CAPÍTULO 8

Ha llegado a oídos de esta autora que, el sábado, toda la familia Bridgerton (¡más un duque!) se embarcaron rumbo a Greenwich.

Y también ha llegado a oídos de esta autora que el mencionado duque, así como determinado miembro de la familia Bridgerton, volvieron a Londres con la ropa empapada.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

3 de mayo de 1813


S i te disculpas otra vez -dijo Simon, echando la cabeza hacia atrás y tapándose la cara con las manos-, tendré que matarte.

Daphne le lanzó una irritada mirada desde la silla donde estaba sentada en la cubierta del pequeño barco que su madre había alquilado para llevar a toda la familia, y al duque, claro, a Greenwich.

– Discúlpame -dijo-, si soy lo suficientemente educada como para pedirte perdón por las obvias manipulaciones de mi madre. Creía que el propósito de esta farsa era no tener que someterte a la merced de estas madres desesperadas.

Simon agitó la mano en el aire mientras se acomodaba todavía más en su silla.

– Sólo supondría un problema si no me lo estuviera pasando bien.

Daphne abrió la boca, sorprendida.

– Oh -dijo, estúpidamente, a su parecer-. Me alegro.

Simon se rió.

– Me encanta navegar, aunque sólo sea hasta Greenwich, además, después de pasar tanto tiempo en alta mar, me apetece ir a visitar el Observatorio Real para ver el meridiano de Greenwich. -Inclinó la cabeza hacia ella-. ¿Sabes algo sobre la navegación y los meridianos?

Daphne agitó la cabeza.

– Me temo que casi nada. Debo confesar que no sé demasiado bien qué es ese meridiano que hay en Greenwich.

– Es el punto desde donde se miden las longitudes de todo el planeta. Antes, los marineros medían las distancias longitudinales desde su punto de partida pero, en el último siglo, el astrónomo real decidió que Greenwich fuera el punto cero para todas las medidas.

Daphne arqueó las cejas.

– Me parece un poco prepotente por nuestra parte, ¿no crees, eso de posicionarnos como el centro del mundo?

– En realidad, cuando se sale a navegar por alta mar es bastante útil tener un punto de referencia universal.

Ella lo miró, dubitativa.

– ¿Y todos estuvieron de acuerdo? Me cuesta creer que los franceses no hubieran preferido Parías y estoy segura que el Papa hubiera preferido Roma…

– Bueno, no fue algo acordado -dijo Simon, riéndose-. No hubo ningún tratado oficial, si es eso a lo que te refieres. Resulta que el Observatorio Real cada año publica unos mapas con datos perfectamente detallados; se llama el Almanaque Náutico. Y un marinero tendría que estar loco para salir a navegar sin uno a bordo. Y, como el Almanaque Náutico mide las longitudes tomando Greenwich como el punto cero…, bueno, pues todo el mundo ha adoptado este sistema.

– Parece que sabes mucho sobre este tema.

Simon se encogió de hombros.

– Si pasas mucho tiempo en un barco, al final acabas aprendiéndolo.

– Bueno, me temo que en la habitación de los niños de mi casa no se enseñaban estas cosas -ladeó la cabeza, pensativa-. Casi toda mi educación se limitó a lo que la institutriz sabía.

– Lástima -dijo Simon, y luego preguntó-: ¿casi toda?

– Si había algo que me interesara especialmente, solía encontrar libros sobre esa materia en la biblioteca de mi padre.

– Entonces, supongo que las matemáticas abstractas no era unas de esas cosas.

Daphne se rió.

– ¿Cómo tú? No, me temo que no. Mi madre siempre me dijo que era un milagro que supiera sumar dos más dos.

Simon puso cara de sorprendido.

– Sí, ya lo sé -dijo ella, sonriendo-. A los que se os dan bien los números sois incapaces de entender que los simples mortales miremos una página llena de números y no sepamos la respuesta, o cómo conseguirla, inmediatamente. Colin es igual que tú.

Simon sonrió, porque tenía razón.

– Está bien. Entonces, ¿qué materias te gustaban más?

– Déjame pensar… historia y literatura. Y fue una suerte, porque la biblioteca estaba llena de libros sobre eso.

Simon bebió un sorbo de limonada.

– La historia nunca me entusiasmó demasiado.

– ¿De verdad? ¿Por qué?

Simon se quedó pensativo, preguntándose si su falta de interés por la historia tendría que ver con su aversión a su ducado y todas las tradiciones que suponía. Su padre siempre había sido tan apasionado con su título.

Sin embargo, sólo dijo:

– No lo sé. Supongo que no me gustaba.

Compartieron un agradable silencio mientras la brisa les agitaba el pelo. Entonces, Daphne sonrió y dijo:

– Está bien, no volveré a disculparme, pero sólo porque estoy demasiado orgullosa de mi vida como para sacrificarla bajo tus manos sin ningún motivo, pero estoy contenta de que te lo esté pasando bien después de que mi madre casi te obligara a que nos acompañaras.

Simon la miró con sarcasmo.

– Si no hubiera querido venir, no habría nada que tu madre hubiera podido hacer o decir para convencerme.

Daphne se rió.

– Y eso lo dice el hombre que hace ver que me está cortejando, a mí de entre todas las chicas, y todo porque es demasiado educado para rechazar la invitación de las esposas de sus amigos.

Simon se puso serio e hizo una mueca.

– ¿Qué quieres decir con a ti de entre todas las chicas?

– Bueno, yo… -Parpadeó, sorprendida. No tenía ni idea de lo que quería decir-. No lo sé -dijo, al final.

– Pues deja de decirlo -refunfuñó, y se apoyó en el respaldo de la silla.

Inexplicablemente, los ojos de Daphne se perdieron en algún punto lejano del río mientras hacía grandes esfuerzos por no sonreír. Simon era tan dulce cuando se enfadaba.

– ¿Qué estás mirando? -dijo él.

A Daphne le temblaron los labios.

– Nada.

– ¿Pues de qué te ríes?

Aquello sí que no se lo iba a decir.

– No me estoy riendo.

– Si no te estás riendo, es que te va a dar un ataque o vas a estornudar.

– Ninguna de las dos cosas -dijo ella-. Sólo estoy disfrutando del día.

Simon tenía la cabeza apoyada en el respaldo de la silla, de modo que se giró para mirarla.

– Y la compañía no está nada mal. -bromeó.

Daphne miró a Anthony, que estaba apoyado en la barandilla, al otro lado de la cubierta, fulminándolos con la mirada.

– ¿Toda la compañía? -preguntó ella.

– Si te refieres a tu beligerante hermano -respondió él-, debo decir que su angustia me parece de lo más divertida.

Daphne intentó reprimir una sonrisa, pero no pudo.

– Eso no es muy amable de tu parte, que digamos.

– Nunca dije que fuera amable. Además, fíjate. -Simon indicó hacia donde estaba Anthony con un levísimo movimiento de cabeza. Aunque pareciera imposible, el gesto de Anthony se torció todavía más-. Sabe que estamos hablando de él. Y eso lo está matando.

– Creía que erais amigos.

– Y lo somos. Esto es lo que los amigos se hacen entre ellos.

– Los hombres están locos.

– En general, sí -añadió él.

Daphne puso los ojos en blanco.

– Pensaba que la primera regla de la amistad era no coquetear con la hermana de tu amigo.

– Ah, pero, yo no coqueteo. Solo lo hago ver.

Daphne asintió y miró a Anthony.

– Y, aún así, todo esto lo está matando, a pesar de que sabe la verdad.

– Ya lo sé -sonrió Simon-. ¿No es brillante?

Justo entonces, Violet apareció en la cubierta.

– ¡Chicos! Oh, discúlpeme, duque -dijo, cuando lo vio-. No es justo que le meta en el mismo saco que a mis hijos.

Simon sonrió y agitó la mano en el aire, restándole importancia.

– El capitán me ha dicho que ya casi hemos llegado -dijo Violet-. Deberíamos empezar a recoger nuestras cosas.

Simon se levantó y le ofreció la mano a Daphne, que la utilizó agradecida, porque el barco se balanceaba mucho.

– Todavía no me he acostumbrado al movimiento del barco -dijo ella, riéndose y tratando de mantener el equilibrio.

– Y eso que sólo estamos en el río -dijo él.

– ¡Qué gracioso! Se supone que no debes reírte de mi poca gracia a bordo de un barco.

Mientras hablaba, se giró hacia él y, en ese momento, con el viento agitándole el pelo y las mejillas rosadas del sol, estaba tan encantadora que Simon se olvidó de respirar.

Su gran boca estaba a medio camino entre la risa y la sonrisa, y el sol le tenía el pelo con reflejos rojizos. Allí en el río, lejos de las opulentas fiestas de Londres, rodeados de naturaleza, estaba tan natural y bonita que, el mero hecho de estar a su lado, provocó que Simon no pudiera dejar de sonreír como un tonto.

Si no hubieran estado a punto de llegar al embarcadero y rodeados de su familia, la habría besado allí mismo. Sabía que no podía coquetear con ella, sabía que nunca se casaría con ella, pero, aún así, no podía evitar inclinarse hacia ella más y más. No se dio cuenta de lo que estaba haciendo hasta que perdió el equilibrio y tuvo que echarse hacia atrás para no caer.

Desgraciadamente, Anthony lo presenció todo y enseguida se interpuso entre ellos y cogió a Daphne por el brazo con fuerza.

– Como tu hermano mayor -dijo, muy serio-, creo que debo escoltarte a tierra.

Simon hizo una reverencia y se apartó del camino de Anthony, demasiado afectado y enfadado por su momentánea pérdida de control para discutir con su amigo.

El barco atracó junto al embarcadero y la tripulación colocó una estrecha pasarela de madera hasta tierra. Simon observó cómo desembarcaba toda la familia Bridgerton y luego bajó él y los siguió por las verdes laderas del Támesis.

El Observatorio Real estaba en lo alto de la colina, un edificio antiguo construido con ladrillos rojos. Las torres estaban cubiertas de cúpulas grises y Simon tuvo la sensación, como había dicho Daphne, de estar en el centro del mundo. Se dio cuenta de que todo se media a partir de ahí.

Después de haber recorrido gran parte del planeta, aquella idea le hacía sentir bastante insignificante.

– ¿Estamos todos? -dijo la vizcondesa-. Estaros quietos, para que pueda contar que estamos todos. -Empezó a contar cabezas, y acabó consigo misma, exclamando-. ¡Diez! Perfecto, estamos todos.

– Alégrate de que ya nonos pone en línea por edades.

Simon miró a Colin, que estaba a su lado, sonriendo.

– Para mantenernos en orden, funcionó mientras la edad se correspondía con la altura. Pero entonces Benedict pasó a Anthony, y Gregory a Francesca. -Se encogió de hombros-. Y mamá se dio por vencida.

Simon los miró a todos y dijo:

– ¿Y yo dónde iría?

– Así, a primera vista, posiblemente cerca de Anthony.

– Dios no lo quiera -dijo Simon.

Colin lo miró con una mezcla de diversión y curiosidad.

– ¡Anthony! -exclamó Violet-. ¿Dónde está Anthony?

Anthony se identificó con un malhumorado sonido.

– Oh, aquí estás. Ven, acompáñame.

Anthony dejó a Daphne a regañadientes y se colocó junto a su madre.

– No tiene remedio, ¿no crees? -le susurró Colin a Simon.

Simon decidió que lo mejor sería no contestar.

– Bueno, no la decepciones -dijo Colin-. Después de todas sus maquinaciones, lo mínimo que puedes hacer es ofrecerle tu brazo a Daphne.

Simon se giró y lo miró levantando una ceja.

– Eres igual de malo que madre.

Colin sólo se rió.

– Si, excepto que yo no finjo ser sutil.

Daphne escogió ese momento para acercarse a ellos.

– Me he quedado sin acompañante -dijo.

– No me lo creo -respondió Colin-. Bueno, si me perdonáis, voy a buscar a Hyacinth. Si me veo obligado a acompañar a Eloise, volverá a Londres a nado. Desde que cumplió los catorce, está insoportable.

Simon parpadeó sorprendido.

– ¿No volviste de Europa la semana pasada?

Colin asintió.

– Si, pero su decimocuarto cumpleaños fue hace un año y medio.

Daphne le dio un golpe en el codo.

– Si tienes suerte, no le explicaré lo que acabas de decir.

Colin puso los ojos en blanco y desapareció entre sus hermanos, gritando el nombre de Hyacinth.

Daphne apoyó la mano en la parte interior del codo de Simon y le preguntó:

– ¿Ya te hemos asustado lo suficiente?

– ¿Perdona?

Ella lo miró con una compungida sonrisa en la cara.

– No hay nada más agotador que una excursión familiar con los Bridgerton.

– Ah, eso. -Simon tuvo que apartarse a la derecha para no chocar con Gregory, que pasó por su lado como una exhalación gritando el nombre de Hyacinth y diciendo algo sobre barro y venganza-. Es, bueno, una nueva experiencia.

– Por decirlo de manera educada, ¿verdad, duque? -dijo Daphne-. Me has dejado impresionada.

– Si, bueno…- Dio un salto hacia atrás cuando Hyacinth pasó corriendo por su lado y gritando tan fuerte que Simon pensó que todos los perros desde Greenwich hasta Londres empezarían a aullar-. Yo no tengo hermanos. Daphne suspiró, melancólica.

– Sin hermanos -dijo-. Ahora mismo esas palabras me parecen celestiales. -Siguió con la mirada perdido unos instantes más, luego se irguió y volvió a la realidad-. Sin embargo, en cualquier caso… -Alargó el brazo justo en el instante en el que Gregory pasaba corriendo junto a ella y lo cogió con fuerza por la parte alta del brazo-. Gregory Bridgerton -le riñó-, deberías saber que no puedes ir corriendo así entre la gente. Puedes hacerle daño a alguien.

– ¿Cómo lo has hecho? -preguntó Simon.

– ¿El qué? ¿Cogerlo?

– Sí.

Ella se encogió de hombros.

– Años de práctica.

– ¡Daphne! -gritó Gregory. Todavía lo tenía agarrado por el brazo.

Lo soltó.

– Pero no corras.

Gregory dio dos grandes pasos y salió al trote.

– ¿No hay reprimenda para Hyacinth? -preguntó Simon.

Daphne hizo un gesto con la cabeza.

– Al parecer, mi madre se encarga de ella.

Simon vio que Violet estaba riñendo a Hyacinth agitando el dedo índice con bastante vehemencia. Se giró hacia Daphne.

– ¿Qué estabas diciendo antes de que Gregory apareciera en escena?

Daphne parpadeó.

– No tengo ni idea.

– Creo que estabas a punto de deshacerte en elogios ante la idea de no tener hermanos.

– Sí, claro -dijo, riéndose, mientras el resto de la familia subía por la colina-. Aunque no te lo creas, iba a decir que a pesar de que la idea de la soledad eterna pueda resultar tentadora a veces, creo que me sentiría muy sola sin familia.

Simon no dijo nada.

– No me imagino teniendo sólo un hijo -dijo Daphne.

– A veces -dijo Simon, triste -, no queda otra opción.

Daphne se sonrojó.

– Lo siento mucho -dijo, parándose en seco sin poder avanzar-. Tu madre. Lo había olvidado…

Simon se quedó a su lado.

– No llegué a conocerla-dijo, encogiéndose de hombros-. Por eso tampoco la eché de menos.

Sin embargo, el dolor se reflejaba en sus pálidos ojos azules, y Daphne supo que estaba mintiendo.

Y, al mismo tiempo, sabía que Simon se creía totalmente aquellas palabras.

Y ella se preguntó qué le habría podido pasar a ese hombre para que se mintiera a sí mismo durante tantos años.

Observó su cara, ladeando un poco la cabeza. El viento le había sonrojado las mejillas y alborotado el pelo. No parecía sentirse cómodo bajo la mirada de Daphne, así, que dijo:

– Nos estamos quedando atrás.

Daphne miró hacia lo alto de la colina. Su familia estaba bastante más adelantada que ellos.

– Sí -dijo, irguiéndose-. Será mejor que nos demos prisa.

Sin embargo, mientras caminaba por la colina, no pensaba en su familia ni en el observatorio ni en la longitud. Sólo se preguntaba por qué sentía aquella irrefrenable necesidad de abrazar al duque y no soltarlo jamás.


Horas después, todos volvían a estar en las verdes laderas del Támesis. Disfrutando del sencillo aunque elegante almuerzo que la cocinera de los Bridgerton había preparado. Como había hecho la noche anterior, Simon apenas dijo nada, y se dedicó a escuchar a la familia de Daphne.

Sin embargo, al parecer Hyacinth tenía otra idea.

– Buenos días, duque -dijo, sentándose a su lado en la manta que habían colocado en el suelo-. ¿Le ha gustado la visita al observatorio?

Simon no pudo reprimir una sonrisa al contestar:

– Mucho, ¿y usted, señorita Hyacinth?

– Oh, también. Me ha gustado especialmente su conferencia sobre la longitud y la latitud.

– Bueno, yo no lo llamaría una conferencia -dijo Simon, sintiéndose viejo y aburrido con esa palabra.

Al otro lado de la manta, Daphne se estaba riendo de la situación. Hyacinth sonrió de manera insinuante y dijo:

– ¿Sabe que Greenwich también tiene su propia historia de amor?

– ¿De verdad? -consiguió decir Simon.

– De verdad -respondió Hyacinth, en un tono tan culto que Simon se preguntó si dentro de aquel cuerpo de diez años se escondería una mujer de cuarenta-. Fue aquí donde Sir Walter Raleigh se quitó la capa y la dejó en el suelo para que la reina Isabel no se manchara los pies con los charcos.

– ¿Ah, sí? -Simon se levantó y miró a su alrededor.

– ¡Duque! -La cara de Hyacinth reflejó la impaciencia de los diez años cuando se puso de pie-. ¿Qué está haciendo?

– Estudiando el terreno -respondió él.

Le lanzó una mirada secreta a Daphne. Lo estaba mirando con regocijo, humor y algo más que lo hizo sentir el hombre más importante del mundo.

– Pero, ¿qué está buscando? -insistió Hyacinth.

– Charcos.

– ¿Charcos? -Lentamente, se le fue iluminando la cara cuando empezó a entender lo que Simon pretendía-. ¿Charcos?

– Muy cierto. Si voy a tener que echar a perder mi capa para salvar sus zapatos, señorita Hyacinth, me gustaría saberlo de antemano.

– Pero si no lleva capa.

– Por todos los santos -dijo Simon, con una voz que hizo que Daphne explotara de risa a su lado-. ¿No pretenderá que me quite la camisa?

– ¡No! -gritó Hyacinth-. ¡No tiene que quitarse nada! No hay ningún charco.

– Gracias a Dios -suspiró Simon, con una mano sobre el pecho para darle más dramatismo-. Las mujeres Bridgerton son muy exigentes, ¿lo sabía?

Hyacinth lo miró con una mezcla de sospecha y alegría. Al final, ganó la sospecha. Apoyó las manos en las caderas y entrecerró los ojos.

– ¿Se está burlando de mí?

Simon le sonrió.

– ¿A usted qué le parece?

– Me parece que sí.

– Y a mí me parece que he tenido suerte que no hubiera charcos alrededor.

Hyacinth se quedó pensativa un instante.

– Si decide casarse con mi hermana…

Daphne se atragantó con la tarta.

– …tendrá mi visto bueno.

Simon estaba perplejo.

– Pero si no es así-continuó Hyacinth, con una tímida sonrisa-, le quedaría muy agradecida si me esperara.

Afortunadamente para Simon, que era bastante inexperto con las jóvenes y no tenía ni idea de cómo responder a eso, apareció Gregory y le tiró del pelo a Hyacinth, que salió disparada tras él.

– Nunca creí que diría esto -dijo Daphne, riéndose-, pero creo que mi hermano pequeño acaba de salvarte el pescuezo.

– ¿Cuántos años tiene tu hermana? -preguntó Simon.

– Diez, ¿por?

Simon agitó la cabeza.

– Porque, por un momento, habría jurado que tenía cuarenta.

Daphne sonrió.

A veces, se parece tanto a mi madre que da un poco de miedo.

En ese momento, Violet se levantó y empezó a llamar a sus hijos para volver al barco.

– ¡Venga! ¡Se hace tarde!

Simon miró su reloj.

– Sólo son las tres.

Daphne se encogió de hombros mientras se levantaba.

– Para ella, ya es tarde. Según mi madre, una dama siempre debería estar en casa a las cinco.

– ¿Por qué?

Daphne se agachó para recoger la manta.

– No tengo ni idea. Para prepararse para la cena, supongo. Es una de esas reglas con las que he crecido y que preferí no cuestionar. -Se levantó, con la manta azul contra el pecho-. ¿Estás listo?

Simon le ofreció el brazo.

– Por supuesto.

Caminaron un poco y, entonces, Daphne dijo:

– Te has portado muy bien con Hyacinth. Debes haber pasado mucho tiempo con niños.

– No-dijo él, serio.

– Oh-dijo ella, con un gesto sorprendido-. Sabía que no tenías hermanos, pero creía que habrías conocido algún niño en tus viajes.

– No.

Daphne se quedó callada, pensando si debería seguir con la conversación. La voz de Simon se había convertido en un sonido duro y prohibitivo, y su cara…

No parecía el mismo hombre que había estado bromeando con Hyacinth hacía diez minutos.

Sin embargo, por alguna razón, a lo mejor porque habían pasado una tarde muy agradable o a lo mejor sencillamente porque hacía buen día, sonrió y dijo:

– Bueno, hayas tratado con niños o no, está claro que se te dan bien. Algunos adultos no saben cómo hablar a los niños, pero tú si.

Simon no dijo nada.

Daphne le colocó la mano encima del brazo.

– Algún día, serás un padre excelente para algún niño con suerte.

Simon se giró hacia ella y la mirada que le clavó la dejó helada.

– Creo haberte dicho que no tengo ninguna intención de casarme -dijo-. Nunca.

– Pero seguro que…

– Por lo tanto, es muy poco probable que vaya a tener hijos.

– En…entiendo.

Daphne tragó saliva e intentó sonreír, pero había algo en su interior que le hacía temblar los labios. Y, aunque sabía que su relación era una farsa, sintió una pequeña punzada de desilusión.

Llegaron al embarcadero, junto al resto de los Bridgerton. Algunos ya habían subido a bordo, pero Gregory estaba bailando encima de la pasarela.

– ¡Gregory!-gritó Violet, enfadada-. ¡Basta ya!

Gregory dejó de bailar, pero no se movió de donde estaba.

– Sube a bordo o quédate en el embarcadero.

Simon se soltó de Daphne y dijo:

– Esa pasarela parece mojada -empezó a caminar hacia él.

– ¡Ya has oído a mamá! -exclamó Hyacinth.

– Hyacinth -se dijo Daphne -. ¿Es que no puedes mantenerte al margen de nada?

Gregory le sacó la lengua.

Daphne hizo una mueca y entonces vio que Simon seguía caminando hacia Gregory. Corrió hacia él y le dijo:

– Simon, estoy segura de que estará bien.

– No si resbala y queda atrapado entre las cuerdas-dijo, señalando con la cabeza un montón de cuerdas enredadas que colgaban del barco.

Simon llegó a la pasarela, caminando tranquilamente, como el hombre más despreocupado del mundo.

– ¿Vas a moverte para que pueda pasar? -dijo Simon, en un extremo de la plancha.

Gregory parpadeó.

– ¿No tienes que acompañar a Daphne?

Simon hizo una mueca y dio un paso adelante pero, justo entonces, Anthony, que ya estaba en el barco, apareció en el otro extremo.

– ¡Gregory! -exclamó- ¡sube al barco de una vez!

Desde el embarcadero, Daphne observó horrorizada cómo Gregory se giraba sorprendido y perdía el equilibrio. Anthony estiró los brazos para intentar cogerlo, pero Gregory ya tenía el culo en la pasarela, y Anthony sólo abrazó el aire.

Anthony intentó no perder el equilibrio mientras Gregory resbalaba pasarela abajo y golpeó a Simon en las piernas.

– ¡Simon! -exclamó Daphne, corriendo hacia él.

Simon cayó a las turbias aguas del río mientras a Gregory le salí del alma un:

– Lo siento.

Subió por la pasarela de espaldas, como un cangrejo, sin mirar por dónde iba.

Posiblemente, eso explique que no supiera que Anthony, que ya casi había recuperado el equilibrio, estaba justo detrás del él.

Gregory le dio un manotazo a Anthony en la entrepierna y éste se quejó y, antes que nadie pudiera hacer algo, Anthony estaba en el agua, junto a Simon.

Daphne se tapó la boca con una mano.

Violet la agarró del brazo.

– Te sugiero que no te rías.

Daphne apretó los labios en un intento de obedecer a su madre, pero le costaba mucho.

– Pero si tú te estás riendo -le dijo a su madre.

– No es cierto -mintió Violet. Tenía el cuello tenso por el esfuerzo que estaba haciendo por no reírse-. Además, yo soy una señora. No se atreverían a hacerme nada.

Anthony y Simon salieron indignados del agua, empapados y mirándose el uno al otro.

Gregory siguió subiendo hasta el barco y se escondió.

– A lo mejor deberías interceder -le dijo Violet a Daphne.

– ¿Yo? -dijo Daphne.

– Me parece que van a llegar a las manos.

– Pero ¿por qué? Ha sido culpa de Gregory.

– Ya lo sé -dijo Violet, con impaciencia-. Pero son hombres y los dos están furiosos y ofendidos, y no pueden desahogarse con un niño de doce años.

Ya entonces, Anthony estaba diciendo:

– Me habría encargado yo solo.

Y Simon decía:

– Si no lo hubieras asustado…

Violet puso los ojos en blanco y le dijo a Daphne:

– Pronto aprenderás que, ante una situación en que quedan en ridículo, todos los hombres tienen la imperativa necesidad de echarle la culpa a otra persona.

Daphne empezó a caminar para intentar razonar con ellos, pero una simple mirada a sus caras bastó para saber que no podría decir nada para imbuirlos de la inteligencia y sensibilidad con las que una mujer afrontaría una situación así, de modo que sonrió y cogió a Simon por el brazo.

– ¿Me ayudas a subir?

Simon miró a Anthony.

Anthony miró a Simon.

Daphne lo estiró del brazo.

– Esto no quedará así, Hastings -dijo Anthony.

– Ni mucho menos -respondió Simon.

Daphne vio que sólo buscaban una excusa para llegar a las manos. Lo estiró más fuerte, dispuesta a dislocarle el hombro a Simon si era necesario.

Después de una última mirada asesina, Simon cedió y ayudó a Daphne a subir a bordo.

El camino de vuelta fue muy largo.


Aquella misma noche, mientras Daphne se preparaba para acostarse, estaba bastante inquiera. Sabía con certeza que no podría dormir, así que se puso una bata y bajó a la cocina a buscar un vaso de leche caliente y alguien con quien hablar. Con tantos hermanos, pensó, seguro que todavía habría alguno despierto.

Sin embargo, de camino a la cocina escuchó ruidos en el despacho de Anthony y se asomó. Su hermano mayor estaba en su escritorio, respondiendo correspondencia y con los dedos manchados de tinta. No era habitual encontrarlo allí tan tarde. Había preferido mantener el despacho en Bridgerton House incluso después de trasladarse a su casa de soltero pero, normalmente, despachaba sus asuntos durante el día.

– ¿No tienes una secretaria para hacer esas cosas? -le preguntó, con una sonrisa.

Anthony levantó la cabeza.

– La muy tonta se casó y se fue a Bristol -dijo.

– Ya-dijo ella, entrando y sentándose en una silla frente a su hermano-. Eso explica tu presencia aquí a altas horas de la madrugada.

Anthony miró el reloj.

– Las doce de la noche no son altas horas. Además, he estado toda la tarde quitándome el olor a río de encima.

Daphne hizo un esfuerzo por no reír.

– Pero tienes razón -dijo Anthony, suspirando, y dejó la pluma-. Es tarde y no hay nada de esto que no pueda esperar hasta mañana. -Se hundió en la silla y se desperezó-. ¿Qué haces despierta?

– No podía dormir -dijo Daphne, encogiéndose de hombros-. Había bajado por un vaso de leche caliente y te he oído maldecir.

Anthony hizo una mueca.

– Es esta maldita pluma. Te juro que yo…-Sonrió-. Supongo que sí que estaba maldiciendo.

Daphne le devolvió la sonrisa. A sus hermanos nunca les habría importado que ella escuchara sus palabrotas.

– ¿Te marcharás a casa pronto?

Anthony asintió.

– Aunque esa leche caliente suena bastante bien. ¿Por qué no llamas para que nos la traigan?

Daphne se levantó.

– Tengo una idea mucho mejor. ¿Por qué no nos la preparamos nosotros mismos? No somos idiotas. Deberíamos saber calentar un poco de leche. Además, posiblemente los criados ya estén todos acostados.

Anthony la siguió.

– Está bien, pero tendrás que hacerlo todo tú. No tengo ni la más mínima idea de cómo hervir leche.

– Creo que no tenemos que hervirla -dijo Daphne, frunciendo el ceño. Giró la última esquina antes de llegar a la cocina y abrió la puerta.

No se veía nada, excepto lo que la luz de la luna iluminaba.

– Ve a buscar una lámpara mientras yo busco la leche -le dijo a Anthony. Sonrió levemente-. ¿Podrás encontrar una lámpara, verdad?

– Creo que sí -respondió él.

Daphne sonrió para sí misma mientras buscaba un cazo a tientas. Anthony y ella solían mantener una relación sincera y amigable y era agradable volver a verlo contento. La última semana había estado de muy mal humor, en gran parte por ella.

Y por Simon, claro, pero Simon casi nunca estaba presente para recibir los sermones de Anthony.

Una luz detrás de ella devolvió la vida a la cocina y Daphne se giró para ver a Anthony sonriendo triunfante.

– ¿Has encontrado la leche o tendré que ir a buscar una vaca? -preguntó.

Ella se rió y levantó una botella.

– ¡La tengo!

Miró la cocina, un moderno artilugio que la cocinera había comprado a principios de año.

– ¿Sabes cómo funciona? -preguntó.

– Ni idea. ¿Y tú? -dijo Anthony.

Daphne agitó la cabeza.

– No. -Alargó la mano y tocó la superficie-. No está caliente.

– ¿Ni siquiera un poco?

Volvió a agitar la cabeza.

– De hecho, está más bien fría.

Los dos se quedaron callados un momento.

– ¿Sabes una cosa? -dijo Anthony, al final-. La leche fría puede ser bastante refrescante.

– ¡Estaba pensando lo mismo!

Anthony sonrió y cogió dos tazas.

– Sirve.

Daphne llenó las tazas y allí se quedaron, sentados en dos taburetes, bebiendo leche fría. Anthony se terminó el vaso enseguida y se sirvió otro.

– ¿Quieres más? -le preguntó a Daphne, limpiándose el bigote blanco de leche.

– No, aún me queda la mitad -dijo Daphne, bebiendo otro sorbo.

Se limpió los labios con la lengua y se acomodó en el taburete.

Ahora que estaba sola con Anthony, y que el parecía estar de buen humor, le parecía un buen momento para… Bueno, la verdad era que…

«Maldita sea -pensó-. Pregúntaselo.»

– Anthony -dijo, algo dubitativa-. ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Claro.

– Es acerca del duque.

Anthony dejó la taza en la mesa dando un buen golpe.

– ¿Qué pasa con el duque?

– Ya sé que no te gusta…-Empezó, aunque no pudo terminar la frase.

– No es que no me guste -dijo Anthony, suspirando-. Es uno de mis mejores amigos.

Daphne arqueó las cejas.

– Cualquiera lo diría después de haberos visto hoy.

– No confío en él cuando se trata de mujeres. Y si se trata de ti, menos.

– Anthony, supongo que sabes que eso es una de las mayores tonterías que has dicho en la vida. Puede que el duque haya sido un vividor, y por lo que sé es posible que aún lo sea, pero nunca me seduciría, aunque sólo sea porque soy tu hermana.

Anthony no parecía demasiado convencido.

– Aunque no existiera ningún código de honor masculino sobre estas cosas -insistió Daphne, reprimiendo las ganas de poner los ojos en blanco-, él sabe que si me toca lo matarás. No es estúpido.

Anthony se abstuvo de añadir algo al último comentario y dijo:

– ¿Qué es lo que querías preguntarme?

– En realidad-dijo, lentamente-. Me preguntaba si sabrías por qué el duque es tan contrario al matrimonio.

Anthony derramó la leche por la mesa.

– ¡Por el amor de Dios, Daphne! Creía que estábamos de acuerdo en que todo esto era una farsa. ¿Por qué piensas en casarte con él?

– ¡No lo hago! -dijo ella, pensando que a lo mejor estaba mintiendo, aunque no quiso examinar más profundamente sus sentimientos para estar segura-. Sólo es por curiosidad -dijo, a la defensiva.

– Será mejor que sea cierto y ni siquiera te plantees la idea de casarte con él -dijo Anthony, muy serio-, porque aquí y ahora te digo que nunca se casará contigo. Nunca. ¿Me has entendido? No se casará contigo.

– Tendría que ser medio tonta para no entenderte -dijo ella.

– Bien. Final de la discusión.

– ¡No! -exclamó ella-. Todavía no me has respondido a mi pregunta.

Anthony le lanzó una mirada desde el otro lado de la mesa.

– ¿Por qué no quiere casarse? -insistió.

– ¿Por qué te interesa tanto? -le preguntó su hermano.

Daphne se temía que la verdad se acercaba bastante a las acusaciones de Anthony, pero se limitó a decir:

– Por curiosidad; además, tengo derecho a saberlo porque, si no encuentro un pretendiente aceptable pronto, cuando el duque me deje me convertiré en una paria.

– Creía que serías tú la que iba a dejarlo a él -dijo Anthony.

Daphne se rió.

– ¿Quién se lo iba a creer?

Anthony no salió en su defensa inmediatamente, y eso a Daphne la molestó un poco. Sin embargo, Anthony dijo:

– No sé por qué Hastings no quiere casarse. Sólo sé que ha mantenido esa opinión desde que lo conozco.

Daphne abrió la boca para decir algo, pero Anthony la interrumpió.

– Y siempre lo ha dicho de un modo que dudo que sea una promesa sin fundamento de un soltero agobiado por las pretendientes.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir que, a diferencia de la mayoría de hombres, cuando él dice que nunca se casará, lo dice en serio.

– Entiendo.

Anthony suspiró, cansado, y Daphne vio unas pequeñas líneas de preocupación alrededor de sus ojos que nunca había visto.

– Elige a un hombre de tu nuevo grupo de pretendientes y olvídate de Hastings -dijo-. Es un buen hombre, pero no es para ti.

Daphne se quedó la primera parte de la frase.

– Pero piensas que es un buen…

– No es para ti -repitió Anthony.

Sin embargo, Daphne no pudo evitar pensar que quizá, sólo quizá, su hermano estaba equivocado.

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