CAPÍTULO 17

Decir que los hombres son tercos como mulas sería insultar a las mulas.


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

2 de junio de 1813


Al final, Daphne hizo lo único que sabía hacer. Los Bridgerton siempre habían sido una familia muy escandalosa, y ninguno de ellos era muy dado a guardar secretos o rencor.

Así que intentó hablar con Simón. Razonar con él.

Por la mañana -no tenía ni idea de dónde había dormido Simón; aunque sí sabía dónde no lo había hecho: en su cama- lo encontró en el despacho. Era una habitación oscura y terriblemente masculina, seguramente decorada por el padre de Simón. Daphne estaba muy sorprendida que estuviera a gusto allí porque odiaba todo lo que le recordaba al difunto duque.

Sin embargo, Simón no estaba a disgusto. Estaba sentado en la butaca del escritorio, con las dos piernas insolentemente apoyadas encima de la piel que protegía la preciosa madera de la mesa. En la mano tenía una piedra pulida que hacía girar una y otra vez. En la mesa, junto a él, había una botella de whisky y Daphne supo que llevaba allí toda la noche.

Sin embargo, no había bebido demasiado. Daphne lo agradeció.

La puerta estaba entreabierta, de modo que no llamó. Pero tampoco fue tan atrevida como para entrar directamente sin decir nada.

– ¿Simón? -dijo, de pie, cerca de la puerta.

El la miró y arqueó una ceja.

– ¿Estás ocupado?

Dejó la piedra en la mesa.

– Obviamente, no.

Daphne señaló la piedra.

– ¿Es de tus viajes?

– Del Caribe. Un recuerdo de la playa.

Daphne vio que hablaba perfectamente. No había ni rastro del tartamudeo de la noche anterior. Ahora estaba más tranquilo. Tanto que casi dolía.

– ¿La playa del Caribe es muy distinta de la de aquí? -preguntó.

Simón levantó una arrogante ceja.

– Hace más calor.

– Oh. Bueno, eso ya lo suponía.

La miró fijamente.

– Daphne, sé que no has venido para hablar del tiempo en el Caribe.

Tenía razón, sí, pero Daphne sabía que no iba a ser una conversación fácil y no creía que fuera una cobarde por querer retrasarla unos minutos.

Respiró hondo.

– Tenemos que hablar de lo que pasó ayer por la noche.

– Estoy seguro de que crees que tenemos que hacerlo.

Daphne hizo un esfuerzo por no abalanzarse sobre él y quitarle aquella impasible expresión de la cara.

– No es que lo crea. Lo sé.

Simón se quedó callado un rato y luego dijo:

– Lamento mucho que sientas que he traicionado…

– No es eso, exactamente.

– … pero debes recordar que intenté evitar este matrimonio.

– Es una bonita manera de decirlo, sí señor -musitó ella.

Simón habló como si estuviera dando un discurso.

– Sabes que nunca quise casarme.

– Ese no es el problema. Simón.

– Es exactamente el problema. -De repente, bajó las piernas al suelo, se levantó y la silla, que se había estado balanceando sobre las dos patas posteriores, cayó hacia atrás haciendo mucho ruido-. ¿Por qué crees que quería evitar el matrimonio con tanta determinación?

Era porque no quería tener una esposa y después hacerle daño negándole los hijos.

– Nunca pensaste en tu esposa potencial -respondió Daphne-. Sólo pensabas en ti.

– A lo mejor -dijo él-, pero cuando esa esposa potencial fuiste tú, todo cambió.

– Al parecer, no -dijo ella, ácidamente.

Simón se encogió de hombros.

– Sabes que te tengo en la más alta estima. Nunca quise hacerte daño.

– Pues ahora me lo estás haciendo -susurró ella.

Simón tuvo un momento de remordimiento pero enseguida lo sustituyó por determinación.

– Si lo recuerdas, rechacé casarme contigo incluso cuando tu hermano me lo pidió. Incluso -hizo una pausa- cuando significaba mi propia muerte.

Daphne no lo contradijo. Los dos sabían que habría muerto en aquel duelo. No importaba lo que sentía por él ahora, lo mucho que lo despreciaba por permitir que los recuerdos lo consumieran de aquella manera, Simón tenía demasiado honor para haberle disparado a Anthony.

Y Anthony valoraba demasiado el honor de su hermana para haberle disparado en otro sitio que no fuera el corazón.

– Lo hice -dijo Simón-, porque sabía que nunca podría ser un buen marido para ti. Sabía que querías tener hijos. Me lo habías dicho en numerosas ocasiones, y no te culpo. Vienes de una familia numerosa y cariñosa.

– Tú también podrías tener una familia así.

Simón continuó como si no la hubiera oído.

– Pero entonces, cuando interrumpiste el duelo y me rogaste que me casara contigo, te lo advertí. Te dije que no quería tener hijos…

– Me dijiste que no podías tenerlos -interrumpió ella, muy enfadada-. Hay una gran diferencia.

– Para mí, no -dijo Simón, muy frío-. No puedo tener hijos. Mi alma no me lo permitiría.

– Entiendo.

Daphne notó que algo en su interior se marchitaba, y mucho se temía que era su corazón. No sabía cómo se suponía que tenía que discutir contra eso. El odio que Simón sentía por su padre era mucho mayor que cualquier atisbo de amor que pudiera sentir por ella.

– Muy bien -dijo ella, con voz ahogada-. Está claro que no es un tema del que estés dispuesto a hablar abiertamente.

Simón asintió.

Ella le devolvió el gesto.

– Entonces, que tengas un buen día.

Y se fue.


Simón estuvo solo gran parte del día. No quería ver a Daphne porque sólo conseguía hacerlo sentir culpable. Y no dejaba de decirse que no es que tuviera algo por lo que sentirse así. Le había explicado muy claramente antes de la boda a Daphne que no podía tener hijos. Le había dado la oportunidad de echarse atrás, y ella había escogido casarse con él. Él no la había obligado a nada. No era culpa suya si ella lo había malinterpretado y había entendido que físicamente no podía concebir un hijo.

Sin embargo, aunque lo perseguía un molesto sentimiento de culpabilidad cada vez que pensaba en ella (algo que hacía durante casi todo el día) y aunque se le revolvía el estómago cada vez que recordaba su cara atormentada (y eso quería decir que se pasaba el día con el estómago malo), sentía que se había quitado un gran peso de encima.

Los secretos pueden resultar mortificadores y ahora ya no había ninguno entre ellos. Seguro que eso tenía que ser algo bueno.

Cuando anocheció, casi se había convencido de que él no había hecho nada malo. Casi. Había aceptado este matrimonio a sabiendas de que le rompería el corazón a Daphne, y aquello nunca le había gustado demasiado. Quería a Daphne. Demonios, posiblemente la quería más que a cualquier otra persona que había conocido, y por eso se había mostrado tan reacio a casarse con ella. No quería destrozarle sus sueños. No quería privarla de la familia que ella tanto deseaba. Se había preparado para apartarse de su camino y ver cómo se casaba con otro, alguien que pudiera darle una casa llena de hijos.

De repente, se estremeció de arriba abajo. La imagen de Daphne con otro hombre no era tan soportable como lo había sido hacía un mes.

Claro que no, pensó, intentando utilizar la parte racional del cerebro. Ahora era su mujer. Era suya.

Ahora todo era distinto.

Sabía lo mucho que quería tener hijos y se había casado con ella, sabiendo de antemano que no iba a darle ninguno.

«Pero -se dijo- se lo advertiste.» Ella sabía perfectamente dónde se metía.

Simón, que se había pasado el día en su despacho, jugueteando con aquella estúpida piedra, de repente se levantó. No la había decepcionado. No era así. Le había dicho que no tendrían hijos y ella, aún así, había aceptado casarse con él. Entendía que pudiera enfadarse un poco al saber las razones, pero no podía decir que había aceptado el matrimonio con falsas esperanzas o expectativas.

Se levantó. Ya era hora que tuvieran otra charla, esta vez a instancias suyas. Daphne no había bajado a cenar y lo había dejado solo, en silencio, con el único ruido del tenedor contra la porcelana de la vajilla. No había visto a su mujer desde primera hora de la mañana; demasiadas horas.

Daphne era su mujer, se dijo. Debería poder verla siempre que le diera la gana.

Se fue por el pasillo y abrió de par en par la puerta del dormitorio ducal, totalmente preparado para darle un buen sermón sobre algo; estaba seguro de que el tema se le ocurriría cuando empezara a hablar, pero no estaba allí.

Simón parpadeó varias veces, incrédulo. ¿Dónde demonios estaba? Era casi medianoche. Debería estar en la cama.

– ¿Daphne? -gritó, dirigiéndose al vestidor-. ¿Daphne?

No hubo respuesta. No se veía luz entre el suelo y la puerta. Era imposible que se cambiara a oscuras.

Abrió la puerta. Tampoco estaba allí.

Simón tocó la campana. Muy fuerte. Entonces, salió al pasillo a esperar al sirviente que hubiera tenido la mala suerte de responder a su llamada.

Fue una de las doncellas, una chica rubia y menuda cuyo nombre no recordaba. Lo miró a la cara y palideció.

– ¿Dónde está mi mujer? -gritó.

– ¿Su mujer, señor?

– Sí -respondió él, impaciente-. Mi mujer.

La chica lo miro sin decir nada.

– Supongo que ya sabe de quién le hablo. Es más o menos de su altura, con el pelo largo y oscuro… -Él hubiera seguido, pero la cara tan horrorizada de la chica le hizo avergonzarse de su sarcasmo. Respiró hondo-. ¿Sabe dónde está? -preguntó, más calmado, aunque nadie calificaría ese tono como amable.

– ¿No está en la cama, señor?

Simón movió la cabeza hacia el dormitorio vacío.

– Está claro que no.

– Pero la señora no duerme aquí, señor.

Simón arqueó las cejas a la vez.

– ¿Cómo dice?

– ¿No se ha…? -La doncella abrió los ojos, horrorizada.

Simón estaba convencido que buscaba alguna escapatoria. Eso o a alguien que la salvara de su mal carácter.

– Suéltelo -gritó él.

– ¿No se ha trasladado al dormitorio de la duquesa?

– ¿El dormitorio de la…? -Simón tuvo que controlar una oleada de rabia que le subía por la garganta-. ¿Desde cuándo?

– Desde hoy, supongo, señor. Todos creímos que dormirían en habitaciones separadas al final de su luna de miel.

– ¿Lo creyeron, eh?

La doncella empezó a temblar.

– Señor, sus padres lo hicieron y…

– ¡Nosotros no somos mis padres! -exclamó.

La doncella retrocedió de golpe.

– Y -añadió Simón, muy serio-, yo no soy mi padre.

– Cla-claro señor.

– ¿Le importaría indicarme qué habitación ha escogido mi mujer como dormitorio de la duquesa?

La doncella señaló con un tembloroso dedo una puerta al final del pasillo.

– Gracias. -Se alejó unos pasos y luego se giró-. Ya puede retirarse.

Estaba seguro de que los sirvientes ya tendrían suficiente tema de conversación al día siguiente con el cambio de dormitorio de Daphne, y no necesitaba darles más carnaza permitiendo que la doncella presenciara lo que sabía que iba a ser una discusión en toda regla.

Simón esperó hasta que la chica desapareció por la escalera y entonces se fue, fuera de sí, hacia la nueva habitación de Daphne. Se detuvo frente a la puerta, pensó en lo que iba a decir y se dio cuenta de que no lo sabía, así que llamó.

Nada.

Volvió a llamar.

Nada.

Levantó el puño para volver a llamar cuando pensó que a lo mejor no habría cerrado la puerta con llave. ¿No parecería un estúpido si…?

Giró el pomo.

La había cerrado con llave. Simón empezó a maldecir en silencio.

Era gracioso, pero cuando maldecía nunca tartamudeaba.

– ¡Daphne! ¡Daphne! -Su voz estaba en un punto medio entre la llamada y el grito-. ¡Daphne!

Al final, escuchó pasos en la habitación.

– ¿Si?

– Déjame entrar.

Un silencio, y luego:

– No.

Simón se quedó mirando la puerta de madera con la boca abierta.

Nunca se le había ocurrido que Daphne podría desobedecer una orden directa. Era su mujer, maldita sea. ¿No había prometido obediencia?

– Daphne -dijo, furioso-, abre la puerta ahora mismo.

Debía estar muy cerca de la puerta porque Simón la escuchó suspirar antes de decir:

– Simón, la única razón para dejarte entrar sería si quisiera compartir mi cama contigo, y no quiero; así que te agradecería, bueno todos en esta casa te agradecerían, que te fueras a tu habitación y te acostaras.

Simón se quedó boquiabierto. Empezó a calcular mentalmente cuánto pesaría la puerta y el impulso que tendría que tomar para echarla abajo.

– Daphne -dijo, tan pausado que se asustó incluso a él mismo-, si no abres la puerta ahora mismo la tiraré abajo.

– No lo harás.

No dijo nada, sólo se cruzó de brazos y miró la puerta fijamente, convencido de que ella sabría exactamente la cara que tenía en esos momentos.

– No lo harás, ¿verdad?

Él decidió que el silencio era la respuesta más eficaz.

– Me gustaría que no lo hicieras -añadió ella, casi en un ruego.

Simón miró la puerta, incrédulo.

– Te harás daño -añadió ella.

– Entonces abre la maldita puerta -gritó él.

Se quedaron en silencio hasta que se oyó el ruido de la llave. Simón era lo suficientemente reflexivo para no abrir la puerta de golpe, porque sabía que Daphne debía estar muy cerca. Entró despacio y la encontró a unos dos metros de él, con los brazos cruzados y las piernas separadas, como los militares.

– Nunca jamás vuelvas a cerrarme una puerta -dijo él, amenazador.

Daphne se encogió de hombros. ¡Se encogió de hombros!

– Quería privacidad.

Simón avanzó un poco.

– Quiero que trasladen tus cosas a nuestro dormitorio por la mañana. Y tú vendrás esta misma noche.

– No.

– ¿Qué diablos quieres decir con eso?

– ¿Qué diablos crees que quiero decir con eso? -respondió ella.

Simón no sabía si estaba más enfadado porque lo estaba desafiando o porque estaba maldiciendo en voz alta.

– No -dijo ella, más tranquila-, quiere decir no.

– ¡Eres mi mujer! -gritó él-. Dormirás conmigo. En mi cama.

– No.

– Daphne, te lo advierto…

Daphne entrecerró los ojos.

– Tú has decidido negarme algo. Bueno, pues yo también he decidido negarte algo: a mí.

Simón se quedó mudo. Totalmente mudo.

Sin embargo, ella continuó. Caminó hasta la puerta y, con un gesto bastante brusco, le indicó que saliera.

– Sal de mi dormitorio.

Simón empezó a temblar de rabia.

– Este dormitorio es mío -dijo-. Tú eres mía.

– Aquí no hay nada tuyo excepto el título de tu padre -respondió ella-. Ni siquiera tú mismo.

A Simón, de la ira, le empezaron a silbar los oídos. Retrocedió un paso, temeroso de que, si no lo hacía, era capaz de hacerle daño a Daphne.

– ¿Qué demonios quieres d-decir?

Ella volvió a encogerse de hombros, maldita sea.

– Descúbrelo tú mismo -dijo.

Todas las buenas intenciones de Simón cayeron en saco roto porque caminó hacia ella y la cogió por los brazos con mucha fuerza.

Sabía que le estaba haciendo daño, pero no podía hacer nada contra la rabia que le corría por las venas.

– Explícate -dijo, entre dientes porque no podía ni mover la mandíbula-. Ahora.

Los ojos de Daphne encontraron los de él con una mirada tan explícita que Simón estuvo a punto de derretirse.

– No eres tú mismo -dijo ella, sencillamente-. Tú padre sigue dirigiéndote desde la tumba.

Simón se estremeció, pero no dijo nada.

– Tus acciones, tus decisiones… -continuó Daphne, con ojos llenos de tristeza-. No tienen nada que ver contigo, con lo que quieres o lo que necesitas. Simón, todo lo que haces, cada palabra que dices sólo es para vengarte de él. -Al final, terminó la frase con la voz totalmente rota-. Y ni siquiera está vivo.

Simón se acercó a ella con una mirada extraña y rapaz.

– No todo lo que hago -dijo, casi susurrando-. No cada palabra que digo.

Daphne se puso un poco nerviosa por aquella expresión en sus ojos.

– ¿Simón? -preguntó, dubitativa.

De repente, el valor que la había empujado a enfrentarse a él, un hombre que era dos veces más grande y tres veces más fuerte, desapareció.

El dedo índice de Simón descendió por el brazo de su mujer.

Daphne llevaba una bata de seda, pero igualmente sentía el ardor de su piel. Él se acercó más y le cubrió la nalga con una mano.

– Cuando te toco así -susurró, su voz peligrosamente cerca del oído de Daphne-, no tiene nada que ver con él.

Daphne se estremeció, odiándose por quererlo. Odiándolo por hacer que lo quisiera.

– Cuando mis labios te acarician la oreja -dijo, mordiéndole el lóbulo-, no tiene nada que ver con él.

Daphne intentó zafarse de él, pero cuando le colocó las manos en los hombros para separarse, sólo pudo agarrarse a él con más fuerza.

Él empezó a empujarla, lenta e inexorablemente, hacia la cama.

– Y cuando te llevo a la cama -añadió, con la voz ardiendo contra el cuello de Daphne-, y estamos piel con piel, sólo estamos los dos…

– ¡No! -gritó ella, separándose de él con todas sus fuerzas.

Simón retrocedió, sorprendido.

– Cuando me llevas a la cama -dijo ella-, nunca estamos sólo los dos. Tu padre siempre está presente.

Simón, que había metido las manos por debajo de las grandes mangas de la bata, le clavó los dedos contra la carne. No dijo nada, pero tampoco era necesario. El frío odio que se reflejaba en sus ojos lo decía todo.

– ¿Puedes mirarme a la cara -susurró ella-, y decirme que cuando te apartas de mí para derramarte encima de las sábanas estás pensando en mí?

Simón tenía todos los músculos de la cara tensos y la estaba mirando fijamente a la boca.

Daphne agitó la cabeza y se soltó de sus manos, que se habían aflojado.

– Me lo suponía -dijo, en voz baja.

Se alejó de él y de la cama. Estaba segura de que, si lo decidía, Simón podría seducirla. La besaría y la acariciaría hasta llevarla al éxtasis, y entonces, por la mañana, ella lo odiaría.

Y se odiaría a sí misma todavía más.

La habitación estaba en silencio mientras cada uno de ellos estaba a un lado. Simón estaba de pie con los brazos a los lados, con una expresión entre sorpresa, dolor y rabia. Pero sobre todo, pensó Daphne, sintiendo una punzada en el corazón, ya que cuando lo miró a los ojos, parecía confundido.

– Creo -dijo ella, suavemente-, que sería mejor que te marcharas.

El levantó la mirada.

– Eres mi mujer.

Ella no dijo nada.

– Legalmente, eres mía.

Daphne lo miró y dijo:

– Es cierto.

Simón redujo el espacio que los separaba a nada en un segundo y apoyó las manos en sus hombros.

– Puedo hacer que me quieras -le susurró.

– Lo sé.

Habló todavía más bajo, con un toque de urgencia.

– Y, aunque no pudiera, eres mía. Me perteneces. Podría obligarte a dejarme quedar.

Daphne se sintió como una mujer de cien años cuando dijo:

– Nunca harías algo así.

Y Simón sabía que tenía razón, así que se alejó de ella y salió de la habitación.

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