15

Estaban todos en el vestíbulo delantero de la casa de Ulmer y Helen, reunidos en torno de la mesa de Acción de Gracias, tan larga que el extremo parecía perderse a lo lejos. Era mucho más formal de lo que Línea hubiese imaginado. La mesa estaba toda puesta de blanco: porcelana blanca sobre manteles blancos de damasco. La única nota de color la ponía una lujosa hilera de gelatinas, exquisiteces y conservas translúcidas que recorrían todo el largo de la mesa y atrapaban la luz del sol como una sarta de joyas extendidas sobre la nieve. En el centro había una gloriosa corona de aspic de tomate.

Una vez que estuvieron todos sentados, Ulmer pronunció la oración de gracias. Un momento después entró Helen, triunfante, con una ancha fuente de plata donde había un humeante Lutefisk, reluciente de manteca derretida.

"¡Oh, no!", pensó Linnea. "¡La maldición de Noruega!"

La fuente pasó de mano en mano entre exclamaciones, mientras ella se desesperaba tratando de adivinar dónde estaría el pavo. Vio cómo iba acercándose el maloliente pescado con la misma impaciencia que debió de sentir Santa Juana viendo que el incendiario iba a buscar un fósforo.

Cuando llegó a ella, se lo pasó a Francés con la mayor discreción posible.

Francés vociferó:

– ¿No va a comer ni un poco de lutefisk?

– No, gracias. Francés -susurró Linnea.

– ¡Pero tiene que comer lutefisk! ¡Es la cena de Acción de Gracias!

Francés bien podría haber contratado a un pregonero de feria: todos dirigieron miradas horrorizadas a la recalcitrante señorita Brandonberg,

– Nunca logré que me gustara. Por favor, tú… pásaselo a Norna.

A su izquierda. Clara -que Dios la bendijese-, reía entre dientes al otro lado de la mesa vio que Theodore ocultaba la sonrisa con un dedo.

La anfitriona apareció con la siguiente exquisitez noruega: lefse, un pan de píllala; chalo que, en su opinión, tenía todo el atractivo de un cuero gris de caballo. Los ojos de todos los presentes observaron con disimulo si la señorita iba a cometer el segundo pecado del día. Pero esta vez se sirvió una porción para satisfacerlos. Lo unió con manteca y se la llevó a los labios. Al levantar la mirada, vio que Theodore se llevaba a la boca su propio lefse., enroscado alrededor de un trozo de lutefisk. Mordió su bocado. Él, el suyo.

Linnea cruzó los ojos y puso cara de disgusto. Theodore masticó con exagerado gusto y se lamió ostentosamente los labios, guiñándole los ojos desde enfrente de la mesa. Fue el primer intercambio amistoso desde la noche en que se habían besado y, de repente, a Linnea el lefse le pareció casi tolerable.

Cuando terminaron el lutefisk y el lefse -ah, qué alivio-, llego el pavo con sus guarniciones. Estaba acompañado de níveas patatas aplastadas, maíz graimado, guisantes en crema espesa y una deliciosa ensalada de manzanas y nueces con crema batida.

Durante toda la comida, notó que los ojos de Theodore la recorrían una y otra vez, pero, cada vez que ella alzaba la vista, lo encontraba mirando hacia otro lado.

Al terminar la comida ayudó a las mujeres a lavar la loza, mientras los hombres iban yéndose uno a uno a dormir.

Cuando terminaron con los platos, se asomó al vestíbulo delantero. La mesa había sido desarmada. Los niños habían desaparecido. John roncaba en una mecedora. Trigg estaba acostado en el suelo, de espaldas. Lo único que rompía el silencio eran los suaves ronquidos y las mujeres sentadas en torno de la mesa de la cocina charlando. En un extremo del sofá de pelo de caballo estaba estirado Lars con los ojos cerrados y las manos entrelazadas sobre la barriga. En el otro extremo, Theodore parecía el sujetalibros del hermano. Entre ellos quedaba el único espacio disponible en el cuarto y sólo alcanzaba para un pequeño almohadón, que nadie hubiese atrapado.

Posó la mirada en Theodore; se había quitado la chaqueta del traje y la corbata, el cuello y el chaleco estaban desabotonados y las mangas blancas enrolladas hasta el codo. El bronceado empezaba a desvanecerse; la franja pálida de piel en la parte superior de la frente formaba un contraste menos brusco con el resto del rostro que dos meses atrás. Tenía los labios entreabiertos, la barbilla apoyada en el pecho, los dedos flojos que casi no se sostenían, subiendo y bajando con la pausada respiración. Se le veía sereno, imperturbable, hasta un poco vulnerable.

Cruzó la habitación, levantó el almohadón cuadrado y se sentó.

Theodore abrió los ojos, se relamió los labios y suspiró con suavidad.

– No quise despertarlo -dijo Linnea en voz baja-. Es el único lugar que queda para sentarse.

– En realidad, no estaba dormido.

Volvió a cerrar los ojos.

– Sí, lo estaba. Yo estaba observándolo.

Sonrió, rió y cerró los ojos.

– ¿Ah, sí?

Linnea abrazó el almohadón y se acurrucó, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá.

– Últimamente no me ha hablado mucho.

– Usted tampoco a mí.

– Lo sé.

La muchacha apoyó el mentón en la almohada y contempló las brillantes botas cruzadas en el tobillo; luego el brazo desnudo, donde la piel tostada se encontraba con el algodón blanco y el vello descolorido por el sol comenzaba a oscurecerse.

Theodore abrió un poco los ojos y la observó, sin mover ningún otro músculo.

– ¿Todavía está enfadada?

– ¿Por qué tendría que estarlo?

Sin mucho énfasis, giró la cabeza hacia ella.

– No lo sé. Dígamelo usted.

Linnea sintió que se le acaloraban las mejillas y bajó la voz hasta que fue un murmullo.

– No estoy enfadada con usted.

Pasó medio minuto durante el cual las miradas se sostuvieron y en el cuarto apacible resonaban los ronquidos suaves de los hombres. Al fin, Theodore dijo en voz apenas audible:

– Bien -Enderezó otra vez la cabeza y continuó-; Supe que ayer disfrutó de un buen banquete en la escuela.

– Y, sin duda, usted gozó de saberlo.

Theodore fingió una expresión ofendida y los dos se sonrieron.

– ¿Gocé? ¿Yo?

– Por lo del conejo.

– ¿Me cree capaz? -Pero arqueó una ceja, interrogante-. ¿Cómo estaba?

– Me inclino ante los peculiares gustos de ustedes: delicioso.

Theodore rió entre dientes.

– Pero hoy no pudo inclinarse ante nuestros gustos peculiares, ¿verdad?

– No tengo nada contra el modo de cocinar de Helen, pero no pude obligarme a comer esa… esa atrocidad noruega.

Theodore rió tan sorpresivamente que levantó los talones del suelo. Lars, que estaba junto a ellos, se movió. John, que estaba al otro lado del cuarto, dejó de roncar, resoplo, se frotó la nariz y siguió durmiendo

Theodore le sonrió con expresión de pleno goce.

– ¿Sabe?, creo que usted llegará a gustarme, aunque no coma lutefisk

– Sólo a un noruego podría ocurrírsele una pauta tan absurda como esa. Deduzco que, si de repente descubriese que me encanta esa cosa maloliente, pasaría la prueba, ¿no es así? -Como él se quedó pensando largo rato, finalmente la muchacha le aconsejó irónica-: No se esfuerce Theodore. No quisiera que, por mi culpa, cometa ningún pecado étnico.

De buen talante, él le preguntó:

– ¿Y eso qué quiere decir…étnico?

– Étnico… -Hizo un ademán, como buscando la explicación-. Propio de su… nacionalidad, ¿sabe?

– No sabia que los noruegos cometíamos pecados. Pensé que pasaba lo mismo en cualquier país.

– Somos todos iguales.

– Bueno, ya veo que está otra vez corrigiéndome. Debe de ser porque ya superó esa cuestión que la tenía tan irritada.

– No estaba irritada. Ya le dije…

– Oh, está bien. Lo olvidé.

Procuró acomodarse en una posición mejor, con un aire de desinterés que provocó en ella ganas de golpearlo hasta hacerlo caer del sofá. ¿Qué tenía que hacer una chica para lograr su atención?

– Theodore, ¿sabe lo que quisiera hacer? -El ni se molestó en refunfuñar-. ¡Sumergirle la cabeza en un barril de lufefiskf!

Abrazó el almohadón, cruzó los tobillos y cerró con fuerza los ojos. ¡Si estaba sonriéndole, que le sonriese, el maldito tonto! ¡Ella se quedaría ahí hasta convertirse en un fósil antes que dejarle entrever cómo la exasperaban sus burlas!

Pasaron varios minutos. Los párpados de Linnea empezaron a temblar. Theodore suspiró, se acomodó más y su brazo rozó el de la muchacha.

Los ojos de ella se abrieron de golpe y, claro, él estaba sonriéndole.

– He estado pensando en su ofrecimiento de enseñarme a leer. ¿Cuándo podemos comenzar con las lecciones?

Linnea apartó el brazo con brusquedad y bufó:

– No me interesa.

– Le pagaré.

– ¡Pagarme! No sea ridículo.

– Puedo costearlo.

– No es ese el problema.

– Ah. ¿Y cuál es?

– No se puede comprar la amistad, Theodore.

Lo pensó un instante y después le dijo:

– Cuando proyecta el labio de abajo hacia afuera de ese modo, parece que tuviera doce años.

Linnea metió el labio para dentro, exhibió su más dulce sonrisa y señaló:

– El barril de lutefisk está por ahí.

Se había levantado a medias del sofá y él la hizo sentarse de un tirón. Para su asombro, Theodore dejó las burlas completamente de lado.

– Quiero aprender a leer. ¿Me enseñará, Linnea?

Cuando pronunciaba su nombre de esa manera, ella se sentía capaz de hacer cualquier cosa que le pidiese. Tenía bellos ojos y, cuando los posaba en los suyos sin burlarse, lo que más quería en el mundo era que la viese como a una mujer y no como a una niña.

– ¿Me promete que no volverá a decirme pequeña señorita?

Primero le soltó el brazo y luego dijo:

– Se lo prometo.

– Está bien. Es un trato.

Le tendió la mano y él se la estrechó, en un sólo apretón firme y fuerte.

– Trato hecho.

Linnea sonrió.

– Señorita Brandonberg -agregó.

– ¡Theodore! -lo regañó.

– Bueno, ahora es mi maestra y tengo que decirle como le dicen los chicos.

– Quiero que siga llamándome Linnea.

– Veremos -fue todo lo que prometió.

A la noche siguiente comenzaron con las lecciones. En cuanto los platos estuvieron lavados, Nissa se instalo con su costura en una mecedora, junto a la estufa. Kristian llevó un libro a la mesa de la cocina y allí se le unieron su padre y Linnea.

Ella estaba acostumbrada a enfrentarse a toda una clase de niños con las caras recién lavadas y fue una extraña sensación enseñarle las primeras letras a un hombre adulto, con la barba y las patillas crecidas de un día en cuyas enormes manos el lápiz se perdía y que llenaba por completo la camisa de franela roja escocesa con su poderoso pecho y sus brazos. Por otro lado, no tenía que vérselas con los lapsos de desatención e inquietud propios de los niños. No podía pedir un alumno más ansioso y atento.

– Empezaremos con el alfabeto y trataré de hacerlo más interesante haciéndolo relacionar cada letra con algo que le estimule la memoria.

Como había dejado todos los libros en la escuela, usó un cuaderno largo. Tras pensar un minuto, llenó la primera hoja con el dibujo de una botella a medias llena, de cuello fino y largo. En la esquina superior derecha trazó una A mayúscula y una minúscula.

Hizo girar el cuaderno de modo que estuviese frente a Theodore:

– La A es de aquavil.

Las miradas se encontraron. Una lenta sonrisa se extendió sobre el rostro del hombre y una risa silenciosa burbujeó en su pecho.

– A de aquavil -repitió obediente.

– Muy bien. No lo olvide. -Arrancó una hoja y dibujó dos aes perfectas-. Tenga, haga las dos para aprenderlas. Haga una fila de cada una.

Theodore se dobló sobre el papel y empezó a seguir las indicaciones, mientras Linnea seguía hablando:

– La A tiene diferentes pronunciaciones." Por ejemplo, en aquavit, ananá y as. Cada una de ellas comienza con esa letra pero, como puede oír, suena diferente. Podríamos nombrar arma, aunque, automóvil. Ahora, nombre una usted.

– Aurora.

– Exacto. Ahora, una que suene como ananá.

– Alfalfa.

– Bien, otra vez.

– Ahora, como en aéreo.

– Aeroplano.

Linnea levantó las manos y luego dio una palmada sobre la mesa.

– Teóricamente estaría en lo cierto y el diccionario, equivocado, pero lo primero que debe saber con respecto al idioma inglés es que, al parecer, las reglas se han fijado sólo para romperlas. Pero ya llegaremos a eso. Por ahora, sólo debe recordar cómo es la A mayúscula y la a minúscula.

Al otro lado de la mesa, Kristian escuchaba y observaba con una sonrisa, pensando que ojalá hubiese sido tan divertido cuando él hizo el primer grado.

A continuación, la maestra ordenó:

– Diga una palabra que empiece con B.

La respuesta fue inmediata:

– Birrioso, como su sombrero de alas.

Linnea hizo como que se ofendía y le regañó:

– Cuidado, Theodore, porque también sirve para decir burro.

* En inglés, por supuesto, hay diferentes pronunciaciones de las vocales. En adelante. el resto del diálogo remite a pronunciaciones en inglés. (N. de la T.).


Al oír la risa del hijo, Nissa miró por encima de las gafas y trató de recordar cuándo la había oído por última vez. Echó una mirada a Linnea, sonrió contenta y reanudó su tejido. A lo largo de la velada abundaron las risas y Nissa las oía con una oreja, bostezando de vez en cuando.

C sirvió para Clippa, pero como Theodore opinó que el caballo dibujado por Linnea más bien parecía un reno, cambiaron por carbón. Avanzaron en el alfabeto, buscando objetos familiares para asociar a cada letra. D fue para dedos, para la E eligieron embudo. Para la F usaron fuente, la G, grano. Con H, se les ocurrió himno. La I fue un poco más difícil. Mientras lo pensaban, Kristian empezó a dar cabezadas sobre su libro y la I se convirtió en iglesia al tiempo que Nissa dejaba el tejido, se ponía de pie con dificultad y decía:

– Ven, Kristian, antes de que te resbales y le rompas la barbilla.

Los dos se arrastraron hasta la cama, mientras Linnea y Theodore se ponían de acuerdo en asociar la J con jarra.

Theodore observó cómo la maestra dibujaba una jarra con frutas y le ponía el correspondiente rótulo en una esquina. La cocina quedó en silencio, ya sin el crujido de la mecedora de Nissa ni el susurro de las páginas del libro de Kristian. La lámpara de petróleo emitía un suave siseo y el ambiente estaba cálido y acogedor.

Entonces llegó la K.

– La K.es para…

Beso*. La palabra surgió en la mente de Linnea y los ojos azules chocaron con los marrones a través de la mesa. Volvió el recuerdo, tan vibrante e intenso como si acabara de suceder, y la muchacha vio en los ojos oscuros que él también recordaba.

– K es para… -repitió Theodore en voz queda, con la mirada firme.

– Esta vez piense usted una -repuso Linnea, esperando que su expresión no traicionara sus pensamientos-. Suena tal como se escribe.

– La maestra es usted.

Acalorada por su mirada fija en ella, Linnea se desesperó por encontrar inspiración.

– ¡Con K tenemos krumakaka! -se regocijó.

– No vale. Eso es noruego.

– También lo es el aquavit y, de todos modos, lo usamos. Además, la krumakaka es una de las comidas noruegas que me encanta, así que permítame que la use. Se concentró en dibujar la dulce exquisitez de Navidad que había comido muchas veces en su vida y logró un parecido exacto con las galletas de forma cónica…

* Kiss, beso. (N. de la T.).


Theodore lo observó y la elogió:

– Muy bien.

Sin embargo, Linnea tuvo la impresión de que no pensaba en krumakaka, como tampoco ella pensaba en las galletas. Intentando volver al talante ligero de antes, siguió con la L:

– Con la L tenemos las peores ideas que se les ocurrieron jamás a los noruegos. Lefse, Lutefisk. Elija.

La mirada de Theodore se encontró con la de Linnea y ella contempló el rostro atractivo que la luz de la lámpara doró cuando se echó atrás, riendo:

– Quedémonos con Lutefisk.

Mordiéndose el labio inferior para concentrarse mejor y tratando de bloquear el flujo de electricidad que corría entre ella y Theodore, se puso a dibujar. Cuando terminó, levantó la hoja. Theodore inclinó la cabeza sobre el papel y el lápiz se movió.

– ¿Theodore?

Levantó la vista. El cuaderno escondía la cara de Linnea desde la nariz hacia abajo. Lo espió por arriba, mientras él observaba el dibujo de una fuente en la que se apilaban trozos de una materia nebulosa de la que emanaban ondas que representaban el mal olor.

– L de Lutefisk -repitió.

Theodore rompió a reír; qué maliciosa se veía, mirándolo por detrás del tonto dibujo. Ella también rió, más dichosa de lo que recordaba haberse sentido en mucho tiempo. Y, de repente, la risa vaciló, cesó por completo y el silencio fue tan denso que podían oír la respiración del gato, acurrucado en la mecedora abandonada de Nissa. Se miraron agitados por sentimientos que ninguno de los dos podía controlar. Linnea apoyó el dibujo sobre la mesa, enervada por la mirada de él, procurando pensar en algo que decir para acabar con la incómoda conciencia que ambos sentían de la presencia del otro.

Levantó la mirada. Theodore la contempló con tanta atención como antes, con el mentón apoyado en una mano y el índice en la mejilla. ¿De esa manera miraría a Melinda?

– Es tarde -comentó Linnea, en voz queda.

– Oh… sí, supongo que sí.

Theodore apretó los puños y los estiró a la altura de los hombros, estremeciéndose y arqueándose hacia atrás.

– Será mejor que suba.

Pero se quedó donde estaba, fascinada por el espectáculo de los músculos que se flexionaban, los puños junto a las orejas y el torso que rotaba sobre la silla apoyada en dos patas. Era un cuadro subyugante.

Terminó de desperezarse.

Linnea apoyó un codo en la mesa y la barbilla en la mano.

– Hemos trabajado mucho tiempo. No tenía intención de fatigarlo.

Theodore esbozó una sonrisa perezosa.

– Nunca imaginé que sería tan divertido ir a la escuela.

– No siempre es así. Cuando quiero, puedo ser una vieja bruja.

– Eso no es lo que cuenta Kristian.

Linnea entornó los párpados para disimular la curiosidad.

– Ah, ¿y usted habla con Kristian de mi?

– Es mi hijo. Tengo la responsabilidad de saber lo que sucede en la escuela.

La muchacha levantó un lápiz y empezó a moverlo a través del cuaderno, distraída.

– Ah.

Fijando la vista en la de ella, Theodore empezó a mecerse en la silla… atrás… adelante… atrás…

La casa acogedora y silenciosa los rodeaba de intimidad, les daba la sensación de que sólo estaban ellos dos en el mundo. Linnea metió la uña del meñique en un lado de la boca, levantando y deformando el labio en un movimiento inconscientemente sensual mientras lo observaba; camiseta blanca bajo la camisa escocesa roja, ambas abiertas en el cuello, dejando al descubierto una mala de vello rizado y oscuro; unos cuantos centímetros de camiseta que asomaban en la muñeca, bajo los puños enrollados de la camisa; los pulgares metidos tras las hebillas de bronce de los tirantes, los pantalones negros envolviendo los muslos abiertos, puestos a horcajadas de la silla; las sombras de las pestañas que proyectaban sombras más oscuras aún sobre los párpados superiores, mientras él la observaba con mirada fija y seguía con el hipnótico balanceo.

Cuando habló, lo hizo en un tono tan leve como el crujido de la silla.

– Kristian dice que usted es la mejor maestra que ha tenido. Y, después de esta noche, le creo.

Algo raro estaba sucediendo. Linnea lo sentía en las entrañas. El atisbo de un cambio en él. Un cambio que le gustaba muchísimo.

Habló en voz muy queda:

– Gracias, Teddy.

La silla dejó de mecerse. Los labios se entreabrieron. El lápiz se movilizó.

– ¿Le parece mal que lo llame así? -preguntó con expresión inocente.

– Eh… no sé.

– Todos lo hacen. ¿Preferiría que siguiera diciéndole Theodore?

Con movimientos cautos, él apoyó la silla sobre sus cuatro patas.

– Como prefiera -respondió con amabilidad, aunque de todos modos el encanto se rompió.

Junto los papeles y empezó a recogerlos.

Linnea sintió que la desilusión le pesaba en el pecho.

– Yo me ocuparé de esto.

Le quitó los papeles de las manos. Theodore se levantó, acercó la silla a la mesa y luego observó como golpeteaba las hojas para colocarlas. Sintió la tentación de tocar, de terminar la velada como ambos deseaban hacerlo. Pero se dio la vuelta y cruzó la habitación, levantó una tapa de la cocina y metió una palada de carbón. La oyó caminar detrás de él y detenerse al pie de la escalera.

– Bueno, buenas noches, Theodore.

En su voz vibró una leve traza de temblor y una veta de decepción.

Theodore cerró la tapa de la cocina, tragó con dificultad y se preguntó si sería capaz de darse la vuelta, mirarla y, aun así, conservar la serenidad. En ese momento, tuvo la sensación de que tenía que demostrarse eso a sí mismo y a ella. Metió las manos en los bolsillos y se volvió hacia ella borrando de su semblante todo vestigio de fraternidad.

Linnea tenía los papeles en una mano, apretados contra las costillas y el diminuto reloj colgaba de la parte más prominente del pecho. Sin la menor duda. Theodore supo que, si daba un solo paso, esos papeles quedarían esparcidos por el suelo y que el reloj latiría contra su propio pecho.

Mientras la decisión pendía en un precario equilibrio, las miradas se enlazaron.

– Buenas noches -logró decir.

El semblante de la muchacha se convirtió en una rara mezcla de desilusión y esperanza.

– ¿Podremos estudiar la segunda parte del alfabeto mañana por la noche?

El hombre asintió.

– Pensaré unas cuantas palabras divertidas que le resulten fáciles de recordar.

Asintió de nuevo y hundió más los dedos junto a las nalgas, pensando: "¡Sube, muchacha, vamos!"

– Bueno., -Agitó dos dedos a modo de saludo, pero se quedaron inmóviles en la mitad del gesto-. Buenas noches.

– Buenas noches.

Linnea se dio la vuelta y subió corriendo. Tras ella, Theodore soltó una bocanada de aire, dejó caer los hombros y cerró los ojos.

Los días que siguieron, se sorprendía a menudo besando cosas. Las cosas más extrañas. Espejos. El dorso de su propia mano. Los cristales helados de las ventanas.

Un día, la pequeña Roseanne la sorprendió haciéndolo. Regresó a la escuela a buscar la cazuela del almuerzo que se había olvidado y preguntó desde el fondo del salón:

– ¿Qué'tá haziendo, zeñorita Brandonberg?

Linnea giró, sorprendida, dejando dos marcas húmedas en la pizarra.

– ¡Oh, Roseanne! -Se apretó el corazón con una mano-. Caramba, chiquilla, me has dado un susto terrible.

– ¿Que'taba haziendo? -insistió Roseanne.

– Tratando de borrar una marca de tiza rebelde, eso es todo. En realidad, no es una manera muy saludable. Tú nunca debes lamer la pizarra, ¿me lo prometes? Lo que sucede es que hace tanto frío afuera que no quise salir a bombear agua para mojar el trapo y quitarla.

– ¿Así que pensaba borrar todo con la lengua?

Roseanne hizo una mueca de asco.

Linnea echó la cabeza atrás, riendo.

– No, todo no. Y ahora será mejor que tomes lo que te habías olvidado y te vayas. Los otros deben de estar esperándote.

A partir de eso, Linnea se esforzó más por controlar el impulso de dejarse llevar por sus fantasías acerca de Theodore. En la casa las lecciones continuaron, pero el clima siguió siendo leve, con frecuencia, cómico. Mientras pudiesen reír, estaban a salvo. Le enseñó a recitar el alfabeto por medio de una canción simple que usaba con los niños de primer grado, con la melodía de: 'Titila, titila, estrellita.":

A. B, C. D, E, F, Geee…

H, I, J, K, L, M. N. O. Peee…

Q, R. S. y T. U, Veee…

Doble V, y X, Y, y Zeta.

Ahora que el ABC aprendí,

quiero saber lo que piensas de mí.

– ¡No pretenderá que cante eso…!

– Claro que sí. Es la manera más fácil de aprender las letras.

A esas alturas, Linnea ya se había acostumbrado a ver que balanceaba la silla sobre dos patas y era capaz de percibir cada uno de sus cambios de humor. El de ese momento era de obcecación. Tenía tos brazos cruzados sobre el pecho, apretados, y la frente arrugada.

– Ni se le ocurra.

– ¿Sabe lo que les hago a mis alumnos cuando me contradicen?

– ¡Tengo treinta y cuatro años, soy demasiado grande para cantar!

Ella sonrió con afectación.

– Nunca se es demasiado viejo para aprender.

Theodore le echó una mirada capaz de quemarle el cabello a varios metros.

Lo hizo cantar una vez, pero nunca más, porque Kristian cometió el error de disimular la risa. Sin embargo, sospechaba que Theodore practicaba cuando estaba solo en la talabartería o trabajando por alguna parte de la propiedad, porque una vez se encontró con él en la cocina, pegando la suela de las botas de Kristian y silbando "Titila, titila" entre dientes. Se quedó detrás de él sonriendo, escuchándolo. Cuando Theodore la oyó canturrear suavemente junto con él, dejó de silbar. Se dio la vuelta y la encontró con las manos enlazadas tras la espalda, prosiguiendo la melodía donde él la había interrumpido. En voz muy queda y burlona, cantó:

– Ahora que el ABC aprendí, quiero saber lo que piensas de mí.

Con el entrecejo fruncido, le apuntó con la punta de la bota de Kristian.

– Lo que pienso es que le convendrá andarse con cuidado, pequeña señorita, pues, de lo contrario…

– ¡Chist, chist!

Linnea lo apuntó también, en señal de advertencia.

Theodore retrocedió.

– ¡Pienso que es conveniente que tenga cuidado, Linnea, pues de lo contrario perderá a su único alumno de primer grado de treinta y cuatro años!

Las lecciones avanzaban con rapidez. Theodore aprendía a gran velocidad. Captaba los conceptos de inmediato y, como poseía una memoria maravillosa, pocas veces era necesario repetirle las cosas. Dominado por el deseo de aprender, trabajaba con ahínco. Imbuido de natural curiosidad hacía innumerables preguntas y se grababa las respuestas en el cerebro.

En poco tiempo había memorizado todas las consonantes simples, de modo que pudieron pasar a las compuestas con ch y 11 y empezar a formar sílabas con las vocales. Luego llegaron las primeras palabras que, una vez aprendidas, casi nunca olvidaba. En dos semanas era capaz de escribir y leer oraciones simples. La primera fue: "El gato es mío." Luego "El libro es rojo." Y "El hombre era alto." Le enseñó su nombre y así llegó la primera oración personal:

"Theodore es alto."

La noche que Theodore lo escribió, Linnea se disculpó:

– Me temo que deberemos abandonar las lecciones por un tiempo.

– Al ver la expresión consternada, se apresuró a continuar-: Es por el programa escolar para Navidad. Tengo mucho que hacer con los preparativos.

– Ah… bueno… si es eso…

Pero ella percibió su decepción.

– Después de Año Nuevo, nos pondremos al día.

La cabeza de Theodore se alzó de golpe.

– ¿Año Nuevo? ¡Pero fallan tres semanas para eso!

– Iré a mi casa para las fiestas.

Lentamente los labios del hombre dibujaron un Ah, al tiempo que asentía. Se pasó una mano por la nuca y fijó la vista en su regazo.

– Bueno, si he esperado treinta y cuatro años para aprender a leer, ¿qué son un par de semanas más?

Pero no eran las lecciones lo que lo preocupaba, sino pensar en la Navidad sin ella. Qué raro, de repente, le pareció una perspectiva desolada.

– Puedo traer de la escuela un libro de lectura y un silabario, para que los tenga durante las fiestas, y Kristian podría enseñarle algunas palabras nuevas. Entonces, cuando regrese, podrá darme la sorpresa.

– Claro -dijo, aunque su tono carecía de todo entusiasmo.

Linnea se levantó y comenzó a recoger las cosas de la mesa. Theodore la imitó. Cuando ella acercó la silla a la mesa, dejó las manos apoyadas en el respaldo y dijo en voz suave:

– Teddy.

– ¿Eh?

Levantó la vista, distraído.

– Necesito que me haga un favor.

– No estoy pagándole las lecciones, de modo que le debo más de un favor.

– Que me lleve a la estación, a tomar el tren.

La perspectiva de verla irse en el tren despojó a la Navidad de toda alegría.

– ¿Cuándo piensa irse?

– El sábado antes de Navidad.

– El sábado… bien… -Durante unos momentos todo fue silencio, hasta que comentó-: Nunca dijo que se iría a su casa para Navidad.

– Supuse que lo sabría.

– No habla mucho acerca de su familia. ¿Los echa de menos?

– Sí.

Theodore asintió.

– Este año, la fiesta de Navidad se celebrara aquí, en nuestra casa.

– Sí, lo sé. -Esbozó una tenue sonrisa-. Me enteré la noche del estofado de corazón, ¿recuerda?

– Ah, es cierto.

Theodore se miró los pies. Linnea vio que tenía los pulgares metidos en los bolsillos laterales y los dedos tamborileaban, inquietos, en las caderas. Era hora de acostarse. Al parecer, lo mismo ocurría todas las noches a esa hora. Después de dos horas agradables de estudio, en cuanto se ponían de pie la conversación se volvía entrecortada hasta que terminaba por desvanecerse. Pensó cómo decirle que ella también lo echaría de menos durante los días de fiesta.

– Ojalá una persona pudiese estar en dos sitios al mismo tiempo.

Theodore rió sin ganas, pero la nota melancólica que resonó aceleró los latidos del corazón de la muchacha. Muchas veces creyó que él estaba a punto de expresar sus sentimientos, pero siempre se echaba atrás. Los suyos se hacían más. fuertes a cada día que pasaba y sin embargo se sentía incapaz de forzarlo a dar el primer paso. Y, hasta que eso no sucediera, no tenía otra alternativa que esperar y desearlo.

– De repente, parece haberse puesto muy triste. ¿Pasa algo malo? -le preguntó, con la esperanza de que le brindara el consuelo de admitir que la echaría de menos.

Pero Theodore se limitó a exhalar un breve suspiro y a responder:

– Estoy cansado esta noche, nada más. Hemos trabajado hasta más tarde de lo habitual.

Linnea contempló la cabeza gacha y se preguntó qué era lo que le impedía demostrar sus sentimientos. ¿Seria timidez? ¿Ella no le gustaba tanto como creía? ¿O sería la maldita diferencia de edades? Fuera lo que fuese, lo tenía atrapado en sus garras. Supuso que esperaría en vano si no pasaba algo que lo impulsara a hablar.

Estiró una mano y le tocó el brazo. La barbilla se levantó y los ojos adquirieron una sombría e interrogante intensidad. Bajo la manga de la camiseta, los músculos se tensaron. En la garganta de Linnea palpitó el pulso cuando declaró con sencillez:

– Lo echaré de menos, Theodore.

Los labios del hombre se abrieron, pero de ellos no salió ningún sonido. Los dedos de la muchacha se apretaron.

– Dilo -pidió con suavidad-. ¿De qué tienes miedo?

– ¿Tú no lo tienes?

– Oh, no -suspiró alzando los ojos y posándolos en el cabello de él y en su frente, para volver a los entrañables ojos castaños de expresión confundida-. Nunca. No de esto.

– Y si lo digo, ¿después qué?

– No lo sé. Lo único que sé es que yo no tengo miedo como tú.

Lo vio vacilar, pensar en las posibilidades, en las consecuencias.

– Tú le enseñas aritmética a los niños. Quizá deberías aplicarla un poco. Por ejemplo, restarle dieciocho a treinta y cuatro. -Su mano se cerró sobre la muñeca y le apartó la mano-. Quiero que dejes de mirarme de ese modo, ¿me oyes? Porque si no las lecciones tendrán que terminar para siempre. Y ahora vete a la cama, Linnea.

Los ojos angustiados de la muchacha se clavaron en los suyos. El corazón le palpitó con fuerza al oír su propio nombre cayendo suavemente de sus labios.

– Theodore, yo…

– Vete -la interrumpió, apremiante, ronco-. Por favor.

– Pero tú…

– ¡Vete! -ladró empujándola, señalando hacia la escalera.

Antes de que pudiese obedecerlo, siquiera, las lágrimas le hacían arder los ojos. Quería correr, pero no alejándose sino hacia él. Pero si ella se sentía desdichada tenía un consuelo: Él también.

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