El asfixiante calor que ha hecho esta semana en Londres ha sido un verdadero impedimento para los actos sociales. Esta autora vio cómo la señorita Prudence Featherington se desmayaba en el baile de Huxiey, pero es imposible saber si fue por el calor o por la presencia de Colin Bridgerton, que ya ha roto más de un corazón desde su regreso del continente.
Lady Danbury también ha caído víctima de las sofocantes temperaturas y se fue de Londres hace varios días, alegando que SH gato (una criatura con mucho pelo) no soportaba el calor. Es de suponer que se habrá refugiado en su casa de campo de Surrey.
Cualquiera diría que a los duques de Hastings no les han afectado las altas temperaturas; están en la costa, donde la brisa marina siempre se agradece. Sin embargo, esta autora no puede estar segura porque, en contra de lo que muchos piensan, no tiene espías en todas las familias y, mucho menos, fuera de Londres.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
2 de junio de 1813
Era extraño, pensó Simon, que no llevaban casados ni quince días y ya habían adquirido unas rutinas y costumbres muy agradables. Ahora mismo, él estaba descalzo en la puerta de su vestidor aflojándose la corbata mientras observaba a su mujer peinándose.
Y el día anterior había hecho lo mismo. Había algo extrañamente natural en esa situación.
Y las dos veces, pensó maliciosamente, había planeado seducirla y llevársela a la cama para hacerle el amor. Ayer, por supuesto, lo había conseguido.
Una vez aflojada la corbata, la dejó caer al suelo y dio un paso adelante.
Hoy también lo conseguiría.
Se detuvo al lado de Daphne y se apoyó en el tocador. Ella lo miró y parpadeó.
Simon le acarició la mano y los diez dedos quedaron alrededor del mango del cepillo.
– Me gusta ver cómo te cepillas el pelo -dijo-, pero me gusta mas hacerlo yo mismo.
Daphne lo miró fijamente. Lentamente, soltó el cepillo.
– ¿Has acabado con las cuentas? Estuviste con el contable mucho tiempo.
– Sí, fue un trabajo duro pero necesario, y… -Se quedó inmóvil-. ¿Qué estás mirando?
Daphne apartó los ojos de su cara.
– Nada -dijo ella, con la voz claramente entrecortada.
Simon agitó levemente la cabeza; un movimiento más dirigido a él que a ella, y luego empezó a peinarla. Por un momento, le había parecido que Daphne le estaba mirando la boca.
Intentó controlar la necesidad de tartamudear. Cuando era pequeño, la gente siempre le miraba la boca. Lo miraban con una fascinación horrorizada, mirándolo ocasionalmente a los ojos, pero siempre acababan volviendo a la boca, como si no pudieran creerse que un niño con un aspecto tan normal pudiera producir esos sonidos.
Pero ahora debía haber sido su imaginación. ¿Por qué iba Daphne a mirarle la boca?
Le paso el cepillo suavemente por el pelo, acariciándolo también con los dedos.
– ¿Te lo has pasado bien con la señora Colson? -le preguntó.
Daphne se estremeció. Fue un movimiento muy pequeño y pudo controlarlo bastante bien, pero Simon igualmente se dio cuenta.
– Sí -dijo-. Sabe muchas cosas de la casa.
– Ya lo creo. Ha vivido aquí desde siem… ¿Qué estás mirando?
Daphne dio un salto en la silla.
– Estoy mirando al espejo -dijo.
Y era cierto, pero Simon tenía la mosca detrás de la oreja. Daphne tenía los ojos fijos en un punto.
– Como te decía -dijo ella, bastante brusca-, estoy segura de que la señora Colson me será de gran ayuda para aprender a llevar Clyvedon. Es una propiedad muy grande y tengo mucho que aprender.
– No te esfuerces demasiado -dijo él-. No nos quedaremos demasiado.
– ¿No?
– Creí que querríamos fijar nuestra residencia en Londres. -Y ante la mirada de sorpresa de Daphne, añadió-: Así estarás más cerca de tu familia, incluso cuando se vayan al campo. Pensé que te gustaría.
– Sí, claro -dijo ella-. Los echo de menos. Nunca me había separado de ellos tanto tiempo. Aunque siempre he sabido que, cuando me casara, tendría mi familia y…
Se produjo un silencio algo extraño.
– Bueno, ahora tú eres mi familia -dijo ella, con una voz un poco triste.
Simon suspiró mientras seguía peinándola.
– Daphne -dijo-. Tu familia siempre será tu familia. Yo nunca podré ocupar su lugar.
– No -dijo ella. Se giró hacia él y, con unos ojos ardientes, le susurró-. Pero puedes ser algo más.
Y Simon se dio cuenta de que sus intentos de seducción no iban a ir a ningún sitio porque su mujer estaba intentando seducirlo a él.
Daphne se levantó y dejó caer la bata de seda. Debajo, llevaba un camisón a juego que dejaba entrever casi tanto como lo que escondía.
Una de las grandes manos de Simon empezó a acariciarle un pecho y sus oscuros dedos contrastaban con el verde salvia del camisón.
– Este color te gusta mucho, ¿no? -dijo él, con la voz ronca.
Ella sonrió y él se olvidó de respirar.
– Va a juego con mis ojos -dijo ella, riéndose-. ¿Recuerdas?
Simon le devolvió la sonrisa, aunque no supo cómo. Nunca antes había creído que fuera posible sonreír cuando uno estaba a punto de morir por falta de oxígeno. A veces, la necesidad de tocarla era tan grande que sólo mirarla le dolía.
La acercó a su cuerpo. Tenía que hacerlo. Si no, se habría vuelto loco.
– ¿Me estás diciendo -dijo él, cerca de su cuello-, que lo compraste sólo para mí?
– Por supuesto -dijo ella, con la voz ahogada porque Simon le estaba acariciando la oreja con la lengua-. ¿Quién más me lo va a ver puesto?
– Nadie -dijo él, rodeándola con los brazos y apretándola contra su erección-. Nadie. Nunca.
Ella lo miró, divertida por el repentino ataque de posesión.
– Además -añadió-, es parte de mi ajuar.
Simon gruñó.
– Me encanta tu ajuar. Lo adoro. ¿Te lo había dicho?
– No con esas palabras -gimió ella-, pero no era difícil adivinarlo.
– Básicamente -dijo él, empujándola hacia la cama y quitándose la camisa-, me gustas sin tu ajuar.
Lo que Daphne quería decir, y quería decir algo porque ya había abierto la boca, se perdió en el aire cuando llegó a la cama.
Simon la cubrió en un segundo. Puso una mano a cada lado de las caderas y las fue subiendo hasta colocarle los brazos encima de la cabeza. Se detuvo en los antebrazos.
– Eres muy fuerte -dijo-. Más fuerte que la mayoría de las mujeres.
Daphne le lanzó una picara mirada.
– No me importan las demás mujeres.
Entonces, con un movimiento muy rápido, la cogió por las muñecas y se las inmovilizó encima de la cabeza.
– Pero no tanto como yo.
Ella inspiró de golpe, sorprendida, un sonido que Simon encontraba especialmente seductor y enseguida le rodeó las dos muñecas con una mano, dejando la otra libre para recorrerle el cuerpo.
Y eso hizo.
– Si no eres la mujer perfecta -gruñó, arremangando el camisón hasta la cintura-, entonces el mundo es…
– Basta -dijo ella, temblorosa-. Sabes que no soy perfecta.
– ¿No? -dijo él, con una sonrisa malvada mientras deslizaba la mano hasta debajo de una nalga-. Debes estar mal informada porque esto… -le dio un apretón-, es perfecto.
– ¡Simon!
– Y en cuanto a estos. -Se incorporó y le cubrió un pecho con la mano, jugando con el pezón a través de la seda-. Bueno, creo que no tengo que decirte lo que pienso de estos.
– Estás loco.
– Es posible -dijo él-, pero tengo un gusto excelente. Y tú… -se abalanzó sobre ella y le mordió la boca-, sabes bastante bien.
Daphne se rió sin poder evitarlo.
Simon arqueó las cejas.
– ¿Te estás riendo de mí?
– Normalmente, lo haría -dijo ella-. Pero no cuando me tienes cogida de las dos manos.
La mano libre de Simon empezó a desabrocharse los pantalones.
– Obviamente, me casé con una mujer con gran sentido común.
Daphne lo miró con orgullo y amor mientras veía cómo las palabras salían de su boca sin ningún esfuerzo. Al oírlo hablar ahora, nadie se creería que de pequeño tartamudeaba.
– Soy muy feliz por haberme casado contigo -dijo ella, en una oleada de ternura-. Estoy muy orgullosa de que seas mío.
Simon se quedó quieto, sorprendido por aquellas palabras tan serias. Habló con voz grave.
– Yo también estoy orgulloso de que seas mía. -Estiró los pantalones-. Y te lo demostraría si pudiera quitarme estos malditos pantalones.
Daphne sintió otra carcajada en la garganta.
– A lo mejor, si usaras las dos manos… -sugirió.
Simon la miró, muy travieso.
– Pero eso querría decir soltarte.
Ella ladeó la cabeza.
– ¿Y si te prometo que no moveré los brazos?
– No te creo.
Daphne sonrió, maliciosamente.
– ¿Y si te prometo que los moveré?
– Bueno, eso suena más interesante. -Saltó de la cama y se quitó los pantalones en menos de tres segundos. Se tendió de lado junto a ella-. Bueno, ¿por dónde íbamos?
Daphne volvió a reírse.
– Justo por aquí, creo.
– Ajá -dijo él, con una divertida expresión acusatoria-. No estabas prestando atención. Estábamos -se colocó encima de ella-, justo aquí.
La risa se convirtió en una carcajada.
– ¿Nadie te ha dicho que no debes reírte de un hombre cuando está intentando seducirte?
Si había alguna posibilidad de dejar de reír, se esfumó con esas palabras.
– Oh, Simon -dijo-. Te quiero.
Simon se quedó helado.
– ¿Qué?
Daphne sonrió y le acarició la mejilla. Ahora lo entendía mucho mejor. Después de sufrir tanto rechazo de pequeño, posiblemente no entendía que fuera merecedor de amor. Y, seguramente, no sabía cómo devolverlo. Pero ella sabría esperar. Por él, esperaría para siempre.
– No tienes que decir nada -le susurró-. Sólo tienes que saber que te quiero.
En los ojos de Simon había una mezcla de alegría y miedo. Daphne se preguntó si alguien le había dicho «Te quiero» alguna vez. Había crecido sin una familia, sin el amor y el cariño que para ella eran normales.
Cuando logró decir algo, tenía la voz totalmente rota.
– D-Daphne, yo…
– Shhh -dijo ella, cubriéndole los labios con un dedo-. No digas nada. Espera hasta que estés bien.
Y entonces se preguntó si había pronunciado las peores palabras posibles porque, ¿alguna vez estaba bien Simon al hablar?
– Sólo bésame -le susurró ella con urgencia para dejar atrás aquel extraño momento-. Por favor, bésame.
Y Simon lo hizo.
La besó con una intensidad feroz, ardiendo con la pasión y el deseo que fluía entre los dos. No quedó un lugar que labios y manos no recorrieran hasta que el camisón acabó a los pies de la cama con las sábanas.
Sin embargo, a diferencia de las otras noches, Daphne no quedó como un pelele en sus brazos. Aquel día tenía muchas cosas en la cabeza y nada, ni siquiera los más ardientes deseos de su cuerpo, podían detener el frenético ritmo de sus pensamientos. Flotaba en el deseo, cada nervio expertamente excitado por Simon y, aún así, su cabeza seguía analizándolo todo.
Cuando Simon la miró con esos ojos, tan azules que incluso a la luz de las velas brillaban, ella se preguntó si aquella intensidad se debía a emociones que no sabía expresar con palabras. Cuando pronunció su nombre entre gemidos, Daphne no podía evitar escucharlo atentamente por si tartamudeaba. Y cuando la penetró y echó la cabeza hacia atrás tensando todos los músculos del cuello, Daphne se preguntó por qué parecía que estaba sufriendo.
¿Sufriendo?
– ¿Simon? -preguntó, mezclando el deseo y la preocupación-. ¿Estás bien?
Él asintió y apretó los dientes. Se hundió en ella, moviendo las caderas lentamente, y le susurró al oído:
– Te voy a dar placer.
No sería tan difícil, pensó Daphne, conteniendo la respiración cuando Simon le cubrió un pezón con la boca. Nunca era tan difícil. Simon parecía saber exactamente cómo tocarla, cuándo moverse y cuándo provocarla quedándose quieto. Simon colocó los dedos entre los dos cuerpos y la acarició en su parte más íntima hasta que las caderas de Daphne se movieron al mismo ritmo y con la misma fuerza que las suyas.
Daphne sintió que su cuerpo se dejaba llevar hacia esa pérdida de conciencia tan familiar. Y le gustaba tanto…
– Por favor -le rogó él, colocando la otra mano debajo de ella para apretarla todavía más contra él-. Necesito que… ¡Ahora, Daphne, ahora!
Y ella lo hizo. El mundo explotó a su alrededor y ella cerró los ojos tan fuerte que vio puntos de luz y estrellas. Escuchó música… o a lo mejor sólo fueron sus gemidos y gritos cuando alcanzó el orgasmo, que eran más potentes que el latido de su propio corazón.
Simon, con un gruñido que parecía que se lo arrancaban directamente del alma, se separó de ella justo un segundo antes de derramarse encima de las sábanas, como siempre.
Dentro de unos instantes, Simon la giraría y la abrazaría. Era un ritual que Daphne había llegado a adorar. Él la abrazaría fuerte; la espalda de ella contra su pecho y hundiría su cara en su pelo. Y luego, cuando la respiración entrecortada se calmara, se dormirían.
Pero esta noche fue distinto. Esta noche, Daphne estaba un poco nerviosa. Estaba cansada y saciada, pero algo estaba mal. Había algo que le rondaba por la cabeza y le remordía el inconsciente.
Simon se giró y se colocó junto a ella, llevándola hacia la parte limpia de la cama. Siempre hacía lo mismo, sirviéndose de su cuerpo como barrera para que ella nunca estuviera en contacto con su semen. Ella pensaba que era muy considerado por su parte y…
Daphne abrió los ojos. Estuvo a punto de gritar.
«Un útero no crecerá sin una semilla fuerte y sana.»
Daphne no le había dado importancia a las palabras de la señora Colson. Se había quedado demasiado impactada por la historia de la infancia de Simon, demasiado preocupada pensando cómo podía llenar su vida de amor para borrar de su recuerdo los malos momentos.
Se sentó en la cama, con las sábanas en la cintura. Con manos temblorosas, encendió la vela de la mesilla de noche.
Simon, que estaba dormido, abrió un ojo.
– ¿Qué pasa?
Ella no dijo nada, sólo miró la mancha húmeda del otro lado de la cama.
Su semen.
– ¿Daff?
Simon le había dicho que no podía tener hijos. Le había mentido.
– Daphne, ¿qué te pasa? -se sentó.
En su cara se reflejaba la preocupación.
¿Aquello también sería mentira?
Ella alargó un dedo.
– ¿Qué es eso? -preguntó, en una voz casi inaudible.
– ¿Qué es qué? -Los ojos de Simon seguían la dirección del dedo y sólo veían la cama-. ¿De qué estás hablando?
– ¿Por qué no puedes tener hijos. Simon?
Simon abrió los ojos. No dijo nada.
– ¿Por qué. Simon? -Daphne estaba casi gritando.
– Los detalles no importan, Daphne.
Hablaba en voz baja y suave, con un pequeño tono de condescendencia. Daphne sintió que algo dentro de ella se rompía.
– Fuera -dijo.
Simon abrió la boca, sorprendido.
– Es mi dormitorio.
– Entonces, me iré yo. -Salió de la cama, envuelta con una sábana.
Simon dio un salto y se levantó de inmediato.
– No te atrevas a salir de esta habitación -le dijo.
– Me mentiste.
– Yo nunca…
– Me mentiste -gritó ella-. Me mentiste y no te lo voy a perdonar nunca.
– Daphne…
– Te aprovechaste de mi estupidez. -Soltó un suspiro muy profundo, de aquellos que salen del fondo de la garganta antes de que ésta se cierre-. Debiste alegrarte mucho cuando viste lo poco que sabía de las relaciones matrimoniales.
– Se llama hacer el amor, Daphne -dijo él.
– No, entre nosotros no.
Simon se estremeció ante el rencor de su voz. Estaba de pie y desnudo en medio de la habitación, intentando encontrar una manera de salvar la situación. Todavía no estaba seguro de lo que ella sabía, o creía saber.
– Daphne -dijo, despacio para evitar que sus emociones se apoderaran de sus palabras-, quizá deberías explicarme, exactamente, de qué va todo esto.
– Oh, ¿quieres jugar a ese juego? -dijo ella, con sorna-. De acuerdo, deja que te explique una historia. Érase una vez, había…
La rabia de su voz era como un cuchillo cortante en el cuello de Simon.
– Daphne -dijo, cerrando los ojos y meneando la cabeza-, no hagas esto.
– Érase una vez, había una chica joven. La llamaremos Daphne.
Simon se fue al vestidor y cogió una bata. Había ciertas cosas que un hombre no quería discutir completamente desnudo.
– Daphne era muy, muy estúpida.
– ¡Daphne!
– Está bien -dijo ella, agitando la mano en el aire-. Ignorante.
Era muy, muy ignorante.
Simon se cruzó de brazos.
– Daphne no sabía nada de lo que sucedía entre un hombre y una mujer. No sabía lo que hacían, sólo que lo hacían en una cama y que, eventualmente, el resultado de eso sería un hijo.
– Ya basta, Daphne.
La única señal que demostraba que lo había oído era la rabia reflejada en los ojos.
– Pero, además, no sabía cómo se hacía ese hijo así que, cuando su marido le dijo que no podía tener hijos…
– Te lo dije antes de casarnos. Te di la oportunidad de echarte atrás. No lo olvides -dijo él, acalorado-. No te atrevas a olvidarlo.
– ¡Me hiciste sentir lástima por ti!
– ¡Qué bien! Justo lo que un hombre quiere escuchar.
– Por el amor de Dios, Simon -dijo ella-. Ya sabes que no me casé contigo por eso.
– Entonces, ¿por qué?
– Porque te quería -respondió, aunque la amargura de su voz le quitó romanticismo a la declaración-. Y porque no quería verte morir, algo que parecías estúpidamente dispuesto a hacer.
Simon no tenía ninguna respuesta preparada, así que resopló y la miró.
– Pero no intentes hacer ver que esto va sobre mí -dijo ella, furiosa-. Yo no mentí. Tú dijiste que no podías tener hijos, pero la verdad es que no quieres.
Simon no dijo nada pero sabía que tenía la verdad reflejada en los ojos.
Ella dio un paso hacia él, controlando un poco la rabia.
– Si de verdad no pudieras tener hijos, no importaría dónde fuera a parar tu semen, ¿no es así? No estarías tan atento cada noche de depositarlo en cualquier sitio menos dentro de mí.
– No sabes nada de es-esto, Daphne -dijo Simon en voz baja y furioso.
Daphne se cruzó de brazos.
– Entonces, explícamelo.
– Nunca tendré hijos -dijo, entre dientes-. Nunca. ¿Lo puedes entender?
– No.
Simon sintió que la rabia se apoderaba de él, le revolvía el estómago y le quemaba la piel. No era rabia hacia ella, ni siquiera hacia él mismo. Era, como siempre, rabia hacia el hombre cuya presencia, o la ausencia de ella, siempre había conseguido controlar su vida.
– Mi padre -dijo Simon, haciendo un gran esfuerzo para mantener el control-, no era un hombre cariñoso.
Daphne le aguantó la mirada.
– Ya sé lo de tu padre -dijo.
Aquello lo cogió por sorpresa.
– ¿Qué sabes?
– Sé que te hizo mucho daño. Que te rechazó. -Había algo en sus ojos; no era lástima pero era algo parecido-. Sé que creía que era estúpido.
El corazón de Simon dio un vuelco. No sabía cómo era capaz de hablar, ni siquiera estaba seguro de cómo podía respirar, pero consiguió decir:
– Entonces, sabes lo de…
– ¿Tu tartamudeo? -dijo ella, terminando la frase por él.
Él le dio las gracias en silencio. Irónicamente, «tartamudeo» era una palabra que nunca había conseguido pronunciar.
Daphne se encogió de hombros.
– Era un idiota.
Simon la miró boquiabierto, incapaz de comprender cómo Daphne podía dar por terminada la rabia de décadas con tal afirmación.
– No lo entiendes -dijo, agitando la cabeza-. No podrías hacerlo. No con una familia como la tuya. Lo único que le preocupaba era la sangre. La sangre y el título. Y cuando nací y resultó que no era perfecto… Daphne, ¡le dijo a la gente que estaba muerto!
Daphne palideció.
– No sabía que había ido así -susurró.
– Fue peor -dijo él-. Le envié cartas. Cientos de cartas, rogándole que viniera a visitarme. No respondió ni una sola vez.
– Simon…
– ¿S-sabías que no hablé hasta los cuatro años? ¿No? Bueno, pues lo hice. Y cuando venía, me zarandeaba y me amenazaba con sacarme la voz a golpes. Ése era mi p-padre.
Daphne intentó pasar por alto que estaba empezando a tartamudear. Intentó ignorar el dolor que sentía en el estómago, la rabia que nacía en ella por la manera tan brutal en que habían tratado a Simon.
– Pero ahora ya se ha ido -dijo ella, con la voz temblorosa-. Se ha ido y tú estás aquí.
– Dijo que no s-soportaba verme. Había rezado muchos años por tener un heredero. No un hijo -dijo, levantando la voz peligrosamente-. Un heredero. ¿Y p-para qué? Hastings iría a parar a un tonto. ¡Su preciado ducado s-sería para un idiota!
– Pero estaba equivocado -dijo Daphne.
– ¡No me importa si estaba equivocado! -gritó Simon-. Lo único que le importaba era el título. Nunca, ni una sola vez, pensó en mí, en cómo debía sentirme, ¡atrapado con una boca que no f-funcionaba!
Daphne retrocedió, incómoda con tanta rabia. Era la furia desatada después de varias décadas conteniéndola.
De repente. Simon se acercó a ella y le habló a escasos centímetros de la cara.
– Pero, ¿sabes una cosa? -preguntó, con una voz irreconocible-. Quien ríe el último, ríe mejor. Él pensó que no podía haber nada peor que ver cómo Hastings iba a parar a manos de un tonto…
– Simon, no eres…
– ¿Me estás escuchando? -gritó.
Daphne, muy asustada, retrocedió hasta la puerta y cogió el pomo por si tenía que escapar.
– Ya sé que no soy tonto -dijo él, muy seco-. Y, al final, creo qu-que él también lo supo. Y estoy seguro que eso lo dejó m-morir en paz. Hastings estaba a salvo. N-no importaba que yo ya no sufría como lo había hecho. Hastings… eso era lo que importaba.
Daphne se sintió mal. Sabía lo que venía a continuación.
Simon sonrió. Una expresión muy cruel que ella nunca antes había visto.
– Pero Hastings muere conmigo -dijo-. Todos esos primos que quería hacer herederos… -Se encogió de hombros y se rió-. Todos tuvieron hijas. ¿Qué te parece?
Miró a Daphne.
– Quizá por eso mi p-padre reconoció, al final, que no era tonto. Sabía que yo era su única esperanza.
– Sabía que se había equivocado -dijo Daphne, tranquilamente.
De repente, recordó las cartas que el duque de Middlethorpe le había dado. Las que había escrito el padre de Simon. Las había dejado en Bridgerton House, en Londres. Y así estaban bien, porque de este modo no tenía que decidir qué hacer con ellas ahora.
– No importa -dijo Simon, con ligereza-. Cuando me muera, el título se extinguirá. Y nada podría hacerme más f-feliz.
Y con eso, salió de la habitación por el vestidor, porque Daphne bloqueaba la puerta.
Ella se sentó en una silla, todavía envuelta con la sábana que había arrancado de la cama. ¿Qué iba a hacer?
Sintió que le temblaba todo el cuerpo y no podía controlarlo. Y entonces, se dio cuenta de que estaba llorando. En silencio.
Dios, ¿qué iba a hacer?