CAPÍTULO 18

¿Son imaginaciones de esta autora o los caballeros de la alta sociedad londinense están bebiendo más de la cuenta últimamente?


REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,

4 de junio de 1813


Simon salió y se emborrachó. No solía hacerlo demasiado a menudo. En realidad, no era algo que le gustara especialmente, pero de todos modos lo hizo.

Junto al mar, a pocos kilómetros de Clyvedon, había muchos bares. Y también había muchos marineros buscando pelea. Dos de ellos encontraron a Simón.

Los apaleó a los dos.

Sentía una rabia en su interior que había estado alimentando su alma durante años. Ahora, por fin había encontrado una vía de escape y había necesitado muy poca provocación para hacer saltar la chispa.

Para entonces, ya estaba muy borracho así que, cuando golpeaba las caras coloradas de los marineros, no los veía a ellos, sino a su padre. Cada puñetazo iba dirigido a aquella eterna mirada de rechazo. Y le gustaba. Nunca se había considerado un hombre particularmente violento pero, demonios, le gustaba.

Cuando acabó con los dos marineros, nadie más se atrevió a acercársele. La gente del pueblo sabía reconocer la fuerza pero, ante todo, sabía reconocer la rabia. Y todos sabían que, de las dos cosas, la segunda era realmente mortal.

Simón se quedó en el bar hasta que alumbraron las primeras luces del alba. Bebía directamente de la botella que había pagado y cuando llegó la hora de marcharse, se levantó con algún que otro problema, se metió la botella en el bolsillo y se fue a casa.

De camino, siguió bebiendo; aquel whisky de mala calidad le quemaba el cuello. Y a medida que se iba emborrachando más y más, sólo tenía una cosa en la cabeza.

Quería recuperar a Daphne.

Era su mujer, maldita sea. Se había acostumbrado a tenerla cerca. No podía coger y marcharse de su habitación así como así.

La recuperaría. La seduciría y se la ganaría y…

Simón eructó, algo bastante poco atractivo. Bueno, tendría que bastar con seducirla y ganársela, porque estaba demasiado borracho para pensar en otra cosa.

Cuando llegó al castillo de Clyvedon estaba muy, muy ebrio. Y, cuando se presentó en la puerta de Daphne, hizo tanto ruido que podría haber despertado a los muertos.

– ¡Daphneeeeeeeeeeee! -gritó, intentando ocultar la nota de desesperación que había en su voz. Tampoco hacía falta sonar tan patético.

Frunció el ceño, pensativo. Por otro lado, si sonaba desesperado, tendría más posibilidades de que ella abriera la puerta. Gimoteó un par de veces, y luego volvió a gritar:

– ¡Daphneeeeeeeee!

Cuando no obtuvo respuesta inmediatamente, se apoyó en la puerta, básicamente, porque su sentido del equilibrio estaba nadando en whisky.

– Oh, Daphne -dijo, suspirando, con la frente apoyada en la puerta de madera-. Si tú…

Se abrió la puerta y Simón cayó al suelo.

– ¿Tenías que… Tenías que abrir tan… tan rápido? -farfulló.

Daphne, que seguía de pie, con el camisón, miró el deshecho humano que había en el suelo y casi no reconoció a su marido.

– Dios mío, Simón -dijo-. ¿Qué te ha…? -Se arrodilló para ayudarlo, pero retrocedió de golpe cuando olió su aliento-. ¡Estás borracho! -dijo, acusándolo.

– Así es.

– ¿Dónde has estado? -preguntó ella.

Parpadeó y luego la miró como si nunca hubiera escuchado esa estúpida pregunta.

– Fuera, pensando -dijo, y eructó.

– Simón, deberías estar en la cama.

Volvió a asentir, aunque esta vez con más vigor y entusiasmo.

– Sí, es cierto.

Intentó levantarse, pero sólo pudo ponerse en cuclillas, porque luego cayó otra vez hacia atrás.

– Hmmm -dijo, mirándose las piernas-. Hmmm. ¡Qué raro!

– Levantó la cabeza para mirar a Daphne terriblemente confundido-. Habría jurado que eran mis piernas.

Daphne puso los ojos en blanco.

Simón intentó levantarse otra vez, con el mismo resultado.

– Me parece que las piernas no me funcionan demasiado bien -dijo.

– ¡Lo que no te funciona bien es el cerebro! -exclamó Daphne-. ¿Qué voy a hacer contigo?

Simón la miró y sonrió.

– ¿Quererme? Dijiste que me querías, ¿recuerdas? -Frunció el ceño-. No creo que puedas retirarlo ahora.

Daphne suspiró. Debería estar furiosa con él, ¡maldita sea, lo estaba!, pero era difícil mantener unos niveles de enfado normales cuando tenía tan mal aspecto.

Además, con tres hermanos mayores, ya tenía algo de experiencia con los borrachos. Sólo tenía que dormir, nada más. Se levantaría con un dolor de cabeza horrible, que posiblemente se lo merecería, e insistiría en tomarse algún mejunje que estaba convencido que lo curaría.

– ¿Simón? -preguntó, pacientemente-. ¿Estás muy borracho?

Él sonrió.

– Mucho.

– Me lo imaginaba -dijo ella, entre dientes. Se agachó y le pasó las manos por debajo de los brazos-. Venga, levántate; tenemos que ir a la cama.

Pero él no se movió; se quedó ahí sentado mirándola con la cara más tonta que pudo.

– ¿Por qué tengo que levantarme? -dijo- ¿No puedes sentar aquí conmigo? -Le abrazó las piernas-. Siéntate conmigo, Daphne

– ¡Simón!

Él dio unos golpecitos en la alfombra, a su lado.

– Aquí abajo se está muy bien.

– No, Simón, no puedo sentarme contigo -dijo ella, soltándose-. Tienes que acostarte. -Intentó moverlo otra vez, pero no pudo- Por todos los santos -dijo, agotada, para sí misma-, ¿por qué has teñido que salir a emborracharte?

Se suponía que él no debía haberla escuchado pero lo hizo, porque la miró con la cabeza ladeada y dijo:

– Quería recuperarte.

Daphne abrió la boca, sorprendida. Los dos sabían lo que tenía que hacer para recuperarla, pero Daphne pensó que estaba demasiado ebrio para mantener una conversación sobre ese tema. De modo que lo cogió del brazo y dijo:

– Hablaremos de eso mañana. Simón.

Él parpadeó varias veces a gran velocidad.

– Creo que ya es mañana. -Giró la cabeza de un lado a otro, buscando la ventana. Las cortinas estaban corridas, pero la luz del nuevo día asomaba entre las costuras- ¿Ves? Ya es mañana.

– Entonces, hablaremos por la noche -dijo ella, un poco desesperada. Estaba tan cansada de intentar levantarlo que sentía como si le hubieran pasado el corazón por un molino de viento; no creía que pudiera aguantar mucho más- Simón, por favor, dejémoslo por ahora.

– Verás, Daphne… -Agitó la cabeza, como si quisiera aclararse un poco.

Daphne no pudo reprimir una sonrisa.

– Dime, Simón.

– El problema… -Se rascó la cabeza- No lo entiendes.

– ¿Qué no entiendo? -dijo ella, con ternura.

– Por qué no puedo hacerlo -dijo.

Levantó la cara para mirarla a los ojos y Daphne estuvo a punto de abalanzarse sobre él al ver la mirada tan triste de sus ojos.

– Nunca quise hacerte daño, Daff -dijo, sinceramente-. Lo sabes, ¿verdad?

Ella asintió.

– Ya lo sé. Simón.

– Bien, porque la verdad es que… -Respiró tan hondo que se le estremeció todo el cuerpo-. No puedo hacer lo que tú quieres.

Daphne no dijo nada.

– Toda mi vida -dijo él, con tristeza-, él siempre ha ganado. ¿Lo sabías? Siempre ha ganado él. Y esta vez voy a ganar yo. -Con un gran y extraño movimiento, dibujó un arco horizontal con el brazo y se señaló el pecho con el dedo pulgar-. Yo. Por una vez, quiero ganar yo.

– Simón -susurró ella-. Ganaste hace tiempo. En el momento en que superaste sus expectativas, ganaste. Cada vez que superabas tus miedos, hacías un nuevo amigo o viajabas a un nuevo país, estabas ganando. Hiciste todo lo que él nunca quiso que hicieras. -Se le quebró la voz y se encogió de hombros-. Le ganaste. Ya está. ¿Por qué no quieres verlo?

Simón meneó la cabeza.

– No quiero convertirme en lo que él quería -dijo-. Y aunque… -hipó. Y aunque nunca esperó nada de m-mí, lo que qu-quería era un hijo perfecto, alguien que se convirtiera en un d-duque perfecto, que se c-casara con la duquesa perfecta y tuvieran hijos p-perfectos.

Daphne se mordió el labio inferior. Ya volvía a tartamudear. Debía estar realmente enfadado. Sintió que se le rompía el alma por él, por el niño que no quería otra cosa que la aprobación de su padre.

Simón ladeó la cabeza y la miró con una sorprendente mirada.

– Le habrías gustado.

– Oh -dijo Daphne, sin saber demasiado bien cómo tomárselo.

– Y… -se encogió de hombros y la miró, riéndose-, de todos modos, me casé contigo.

Parecía tan sincero que era difícil no abrazarlo y darle cariño. Pero no importaba el dolor que sintiera o había sentido, porque lo estaba enfocando todo muy mal. La mejor venganza contra su padre sería, sencillamente, vivir una vida plena y feliz y alcanzar todas las metas que su padre tanto se había esforzado en negarle.

Daphne se tragó su frustración. No veía cómo Simón podía llevar una vida feliz si todas sus decisiones se basaban en amargar los deseos de un hombre muerto.

Pero no quería pensar en eso. Estaba cansada y él estaba ebrio y no era el mejor momento.

– Vamos a acostarte -dijo, al final.

Él la miró un buen rato con los ojos llenos de las ganas de cariño acumuladas durante años.

– No me dejes -susurró.

– Simón -dijo ella.

– Por favor. Él se marchó. Todo el mundo se marchó. Luego me marché yo. -La cogió de la mano-. Tú quédate.

Ella asintió y se puso de pie.

– Puedes dormir en mi cama -dijo-. Estoy segura de que te encontrarás mejor por la mañana.

– Pero, ¿te quedarás conmigo?

Era un error. Ella lo sabía pero, aún así, dijo:

– Me quedaré aquí contigo.

– Bien. -Se puso de pie como pudo-. Porque no podría… de verdad. -Suspiró y la miró, angustiado-. Te necesito.

Daphne lo llevó hasta la cama y estuvo a punto de caer encima de él cuando lo acostó.

– No te muevas -le dijo, arrodillándose para quitarle las botas.

Ya lo había hecho antes con sus hermanos, de modo que sabía que tenía que tirar del talón, no de la punta, pero eran muy justas y acabó rodando por el suelo cuando el calzado cedió.

– Dios mío -dijo, levantándose para repetir el proceso con la otra bota-. Y luego dicen que las mujeres somos esclavas de la moda.

Simón hizo un ruido que pareció un ronquido.

– ¿Estás dormido? -preguntó Daphne, incrédula.

Tiró de la otra bota, que costó un poco menos de sacar; entonces le levantó las piernas, que pesaban como dos muertos, y se las colocó encima de la cama.

Simón parecía más joven y tranquilo con los mechones de pelo rozándole las mejillas. Daphne se acercó a él y le apartó el pelo de la frente.

– Buenas noches, amor mío.

Pero, cuando se giró para marcharse, Simón estiró un brazo y la cogió por la muñeca.

– Dijiste que te quedarías.

– ¡Pensaba que estabas dormido!

– Eso no te da derecho a romper tu promesa.

La estiró con fuerza y Daphne, al final, no se resistió y se estiró junto a él. Estaba allí y era suyo y, por mucha incertidumbre que sintiera sobre su futuro, en ese momento no pudo resistirse a su cariñoso abrazo.


Daphne se despertó una hora más tarde, sorprendida de haberse quedado dormida. Simón estaba a su lado, roncando suavemente. Los dos estaban vestidos: Simón, con la ropa que apestaba a whisky y Daphne con el camisón.

Con cuidado, le acarició la mejilla.

– ¿Que voy a hacer contigo? -susurró-. Te quiero, ya lo sabes.

Te quiero, pero odio lo que te estás haciendo. -Respiró hondo, temblorosa-. Y a mí. Odio lo que me estás haciendo

Él se movió un poco y, por un momento, Daphne tuvo miedo de haberlo despertado.

– ¿Simón? -dijo, y suspiró tranquila cuando él no respondió.

Sabía que no debería haber dicho en voz alta palabras que no estaba segura que Simón estuviera preparado para escuchar, pero parecía tan inocente allí dormido. Era mucho más fácil confesarle sus más íntimos pensamientos cuando estaba así.

– Oh, Simón -dijo, suspirando, y cerró los ojos contra las lágrimas que le resbalaban por las mejillas.

Debería levantarse. Estaba convencida de que debería levantarse y dejarlo solo. Entendía por qué era tan contrario a traer un niño a este mundo, pero no lo había perdonado y, sobre todo, no compartía su opinión. Si se despertaba y la encontraba allí entre sus brazos, podría pensar que estaba de acuerdo con su idea de familia.

Muy despacio, intentó separarse de él. Pero Simón la abrazó con más fuerza y, con la voz dormida, dijo:

– No.

– Simón, yo…

La atrajo más y Daphne vio que estaba totalmente excitado.

– ¿Simón? -dijo, abriendo los ojos-. ¿Estás despierto?

Su respuesta fue un gruñido somnoliento y, aunque no hizo ningún intento de seducción, la atrajo más hacia él.

Daphne parpadeó sorprendida. Nunca se había dado cuenta de que un hombre podía desear a una mujer estando dormido.

Ella se giró para mirarlo a la cara, luego alargó la mano y le acarició la mandíbula. Simón emitió un gruñido. Un sonido profundo que hizo perder la cabeza a Daphne. Lentamente, le desabotonó la camisa, con una única pausa para acariciarle el ombligo.

El se acomodó un poco más y Daphne tuvo una extraña y arrolladora sensación de poder. Lo tenía bajo su control. Estaba dormido, profundamente dormido por la borrachera, así que podía hacer con él lo que quisiera.

Podía obtener de él lo que quisiera.

Una rápida mirada a su cara le dijo que seguía durmiendo, así que empezó a desabotonarle los pantalones. La erección era total y poderosa y ella le tomó el duro miembro con una mano, sintiendo los fuertes latidos del corazón en las venas.

– Daphne -dijo él. Abrió los ojos y gimió primitivamente-. Oh, Dios. Es increíble.

– Shh -dijo ella, quitándose el camisón-. Déjame a mí.

El se colocó boca arriba con los puños cerrados a los lados mientras ella lo acariciaba. Le había enseñado mucho en las dos escasas semanas de matrimonio y, por eso, no tardó demasiado en retorcerse de deseo y respirar entrecortadamente.

Y, Dios la asista, ella también lo deseaba. Se sentía tan poderosa encima de él. Tenía el control y era la sensación más afrodisíaca que había conocido. Sintió un cosquilleo en el estómago, luego un nudo y entonces supo que lo necesitaba.

Quería tenerlo dentro, llenándola, dándole todo lo que un hombre tiene que darle a una mujer.

– Oh, Daphne -dijo él, agitando la cabeza de un lado a otro-. Te necesito. Te necesito ahora.

Ella se colocó encima de él y se apoyó en sus hombros mientras se sentaba a horcajadas encima. Con la mano, lo guió hasta ella, que ya estaba húmeda de deseo.

Simón se arqueó debajo de ella y Daphne, lentamente, se deslizó hacia abajo hasta que Simón la había penetrado casi totalmente.

– Más -gruñó él-. Ahora.

Daphne echó la cabeza hacia atrás y pegó sus caderas a las suyas.

Lo agarraba con fuerza por los hombros mientras recuperaba la respiración. Simón estaba completamente dentro de ella y Daphne creyó que se moriría del placer que sentía. Nunca se había sentido tan plena ni tan mujer.

Apoyó las rodillas en el colchón mientras empezó a moverse, arqueando el cuerpo. Se puso las manos encima del estómago mientras se retorcía y luego, en un momento dado, las subió y se cubrió los pechos con ellas.

Simón emitió un gemido gutural mientras la observaba, con la mirada fija en ella mientras el pecho subía y bajaba con respiraciones entrecortadas.

– Dios mío -dijo, con la voz ahogada-. ¿Qué me estás haciendo? ¿Qué has…? -Entonces Daphne se acarició un pezón y el cuerpo de Simón se levantó con fuerza-. ¿Dónde has aprendido eso?

Ella lo miró y le sonrió, descarada.

– No lo sé.

– Más -gruñó Simón-. Quiero mirarte.

Daphne no sabía demasiado bien qué hacer, así que se dejó llevar por el instinto. Empezó a girar las caderas contra las de Simón en movimientos circulares, haciendo que los pechos se movieran de arriba abajo. Se los cubrió con las manos, los apretó, jugueteó con los pezones entre los dedos, y todo sin apartar la ojos de Simón.

Él empezó a mover las caderas cada vez con más fuerza y se agarró a las sábanas. Y Daphne se dio cuenta de que estaba a punto de alcanzar el orgasmo. Siempre estaba demasiado preocupado por darle placer a ella y por asegurarse de que ella alcanzara el climax antes de concederse ese privilegio a él mismo, pero esta vez sería él quien lo alcanzara primero.

Ella estaba cerca, pero no tanto como él.

– ¡Oh, Dios! -exclamó, de repente, Simón-. Voy a… No puedo.

Miró a Daphne con ojos suplicantes e hizo un débil intento por separarse.

Daphne se hundió contra él con todas sus fuerzas.

Él se derramó en su interior, levantando las caderas con tanto ímpetu que también la levantó a ella. Daphne lo rodeó con los brazos para aferrarse todavía más a él. Esta vez, no iba a perderlo. No iba a perder esta oportunidad.

En ese momento. Simón abrió los ojos para darse cuenta de lo que había hecho, aunque ya era demasiado tarde. No había ninguna manera de frenar el poder del climax. Si hubiera estado encima de ella, a lo mejor habría encontrado fuerzas para separarse pero, al estar debajo y observarla juguetear con su cuerpo y encendiéndolo de deseo, no pudo controlar la fuerza de su propio deseo.

Mientras apretaba los dientes y su cuerpo se sacudía, sintió las manos de Daphne que lo rodeaban y lo aferraban con fuerza hacia ella.

Vio la expresión de puro éxtasis en la cara de Daphne y entonces, de repente, se dio cuenta… Lo había hecho a propósito. Lo había planeado todo.

Daphne lo había excitado mientras dormía, se había aprovechado de su embriaguez y lo había apretado contra ella hasta que se había derramado en su interior.

Abrió los ojos y la miró fijamente.

– ¿Cómo has podido? -susurró.

Ella no dijo nada, pero Simón vio que le cambió la cara y supo que lo había oído.

Simón se la quitó de encima justo cuando empezó a notar que los músculos de ella se tensaban alrededor de su cuerpo, negándole de manera salvaje el placer que él acababa de disfrutar.

– ¿Cómo has podido? -repitió-. Lo sabías. Sabías qu-que yo-yo-yo…

Daphne se había acurrucado a los pies de la cama, con las piernas apretadas contra el pecho, obviamente decidida a no dejar escapar ni una gota de él.

Simón maldijo en voz baja mientras salió de la cama de un salto.

Abrió la boca para insultarla, para castigarla por haberlo traicionado, por haberse aprovechado de él, pero se le cerró la garganta, la lengua le pesaba mucho y no podía ni empezar una palabra, así que ni pensar en terminarla.

– T-t-tú… -consiguió decir, al final.

Daphne lo miró, horrorizada.

– ¿Simón? -susurró.

Él no quería eso. No quería que ella lo mirara como si fuera un bicho raro. Maldita sea, se sintió como cuando tenía siete años. No podía hablar. No podía hacer funcionar la boca. Estaba perdido.

El rostro de Daphne se impregnó de preocupación. Una preocupación protectora y no deseada.

– ¿Estás bien? -preguntó-. ¿Puedes respirar?

– N-n-n-n-n… -Estaba lejos del «No me compadezcas» que quería gritarle.

Sentía la presencia burlona de su padre cerrándole la garganta e inmovilizándole la lengua.

– ¿Simón? -corrió a su lado, muy asustada-. ¡Simón, di algo!

Alargó un brazo para acariciarle la espalda, pero él se lo rechazó.

– ¡No me toques! -exclamó.

Daphne retrocedió.

– Supongo que hay cosas que sí puedes decir -dijo ella, muy triste.

Simón se odiaba a sí mismo, odiaba la voz que lo había abandonado y odiaba a su mujer porque tenía el poder para reducir su control a nada. Esta pérdida del habla, el nudo en la garganta, la extraña sensación… había trabajado mucho toda su vida para eliminarlos y ahora ella los había hecho aparecer otra vez, y con fuerza.

No podía dejar que le hiciera esto. No podía permitir que Daphne lo convirtiera en lo que había sido una vez.

Intentó decir su nombre, pero no consiguió nada.

Tenía que marcharse. No podía mirarla. No podía estar con ella.

Ni siquiera quería estar con él pero, desgraciadamente, aquello no tenía remedio.

– N-no t-te ac-acerques -le dijo, señalándola con el dedo mientras se ponía los pantalones-. ¡T-t-t-tú has hecho esto!

– ¿El qué? -gritó Daphne, envolviéndose con una sábana-. Simón, basta ya. ¿Qué he hecho? Me deseabas. Sabes que me deseabas.

– ¡E-e-esto! -exclamó, señalándose la boca. Luego, señalándole la barriga, añadió-. ¡E-e-eso!

Y entonces, incapaz de soportar verla más, salió de la habitación.

Ojalá pudiera escapar de él mismo con la misma facilidad.


Diez horas después, Daphne encontró una nota:


Asuntos urgentes requieren mi presencia en otra propiedad.

Confío que, si tus intentos de concepción dan su fruto, me lo notifiques.

Mi asistente te dará mi dirección, por si la necesitas.

Simón


La hoja de papel se escurrió entre los dedos de Daphne y cayó lentamente al suelo. Se le escapó un sollozo y se tapó la boca con las manos, como si así pudiera detener la oleada de emociones que sentía.

La había dejado. La había dejado de verdad. Sabía que estaba enfadado y que, quizá, nunca la perdonaría, pero nunca se había planteado que fuera a dejarla.

Había pensado, incluso cuando salió hecho una fiera del dormitorio, que podrían solucionar sus diferencias, pero ahora ya no estaba tan segura.

A lo mejor había sido demasiado idealista. Egoístamente, había pensado que podría curarlo, que podría llenarle el corazón. Pero ahora se daba cuenta de que se había atribuido más valor del que en realidad tenía. Creía que su amor era tan puro y bueno que Simón olvidaría inmediatamente tantos años de resentimiento y dolor que le habían amargado la vida.

Se había creído demasiado importante. Y ahora se sentía muy estúpida.

Había cosas que quedaban fuera de su alcance. En su apacible vida, nunca hasta ahora se había dado cuenta de eso. No esperaba que le sirvieran el mundo en bandeja de plata, pero siempre había creído que si se esforzaba lo suficiente por conseguir algo, obtendría una recompensa.

Pero esta vez no había sido así. Simón estaba fuera de su alcance.

Mientras Daphne bajaba al salón amarillo, parecía que la casa estaba desierta. Se preguntó si los sirvientes se habrían enterado de la marcha de su marido y la estaban evitando a propósito. Seguramente, escucharon los gritos de la noche anterior.

Daphne suspiró. El dolor es mucho menos llevadero cuando se tiene un pequeño ejército de testigos.

O testigos invisibles, sería más adecuado, pensó mientras tocaba la campana. No los oía pero sabía que estaban allí, susurrando a sus espaldas y compadeciéndola.

Resultaba irónico pensar que, hasta ahora, nunca había prestado atención a los chismes del servicio. Pero ahora -se dejó caer en el sofá con un pequeño gemido-, ahora se sentía desdichadamente sola.

¿Qué otra cosa se suponía que debía pensar?

– ¿Señora?

Daphne levantó la mirada y vio a una doncella joven esperando en la puerta. La chica hizo una pequeña reverencia y miró a Daphne un poco a la expectativa.

– Té, por favor -dijo Daphne, pausadamente-. Sin galletas, sólo té.

La doncella asintió y se fue.

Mientras esperaba que la chica regresara, Daphne se acarició el abdomen y bajó la cabeza. Cerró los ojos y rezó una oración:

– Por favor, Dios mío, por favor; haz que haya quedado embarazada.

A lo mejor no tendría otra oportunidad.

No se arrepentía de sus actos. Suponía que debería hacerlo, pero no era así.

No lo había planeado. No lo había mirado mientras dormía y pensado: «Seguramente, todavía estará ebrio. Puedo hacerle el amor, obtener su semen y él nunca lo sabrá».

No había ocurrido así.

No sabía demasiado bien cómo había ocurrido pero, en un momento, estaba encima de él y, al momento siguiente, se dio cuenta que Simón no iba a poder retirarse a tiempo y se aseguró que no podría…

O, a lo mejor… Cerró los ojos. Muy fuerte. A lo mejor, había sido al revés. A lo mejor sí que se había aprovechado de algo más que del momento; a lo mejor se había aprovechado de él.

No lo sabía. Todo había pasado muy deprisa. El tartamudeo de Simón, su deseo desesperado por tener un hijo, el odio de Simón hacia su padre… tenía tantas cosas en la cabeza que era incapaz de establecer los límites de una y otra.

Y se sentía tan sola.

Oyó la puerta y se giró, esperando ver a la tímida doncella con la bandeja del té pero, en su lugar, entró la señora Colson. Tenía la cara demacrada y la preocupación reflejada en los ojos.

Daphne le sonrió.

– Esperaba a la doncella -dijo.

– Tenía que atender unos asuntos en la habitación de al lado, así que decidí traerle el té yo misma -dijo la señora Colson.

Daphne sabía que mentía, pero asintió de todos modos.

– La doncella dijo que no quería galletas -añadió la señora Colson-, pero sé que no ha desayunado, así que le he traído unas cuantas de todos modos.

– Se lo agradezco -dijo Daphne, sin reconocer el sonido de su voz. Le parecía muy plana, como si fuera de otra persona.

– No me supone ningún problema, se lo aseguro. -Pareció que el ama de llaves quería decir algo más pero, al final, se irguió y preguntó-. ¿Necesitará algo más?

Daphne negó con la cabeza.

La señora Colson se fue hacia la puerta y, por un momento, Daphne estuvo a punto de llamarla. Casi pronunció su nombre y le pidió que se sentara con ella y se tomara una taza de té. Entonces, habría podido explicarle su secreto y sus miserias, y habría podido llorar.

Y no porque fuera particularmente íntima con ella, sino porque no tenía a nadie más.

Pero no lo hizo y la señora Colson se fue.

Daphne cogió una galleta y la mordió. A lo mejor, pensó, era hora de volver a casa.

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