lo de engendrar a los hijos, y en eso tampoco entró en detalles. Sin embargo, por otro lado, quizás…
Daphne contuvo la respiración. ¿Y si Simon no podía… o si no quería?
No, decidió, Simon quería. Es más, la quería a ella. No se había imaginado el fuego en sus ojos y los latidos acelerados de su corazón aquella noche en el jardín.
Miró por la ventana, observando cómo Londres se difuminaba entre el paisaje. Una mujer podría volverse loca si se obsesionaba con esas cosas. Iba a sacárselo de la cabeza. Nunca más pensaría en eso.
Bueno, al menos hasta la noche.
Su noche de bodas.
Esa idea la hizo estremecer.
Simon miró a Daphne, su mujer, se recordó, aunque todavía le costaba creérselo. Nunca había planeado tener una mujer. En realidad, había planeado no tener ninguna. Pero allí estaba, con Daphne Bridgerton… no, Daphne Basset. Era la duquesa de Hastings, eso es lo que era.
Posiblemente, eso era lo más raro de todo. Su ducado no había tenido nunca una duquesa. Y el título sonaba extraño, viejo.
Simon suspiró y se deleitó observando el perfil de Daphne. Entonces, frunció el ceño.
– ¿Tienes frío? -preguntó.
Estaba temblando.
Daphne tenía los labios separados, así que Simon vio cómo la lengua subía hasta el paladar para pronunciar una N, pero rectificó y dijo:
– Sí. Bueno, sólo un poco. No tienes que…
Simon la arropó con la manta un poco más, preguntándose por qué iba a mentirle en algo tan trivial como eso.
– Ha sido un día muy largo -dijo, y no porque lo sintiera aunque, cuando se paró a pensarlo, sí que había sido un día muy largo, sino porque le pareció lo más adecuado en ese momento.
Había estado pensando mucho en lo más apropiado en cada momento. Intentaría ser un buen marido. Era lo mínimo que ella se merecía. Había muchas cosas que, desgraciadamente, no podría darle como, por ejemplo, una felicidad plena, pero haría lo posible para que estuviera segura, protegida y fuera relativamente feliz.
Lo había elegido a él, se recordó. Incluso después de saber que no podría darle hijos, lo había elegido. Lo menos que podía hacer por ella era ser un buen marido.
– Lo he disfrutado -dijo ella, suavemente.
Simon parpadeó y la miró, sorprendido.
– ¿Cómo dices?
Ella esbozó una sonrisa. Una sonrisa que Simon quisiera contemplar eternamente, cálida y divertida pero con cierta picardía. Hizo que la entrepierna de Simon ardiera de deseo, y lo único que podía hacer para concentrarse en sus palabras era contemplarla.
– Has dicho que había sido un día muy largo. Y yo he dicho que lo he disfrutado.
Él la miró sin decir nada.
La cara de Daphne se torció con una frustración tan encantadora que Simon notó una sonrisa a punto de aparecer en sus labios.
– Tú has dicho que había sido un día muy largo -repitió ella-. Y yo he dicho que lo he disfrutado. -Cuando él siguió sin decir nada, ella resopló y añadió-: A lo mejor lo entiendes mejor si te digo que las palabras «Sí» y «Pero» estaban implícitas. Síiiiii, pero lo he disfrutado.
– Entiendo -dijo él, con toda la solemnidad que pudo.
– Me temo que entiendes muchas cosas -dijo ella-, pero que ignoras la mitad, como mínimo.
Él arqueó una ceja, lo que hizo que ella mostrara su descontento, lo que hizo que él quisiera besarla.
Cualquier cosa hacía que quisiera besarla.
En realidad, empezaba a ser bastante doloroso.
– Deberíamos estar en la posada cuando anochezca -dijo él, muy resuelto, como si estuviera hablando de negocios y aquello pudiera relajar la tensión.
Obviamente, no fue así. Lo único que consiguió fue recordarle que había retrasado la noche de bodas un día. Un día de deseo, de necesidad, de tener que soportar que su cuerpo la pidiera a gritos. Pero estaría loco si la hiciera suya en una pensión de carretera, por muy limpia y aseada que estuviera.
Daphne se merecía algo mejor. Sería su primera y única noche de bodas, y él quería que fuera perfecta.
Ella lo miró, sorprendida por el repentino cambio de tema.
– Me alegro.
– Las carreteras no son muy seguras de noche -añadió él, intentando pasar por alto que era él el que pretendía hacer todo el camino hasta Clyvedon de noche.
– No -dijo ella.
– Y tendremos hambre.
– Sí -dijo ella, algo desconcertada por la obsesión de Simon con la parada en la posada.
Simon no podía culparla, pero discutía hasta la saciedad sobre la parada o la cogía y la tomaba allí mismo.
Y aquello no era una opción.
Así que dijo:
– La comida es muy buena.
Ella parpadeó y dijo:
– Ya lo has dicho.
– Cierto -dijo él, y tosió-. Creo que voy a dormir un rato.
Ella abrió los ojos y, en realidad, adelantó toda la cara cuando preguntó:
– ¿Ahora?
Simon asintió.
– Parece que me repito pero ya te he dicho, como tú muy bien me has recordado, que ha sido un día muy largo.
– Es verdad. -Lo observó, curiosa, cómo intentaba encontrar la mejor postura. Y al final le preguntó-: ¿Estás seguro de que vas a poder dormir con el carruaje en marcha? ¿No te molesta el traqueteo?
Él se encogió de hombros.
– Soy capaz de dormirme donde sea. Es algo que aprendí en mis viajes.
– Pues es una suerte -murmuró ella.
– Y que lo digas -asintió él.
Entonces, cerró los ojos y, durante casi tres horas, hizo ver que dormía.
Daphne lo miraba. Fijamente. No estaba durmiendo. Con siete hermanos, se sabía de memoria todos los trucos y Simon no estaba dormido.
Respiraba muy tranquilo y emitía los sonidos exactos de cuando uno duerme.
Pero Daphne se la sabía larga.
Cada vez que se movía, hacía un ruido inesperado o respiraba demasiado fuerte, Simon movía la barbilla. Era casi imperceptible, pero lo hacía. Y cuando bostezaba y respiraba, veía cómo Simon movía las pupilas debajo de los párpados cerrados.
Sin embargo, era de admirar porque había conseguido mantener la farsa más de dos horas.
Ella no duraba más de veinte minutos.
Daphne pensó que si quería hacerse el dormido, ella no iba a molestarlo; Dios la libre de interrumpir tan maravillosa interpretación.
Con un último y sonoro bostezo, solo para verlo mover las pupilas, se giró hacia la ventana y descorrió la cortina de terciopelo para poder ver el paisaje. El sol estaba rojizo sobre el horizonte, con un tercio todavía asomándose a la tierra.
Si Simon había acertado en la estimación del tiempo hasta la posada, y tenía la sensación de que así era, ya que a los que les gustaban las matemáticas siempre acertaban en esas cosas, deberían estar a mitad de camino de Clyvedon y bastante cerca de la posada.
Cerca de su noche de bodas.
Por el amor de Dios, tendría que dejar de pensar en esos términos tan melodramáticos. Aquello era ridículo.
– ¿Simon?
Él no se movió. Eso la irritó.
– ¿Simon? -repitió un poco más alto.
Vio cómo torcía la comisura de los labios, pero no se movió. Daphne estaba segura de que estaba decidiendo si lo había dicho lo suficientemente fuerte como para terminar con la farsa.
– ¡Simon! -le dio un golpe, bastante fuerte, justo donde el brazo se une al pecho.
Seguro que estaría de acuerdo con ella en que nadie seguiría durmiendo después de eso.
Abrió los ojos e hizo un sonido bastante curioso, una respiración profunda como si se acabara de despertar.
Era muy bueno, pensó Daphne, admirada.
Simon bostezó.
– ¿Daff?
Daphne no se andó con rodeos.
– ¿Hemos llegado?
Él intentó desperezarse de la inexistente pereza.
– ¿Qué?
– ¿Si hemos llegado?
– Ahhh… -Miró el carruaje, aunque ella no sabía qué buscaba-. ¿No estamos en marcha todavía?
– Sí, pero podríamos estar cerca.
Simon suspiró y miró por la ventana. Su ventana estaba orientada hacia el este, así que estaba mucho más oscuro que de lo que veía Daphne desde la suya.
– Oh -dijo, sorprendido-. En realidad, está allí arriba.
Daphne se esforzó en no sonreír.
El carruaje se detuvo y Simon salió. Intercambió algunas palabras con el cochero, seguramente para informarlo de que habían cambiado de planes y que se quedarían a pasar la noche aquí. Después, volvió hasta la puerta de Daphne y le ofreció la mano para ayudarla a bajar.
– ¿Tiene tu aprobación? -le preguntó, señalando la posada.
Daphne no sabía cómo iba a aprobarla si no la veía por dentro pero, en cualquier caso, dijo que sí. Simon la llevó hasta dentro y la dejó junto a la puerta mientras él fue a hablar con el dueño.
Daphne se quedó mirando los que iban venían. Primero pasó un matrimonio joven, que parecía de la pequeña nobleza, al que acompañaron a un comedor privado. También había una madre subiendo la escalera con sus cuatro hijos; Simon estaba discutiendo con el dueño de la posada y había un caballero alto y desgarbado apoyado en una…
Daphne se giró hacia su marido. ¿Simon estaba discutiendo con el dueño de la posada? Estiró el cuello. Los dos hablaban en voz baja pero estaba claro que Simon estaba enfadado. Parecía que el dueño iba a fundirse de vergüenza de no poder satisfacer al duque de Hastings.
Daphne frunció el ceño. Aquello no pintaba bien.
¿Debería intervenir?
Los observó discutir un poco más y luego decidió que sí, que debía intervenir.
Con pasos que no eran dubitativos pero que tampoco se podrían definir como determinados, se acercó a su marido.
– ¿Hay algún problema? -preguntó.
Simon la miró brevemente.
– Creía que estabas esperando en la puerta.
– Así era -sonrió-. Pero me he movido.
Simon hizo una mueca y se volvió a girar hacia el dueño.
Daphne tosió un poco, sólo para comprobar si Simon le hacía caso. No fue así. Ella frunció el ceño. No le gustaba que la ignoraran.
– ¿Simon? -dijo, dándole unos golpecitos en la espalda-. ¿Simon?
Él se giró, lentamente, y la miró con cara de pocos amigos.
Daphne volvió a sonreír, todo inocencia.
– ¿Cuál es el problema?
El dueño levantó las manos pidiendo perdón y habló antes de que Simon pudiera dar ninguna explicación.
– Solo me queda una habitación libre -dijo, en tono suplicante-. No sabía que el duque iba a honrarnos con su presencia esta noche. Si lo hubiera sabido, no le habría dado la habitación a la señora Weatherby y sus hijos. Le aseguro -se inclinó y miró a Daphne arrepentido-, que los habría mandado a otra pensión.
La última frase fue acompañada de un despectivo gesto con las manos que a Daphne no le gustó nada.
– ¿La señora Weatherby es la que acaba de entrar con cuatro niños?
El dueño asintió.
– Si no fuera por los niños…
Daphne lo interrumpió porque no quería oír el resto de una frase que, indudablemente, implicaba echar a la calle a una mujer sola en plena noche.
– No veo ninguna razón por la que no podamos arreglarnos con una habitación. Tampoco somos tan importantes.
A su lado, Simon apretó la mandíbula hasta que Daphne le oyó rechinar los dientes.
¿Quería habitaciones separadas? La sola idea valía para que una recién casada se sintiera suficientemente despreciada.
El dueño miró a Simon y esperó su aprobación. Simon asintió y el dueño juntó las manos encantado, y también aliviado porque no había nada peor para un negocio que un duque descontento con el servicio. Cogió la llave y salió de detrás del mostrador.
– Si hacen el favor de seguirme…
Simon dejó que Daphne pasara primero, así que ella subió la escalera detrás del dueño. Después de girar un par de esquinas, llegaron a una habitación amplia, muy bien amueblada y con vistas al pueblo.
– Bueno -dijo Daphne, cuando el dueño se fue-. A mí me parece perfecta.
La respuesta de Simon fue un gruñido.
– ¡Qué elocuente! -murmuró Daphne, y después desapareció detrás del biombo.
Simon la miró un rato hasta que fue consciente de dónde se había metido.
– ¿Daphne? -dijo, con voz ahogada-. ¿Te estás cambiando de ropa?
Ella asomó la cabeza.
– No. Sólo estaba echando un vistazo.
Simon sintió los latidos del corazón fuerte como tambores.
– Mejor -dijo-. Tendremos que bajar a cenar temprano.
– Claro -dijo ella, sonriendo; una sonrisa bastante segura y confiada, según Simon-. ¿Tienes hambre?
– Mucha.
La sonrisa de Daphne vaciló un poco ante esa cortante respuesta. Simon se recriminó su actitud en silencio. Que estuviera enfadado consigo mismo no quería decir que tuviera que pagarlo con ella. Ella no había hecho nada malo.
– ¿Y tú? -preguntó, más suave.
Salió de detrás del biombo y se sentó a los pies de la cama.
– Un poco -dijo. Tragó saliva, muy nerviosa-. Aunque no sé si podré comer algo.
– La última vez que vine la comida era excelente. Te aseguro que…
– No me preocupa la comida -lo interrumpió-, sino mis nervios.
Simon la miró sin entender nada.
– Simon -dijo ella, intentando esconder su impaciencia, aunque según Simon, no lo consiguió-, nos hemos casado hoy.
Por fin todo tuvo sentido.
– Daphne -dijo él, amablemente-. No tienes que preocuparte.
Daphne parpadeó.
– ¿No?
Simon respiró hondo. Ser un marido amable y cuidadoso no era tan fácil como parecía.
– No consumaremos nuestro matrimonio hasta que lleguemos a Clyvedon.
– ¿No?
Simon abrió los ojos, sorprendido. ¿Eran imaginaciones suyas o Daphne parecía decepcionada?
– No voy a acostarme contigo en una posada de carretera -dijo-. Te respeto más que eso.
– ¿No? ¿Sí?
Simon contuvo la respiración. Estaba decepcionada.
– Mmm, no.
Ella se inclinó.
– ¿Y por qué no?
Simon la miró unos instantes, se sentó en la cama y la miró. Ella lo miraba con los ojos marrones como platos, unos ojos llenos de ternura, curiosidad y algo de duda. Se pasó la lengua por los labios, seguramente por los nervios, pero el frustrado cuerpo de Simon reaccionó al seductor movimiento con una rigidez inmediata.
Ella sonrió, vergonzosa, y sin mirarlo a los ojos, dijo:
– No me importaría.
Simon se quedó helado y su cuerpo le gritó: «¡Cógela! ¡Llévatela a la cama! ¡Haz algo, pero ponla debajo de ti!».
Y entonces, justo cuando la urgencia empezaba a ganarle terreno al honor, ella pegó un grito, se puso de pie, se tapó la boca con la mano y se puso de espaldas a él.
Simon, que justo había alargado un brazo y se había inclinado para abrazarla, cayó de cara encima de la cama.
– ¿Daphne? -Con la boca pegada al colchón.
– Debería haberlo sabido -dijo ella, lloriqueando-. Lo siento mucho.
¿Lo sentía? Simon se sentó derecho. ¿Estaba lloriqueando? ¿Qué estaba pasando? Daphne nunca lloriqueaba.
Ella se giró y lo miró con ojos temblorosos. Simon se hubiera preocupado más, pero es que no tenía ni idea de qué le pasaba a Daphne. Y como no tenía ni idea, dio por sentado que no sería nada serio.
Una actitud muy arrogante, pero cierta.
– Daphne -dijo, con dulzura-, ¿qué te pasa?
Daphne se sentó a su lado y le acarició la mejilla.
– Soy tan insensible -susurró-. Debería haberlo sabido. No tendría que haber dicho nada.
– ¿Qué deberías haber sabido? -dijo él.
Daphne apartó la mano.
– Que no puedes… Que no podrías…
– ¿Qué no puedo qué?
Ella bajó la mirada y la fijó en las manos que tenía encima de las rodillas.
– Por favor, no me hagas decirlo -dijo.
– Ésta debe ser la razón -murmuró Simon, por la que los hombres evitan el matrimonio.
Aquellas palabras eran para él pero, desafortunadamente, Daphne las escuchó y se echó a llorar.
– ¿Qué diablos te pasa? -preguntó él, más serio, al final.
– Que no puedes consumar el matrimonio -susurró ella.
Fue un milagro que su erección no se derrumbara en ese mismo momento. Honestamente, no sabía ni cómo se las había arreglado pera decir:
– ¿Perdón?
Ella dejó caer la cabeza.
– Igualmente seré una buena esposa. No se lo diré a nadie, te lo juro.
Desde que era pequeño, cuando tartamudeaba a cada palabra, no se había vuelto a encontrar en una situación en la que no pudiera articular una palabra, como ahora.
¿Daphne creía que era impotente?
– ¿Por-por-por qué? -¿Otro tartamudeo? ¿O simplemente la sorpresa? Sería la sorpresa. Su cerebro no podía pensar en otra palabra que no fuera esa.
– Ya sé que los hombres sois muy sensibles con ese tema -dijo ella, despacio.
– ¡Sobre todo cuando no es verdad! -exclamó él.
Daphne levantó la cabeza.
– ¿No lo es?
Simon entrecerró los ojos.
– ¿Te lo dijo tu hermano?
– ¡No! -Ella apartó la mirada de su cara-. Mi madre.
– ¿Tu madre? -Simon se quedó boquiabierto. Seguro que ningún hombre había tenido que soportar aquello en su noche de bodas-. ¿Tu madre te dijo que era impotente?
– ¿Es ésa la palabra? -preguntó ella, curiosa. Sin embargo, ante la penetrante mirada de Simon, se apresuró a añadir-: No, no, no lo dijo con esas mismas palabras.
– ¿Y qué fue -preguntó Simon, recalcando cada palabra- lo que dijo, exactamente?
– Bueno, no demasiado -admitió Daphne-. En realidad, fue muy raro, pero me dijo que el acto matrimonial…
– ¿Lo llamó acto?
– ¿No es así como todo el mundo lo llama?
Simon agitó la mano en el aire y dijo:
– ¿Qué más te dijo?
– Me dijo que el, eh, como quieras llamarlo…
A Simon le pareció encantador que, en tales circunstancias, todavía echara mano del sarcasmo.
– … está, de alguna manera, relacionado con la procreación y…
– ¿De alguna manera? -interrumpió Simon.
– Bueno, sí. -Daphne frunció el ceño-. La verdad es que no me dio demasiados detalles.
– Ya lo veo.
– Hizo lo que pudo -dijo Daphne, que pensó que lo mínimo que podía hacer era salir en defensa de su madre-. Para ella fue muy difícil.
– Cualquiera diría que, después de ocho hijos, ya lo tendría más que superado.
– No creo -dijo ella, agitando la cabeza-. Además, cuando le pregunté si había participado en ese… -lo miró un poco desesperada-, no sé de qué otra manera llamarlo si no es acto.
– Sigue -dijo él, con la voz ahogada.
– ¿Estás bien?
– Sí -dijo él.
– No lo pareces.
Simon agitó una mano en el aire para que continuara.
– Bueno -dijo ella, lentamente-. Le pregunté si eso quería decir que ella había participado en ese acto ocho veces y se puso muy colorada y…
– ¿Le preguntase eso? -estalló Simon, sin poder reprimirse.
– Sí. -Daphne entrecerró los ojos-. ¿Te estás riendo?
– No -dijo él, entrecortadamente.
Daphne hizo una mueca.
– Pues parece que te estés riendo.
Simon agitó la cabeza.
– Está bien -continuó Daphne, claramente contrariada-. A mí me pareció que la pregunta tenía sentido, porque tiene ocho hijos. Pero entonces me dijo que…
Simon agitó la cabeza y levantó una mano, con una expresión que ni siquiera él sabía si era de reír o llorar.
– No me lo digas. Te lo ruego.
– Oh. -Daphne no supo qué decir, así que se limitó a quedarse con las manos juntas sobre el regazo y a cerrar la boca.
Al final, escuchó que Simon respiraba hondo y le decía:
– Sé que voy a arrepentirme de preguntártelo. De hecho, ya me estoy arrepintiendo, pero ¿por qué pensabas que era -se estremeció-, incapaz de consumar nuestro matrimonio?
– Bueno, dijiste que no podías tener hijos.
– Daphne, hay muchas, muchas otras razones por las que una pareja no puede tener hijos.
Daphne tuvo que obligarse a dejar de rechinar los dientes.
– Detesto lo estúpida que me siento en este momento -dijo.
Él se inclinó y la tomó de las manos.
– Daphne -dijo, suavemente, masajeándole los dedos-, ¿tienes alguna idea de lo que pasa entre un hombre y una mujer?
– No -dijo, sinceramente-. Creerías que, con tres hermanos mayores, sabría algo y por fin creía que iba a saberlo anoche cuando mi madre me dijo que…
– No digas nada más -dijo él, con una voz muy extraña-. Ni una palabra más. No lo soportaría.
– Pero…
Simon hundió la cara entre las manos y, por un momento, Daphne creyó que estaba llorando. Sin embargo, mientras ella estaba allí sentada castigándose a sí misma por haber hecho llorar a su marido en su noche de bodas, se dio cuenta de que se estaba riendo.
El muy desconsiderado.
– ¿Te estás riendo de mí?
Simon agitó la cabeza, sin levantarla.
– Entonces, ¿de qué te ríes?
– Oh, Daphne -dijo-. Tienes tanto que aprender.
– Nunca dije lo contrario -gruñó ella.
Si la gente no se preocupara tanto por mantener a las chicas jóvenes tan ignorantes respecto a las realidades del matrimonio, se evitarían escenas como ésta.
Él se inclinó, apoyó los codos en las rodillas y la miró profundamente.
– Puedo enseñarte -susurró.
A Daphne le dio un vuelco el estómago.
Sin apartar la mirada de sus ojos, Simon le cogió una mano y se la acercó a los labios.
– Te aseguro -dijo, recorriéndole un dedo con la lengua-, que soy perfectamente capaz de satisfacerte en la cama.
De repente, a Daphne le costaba respirar. ¿Y desde cuándo hacía tanto calor en esa habitación?
– No-no sé muy bien lo que quieres decir.
Él la atrajo contra su cuerpo.
– Ya lo sabrás.