Linnea no estaba preparada para el cambio que observó en Kristian y Theodore el domingo por la mañana. Cuando volvieron de las tareas matinales para tomar el desayuno, estaban como siempre. Pero después Nissa llamó desde los escalones:
– ¡Venid, el coche espera!
Linnea salió corriendo y encontró a padre e hijo ataviados con trajes negros con corbatas, crujientes camisas blancas, sentados uno junto a otro en el asiento delantero del carruaje para cuatro pasajeros.
Se detuvo en sus pasos viendo el sombrero negro de Theodore y el cabello recién peinado de Kristian, todavía húmedo y brillando al sol. Los dos llevaban cuellos muy apretados y daba la impresión de que les cortaban las mandíbulas.
– Pero qué elegantes -dijo, deteniéndose junto al coche.
El rostro de Kristian se iluminó y la mirada lánguida de Theodore se posó sobre el ridículo sombrero alto de la muchacha, para luego bajar hasta los pies, para comprobar que estaba calzada con los zapatos de tacón alto. Les daba seis semanas por esos caminos pedregosos.
Sin embargo, a ninguno de los dos se les ocurrió ayudar a las damas a subir. Cuando Nissa se dispuso a hacerlo sin ayuda, ella la detuvo con la máxima discreción posible.
– Kristian, ¿te molestaría darle una mano a tu abuela para subir?
Esta mañana le duelen un poco las rodillas.
– Mis rodillas están perfecta…
– Vamos, Nissa -la instó Linnea con un leve toque en el brazo ¿Recuerda que dijo que esta mañana tenía la sensación de que se le habían descoyuntado las rodillas? Además, un joven como Kristian tendrá gran placer en demostrar sus buenos modales y ayudar a las damas a subir.
En un tris, el muchacho se había apeado para ayudar, primero a Nissa luego a Linnea, a acomodarse en el asiento trasero, acompañando con una amplia sonrisa. Theodore giró la cabeza para observar, pero no pronunció palabra. Permaneció sentado observando cómo esa muchacha ejercía su astucia con el hijo, que se afanaba por complacerla. Una vez que todos estuvieron sentados, atrapó la mirada de la pequeña señorita, arqueó una ceja con expresión sardónica y luego se volvió y chasqueó la lengua, sacudió las riendas y ordenó sin alzar la voz;
– Eh, vamos, Crib, Toots.
El balancín del coche se puso horizontal y arrancaron al trote.
Si bien el viaje fue placentero, Linnea no pudo menos que asombrarse ante la reticencia que practicaban esas personas en ocasiones en que su propia familia habría estado conversando amablemente. ¡Si el día mismo le hacia burbujear el ánimo! Una brisa suave rizaba la hierba junto al camino y el sol de medía mañana era una caricia dorada. ¡Y la fragancia,.,! pura, limpia, como imaginaba que debía de oler allá arriba, entre las nubes.
Alzó fa vista. Unos copos de merengue flotaban en lo alto, hacia el Norte, pero hacia delante, al oeste, el cielo era de un azul intenso, tan fuerte que aturdía. Contra ese fondo vio recortarse el blanco campanario, mucho antes de que llegaran. Daba la impresión de apoyarse en el hombro derecho de Theodore. El tañido de la campana flotó hacia ellos, llevado por el suave viento otoñal. Sonó otra vez más fuerte y otra vez más apagado y sus reverberaciones aumentaban o disminuían al capricho de! viento. Sonó doce veces, hasta que su canto pareció conducirlos hasta el atrio.
Allí, igual que en la escuela, estaba rodeado de trigales entre los que asomaban los numerosos caballos y carruajes atados a los postes. El atrio estaba lleno de fieles, todos afuera aprovechando los últimos minutos de esa maravillosa mañana. Los hombres estaban reunidos en grupos, con los pulgares metidos en tos bolsillos de los chalecos, hablando del clima y de las cosechas. Las mujeres, con los sombreros balanceándose sobre sus cabezas, hablaban de la elaboración de conservas. Los niños, con las botas recién lustradas ya cubiertas por una capa de polvo, se perseguían alrededor de las faldas de las mujeres, que los regañaban, advirtiéndoles que se ensuciarían los zapatos.
Cuando el coche se detuvo, Linnea ya no tuvo que recordarle a Kristian los buenos modales. Con la mayor presteza ayudó a las dos mujeres, imbuido de un nuevo sentido del orgullo. Pero, cuando caminaron hacia la escalinata de la iglesia, Nissa se apropió del brazo del nieto y Línea tuvo que caminar junto a Theodore. No le tomó el brazo ni él se lo ofreció, pero pasó en medio de la muchedumbre a su lado, obsequiando fugaces sonrisas cuando su mirada se encontraba con las de extraños.
En seguida notó que la gente le abría paso a respetuosa distancia y la observaban dirigirse hacía la entrada. Allí Theodore la presentó al ministro, el reverendo Martin Severt, un individuo parsimonioso y apuesto, de unos treinta y cinco años, y a su esposa, una mujer angulosa, bien vestida, de dientes prominentes y sonrisa presta. Los Severt parecían una pareja encantadora, con sus cálidos apretones de manos y sus bienvenidas sinceras, y ella no pudo menos que dudar si sería cierto lo que Nissa le había contado con respecto a que su hijo era tan travieso.
Dentro John ya los esperaba en su banco. Entraron para sentarse de modo que Linnea terminó situada entre Kristian y su padre- Cuando comenzó el servicio, Kristian iba siguiéndolo con su libro de oraciones, pero Theodore permaneció casi todo el tiempo con los brazos cruzados sobre el pecho, hasta que dio comienzo el himno. A la muchacha la asombró escucharlo cantar con brío, con una voz clara y resonante de barítono, tan nítida como el sonido de un diapasón. Se unió a él con su voz de soprano y aventuró una cautelosa mirada hacia él.
Llegó a la conclusión de que a nadie le resultaba posible parecerlo cuando cantaba un himno. Por primera vez, vio ese rostro como podía ser. Los labios, muy abiertos para el canto, parecían menos duros que de costumbre. La mandíbula, muy baja para poder sostener una nota, había perdido el gesto obstinado. Y los ojos, iluminados por la luz matinal que entraba a raudales por la ventana en arco, chisporroteaban con suavizada expresión. Con los hombros erguidos, tamborileaba con ocho dedos en el respaldo del banco de adelante, uniendo su sólida voz a las de los que los rodeaban.
Theodore echó un vistazo y sorprendió a la joven, que también cantaba, mirándolo. Por un instante fugaz, sus ojos irradiaron la sonrisa que, al parecer, sus labios no podían dibujar. Si bien no cabía duda de que supiera de memoria los versos, era un momento demasiado perfecto para ofrecer la rama de olivo y no se podía dejar pasar la oportunidad. A Linnea le bastó con moverse apenas a la izquierda para levantar el libro de himnos y ofrecerse a compartirlo. Su codo chocó con el brazo de él y una corriente le onduló la piel. Percibió que él hacía una pausa, dubitativo, y luego inclinaba el cuerpo hacia ella. Sujetó con los dedos el otro borde del libro y terminaron el himno junios.
En esos minutos, con sus voces mezclándose y ascendiendo al cielo, la muchacha sintió una aceptación renuente y. cuando terminó el canto, había caído una barrera.
Cuando se apagó el amén, Theodore esperó a que ella iniciara el movimiento de sentarse para luego imitarla- Comenzó el sermón y Línea tuvo que esforzarse para concentrarse en él y no en la fragancia de jabón de lejía y fijador del cabello que le llegaba desde la izquierda.
El servicio concluyó con el anuncio del reverendo Severt:
– Nos complace tener hoy con nosotros a la nueva maestra, la señorita Linnea Brandonberg. Por favor, dediquen un minuto a saludarla, preséntense y hagan que se sienta bienvenida.
Docenas de cabezas giraron hacia ella, que sólo tuvo conciencia de una de ellas, la que estaba junto a ella, a la izquierda. Sabiendo que Theodore la observaba de tan cerca por primera vez, pensó si tendría el sombrero derecho, el cuello en su lugar, el cabello tirante. Pero un instante después la iglesia comenzó a vaciarse y se vio arrastrada hacia afuera, al luminoso día otoñal. Olvidó su apariencia y se concentró en las nuevas caras y los nuevos nombres.
Si bien eran personas bastante comunes, encontró nobleza en esa condición. Los hombres eran corpulentos y fuertes, de manos recias y anchas, todos vestidos con severidad, de negro y blanco. Las mujeres vestían con sencillez, con más preocupación por la comodidad que por la elegancia. A diferencia del suyo, los sombreros eran lisos y bajos y los zapatos, prácticos. Pero, en general, le demostraron un indiscutible respeto. Las mujeres sonreían con timidez, los hombres manoseaban los sombreros y los chicos se ruborizaban cuando eran presentados a "la nueva maestra".
Conoció a todos sus alumnos, pero los que más retuvo en la memoria cuando se alejaron fueron el niño Severt -apuesto como el padre pero con un aire de inquieto nerviosismo- y Francés Westgaard, porque Nissa le había dicho que padecía un leve retraso. Quizá fuese su vocación innata de maestra lo que la hiciera inclinarse por cualquier niño que la necesitara más, lo cierto fue que le bastó un solo vistazo a la niña delgada, pecosa, con una corona de trenzas, para sentirse conmovida por ella.
Caramba, eran tantos los niños de apellido Westgaard que pronto renunció a recordar a qué familia pertenecía cada uno. Con los adultos era un poco más fácil. Ulmer y Lars eran fáciles de distinguir porque se parecían mucho a Theodore, aunque Ulmer, el mayor, estaba perdiendo el cabello y Lars era el de sonrisa más pronta.
Luego venía Clara, enorme en su embarazo, riéndose de algo que le había dicho su marido al oído y con unos ojos que sonreían aun cuando los labios no lo hicieran. Tenía cabellos color café y una piel hermosa, aunque no la clásica belleza de facciones de los hermanos. La nariz era un poco larga y la boca un poco ancha, pero cuando sonreía nadie se fijaba en esas imperfecciones porque Clara poseía algo mucho más duradero: la belleza de la felicidad.
En el mismo instante en que sus miradas se encontraron, Línea supo que esa mujer iba a gustarle. Clara sostuvo con firmeza su mano y una sonrisa cómplice jugueteó en las comisuras de sus labios.
– Así que tú eres la que puso a mi hermano en su lugar. Muy bien. Creo lo que lo necesitaba.
Linnea se sorprendió tanto que no se le ocurrió ninguna respuesta.
– Soy Clara.
– Ssí-los ojos de Linnea se posaron en la redondeada barriga-. Eso supuse.
Clara rió, se acarició el vientre y atrajo hacia ella a su esposo.
– Y este es mi Trigg.
Tal vez fuese el modo en que dijo "mi Trigg" lo que aumentó la simpatía de Linnea hacia ella: en su voz vibraba el orgullo y tenía buenos motivos para ello. Trigg Linder era quizás el hombre más apuesto que ella hubiese visto. Su cabello resplandecía al sol como cobre recién pulido, sus ojos azul cielo tenían esa clase de pestañas que las mujeres suelen envidiar y sus rasgos nórdicos alardeaban de impecable simetría y belleza. Pero lo más notable para ella con respecto a Trigg Linder, lo que más retuvo en la memoria fue que mientras su esposa hablaba él mantenía una mano apoyada en su nuca y daba la impresión de no poder apartar la vista del rostro de su mujer.
– Así que Teddy le hizo pasar malos momentos -comentó Clara.
– Bueno, él, no exactamente…
Clara rió:
– No tienes por qué justificarlo ante mí. Conozco a nuestro Teddy y sé que es capaz de ser un dolor de muelas noruego. Cabeza dura, terco… -Apretó la muñeca de Linnea-. Pero tiene sus momentos. Dale tiempo para adaptarse a ti. Entretanto, si te irrita demasiado, ven a visitarme y deja escapar un poco de vapor en mi casa. Siempre tengo café y le aseguro que la compañía me viene muy bien.
– Bueno, gracias, lo haré.
– ¿Y qué me dices de mamá? ¿Te trata bien?
– Oh sí. Nissa es maravillosa.
– Amo cada uno de sus cabellos rizados, pero a veces me vuelve completamente loca, de modo que, si a veces le da demasiadas órdenes y sientes ganas de atarla y amordazarla, ven a verme. Te contaré de todas las veces en que yo estuve a punto de hacerlo. -Ya estaba yéndose, pero se dio la vuelta y agregó-: Ah, de paso: me encanta tu sombrero.
De golpe, Linnea estalló en carcajadas.
– ¿He dicho algo divertido?
– Te lo diré cuando vaya a tomar café.
Aun estando embarazada. Clara se movía con agilidad y, cuando se fue, era Linnea la que estaba sin aliento. De modo que esa era Clara, la que había estado más cerca de Theodore. La que había conocido a Melinda, Y le había ofrecido su amistad: no tenía la menor duda de que aceptaría la propuesta.
En ese momento apareció Kristian y anunció:
– Pa dice que venga a preguntarle si le falta mucho.
Mirando hacia el otro lado del atrio, Linnea vio que Nissa ya estaba en la carreta y Theodore de pie al lado del coche, con expresión de disgusto, dando pequeñas patadas de impaciencia.
– Oh, ¿estoy retrasándolos?
– Bueno… es por el trigo. Aquí, cuando el tiempo es bueno y el trigo está maduro, trabajamos todos los días de la semana.
– ¡Ah! -Así que había echado leña al fuego de su anfitrión-. Permite que me despida del reverendo Severt.
Saludó con brevedad, pero aun así, mientras se acercaba a la carreta de Theodore vio la irritación en su semblante.
– Lamento haberlo retrasado, Theodore. No sabía que hoy irían a los campos.
– ¿Nunca oyó decir que hay que hacer heno mientras brilla el sol señorita? Súbase aquí y partamos,
Le aferró el codo y la ayudó a subir con un empujón más grosero que si no la hubiese ayudado en absoluto. Dolida por ese cambio tan brusco tras la cercanía que había sentido en la iglesia, Linnea hizo el viaje de regreso en un estado de confusión.
En cuanto llegaron, hubo un rápido revuelo cuando se cambiaron de ropa. Linnea estaba en su cuarto quitándose el alfiler de sombrero cuando recordó lo del carbón. Y, si bien lo último que deseaba era traer el tema a colación e irritarlo todavía más no tenía otra alternativa.
Lo interceptó cuando salía del dormitorio al vestíbulo, con una bata de trabajo recién lavada y planchada y una camisa limpia azul desteñido. Estaba encasquetándose el gastado sombrero de paja cuando se detuvo de golpe al verla. Bajó el brazo con suma lentitud y se quedaron mirándose largo rato.
Linnea recordó cómo habían compartido el libro de himnos en la iglesia y que en esos momentos él parecía… diferente. Abordable. Agradable,
De repente, le resultó difícil hablarle, hasta que por fin recuperó la voz.
– Comprendo lo atareado que debe de estar en esta época del año, pero le prometí al señor Dahí que le hablaría del carbón para la escuela.
– Dahí está convencido de que en mitad de septiembre soplará una nevisca y que él perderá el empleo si la carbonera no está llena. Pero él no tuvo ningún trigo que segar.
– No tiene trigo que segar -lo corrigió.
– ¿Qué?
Las cejas del hombre se unieron.
– Que no tiene… -Se cubrió los labios con los dedos. Oh. Linnea, ¿acaso tu lengua siempre será más rápida que tu cerebro?- Nada. N-nada., le dije que se lo recordaría a usted y eso hice. Lamento haberlo retenido.
¿Qué tenía ese hombre que, a. veces, la ponía tan nerviosa?
– Si Dahí vuelve a fastidiarla con eso, dígale que lo llevaré cuando nieve. Mientras brilla el sol, corto trigo.
Tras lo cual, pasó junto a ella y salió de la casa.
La tarde se extendía interminable ante ella y por eso decidió ir a la escuela. Ahora que ya sabía más de sus alumnos, que podía asignar rostros a los nombres, se sentó y preparó los planes para la primera semana de lecciones, hojeando sus limitados libros de texto. Había un silabario de Worrcesler, un libro de lectura de McGuffey, una Aritmética mental de Ray, Geografía de Monteith y McNally y una Gramática de Clark. Los otros os que había en el anaquel versaban sobre temas variados y, al parecer, han sido donados a lo largo de los años por las familias. La mayoría, como el que había elegido el día que le leyó a Kristian -titulado Economía de la Nueva Era-, eran demasiado avanzados para ser de mucha utilidad para sus alumnos, sobre todo los más pequeños.
Pero había algo para lo cual los niños nunca eran demasiado jóvenes: los buenos modales en la mesa. ¡Para enseñárselos no necesitaba ningún libro! Y estaba en uno de los primeros lugares de su lista de prioridades.
Cuando terminó con los planes de las lecciones, desplegó la bandera Norteamericana y la colgó en su soporte en el frente, escribió en la pizarra El Juramento de Fidelidad, y su nombre en grandes letras de imprenta: señorita brandonberg. Retrocedió y lo contempló sonriendo, satisfecha, sacudiéndose la tiza de los dedos, casi aturdida ante la idea de hacer sonar la campana a las nueve de la mañana siguiente y de llamar al orden a su primer grupo de alumnos.
Era la mitad de la larde y no tenía ningún deseo de irse del edificio de la escuela. Impulsada por una súbita inspiración, se sentó y se dispuso a dibujar una serie de grandes tárjelas alfabéticas para aumentar el material disponible y, en cada una, una figura que representase la letra. En la A dibujó una ardilla. En la B una bandera. En la C un caballo. Como le gustaba dibujar, no escatimó tiempo a la tarea, pensando escrupulosamente en qué símbolo representaría a cada letra. En el esfuerzo por dibujar elementos que los niños pudiesen conocer, hizo un hada para la H que por falta de experiencia no le salió muy bien, aunque puso buena voluntad… en la M un matorral de los que abundaban por la región y en la S un campesino segando. Con una sonrisa, decidió cambiar el de la C por un cardo…
Cuando se disponía a hacerlo, advirtió que necesitaba ver la planta captarla con precisión. Anduvo por e] camino sintiendo el sol sobre la cabeza, dejándose llevar por ensoñaciones vagas; los chopos cimbraban en la suave brisa vespertina. Al ver un brillante guijarro de color ámbar en mitad del camino, se acuclilló, lo puso en la palma y se quedó así largo rato, con el mentón sobre las rodillas, disfrutando la tibieza de la piedra, detectando su tersura y su peso. En algunos sitios brillaba y en el centro se veía una raya traslúcida que le recordó el color de los ojos de Theodore. Cerró los suyos y recordó el contacto de su brazo en la iglesia, la desusada sensación de unidad que percibió cuando cantaban juntos. Hasta entonces, nunca había estado en un servicio religioso con un hombre.
Frotó la piedra con el pulgar, se la metió en la boca gustando su tibieza y su carácter terreno, la escupió en su mano y observó la franja marrón, ahora mojada, brillante, el color intensificado, más similar a la de los ojos de Theodore.
Sonrió, sonadora, todavía acuclillada en medio del camino.
– Lawrence -murmuró en voz, alta-, no te rías: tanto tiempo hace que te conozco y nunca había notado e! color de tus ojos.
Se levantó, oprimiendo la piedra en la mano. Miró a Lawrence a los ojos:
– Oh -notó, decepcionada-, son verdes. -Adoptó una expresión animosa-. Oh, bueno. Vamos… -lo Tomó de la mano-, te enseñaré los cardos.
Encontró uno en una zanja, no tejos del camino. Crecía en forma de bola. En invierno, rodaba por la pradera empujado por el viento y se quedaba atrapado en cercas de alambre de púas, provocando grandes amontonamientos alrededor. Al llegar la primavera, había que desengancharlos a mano. Pero, en el presente, a comienzos del otoño, era una esfera perfecta de diminutas florecillas verdes. Un par de moscas verde azuladas zumbaban alrededor y un gordo abejorro fue a libar de las flores.
Linnea se apoyó el cuaderno de dibujo en la cintura y empezó a dibujar.
Dime, Lawrence, ¿no crees que es bonita esa planta? Mira cómo bebe la abeja de ella.
Al llegar a la cima de una pequeña loma de tierra en el trigal, al Noreste de la escuela, Theodore alzó la vista hacia el pequeño edificio que se veía a lo lejos. Desde ahí no parecía más grande que una casa de muñecas, pero mientras los caballos avanzaban por la suave cuesta, distinguió el cobertizo del carbón, los columpios, la campana, a la que el sol arrancaba destellos. Percibió un movimiento y notó una figura a cierta distancia de la escuela, parada junto a una zanja que estaba cerca de la esquina mas alejaba del campo. Sin advertirlo, estiró la espalda y levantó los codos de las rodillas. Bajo el ala del sombrero los ojos castaños se suavizaron y una breve sonrisa le curvó los labios.
¿Qué estaría haciendo ahí la pequeña señorita? Con las hierbas hasta las rodillas, sostenía en las manos algo que no alcanzaba a ver. Qué chiquilla, haraganeando junto a la zanja, como si no tuviese nada mejor que hacer. Dejó escapar una risa silenciosa, indulgente.
Supo de inmediato que ella lo miraba. Se irguió, alerta, y levantó lo que tenía en la mano para hacerse sombra en los ojos. Una extraña euforia lo recorrió cuando la muchacha alzó los brazos y los agitó trazando amplios arcos y saltando varias veces.
Sacudió un poco la cabeza y sonrió, al tiempo que reanudaba la tarea, los codos en las rodillas, sin dejar de contemplarla.
"Qué chiquilla", pensó. "Qué chiquilla."
Linnea vio las tres hojas de hoz que atravesaban el campo en dirección a ella, pero estaban demasiado lejos para distinguir quién conducía. Era un cuadro asombroso y deseó tener la destreza para captarlo en una pintura, con sus intensos amarillos y azules para el trigo y el cielo. De hombres y caballos trascendía cierta magnificencia, tan pequeños contra la majestad de la tierra que se extendía ante ella como un vasto océano ondulante y amarillo. Que fuesen ellos los que lo controlaran y le sacaran provecho no hacía más que aumentar su admiración. Algo le oprimió el corazón con increíble fiereza y se le presentaron con absoluta claridad las palabras de la canción…
Oh, belleza de los cielos vastos
De las olas ambarinas de grano…
¿Cómo era posible que estuviese desarrollándose una guerra, si ante sí sólo se extendían munificencia y belleza? Y se decía que la guerra se libraba precisamente para preservar lo que estaba contemplando. Pensó en la bandera que acababa de colgar y en las palabras que había escrito en la Pizarra. Contempló a los tres hombres que guiaban a los animales a través de un espeso trigal. Hizo una profunda inspiración y saltó tres veces, de Puro entusiasmo. Y saludó con los brazos.
Uno de ellos le devolvió el saludo.