El nuevo duque de Hastings es de lo más interesante. A pesar de que su enemistad con su padre siempre fue del dominio público, ni siquiera esta autora ha podido descubrir la razón del distanciamiento.
REVISTA DE SOCIEDAD DE LADY WHISTLEDOWN,
26 de abril de 1813
A finales de semana, Daphne estaba de pie en el baile de lady Danbury, bastante alejada de la pista y de los grupos de gente. Estaba más cómoda así.
En cualquier otra situación, habría disfrutado del baile como cualquier chica de su edad; sin embargo, hacía unas horas Anthony le había confesado que Nigel Berbrooke lo había ido a ver hacía dos días y le había pedido formalmente su mano. Otra vez. Obviamente, Anthony lo había rechazado, ¡otra vez!, pero Daphne tenía el presentimiento de que Nigel insistiría. Al fin y a cabo, dos propuestas de matrimonio en dos semanas no eran propias de un hombre que aceptara la derrota fácilmente.
Lo vio al otro lado del salón, mirando de un lado a otro, y aquello hizo que Daphne se difuminara más entre las sombras.
No tenía ni idea de cómo tratarlo. No era muy listo pero tampoco era rudo ni tosco y, a pesar de que sabía que tenía que acabar con aquel encaprichamiento, le resultaba mucho más fácil comportarse como una cobarde: sencillamente, lo evitaba.
Mientras consideraba la posibilidad de ir a esconderse en la sala de descanso de las damas, escuchó una voz familiar a sus espaldas.
– Daphne, ¿qué haces aquí escondida?
Ella se giró y vio a su hermano mayor acercándose.
– Anthony -dijo, intentando decidir si se alegraba de verlo o le disgustaba que hubiera venido a meterse en sus asuntos-. No sabía que tú también vendrías.
– Mamá -dijo, sonriendo.
Cualquier otra palabra sobraba.
– Ah -dijo Daphne, con un compasivo movimiento de cabeza-. No digas más. Te entiendo perfectamente.
– Ha hecho una lista de novias potenciales. -Le lanzó a su hermana una mirada de agobio-. La queremos, ¿verdad?
Daphne soltó una risita.
– Sí, Anthony, la queremos.
– Es una locura temporal -dijo-. Tiene que ser así. No hay otra explicación. Hasta que alcanzaste la edad casadera, era una madre perfectamente razonable.
– ¿Yo? -exclamó Daphne-. Entonces, ¿todo es culpa mía? ¡Tú tienes ocho años más que yo!
– Sí, pero esta fiebre matrimonial no se había apoderado de ella hasta ahora.
Daphne se rió.
– Perdona que no sienta compasión por ti. Pero yo también recibí una lista el año pasado.
– ¿De verdad?
– Por supuesto. Y últimamente me está amenazando con darme una cada semana. Me da la lata con lo del matrimonio mucho más de lo que te puedas imaginar. Los solteros son un reto, pero las solteras son patéticas. Y, por si no te habías dado cuenta, soy una mujer.
Anthony soltó una carcajada.
– Soy tu hermano. No me doy cuenta de esas cosas -dijo, y la miró de reojo-. ¿La has traído?
– ¿La lista? Cielos, no. ¿En qué estás pensando?
La sonrisa se hizo más amplia.
– Yo he traído la mía.
Daphne contuvo la respiración.
– ¡No me lo creo!
– De verdad. Sólo para torturar a mamá. Me pondré a su lado y la estudiaré detenidamente; sacaré las gafas…
– No tienes gafas.
Anthony sonrió; la misma sonrisa maliciosa que parecía que todos los hombre Bridgerton dominaban.
– Me he comprado unas sólo para la ocasión.
– Anthony, no puedes hacer eso. Te matará. Y después encontrará la manera de echarme a mí la culpa.
– Cuento con eso.
Daphne lo golpeó en el hombro, provocando un gruñido lo suficientemente fuerte como para que varias personas que pasaban por allí se giraran a mirarlos.
– Una buena derecha -dijo Anthony, rascándose el brazo.
– Una chica no puede sobrevivir con cuatro hermanos si no aprende a golpear fuerte -dijo, cruzando los brazos-. Déjame ver la lista.
– ¿Después de haberme golpeado?
Daphne puso los ojos en blanco e inclinó la cabeza en un gesto de impaciencia.
– Ah, está bien. -Metió la mano en el bolsillo del chaleco, sacó un papel doblado y se lo dio-. Dime qué te parece. Estoy seguro que no ahorrarás detalles.
Daphne desdobló el papel y leyó los nombres escritos con la elegante escritura de su madre. La vizcondesa Bridgerton había escrito los nombres de ocho mujeres. Ocho mujeres solteras y de muy buena familia.
– Justo lo que suponía -murmuró Daphne.
– ¿Es tan horrorosa como creo?
– Peor. Philipa Featherington habla menos que una calabaza.
– ¿Y las demás?
Daphne lo miró con las cejas arqueadas.
– En realidad, tú no querías casarte este año, ¿verdad?
Anthony hizo una mueca.
– Y la tuya, ¿cómo era?
– Hoy, gracias a Dios, anticuada. Tres de los cinco se casaron el año pasado. Mamá todavía me riñe por dejar que se me escaparan.
Los dos hermanos resoplaron de forma idéntica mientras se apoyaban en la pared. Violet Bridgerton estaba decidida a casar a sus hijos. Anthony, el mayor, y Daphne, la mayor de las chicas, tenían que soportar toda la presión, aunque Daphne sospechaba que su madre casaría a la pequeña Hyacinth, de diez años, si recibía una oferta lo suficientemente buena.
– Por Dios, parecéis dos almas en pena. ¿Qué hacéis en este rincón?
Otra voz, inmediatamente reconocible.
– Benedict -dijo Daphne, mirándolo de reojo sin girar la cabeza-. No me digas que mamá también te ha hecho venir a ti.
Benedict asintió, con una sonrisa en la cara.
– Ha empezado a intentar convencerme con zalamerías y después ha usado el arma de la culpabilidad. Esta semana, ya me he recordado tres veces que tendré que ser yo el padre del futuro vizconde si Anthony no se pone a ello.
Anthony hizo una mueca.
– Y supongo que eso también explica vuestro distanciamiento del baile, ¿no? ¿Evitando a mamá?
– En realidad -dijo Anthony-, vi a Daff, tratando de pasar desapercibida, y…
– ¿Tratando de pasar desapercibida? -repitió Benedict, mofándose de su hermana.
Ella les puso mala cara.
– Vine aquí para esconderme de Nigel Berbrooke -les explicó-. Dejé a mamá en compañía de lady Jersey, así que todavía estará ocupada un buen rato. Pero Nigel…
– Es más primate que humano -dijo Benedict, en broma.
– Bueno, yo no lo diría así, exactamente -dijo Daphne, intentando ser educada-, pero tampoco es ningún lumbreras y es más fácil apartarse de su camino que herir sus sentimientos. Aunque, claro, ahora que los dos me habéis encontrado, no me va a resultar fácil evitarlo mucho más.
– Oh -dijo Anthony.
Daphne miró a sus hermanos mayores, los dos de más de metro ochenta, de espaldas anchas y ojos marrones. Tenían el pelo castaño y grueso, igual que ella, y en los bailes no podían ir a ningún sitio sin que los siguiera un grupo de jóvenes parloteando.
Y donde había un grupo de chicas jóvenes, allí estaba Nigel Berbrooke.
Daphne ya veía cabezas que se giraban hacia ellos. Las ambiciosas madres cogían a sus hijas por el brazo y señalaban a los hermanos Bridgerton, sin más compañía que su hermana.
– Sabía que me tendría que haber ido al salón de mujeres -murmuró Daphne.
– ¿Qué es ese papel que tienes en la mano, Daphne? -preguntó Benedict.
Sin pensarlo, le dio la lista de las posibles esposas de Anthony.
Ante la carcajada de Benedict, Anthony se cruzó de brazos y dijo:
– Intenta no reírte mucho a mi costa. El año que viene tú recibirás tu propia lista.
– Estoy seguro -dijo Benedict-. No me extraña que Colin… -Abrió los ojos, sorprendido-. ¡Colin!
Otro hermano Bridgerton se unió al grupo.
– ¡Colin! -exclamó Daphne, abrazándolo fuerte-. ¡Qué alegría volver a verte!
– ¿Dónde estaba tanto entusiasmo cuando llegamos nosotros? -le dijo Anthony a Benedict.
– A vosotros os veo cada día -respondió Daphne-. Colin ha estado fuera un año entero. -Y después de darle otro abrazo, retrocedió-. No te esperábamos hasta la semana que viene.
Levantó un hombro, un geto que iba a juego con la sonrisa torcida.
– París ya no es divertido.
– Ya -dijo Daphne, con una mirada perspicaz-. Te has quedado sin dinero.
Colin se rió y levantó las manos.
– Culpable de todo los cargos.
Anthony abrazó a su hermano y dijo:
– Estoy muy contento de volver a tenerte en casa, Colin. A pesar de que el dinero que te envié debería haberte durado, al menos, hasta…
– Basta -dijo Colin, todavía riendo-. Te prometo que mañana podrás decirme lo que quieras. Esta noche sólo quiero disfrutar de la compañía de mi querida familia.
Beneditc soltó una risa.
– Para llamarnos «querida familia» debes estar completamente arruinado -dijo pero, al mismo tiempo, se avanzó para abrazarlo-. Bienvenido a casa.
Colin, el más despreocupado de la familia, sonrió y los ojos verdes le brillaron de alegría.
– Es un placer estar de vuelta en casa. Aunque, debo reconocer que el tiempo no tiene ni punto de comparación con el del continente. Y en cuanto a las mujeres, bueno, a las inglesas les costaría mucho competir con las signorinas que he…
Daphne le dio un golpe en el brazo.
– Recuerda que hay una dama, maleducado.
Pero no parecía enfadada. De todos sus hermanos, Colin era el más cercano a ella en edad, sólo tenía dieciocho meses más. De pequeños, eran inseparables, y siempre estaban metidos en algún lío. Colin era travieso por naturaleza y Daphne necesitaba muy poco para seguirle el juego.
– ¿Sabe mamá que has regresado? -le preguntó.
Colin negó con la cabeza.
– He llegado y me he encontrado con una casa vacía…
– Sí, mamá acostó a los pequeños temprano -lo interrumpió Daphne.
– No me apetecía quedarme allí sin hacer nada, así que Humboldt me dio la dirección y vine.
Daphne sonrió ampliamente.
– Me alegra que lo hicieras.
– Por cierto, ¿dónde esta mamá? -preguntó Colin, estirando el cuello para mirar hacia el salón. Igual que los demás hombres de la familia, era muy alto, así que no tuvo que estirarse demasiado.
– En la esquina, con lady Jersey -dijo Daphne.
Colin se encogió de hombros.
– Me esperaré a que esté un poco más cansada. No quiere que ese dragón me despelleje vivo.
– Hablando de dragones -dijo Benedict. No movió la cabeza, pero señaló hacia el lado con los ojos.
Daphne miró y vio que lady Danbury se dirigía lentamente hacia ellos. Llevaba bastón, pero Daphne tragó saliva, muy nerviosa, y se puso rígida. El sarcástico ingenio de lady Danbury era ya conocido por todos. Daphne siempre había sospechado que, debajo de aquella coraza, latía un corazón sensible pero, aún así, uno siempre se ponía nervioso cuando se le acercaba.
– No hay salida -murmuró uno de los hermanos.
Daphne lo hizo callar y sonrió tímidamente hacia la señora.
Lady Danbury levantó las cejas y cuando estaba a un metro de ellos, se paró y dijo:
– ¡No disimuléis! ¡Ya me habéis visto!
A continuación, dio un golpe tan fuerte con el bastón en el suelo que Daphne dio un saltito hacia atrás y pisó a Benedict.
– ¡Ay! -exclamó su hermano.
Ante la repentina mudez de sus hermanos, excepto Benedict, aunque aquel quejido no podía considerarse una palabra articulada, Daphne respiró hondo y dijo:
– Espero no haberle dado esa impresión, lady Danbury, porque…
– Tú no -dijo lady Danbury, categóricamente. Levantó el bastón y lo sostuvo en posición horizontal, con la punta peligrosamente cerca del estómago de Colin-. Ellos.
Como respuesta, obtuvo una serie de efusivos saludos.
Lady Danbury les dedicó una breve mirada a los chicos y luego volvió a dirigirse a Daphne.
– El señor Berbrooke te estaba buscando.
A Daphne se le erizaron todos los pelos.
– ¿Ah, sí?
Lady Danbury asintió.
– Señorita Bridgerton, yo de usted cortaría esto de raíz.
– ¿Le ha dicho dónde estaba?
Lady Danbury le mostró una sonrisa cómplice.
– Siempre supe que me gustarías. Y no, no se lo he dicho.
– Gracias -dijo Daphne, agradecida.
– Si te ataras a ese bobalicón, todos perderíamos a una persona muy sensata -dijo lady Danbury-. Y Dios sabe que lo último que necesitamos es echar a perder la poca sensatez que nos rodea.
– Muchas gracias -dijo Daphne.
– En cuanto a vosotros -dijo lady Danbury, agitando el bastón frente a los hermanos de Daphne-, me reservo la opinión. Tú -dijo, dirigiéndose a Anthony-, me resultas simpático por el mero hecho de haber rechazado la oferta de Berbrooke por el bien de tu hermana, pero los demás… Hmmmph.
Y se fue.
– ¿Hmmmph? -repitió Beneditc-. ¿Hmmmph? ¿Pretende cuantificar mi inteligencia y lo único que se le ocurre es Hmmmph?
Daphne sonrió.
– Me aprecia.
– Le resultas agradable -refunfuñó Benedict.
– Ha sido muy amable al ponerte sobre aviso con lo de Berbrooke -reconoció Anthony.
Daphne asintió.
– Creo que eso quiere decir que tengo que irme. -Se giró hacia Anthony con una mirada de ruego-. Si pregunta por mí…
– Yo me encargo -dijo su hermano-. No te preocupes.
– Gracias.
Y después, con una sonrisa, se alejó de sus hermanos.
Mientras Simon se paseaba tranquilamente por los salones de la casa de lady Danbury, se dio cuenta de que estaba de muy buen humor. Y aquello era irónico, pensó, porque estaba a punto de entrar en un salón lleno de gente y enfrentarse a los horrores que Anthony Bridgerton le había relato aquella misma tarde.
Sin embargo, se consolaba pensando que, después de baile de esa noche, ya no tendría que volver a participar en ese circo nunca más; como le había dicho a Anthony, la única razón por la que acudía al baile era por una extraña lealtad hacia lady Danbury que, a pesar de sus maneras algo hurañas, siempre se portó muy bien con él cuando era pequeño.
Llegó a la conclusión de que su buen humor se debía a la ilusión que le hacía volver a estar en Inglaterra.
Y no porque no hubiera disfrutado de sus viajes. Había cruzado Europa a lo largo y ancho, había surcado las deliciosas aguas azules del Mediterráneo y se había perdido en los misterios del norte de África. De allí fue a Tierra Santa y luego, cuando sus informaciones le revelaron que todavía no había llegado el momento de volver a casa, cruzó el Atlántico y se fue a explorar las Indias Occidentales. Llegados a ese punto, pensó en instalarse en los Estados Unidos de América, pero la joven nació estaba a punto de entrar en conflicto con Gran Bretaña, así que Simon se mantuvo alejado de aquellas tierras. Además, fue por aquel entonces cuando recibió la noticia de que su padre, después de una larga enfermedad, había muerto.
Realmente irónico. Simon no cambiaría sus años de exploración por el mundo por nada. Un hombre tenía mucho tiempo para pensar en seis años, mucho tiempo para aprender lo qué significaba ser un hombre. Y, aun así, la única razón que lo había empujado a marcharse a los veintidós años fue el repentino deseo de su padre de, finalmente, aceptar a su hijo.
Sin embargo, Simon no tenía ningún deseo de aceptar a su padre, así que se limitó a hacer las maletas y marcharse del país, prefiriendo el exilio a las repentinas e hipócritas muestras de afecto del duque.
Todo empezó cuando acabó en Oxford. Al principio, el duque no quería pagarle una educación a su hijo; un día, Simon vio una carta que su padre había enviado a su tutor diciéndole que no quería que el idiota de su hijo dejara en ridículo a los Basset en Eton. Sin embargo, era muy testarudo, así que ordenó que prepararan un carruaje y se fue a Eton, se presentó en el despacho del director y anunció su presencia.
Aquello fue lo más espantoso que había hecho en su vida pero, de alguna manera, consiguió convencer al director de que la confusión había sido culpa de la escuela, que seguramente había traspapelado su solicitud y el dinero de la matrícula. Copió todos los gestos de su padre; levantó una arrogante ceja, alzó la barbilla, miró por encima de la nariz y, en general, transmitió la sensación de que el mundo era suyo.
Sin embargo, la procesión iba por dentro. Se había pasado todo el rato temblando, sufriendo por si empezaba a tartamudear y, en lugar de «Soy el conde de Clyvedon, y he venido a empezar mis clases», decía «Soy el conde de Clyvedon y he v-v-v-v-v-v…».
Pero no había pasado nada y el director, que ya llevaba muchos años educando a la elite de la sociedad inglesa, reconoció a Simon como miembro de la familia Basset, y lo aceptó inmediatamente sin hacer preguntas. El duque, que siempre estaba muy ocupado en sus negocios, tardó varios meses en enterarse de la nueva situación y residencia de su hijo. Y cuando lo hizo, Simon ya estaba totalmente instalado en Eton y si decidía sacar al chico del colegio sin ningún motivo estaría mal visto.
Y al duque no le gustaba estar mal visto.
Simon siempre se había preguntado por qué el duque no se acercó a él en esa época. Obviamente, a Simon las cosas le iban muy bien en Eton; si no hubiera podido seguir el ritmo de los estudios, el director se lo habría comunicado al duque. En ocasiones, todavía se encallaba en alguna palabra, pero había desarrollado la suficiente habilidad para disimularlo con una oportuna tos o, si estaba comiendo, con un sorbo de leche o té.
Pero el duque jamás le escribió una carta. Simon supuso que ya estaba tan acostumbrado a ignorarlo que ni siquiera importaba que estuviera demostrando que él no era ninguna vergüenza para la familia Basset.
Después de Eton, Simon continuó la progresión natural hacia Oxford, donde se ganó la reputación de empollón y vividor. Para ser totalmente honestos, no se merecía la etiqueta de vividor más que cualquier otro de los chicos jóvenes de la universidad, pero el carácter distante de Simon alimentó la leyenda.
Sin saber muy bien cómo, se fue dando cuenta de que sus compañeros ansiaban su aprobación. Era inteligente y atlético pero, al parecer, lo que provocaba tanta admiración era su forma de ser. Como no le gustaba hablar si no era necesario, la gente creía que era arrogante como debía ser un futuro duque. Como prefería rodearse sólo de aquellos amigos con los que realmente se sentía cómodo, la gente dijo que era excesivamente selecto a la hora de elegir compañía, como debía ser un futuro duque.
No era muy hablador, pero cuando decía algo, solía ser directo y, a veces, irónico, algo que le aseguraba la atención de todos a cada una de sus palabras. Y como no estaba siempre hablando, como era habitual en los círculos sociales en que se movía, la gente se obsesionaba todavía más con lo que decía.
Lo tacharon de «sumamente seguro de sí mismo», «tan guapo que quitaba el aliento» y «el espécimen perfecto de la raza inglesa». Los hombres le pedían su opinión sobre todo tipo de temas.
Y las mujeres se desmayaban a su paso.
Simon nunca llegó a creerse todo aquello, pero disfrutada de su situación, aceptando todo lo que le ofrecían, haciendo locuras con sus amigos y degustando la compañía de jóvenes viudas y cantantes de ópera que llamaban su atención. Y cada aventura era más deliciosa a saber que su padre las desaprobaría todas.
Sin embargo, resultó que su padre no desaprobaba del todo su comportamiento. Sin que Simon se enterara, el duque de Hastings se había empezado a interesar por el progreso de su único hijo. Empezó a pedir informes académicos a la universidad y contrató a un detective de Bow Street para que lo mantuviera informado de las actividades ociosas de Simon. Y, al final, dejó de esperar que cada carta que recibía detallara episodios de la estupidez de su hijo.
Sería imposible establecer con exactitud cuándo se produjo el cambio, pero un día el duque se dio cuenta de que, después de todo, su hijo no había salido tan mal.
El duque se hinchó de orgullo. Como siempre, al final la sangre que corría por la venas había acabado triunfando. Debería haber sabido que nadie de su sangre podía ser imbécil.
Cuando acabó la universidad con mención honorífica en matemáticas, Simon volvió a Londres con sus amigos. Obviamente, se instaló en sus aposentos de soltero, porque lo último que le apetecía era vivir bajo el mismo techo que su padre. Cuando empezó a acudir a fiestas, cada vez más gente malinterpretó sus pausas como arrogancia y su reducido círculo de amigos como carácter exclusivo.
Sin embargo, acabó de sellar su reputación el día que Beu Brummel, el que en aquella época era el líder de la alta sociedad, le hizo una pregunta bastante complicada sobre alguna nueva y trivial moda. Brummel utilizó un tono bastante condescendiente y su intención era, obviamente, dejar en ridículo al joven conde. Como todo Londres sabía, la afición de Brummel era ridiculizar a la elite británica. Y así lo había intentado con Simon, pidiéndole su opinión al terminar la pregunta con un «¿No cree, milord?»
Mientras a su alrededor se reunía una multitud de curiosos que no se atrevían ni a respirar, Simon, que no podía haber estado menos interesado en el nuevo nudo de la corbata del príncipe de Gales, simplemente clavó su azul mirada en Brummel y dijo:
– No.
Sin dar más explicaciones, sin más elaboraciones; sencillamente «No».
Y se fue.
Al día siguiente, Simon ya se habría podido convertir en el rey de la sociedad, si hubiera querido. La ironía era bastante desconcertante. A Simon no le importaba Brummel o su tono, y seguramente le habría dado una respuesta más extensa si hubiera estado seguro de hacerlo sin tartamudear. Y, sin embargo, en esa situación menos había resultado ser más, y la escueta respuesta de Simon resultó ser más letal que cualquier elaborado discurso que hubiera pronunciado.
Naturalmente, la inteligencia y el éxito del heredero de Hastings llegó a oídos del duque. Y, aunque no fue a buscar a su hijo inmediatamente, Simon empezó a escuchar rumores sobre que la distante relación con su padre podría cambiar. El duque soltó una carcajada cuando se enteró del incidente con Brummel y dijo:
– Naturalmente. Es un Basset.
Alguien incluso comentó que el duque iba presumiendo de la mención honorífica de su hijo en Oxford.
Y llegó el día que los dos se vieron las caras en un baile en Londres.
El duque no iba a permitir que Simon le plantara cara.
Aunque Simon lo intentó. Lo intentó de veras. Pero nadie tenía la capacidad para mermar su confianza como su padre, y cuando lo miró, y vio su propio reflejo, aunque más mayor, no pudo moverse ni hablar.
Notó la lengua pesada, tenía una sensación extraña en la boca, como si el tartamudeo no sólo le hubiera invadido la boca, sino también todo el cuerpo.
El duque aprovechó aquella situación y lo abrazó pronunciando un sentido «Hijo».
Al día siguiente, Simon abandonó el país.
Sabía que sería imposible evitar del todo a su padre si se quedaba en Inglaterra. Y se negó a jugar el papel de hijo después de haberle negado durante tantos años un padre.
Además, últimamente se estaba empezando a cansar de la vida salvaje que llevaba en Londres. Dejando aparte la reputación de vividor, realmente Simon no tenía temperamento para ser un auténtico libertino. Había disfrutado de las fiestas nocturnas de la ciudad tanto como cualquiera de sus amigos, pero después de tres años en Oxford y uno en Londres empezaba a estar, bueno, algo cansado.
Y se fue.
Sin embargo, ahora se alegraba de haber vuelto. Estar en casa lo tranquilizaba. Y después de viajar solo por el mundo durante seis años, era fantástico reencontrase con amigos.
Avanzó en silencio por los pasillos en dirección al baile. Quería evitar que lo anunciaran; lo último que deseaba era un pregón público anunciando su presencia. La conversación de aquella tarde con Anthony Bridgerton había reafirmado su idea de no participar de forma activa en la vida social de Londres.
No quería casarse. Nunca. Y no tenía sentido frecuentar los bailes si no buscaba esposa.
Aún así, pensó que le debía cierta lealtad a lady Danbury después de lo bien que se había portado con él de pequeño y, para ser honesto, tenía que reconocer que sentía un gran cariño por aquella señora que hablaba sin tapujos. Rechazar su invitación habría sido de muy mala educación, sobre todo tendiendo en cuenta que había llegado acompañada de una nota personal dándole la bienvenida a casa.
Como conocía la casa, entró por la puerta lateral. Si todo iba bien, podría acercase a lady Danbury tranquilamente, saludarla y marcharse.
Sin embargo, al girar una esquina, escuchó voces y se detuvo en seco.
Contuvo un gemido. Había interrumpido un encuentro de enamorados. Maldita sea. ¿Cómo escabullirse sin ser visto? Si lo descubrían, la consiguiente escena estaría llena de histrionismo, vergüenzas y un sin fin de emociones aburridas que no podría resistir. Sería mejor quedarse allí escondido entre las sombras y dejar que los amantes siguieran su camino.
Sin embargo, cuando se disponía a retroceder pausadamente, escuchó algo que le llamó la atención.
– No.
¿No? ¿Alguien había llevado a una dama a un solitario pasillo en contra de su voluntad?
Simon no tenía grandes deseos de ser el héroe de nadie, pero ni siquiera él podía permitir tal insulto a una dama. Estiró el cuello y ladeó la cabeza, para escuchar mejor. Al fin y al cabo, a lo mejor no lo había escuchado bien. Si nadie estaba en apuros, lo que no iba a hacer era entrometerse.
– Nigel -dijo la chica-, no deberías haberme seguido hasta aquí.
– ¡Pero yo te quiero! -exclamó el hombre, muy apasionado-. Sólo quiero que seas mi esposa.
Simon contuvo una carcajada. Pobrecillo. Era doloroso escucharlo hablar así.
– Nigel -repitió ella, con una voz sorprendentemente amable y paciente-. Mi hermano ya te ha dicho que no me puedo casar contigo. Espero que podamos seguir siendo amigos.
– ¡Pero tu hermano no lo entiende!
– Sí -dijo ella, con tono firme-. Sí que lo entiende.
– ¡Maldita sea! Si no te casa conmigo, ¿quién lo hará?
Simon parpadeó, sorprendido. Dentro del abanico de proposiciones, ésta no entraría en el apartado de las románticas.
Al parecer, a la chica tampoco le gustó.
– Bueno -dijo, algo contrariada-. No es que sea la única chica en el baile de lady Danbury. Estoy segura de que alguna estaría encantada de casarse contigo.
Simon se inclinó un poco para intentar ver algo de la escena. La chica estaba en la sombra, pero pudo ver al hombre bastante bien. Parecía abatido, con los brazos colgándole a los lados. Despacio, agitó la cabeza.
– No -dijo, muy triste-. No es verdad. ¿No lo ves? Ellas… ellas…
Simon sufría en silencio mientras Nigel intentaba encontrar las palabras adecuadas. Su titubeo era debido a la emoción, pero nunca era agradable ver a alguien que no conseguía acabar una frase.
– Ninguna es tan agradable como tú -dijo Nigel, por fin-. Eres la única que me sonríe.
– Oh, Nigel -dijo la chica, suspirando profundamente-. Estoy segura de que eso no es verdad.
Pero Simon sabía que sólo lo decía por ser amable. Y, cuando ella volvió a suspirar, le quedó claro que no necesitaba que la rescataran. Parecía tener la situación bajo control y, aunque Simon sentía lástima por e pobre Nigel, sabía que no podía hacer nada.
Además, empezaba a sentirse como un voyeur.
Empezó a retroceder, con la mirada fija en una puerta que sabía daba a la biblioteca. Al otro lado de la biblioteca había otra puerta que comunicaba con el jardín de invierno. De allí, podría ir a la entrada principal y volver al baile. No sería tan discreto como el atajo de los pasillos traseros pero, al menos, el pobre Nigel no sabría que alguien más había presenciado su humillación.
Pero entonces, aun paso de la huida, oyó gritar a la chica.
– ¡Tienes que casarte conmigo! -gritó Nigel-. ¡Tienes que hacerlo! Nunca encontraré a nadie…
– ¡Nigel, basta!
Simon dio media vuelta, refunfuñando. Al parecer, al final tendría que acudir al rescate de la chica. Regresó hasta la esquina, respiró hondo y adoptó una expresión seria, ducal. Tenía las palabras «Creo que la dama le ha pedido que la dejara en paz» en la punta de la lengua y estaba a punto de pronunciarlas pero, al parecer, aquella no era la noche para ser un héroe porque antes de que pudiera decir nada, la joven levantó el brazo derecho y le dio un sorprendentemente y efectivo puñetazo a Nigel en la mandíbula.
Nigel cayó al suelo, agitando los brazos en el aire mientras caía. Simon se quedó ahí, de pie, observando incrédulo cómo la chica se arrodillaba junto a él.
– Dios mío -dijo, con voz temblorosa-. Nigel, ¿estás bien? No quería golpearte tan fuerte.
Simon se rió. No pudo evitarlo.
La chica levantó la mirada, sorprendida.
Simon contuvo la respiración. No la había visto hasta ahora, y lo miraba fijamente con unos enormes y oscuros ojos. Tenía la boca más grande y exuberante que Simon había visto en la vida, y tenía la cara triangular. Según los estrictos estándares sociales, no podía considerarse guapa, pero tenía algo que lo dejó sin respiración.
Lo miraba con el ceño fruncido.
– ¿Quién es usted? -preguntó, demostrando que no se alegraba lo más mínimo de verlo.