CAPÍTULO 1

Los Bridgerton son, de lejos, la familia más prolífica de las de altas esferas sociales de Londres. Tanta productividad por parte de la vizcondesa y el difunto vizconde es de agradecer, a pesar de que la elección de los nombres sólo puede de calificarse de banal. Anthony, Benedict, Colin, Daphne, Eloise, Francesca, Gregory y Hyacinth; el orden alfabético, obviamente, resulta beneficioso en todos los aspectos, aunque uno podría creer que los padres deberían ser lo suficientemente inteligentes como para reconocer a sus hijos sin necesidad de alfabetizarlos.

Es más, cuando uno se encuentra con la vizcondesa y sus ocho hijos en una sala, teme que esté viendo doble, triple o peor. Esta autora nunca ha visto una colección de hermanos con tanto parecido físico entre ellos. Aunque esta autora nunca se ha detenido a observar el color de los ojos detenidamente, los ocho tienen una estructura ósea muy similar y el mismo cabello grueso y castaño. Cuando la vizcondesa empiece a buscar buenos partidos para casar a sus hijas me dará mucha lástima por no haber tenido ni un solo hijo con un color de pelo más extraordinario. Sin embargo, tanto parecido tiene sus ventajas; no hay ninguna duda que los ocho son hijos legítimos.

Ah, querido lector, tu devota autora ya querría que en todas las grandes familias fuera igual.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

26 de abril de 1813


– ¡Oooooooooohhhhhhhhhh! -Violet Bridgerton, hizo una bola con la hoja de periódico y la tiró al otro lado del elegante salón.

Inteligentemente, su hija Daphne no hizo ningún comentario e hizo ver que estaba concentrada en el bordado.

– ¿Has leído lo que ha escrito? -le preguntó Violet-. ¿Lo has leído?

Daphne miró la bola de papel, que estaba debajo de una mesita de caoba.

– No he podido hacerlo antes que… mmm… la destrozaras.

– Pues léelo -dijo Violet, agitando el brazo en el aire-. Lee las calumnias que esa mujer ha escrito sobre nosotros.

Tranquilamente, Daphne dejó en el sillón el bordado y fue hasta la mesita. Extendió la hoja sobre el regazo y leyó el párrafo que hablaba de su familia. Parpadeando, levantó la mirada.

– No es tan malo, madre. En realidad, teniendo en cuenta lo que escribió la semana pasada de los Featherington, esto es una auténtica bendición.

– ¿Cómo se supone que voy a encontrarte marido si esa mujer va difamando tu nombre?

Daphne suspiró. Después de dos temporadas en los bailes de Londres, la palabra «marido» bastaba para ponerla de los nervios. Quería casarse, claro que sí, y ni siquiera albergaba esperanzas de casarse por amor. Pero ¿era mucho pedir casarse con alguien por quien sintiera un mínimo afecto?

Hasta ese momento, cuatro hombres habían pedido su mano, pero cuando Daphne se planteaba pasar el resto de su vida al lado de cualquiera de ellos, sencillamente no podía. Había bastantes hombres a los que ella consideraba razonablemente aceptables como maridos, pero había un problema: ninguno de ellos parecía interesado. Sí, claro, todos la apreciaban. Todo el mundo lo hacía. Todos pensaban que era graciosa, amable e ingeniosa, y nadie pensaba que no fuera atractiva pero, al mismo tiempo, nadie quedaba maravillado ante su belleza, nadie se quedaba sin palabras ante su presencia o escribía poesía en su honor.

Los hombres, pensó ella, disgustada, sólo se interesan por las mujeres que les daban miedo. Nadie parecía interesado en cortejarla a ella. Todos la querían, o eso decían, porque era muy fácil hablar con ella y siempre parecía entender lo que los hombres sentían. Como dijo uno de los hombres que ella pensaba que podría ser un buen marido: «Créeme, Daff, no eres como las demás mujeres. Eres, en el buen sentido de la palabra, de lo más normal.»

Y lo habría considerado un cumplido si, inmediatamente después, él no se hubiera ido a buscar a alguna belleza rubia.

Daphne bajó la mirada y vio que tenía la mano apretada en un puño. Después, levantó la mirada y vio que su madre la estaba observando y esperando, obviamente, que le dijera algo. Como ya había suspirado, se aclaró la garganta y dijo:

– Estoy segura de que la columna de lady Whistledown no va arruinar mis posibilidades de matrimonio.

– ¡Daphne, ya han pasado dos años!

– Y lady Whistledown sólo publica esta ridícula columna desde hace tres meses, así que no creo que podamos echarle toda la culpa a ella.

– Le echaré la culpa a quien quiera -dijo Violet.

Daphne se clavó las uñas en las palmas de las manos para evitar responderle de mala manera a su madre. Sabía que sólo quería lo mejor para ella, y sabía que su madre la quería. Y ella también la quería. En realidad, hasta que Daphne llegó a la edad casadera, Violet había sido la mejor madre del mundo. Y lo seguía siendo, menos cuando se desesperaba ante la realidad que, detrás de Daphne, tenía que casar a tres hijas más.

Violet se colocó una mano encima del pecho.

– Pone en entredicho tu origen noble.

– No -dijo Daphne, lentamente. Siempre era recomendable ir con cautela a la hora de contradecir a su madre-. En realidad, lo que ha dicho es que no cabe ninguna duda de que todos somos hijos legítimos. Y eso mucho más de lo que pude decirse de las demás familias numerosas de la alta sociedad.

– Ni siquiera debería haber sacado el tema -lloriqueó Violet.

– Madre, escribe una columna de cotilleos. Su trabajo es sacar temas como éste.

– Ni siquiera es una persona real -añadió Violet, muy enfadada. Apoyó las manos en las caderas, aunque luego cambió de opinión y empezó a agitar un dedo en el aire-. Whistledown, ¡ja! Nunca he oído hablar de ningún Whistledown. Sea quien sea esta depravada mujer, dudo mucho que sea uno de los nuestros. Nadie con un mínimo de educación escribiría semejantes mentiras.

– Claro que es de los nuestros -dijo Daphne, a quien se le notaba en los ojos que estaba disfrutando con aquella conversación-. Si no fuera de la alta sociedad, sería imposible que supiera todo lo que sabe. ¿Pensabas que era alguna impostora que se dedicaba a espiar por las ventanas y a escuchar detrás de las puertas?

– No me gusta ese tono, Daphne Bridgerton -dijo Violet, entrecerrado los ojos.

Daphne reprimió una sonrisa. La frase «No me gusta tu tono» era la respuesta habitual de Violet cuando uno de sus hijos tenía razón en una discusión.

Sin embargo, se lo estaba pasando demasiado bien para dejarlo allí.

– No me sorprendería que lady Whistledown fuera una de tus amigas -dijo Daphne, inclinando la cabeza.

– Ten cuidado, muchachita. Ninguna de mis amigas caería tan bajo.

– Está bien -dijo Daphne-. Posiblemente no es ninguna de tus amigas, pero estoy segura de que es alguien que conocemos. Ningún intruso podría conseguir la información de la que ella habla.

Violet se cruzó de brazos.

– Me gustaría descubrirla y dejarla sin trabajo.

– Si de verdad es lo que quieres -dijo Daphne, sin poder resistirse al comentario-, no deberías apoyarla comprando su revista.

– ¿Y qué conseguiría con eso? -preguntó Violet-. Todo el mundo la compra. Mi insignificante boicot sólo serviría para hacerme quedar como una ignorante cuando los demás comentaran sus chismes.

En eso tenía razón, pensó Daphne. La alta sociedad de Londres estaba totalmente enganchada a la Revista de sociedad de lady Whistledown. La misteriosa publicación había aparecido en la puerta de las mejores casas de Londres hacía tres meses. Durante dos semanas, se entregó de manera gratuita los lunes, miércoles y viernes. Y entonces, al tercer lunes, los mayordomos de todo Londres esperaron en vano a los chicos del reparto porque para, sorpresa de todo el mundo, la revista se empezó a vender al desorbitado precio de cinco peniques el ejemplar.

Daphne sólo podía admirar la astucia de la ficticia lady Whistledown. Cuando empezó a vendes sus chismes, todo Londres estaba ya tan enganchado a ellos que todos desembolsaban los cinco peniques para leerlos mientras, en algún lugar, alguna señora entrometida se estaba haciendo de oro.

Mientras Violet se paseaba por el salón refunfuñando sobre aquel «terrible desaire» en contra de su familia, Daphne la miró para asegurarse de que no le prestaba atención y aprovechó para seguir leyendo los relatos de lady Whistledown. La publicación era una mezcla de comentarios, noticias sociales, mordaces insultos y algún que otro cumplido. Lo que la diferenciaba de otras revistas similares es que la autora daba los nombres completos de los protagonistas. No ocultaba a las personas detrás de abreviaturas como lord S o lady G. Si lady Whistledown quería escribir sobre alguien, utilizaba el nombre completo. La gente bien puso el grito en el cielo pero, en el fondo, estaban fascinados por aquella mujer.

Este último número era típico de lady Whistledown. Aparte de la breve columna sobre los Bridgerton, que no era más que una descripción de la familia, relataba las fiestas de la noche anterior. Daphne no pudo asistir porque era el cumpleaños de su hermana menor, y los Bridgerton siempre celebraban los cumpleaños en familia. Y siendo ocho hermanos, siempre estaban celebrando algo.

– ¿Estás leyendo esa bazofia? -dijo Violet, en tono acusatorio.

Daphne la miró, sin ningún sentimiento de culpabilidad.

– La columna de hoy no está mal. Al parecer, Cecil Tumbley tiró una torre de copas de champán ayer por la noche.

– ¿De verdad? -preguntó Violet, intentando disimular su interés.

– Mmm-hmm -contestó Daphne-. Da bastante buena cuenta del baile en casa de los Middlethorpe. Quién habló con quién, los vestidos que llevaban las señoras…

– Y supongo que sintió la necesidad de dar su opinión a ese respecto, ¿no es así?

Daphne esbozó una sonrisa maliciosa.

– Venga, mamá. Sabes tan bien como yo que a la señora Middlethorpe nunca le ha favorecido el púrpura.

Violet intentó no sonreír. Daphne vio cómo la comisura de los labios se apretaba mientras su madre intentaba mantener la compostura propia de una vizcondesa y madre. Sin embargo, a los dos segundos estaba sonriendo y sentándose al lado de su hija en el sofá.

– Déjame verlo -dijo, quitándole la revista de las manos a Daphne-. ¿Pasó algo más? ¿Nos perdimos algo importante?

– Mamá, de verdad, con una reportera como lady Whistledown, ya no hace falta acudir a las fiestas -dijo Daphne, agitando la revista-. Esto es casi como haber estado allí. Incluso mejor. Estoy segura que nosotros comimos mejor que ellos. Y devuélveme eso -gritó, quitándole la revista de las manos a su madre.

– ¡Daphne!

Daphne le hizo una mueca.

– Lo estaba leyendo yo.

– ¡Está bien!

Violet se inclinó. Daphne leyó:

– «El vividor antiguamente conocido como conde de Clyvedon ha decidido, al fin, honrar a Londres con su presencia. Aunque todavía no se dignado a hacer su presentación oficial en ninguna fiesta social, han visto al nuevo duque de Hastings en White’s varias veces y en Tattersall’s en una ocasión -hizo una pausa para respirar-. El duque ha vivido en el extranjero los últimos seis años. ¿Será sólo una coincidencia que haya regresado ahora, justo después de la muerte del viejo duque?»

Daphne levantó la mirada.

– Dios mío, no se anda por las ramas, ¿no crees? Este Clyvedon, ¿no es amigo de Anthony?

– Ahora se llama Hastings -dijo Violet, de manera automática-. Y sí, creo que él y Anthony eran amigos en Oxford. Y en Eaton también, creo. -Arrugó una ceja y entrecerró los ojos-. Si no recuerdo mal, era bastante revoltoso. Siempre estaba en desacuerdo con su padre, pero era un chico brillante. Estoy casi segura de que Anthony dijo que sacó nota de honor en matemáticas. Y eso -dijo, con una mira maternal-, es más de lo que puedo decir de ninguno de mis hijos.

– Estoy segura de que, si en Oxford aceptaran mujeres, yo también sacaría notas excelentes -bromeó Daphne.

Violet soltó una risita.

– Te corregía los deberes de aritmética cuando la institutriz estaba enferma, Daphne.

– De acuerdo, quizás en historia -dijo Daphne, sonriendo. Volvió a mirar el papel y releyendo una y otra vez el nombre del nuevo duque-. Parece interesante.

Violet la miró, muy seria.

– No es adecuado para una señorita de tu edad.

– Es curioso cómo, en un segundo, soy tan mayor que te desesperas porque crees que no me voy a casar con nadie y, al mismo tiempo, soy demasiado joven para conocer a los amigos de Anthony.

– Daphne Bridgerton, no me…

– … gusta mi tono, lo sé -dijo Daphne, sonriendo-. Pero me quieres.

Violet también sonrió y abrazó a su hija.

– Es cierto.

Daphne le dio un beso en la mejilla a su madre.

– Es la maldición de la maternidad. Nos quieres incluso cuando te sacamos de quicio.

Violet suspiró.

– Sólo espero que algún día tengas…

– … hijos como yo, lo sé -dijo Daphne, con una sonrisa melancólica, y apoyó la cabeza en el hombro de su madre.

Su madre podría ser demasiado curiosa y su padre quizás estuvo más interesado en la caza que en las fiestas sociales, pero habían tenido un matrimonio amable y bien avenido, lleno de amor, risas e hijos.

– Lo peor que podría hacer sería no seguir tu ejemplo.

– Daphne, cielo -dijo Violet, con los ojos humedecidos-. Es una de las cosas más bonitas que me han dicho nunca.

Daphne jugó con un mechón castaño y sonrió, convirtiendo el momento sentimental en gracioso.

– Seguiré tu ejemplo en lo que al matrimonio y los hijos se refiere, madre, siempre que no tenga que tener ocho.


En ese mismo momento, Simon Basset, el nuevo duque de Hastings y antiguo tema de conversación de las mujeres Bridgerton, estaba sentado en Whit’s. Y estaba acompañado ni más ni menos que por Anthony Bridgerton, el hermano mayor de Daphne. Eran bastante parecidos; los dos altos, fuertes y con el cabello grueso y oscuro. Sin embargo, Anthony tenía los ojos del mismo color chocolate que su hermana y Simon los tenía azul intenso.

Y, precisamente, era esa mirada fría la que le antecedía. Cuando miraba a alguien directamente a los ojos, los hombres se sentían incómodos y las mujeres empezaban a temblar.

Pero Anthony no. Hacía años que se conocían, y Anthony se limitaba a sonreír cuando Simon levantaba una ceja y lo miraba fijamente.

– Te olvidas de que te he visto con la cabeza metida en un orinal -le había dicho Anthony-. Desde entonces, me cuesta tomarte en serio.

– Sí, y si no recuerdo mal, fuiste tú el que me sujetaba mientras llevaba aquel repugnante recipiente en la cabeza. -Fue la respuesta de Simon.

– Uno de los mejores momentos de mi vida, te lo aseguro. Sí, pero a la noche siguiente te tomaste la revancha en forma de doce anguilas en mi cama.

Simon sonrió al recordar tanto el incidente como la consiguiente charla con el director. Anthony era un buen amigo, el tipo de hombre que uno querría tener al lado en una situación difícil. Fue la primera persona que Simon buscó cuando volvió a Inglaterra.

– Es un placer volverte a tener aquí, Clyvedon -dijo Anthony, una vez sentados en las butacas del Whit’s-. Pero supongo que ahora insistirás en que te llame Hastings.

– No -dijo Simon, serio-. Hastings será siempre el nombre de mi padre. Nunca respondía a nada más. -Hizo una pausa-. Heredaré su título si es necesario pero no aceptaré su nombre.

– ¿Si es necesario? -Anthony abrió los ojos como platos-. Muchos hombres no estarían tan resignados ante la perspectiva de heredar un ducado.

Simon se pasó la mano por el pelo. Sabía que se suponía que debía estar contento por su primogenitura y mostrarse orgulloso de la intachable historia de los Basset, pero la verdad era que todo aquello lo ponía enfermo. Toda la vida había intentado defraudar las expectativas de su padre, y ahora le parecía ridículo hacer honor a su nombre.

– Es una maldita carga, eso es lo que es -gruñó, al final.

– Pues será mejor que te vayas acostumbrando -dijo Anthony, a modo de consejo-, porque todo te van a llamar por su nombre.

Simon sabía que era verdad, pero dudaba que algún día pudiera llevar con dignidad aquel título.

– Bueno, en cualquier caso -dijo Anthony, respetando la privacidad de su amigo en algo de lo que obviamente no le gustaba hablar-, me alegro de que hayas vuelto. Así, por fin, encontraré un poco de paz la próxima vez que acompañe a mi hermana aun baile.

Simon se echó hacia atrás y cruzó las largas y musculosas piernas por los tobillos.

– Un comentario muy intrigante -dijo.

Anthony levantó una ceja.

– Y estás seguro de que te lo explicaré, ¿no es así?

– Por supuesto.

– Debería dejar que lo adivinaras por ti mismo, pero nunca he sido un hombre cruel.

Simon se rió.

– ¿Y esto lo dice el que me metió la cabeza en un orinal?

Anthony agitó la mano en el aire pare quitarle importancia.

– Era joven.

– ¿Y ahora eres el ejemplo del decoro y la respetabilidad?

Anthony sonrió.

– Totalmente.

– Entonces -dijo Simon-, dime, exactamente, ¿cómo voy a contribuir a que tengas una existencia más pacífica?

– Supongo que tienes intención de asumir tu papel social.

– Supones mal.

– Pero vas a ir al baile de lady Danbury esta semana -dijo Anthony.

– Únicamente porque siento una gran aprecio por ella. Siempre dice lo que piensa y… -Los ojos de de Simon parecieron alterados.

– ¿Y? -preguntó Anthony.

Simon agitó la cabeza.

– Nada. Es que se portó muy bien conmigo de pequeño. Pasé unas cuantas vacaciones de verano en su casa de Riverdale. Ya sabes, su sobrino.

Anthony asintió

– Ya veo. Así que no tienes intención de presentarte en sociedad. Estoy impresionado por tu determinación. Pero permíteme que te diga una cosa: aunque no quieras ir a los bailes de la alta sociedad, ellas vendrán a ti.

Simon, que había elegido ese momento para beber un trago de brandy, se atragantó ante la mirada de Anthony cuando dijo «ellas». Después de un mal rato tosiendo, dijo:

– ¿Quiénes son ellas?

Anthony se estremeció.

– Las madres.

– Como yo no tuve, creo que no te entiendo.

– Las madres, imbécil. Esos dragones que sacan fuego por la nariz con hijas, Dios nos asista, casaderas. Puedes correr, pero no podrás esconderte. Y, debe avisarte, la mía es la peor de todas.

– Dios santo. Y yo pensaba que África era peligrosa.

Anthony le lanzó a su amigo una compasiva mirada.

– Te perseguirán, y cuando te encuentren, te verás atrapado en una conversación con una joven pálida con un vestido blanco que sólo sabe hablar del tiempo, del baile anual en Almack’s y de cintas de pelo.

Simon miró a su amigo divertido.

– Deduzco, de tus palabras, que mientras he estado fuera, te has convertido en una especie de buen partido, ¿no?

– No es que aspire a ello, te lo aseguro. Si dependiera de mí, evitaría los bailes como si fueran plagas. Pero mi hermana se presentó en sociedad el año pasado y, de vez en cuando, me veo obligado a acompañarla a los bailes.

– Te refieres a Daphne, ¿verdad?

Anthony miró a Simon bastante sorprendido.

– ¿Os llegasteis a conocer?

– No -dijo Simon-. Pero me acuerdo de las cartas que te enviaba al colegio; además, también me recuerdo que era la cuarta, así que su nombre tiene que empezar por D y ya sabes…

– Sí, claro -dijo Anthony, con los ojos en blanco-. El método de los Bridgerton par ponerles nombres a sus hijos. Una manera de asegurarse que nadie se olvida de quién eres.

Simon se rió.

– Pero funciona, ¿no es así?

– Simon -dijo Anthony, de repente, inclinándose hacia delante-. Le prometí a mi madre. Que a finales de semana iría a cenar con la familia a Bridgerton House. ¿Por qué no vienes conmigo?

Simon levantó una ceja.

– ¿No me acabas de prevenir sobre las madres y sus hijas casaderas?

Anthony se rió.

– Pondré a mi madre sobre aviso y, respecto a Daff, no tienes nada de qué preocuparte. Es la excepción que confirma la regla. Te encantará.

Simon frunció el ceño. ¿Estaría Anthony jugando a las casamenteras? No estaba seguro.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Anthony se rió.

– Dios mío, crees que quiero emparejarte con Daphne, ¿no?

Simon no dijo nada.

– No encajaríais. Eres demasiado callado para sus gustos.

A Simon le pareció un comentario algo extraño, pero decidió hacer otra pregunta.

– Entonces, ¿ha tenido otras ofertas?

– Unas cuantas. -Anthony se bebió de un trago lo que le quedaba de brandy y suspiró, satisfecho-. Le he dado mi permiso para rechazarlas.

– Es un acto bastante indulgente por tu parte.

Anthony se encogió de hombros.

– En esta época, esperar un matrimonio por amor quizá sea demasiado, pero no veo por qué no debería ser feliz con su marido. Hemos recibido ofertas de un hombre que podría ser su padre, otro de uno que podría ser el hermano de su padre, y otra de uno que era demasiado tranquilo para nuestro bullicioso clan y, esta semana, ¡Dios, este ha sido el peor!

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Simon, muy curioso.

Anthony se rascó la sien energéticamente.

– Era muy agradable, pero un poco corto. Después de nuestros años libertinos, seguro que pensabas que era un hombre sin sentimientos…

– ¿De verdad? -dijo Simon, con una sonrisa maliciosa en la cara-. ¿Por qué lo dices?

Anthony frunció el ceño.

– No disfruté mucho rompiéndole el corazón a ese pobre tonto.

– Hmm, ¿no lo había hecho Daphne?

– Sí, pero yo tenía que decírselo.

– No hay muchos hermanos que demuestren tanta permisividad con las propuestas de matrimonio de sus hermanas -dijo Simon.

Anthony se volvió a encoger de hombros, como si no pudiera imaginarse otra manera de tratar a su hermana.

– Ha sido una buena hermana. Es lo menos que puedo hacer por ella.

– ¿Incluso si eso implica acompañarla a Almack’s? -dijo Simon, malicioso.

Anthony hizo una mueca.

– Incluso.

– Me gustaría consolarte diciéndote que todo esto terminará pronto, pero te recuerdo que tienes tres hermanas más que vienen por detrás.

Anthony se hundió en el sillón.

– A Eloise le toca dentro de dos años, a Frances un año después y luego podré tomarme un descanso hasta que le toque a Hyacith.

Simon se rió.

– No te envidió esa responsabilidad.

Sin embargo, incluso cuando pronunció esas palabras, sintió un punto de añoranza y se preguntó cómo sería no estar tan solo en el mundo. No tenía intención de formar una familia aunque, si hubiera tenido uno de pequeño, quizá todo habría sido distinto.

– Entonces, ¿vendrás a cenar? -dijo Anthony, levantándose-. Algo informal, por supuesto. Nunca organizamos cenas formales cuando estamos en familia.

Simon tenía muchas cosas que hacer esos días pero, antes incluso de pensar en lo que tenía que arreglar, ya estaba diciendo:

– Será un placer.

– Excelente. Pero primero te veré en el baile de los Danbury, ¿no?

Simon se estremeció.

– No, si puedo evitarlo. Mi intención es llegar, saludar y marcharme a la media hora.

Levantando una incrédula ceja, Anthony preguntó:

– ¿De verdad crees que podrás llegar a la fiesta, presentarle tus respetos a lady Danbury y marcharte?

Simon asintió de manera segura y contundente.

Sin embargo, la risa burlona de Anthony no fue demasiado tranquilizadora.

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