1

1917


No estaba dormida ni despierta: Linnea Brandonberg se hallaba en un extraño estado de fantasía inducido -esta vez- por el traqueteo rítmico que se transmitía a través del suelo del tren. En posición recatada, con las rodillas juntas, se miraba a menudo los pies para admirar los zapatos más hermosos que hubiese visto, con punteras de cuero brillantes y terso empeine de cabrito negro cubriendo no sólo el pie sino también unos quince centímetros de pantorrilla. Lo asombroso era que no tenían botones ni lazos, sino que se ajustaban por medio de una ancha tira de elástico fuerte que iba desde la mitad de la espinilla hasta debajo del hueso del tobillo, a cada lado. Pero lo más importante era que se trataba de los primeros zapatos de tacón alto que tenía. Sólo sumaban dos centímetros y medio a su estatura, pero muchos más años a su madurez.

Eso esperaba.

Ahí estaría él en la estación, esperando para recibirla: un subyugante inspector de escuela, conduciendo un elegante carruaje Stanhope para dos, tirado por dos relucientes bayos…

– ¿Señorita Brandonberg?

Su voz era rica y cultivada y una sonrisa deslumbrante iluminaba el apuesto rostro. Se quitó el sombrero alto, dejando ver un cabello del color del centeno al atardecer.

– ¿Señor Dahí?

– A sus órdenes. Estamos encantados de tenerla, por fin, con nosotros. ¡Oh, por favor, permítame… yo llevaré esa maleta! -Cuando colocó el equipaje en el baúl del coche, ella advirtió lo bien que ajustaba la chaqueta negra del traje a los hombros bien formados y cuando se volvió pura ayudarla a subir, notó que llevaba un. cuello de celuloide flamante en honor de la ocasión-. Ahora, tenga cuidado.

Tenía unas manos maravillosas, de largos y pálidos dedos, que sujetaron, solícitos, los suyos cuando la ayudó a subir.

– Señorita Brandonberg, a su izquierda verá la ópera, nuestro establecimiento más nuevo, y espero que, a la primera oportunidad, podamos asistir juntos a una función.

Un látigo delgado chasqueó sobre la cabeza de los animales y arrancaron. El codo del hombre chocaba levemente con el suyo.

– ¡Una ópera!-exhaló, con femenina sorpresa, apoyando con delicadeza los dedos sobre el corazón-. ¡No imaginé que hubiese un teatro de ópera!

– Un físico como el suyo sería capaz de avergonzar a las actrices.

– La sonrisa del hombre pareció disminuir la luz del sol. mientras examinaba el traje nuevo de lana que llevaba puesto Linnea, y el primer sombrero de mujer que tenía. – Espero que no me considere atrevido si le digo que tiene un excelente gusto para vestir, señorita Brandonberg…

– ¿Señorita Brandonberg? -La voz de la fantasía se apagó, ahuyentada por la del conductor, que se asomaba por el compartimiento del asiento para tocarle el hombro-. La próxima parada es en Álamo, North Dakota.

La muchacha se irguió y le dedicó una sonrisa – ¡Oh, gracias!

El anciano se tocó la visera de la gorra azul, la saludó con la cabeza y se alejó.

Afuera la pradera ondulaba, vasta y llana. Miró por la ventana y no vio señal alguna de ciudad. El tren aminoró la velocidad, sonó el silbato, se apagó y sólo se oyó el traqueteo de las ruedas sobre los raíles de acero.

El corazón le latió con fuerza, expectante, y esa vez no fue ficción cuando apoyó los dedos. Pronto vería ese lugar que sólo había sido, hasta entonces, un nombre en el mapa; pronto conocería a las personas que se convertirían en parte de su vida cotidiana como alumnos, amigos, quizás hasta confidentes. Cada nuevo rostro con el que se topase sería el de un desconocido y, por centésima vez, deseó conocer a alguien de Álamo, aunque sólo fuese una persona.

No hay nada de qué asustarse. Es sólo el nerviosismo del último momento.

Se pasó una mano por la nuca, controlando el peinado que todavía no tenía habilidad para hacerse. Al parecer, dentro del recogido en forma de medialuna, el postizo se había soltado. Colocó varias horquillas con dedos trémulos, se acomodó el alfiler del sombrero, se alisó la falda y echó un vistazo a los zapatos para conseguir una dosis extra de confianza en el preciso momento en que el tren lanzaba un último bufido y se detenía estremeciéndose.

– Caramba, ¿dónde está el pueblo?

Arrastrando la maleta por el corredor, miró por las ventanas y no vio más que la acostumbrada estación de un pueblo perdido: un edificio de madera con ventanas estrechas a ambos lados de la puerta que daban al andén, cuyo lecho se apoyaba sobre cuatro postes.

Mientras emergía de las polvorientas profundidades del vagón de pasajeros al luminoso sol de otoño, sintiendo el canturreo de los peldaños de metal bajo sus tacones nuevos, examinó otra vez.

Miró a su alrededor, buscando con la vista a alguien que se pareciera a un inspector de escuelas y el descubrir a una única persona, un hombre de pie a la sombra de la galería de la estación, sofocó su decepción. A juzgar por su modo de vestir, no era el que buscaba, aunque podría ser padre de alguno de sus alumnos y por eso le dedicó una sonrisa- Pero el hombre permaneció como estaba, con las manos en la bata de trabajo rayada y con un sombrero de paja manchado de sudor en la cabeza.

Adoptando un aire confiado, cruzó el andén y entró, pero sólo encontró al vendedor de pasajes, que se ocupaba de telegrafiar un mensaje tras su ventanilla enrejada.

– Discúlpeme, señor.

El sujeto se volvió, se levantó el visor de celuloide verde y sonrió:

– ¿Señorita?

– Debo encontrarme aquí con Frederic Dahí. ¿Lo conoce?

– Sé quién es, pero no lo he visto por aquí. Pero siéntese: sin duda, pronto llegará.

El estómago de la muchacha se oprimió. ¿Qué haré ahora?

Como estaba demasiado nerviosa para sentarse, decidió esperar fuera. Se instaló en el lado opuesto de la galería a aquel en que estaba el granjero, dejó la maleta en el suelo y esperó.

Pasaban los minutos y no llegaba nadie. Echó un vistazo al desconocido y lo sorprendió observándola; incómoda, volvió la atención al tren. que bufaba y siseaba, echando chorros de vapor a cada exhalación. Tenía la impresión de que tardaba demasiado tiempo en ponerse en marcha otra vez.

Aventuró otro vistazo al hombre, pero, en cuanto volvió la vista, él fijó la suya en la puerta del tren.

Theodore Westgaard observaba los peldaños del tren, esperando que bajara el nuevo maestro, pero habían pasado ya tres minutos y la única persona que se apeó fue una muchacha delgada que fingía ser grande con los zapatos y el sombrero de la madre. Atrajo su vista por segunda vez, pero cuando la muchacha lo miró de nuevo se sintió incómodo y volvió la atención a la puerta del tren.

"Vamos, Brandonberg, aparezca, que tengo que ocuparme de la cosecha."

Sacó un reloj del bolsillo de la pechera, miró la hora y movió los pies, impacientó. La muchacha lo miró otra vez, pero, en cuanto las miradas se encontraron, se concentró de nuevo en el tren, con las muñecas cruzadas sobre un abrigo que llevaba plegado sobre un brazo.

La examinó con disimulo.

Supuso que tendría unos dieciséis años, que estaba atemorizada de su propia sombra y que pretendía que nadie lo notara. A pesar de ese ridículo sombrero con alas de pájaro y de que todavía tendría que estar luciendo trenzas y zapatos de tacón bajo, era una preciosidad.

Para su sorpresa, nadie más bajó del tren, pero el conductor levantó la escalera portátil, la metió dentro del coche y agitó un brazo en dirección al maquinista. Los acopies empezaron a chirriar a todo lo largo del tren, que, lentamente, gimió volviendo a la vida, dejando un silencio más intenso aún, sólo roto por el zumbar de una mosca sobre la nariz de la chica.

La espantó con la mano y no hizo caso de la presencia de Westgaard, que iba montando en cólera por haber hecho un viaje inútil al pueblo. El hombre se quitó el sombrero, se rascó la cabeza y luego se lo puso otra vez, bajando el ala sobre los ojos y maldiciendo para sus adentros.

Estos tipos de la ciudad… No tienen idea del valor que un cultivador de trigo le da a cada hora de luz diurna en esta época del año.

Irritado, entró pisando con fuerza.

– Cleavon, si ese mozalbete llega en el próximo tren, dígale… oh, diablos, no le diga nada. Tendré que esperarlo.

En Álamo no había establo, ni se disponía de caballos para alquilar. ¿Cómo se trasladaría hasta la granja el nuevo maestro cuando al fin llegara?

Cuando Theodore salió otra vez, la muchacha estaba de cara a él, con los hombros rígidos y una expresión asustada. Las manos seguían aferrando el abrigo y abrió la boca como para hablar, pero la cerró de nuevo, tragó y se dio la vuelta.

Aunque no era propio de él hablar con muchachitas desconocidas, le pareció asustada, pronta a estallar en lágrimas, y se detuvo para preguntarte.

– ¿Alguien tenía que venir a buscarla?

La muchacha se volvió hacia él con gesto casi desesperado.

– SÍ, pero al parecer se ha retrasado.

– Si, sucede lo mismo con el tipo que yo tenía que buscar aquí: se llama L. I. Brandonberg.

– Oh, gracias a Dios -suspiró, recuperando la sonrisa-. Yo soy la señorita Brandonberg.

– ¡Usted! -La sonrisa fue respondida con una expresión ceñuda-. ¡Pero no puede ser! ¡L. I. Brandonberg es un hombre!

– No es un… quiero decir; yo no soy un hombre. -Rió nerviosa y luego, recordando las leyes de la cortesía, le tendió la mano-. Me llamo Linnea Irene Brandonberg y, como puede ver, soy una mujer.

Al oírla, el hombre dio un rápido vistazo al sombrero y al cabello de la muchacha y lanzó un resoplido desdeñoso.

Linnea sintió que se le agolpaba la sangre en la cara, pero mantuvo la mano extendida y preguntó:

– ¿A quién tengo el placer de dirigirme?

Sin aceptar la mano, el hombre respondió con rudeza:

– Mi apellido es Westgaard… ¡y no pienso aceptar a ninguna mujer en mi casa! El consejo de nuestra escuela contrató a un tal L. I. Brandonberg creyendo que era un hombre.

De modo que este era Theodore Westgaard, en cuya casa se alojaría. Desalentada, bajó la mano que el hombre seguía ignorando.

– Lamento que haya tenido esa impresión, señor Westgaard, le aseguro que no era mi intención engañarles,

– ¡Jal! ¡Qué clase de mujer anda por ahí, haciéndose llamar L. I. Brandonberg!

– ¿Existe alguna ley que prohíba a las mujeres usar sus iniciales en la firma legal? -preguntó, rígida.

– ¡No, pero debería existir! Siendo usted una muchachita de ciudad, habrá adivinado que el consejo escolar hubiese preferido a un hombre y se propuso confundirlos.

– ¡Yo no hice nada por el estilo! Firmo siempre,…

Pero el hombre la interrumpió, grosero.

– Enseñar en una escuela de esta zona no es sólo garrapatear números en una pizarra, muchachuela' Hay que caminar más de un kilómetro y medio, encender el fuego y apalear nieve. ¡Y aquí los inviernos son duros! ¡Yo no tendré tiempo de enganchar a los caballos para transportar a una flor de invernadero a la escuela cuando haya treinta grados bajo cero y el viento del Noroeste llegue aullando y trayendo nieve!

– ¡No se lo pediré! -Ya estaba furiosa y su semblante expresaba un intenso desagrado. ¡Cómo se atrevían a mandar a este viejo a recibirla!-. ¡Y no soy ninguna flor de invernadero!

– Ah, ¿no?

La observó, como evaluándola, preguntándose cómo aguantaría una pequeña como esa cuando el viento Noroeste que venía desde Alaska le abofeteara el rostro y la nieve punzara tan fuerte que uno terminara por no distinguir el calor del frío en la frente.

– Diablos. -refunfuñó, fastidiado-; no cambia el hecho de que no quiero a ninguna mujer viviendo en mi casa.

Pronunciaba la palabra mujer con el mismo desdén con que un vaquero hubiese dicho serpiente de cascabel.

– Entonces, me alojaré en casa de cualquier otra persona.

– ¿Y de quién?

– Yo… no lo sé, pero hablaré con el señor Dahí al respecto.

El hombre lanzó otro resoplido desdeñoso y a Linnea le dieron ganas de atizarle unos golpes en la nariz.

– No hay ninguna otra casa disponible. Siempre hemos alojado a los maestros en nuestra casa. Es así… porque somos los que estamos más cerca de la escuela. El único que vive más cerca es mi hermano John y, como es soltero, su casa está fuera de discusión.

– Entonces, ¿qué se propone hacer conmigo, señor Westgaard? ¿Dejarme en la escalera de la estación?

La boca del hombre se frunció como una fresa seca y las cejas se unieron en severo reproche, mirándola desde abajo del ala del sombrero de paja.

– No permitiré que ninguna mujer viva bajo mi techo -afirmó de nuevo, cruzando los brazos empecinado.

– Es posible, pero si no es en su casa, será mejor que me lleve a la casa de alguien menos intolerante que usted, y yo estaré más que feliz de morar bajo el techo de esa otra persona, salvo que quiera que le lleve ajuicio.

¿Y eso a qué venía? ¡No tenía ni la más remota idea de cómo llevar a juicio a alguien, pero tenía que pensar en algo para poner en su lugar a ese patán inculto!

– ¡Un juicio! Wcstgaard descruzó los brazos. No se le había escapado la palabra intolerante, pero la pequeña insolente le lanzaba amenazas e insultos con tanta velocidad que necesitaba atajarlos de uno en uno.

Linnea irguió los hombros y trató de impresionarlo como una mujer mundana y audaz.

– Tengo un contrato, señor Westgaard. y en él se determina que el alojamiento y la pensión están incluidos como parte de mi salario anual. Lo que es más, mi padre es abogado en Fargo- de modo que, para mí, el costo legal sería ínfimo si decidiera plantear un juicio al consejo escolar de Álamo por romper el contrato y por designarlo a usted como…

– ¡Está bien, está bien! -Levantó las manos grandes, endurecidas-. Ya puede dejar de ladrar, muchachuela. La dejaré en la casa de Oscar Knutson para que él haga lo que quiera con usted. Como quiere ser presidente del consejo escolar, dejemos que se gane su dinero.

– ¡Soy la señorita Brandonberg, no una muchachuela! Para dejar escapar la exasperación, le dio una breve palmada a la falda.

– Sí, buen momento para aclararlo- Se volvió hacia la carreta y el caballo que los esperaban, dejándola rabiar en silencio. ¡Dejarme en la casa de Oscar Knutson, caramba…!

La realidad siguió burlándose de sus románticos ensueños. No había ningún coche Stanhope, ni bayos de pura sangre. En cambio, Westgaard la llevó hasta una carreta granjera a la que estaban enganchados un par de animales de grandes músculos, bastante viejos, y se subió sin ofrecerle la mano, por lo que no tuvo más alternativa que aferrarse por sí misma a la parte de atrás, alzarse las faldas y subir sola al asiento, que le quedaba a la altura del hombro.

¡Vaya con los caballeros de sombreros altos! ¡Este grosero no sabría qué hacer con un sombrero de castor de copa alta aunque saltara sobre él y le mordiese la enorme nariz! ¡La audacia del tipo de tratarla como si ella fuese…como si fuese… menos que nada! ¡Ella, que había obtenido con tanto esfuerzo el título de maestra en la Escuela Normal de Fargo! ¡Ella, con elevada educación, mientras que él debía de ser incapaz de juntar dos palabras sin parecer un asno ignorante…!

La desilusión de Linnea siguió hasta que el hombre sacudió las riendas y ordenó:

– ¡Arre!

Los pesados caballos los condujeron a través de uno de los poblados más tristes que hubiese visto en su vida. ¿Teatro de ópera? ¿En verdad había albergado la fantasía de una ópera? Al parecer, el establecimiento más cercano a la cultura que había en el pueblo era el almacén de ramos generales, que oficiaba al mismo tiempo de Correo: allí", sin duda llegaría la cultura bajo la forma del catálogo de Sears Roebuck. Los edificios más impresionantes eran los silos de cereales que se veían junio a los rieles del ferrocarril. Los demás eran pequeños cubículos con falsas fachadas, y estos, por otra parte, eran escasos. Linnea contó dos proveedores de aperos agrícolas, dos bares, un restaurante, el almacén de ramos generales, un hotel, un banco y una combinación de barbería y farmacia.

El corazón se le fue a los pies. Westgaard miraba serio hacia delante, sosteniendo las riendas con unas manos de dedos como salchichas polacas, la piel igual que la de un indio viejo… tan diferentes de los blancos dedos que había imaginado.

No la miraba, y ella tampoco a él.

Pero Linnea vio esas ásperas manos bronceadas.

Y el hombre vio los zapatos de tacón alto.

Y la muchacha notó cómo se encorvaba hacia delante y miraba con el entrecejo fruncido bajo ese espantoso sombrero.

Él, cómo ella se sentaba erguida como una lanza y contemplaba todo con aire quisquilloso, bajo esas ridículas alas de pájaro.

Linnea pensaba lo horrible que era volverse viejo e irritable.

Theodore pensaba lo tontas que se ponían tas personas cuando eran jóvenes… siempre trataban de parecer mayores.

Pero ninguno de los dos pronunció palabra.

Anduvieron varios kilómetros hacia el Oeste, luego giraron hacia el Sur y el paisaje siempre era el mismo: plano, dorado y ondulante, salvo donde habían estado las trilladoras. Ahí era plano, dorado y quieto.

Al cabo de media hora de viaje, Westgaard entró en el patio de una granja idéntica a todas las que habían pasado: una casa de madera estropeada por la intemperie, una línea de álamos que brindaban protección del viento del lado Oeste, aunque los árboles no estaban del todo crecidos y se inclinaban un poco en dirección Sur Suroeste; un cobertizo de mejor aspecto que la casa; graneros rectangulares; silos hexagonales y el único elemento de aspecto amistoso que dominaba sobre todos los demás: el molino de viento, que giraba lentamente, emitiendo un quedo suspiro.

Una mujer asomó a la puerta y se acomodó un mechón de cabello en el moño que llevaba en la nuca. Alzó una mano a guisa de saludo y esbozó una amplia sonrisa:

– ¡Theodore! -exclamó, bajando los dos peldaños de madera y cruzando el retazo de hierba, tan dorado como los campos de alrededor-. ¡Hola! ¿A quién traes? Creí que ibas al pueblo a buscar al nuevo maestro-

– Es este, Hilda. Y usa tacones altos y sombrero con alas de pájaro.

Linnea se encrespó. ¡Cómo se atrevía a burlarse de su atuendo! Hilda se detuvo junto a la carreta y miró, con el entrecejo fruncido, primero a Westgaard, luego a Linnea.

– ¿Es este? -Se protegió los ojos con la mano y miró de nuevo.

Dio una palmada, retrajo el mentón y sonrió con áspero humor-. Oh, Theodore, estás burlándote de nosotros, ¿eh? Westgaard señaló a su pasajera con el pulgar.

– No, es ella la que nos gastó una broma. Ella es L. I. Brandonberg.

Antes de que Hilda Knutson pudiese responder, Linnea se inclinó y le tendió la mano, otra vez irritada por la grosería de Westgaard, que no la presentaba como era debido.

– Mucho gusto. Soy Linnea Irene Brandonberg.

La mujer aceptó la mano, aunque sin entender por qué.

– Una mujer -dijo, perpleja-. Oscar contrató a una mujer.

A su lado, Westgaard lanzó una exclamación desdeñosa.

– Creo que lo que Oscar contrató es a una muchacha vestida con la ropa de la madre, haciéndose pasar por mujer. Y no se quedará en mi casa.

Hilda se puso seria.

– Vamos, Theodore. siempre has alojado a los maestros. ¿Quién otro la recibirá?

– No lo sé, pero yo no. Por eso quiero hablar con Oscar. ¿Dónde está? Escrutó el horizonte con la vista.

– No lo sé con exactitud- Empezó con el centeno del Oeste esta mañana, pero es difícil saber dónde estará en este momento. Si enfilas en esa dirección, podrías verlo desde el camino.

– Eso haré, pero ella se queda aquí. No vendrá a mi casa, así que bien puede quedarse aquí, contigo, hasta que encuentres otro sitio para ella.

– ¡Aquí! -Hilda se oprimió el pecho con las manos-. Pero si yo no tengo cuartos desocupados, tú lo sabes. No estaría bien meter a la maestra con los chicos. Llévatela tú, Theodore.

– Nooo, señor. Yo no tendré a ninguna mujer en mi casa. Linnea estaba indignada. ¡Cómo se atrevían a tratarla como si fuese el orinal que nadie quería limpiar!

– ¡Basta! -gritó, cerrando los ojos y levantando las manos como un policía-Lléveme de regreso al pueblo. Sí aquí no me quieren, estaré encantada de abordar el próximo tr…

– ¡No puedo hacer eso!

– Mira lo que has hecho. Theodore: has herido sus sentimientos.

– ¡Yo! ¡Oscar fue quien la contrató! ¡Oscar fue el que nos dijo que era un hombre!

– ¡Bueno, entonces habla con Oscar! -Alzó las manos, disgustada, y luego, recordando las regias de cortesía, estrechó la mano de Linnea otra vez y le palmeó los nudillos-. No le preste atención a este Theodore: encontrará un lugar para usted. Lo que sucede es que está preocupado porque está perdiendo tiempo y tendría que estar en los campos ahora que el trigo está maduro. ¡Bueno, Theodore -te ordenó, volviéndose hacia la casa-, ocúpate de esta joven, tal como le comprometiste a hacer! Tras lo cual se apresuró a entrar.

Derrotado, a Westgaard no le quedó más alternativa que emprender la búsqueda de Oscar, llevando junto con él a la muchacha, aunque no quisiera.

Como pasaba con casi todas las granjas de Dakota, la de Knutson era inmensa. Olearon el horizonte por encima de los campos de trigo, de avena y de centeno mientras avanzaban por el camino de grava, pero no había rastros de la cuadrilla ni de la segadora que recorriesen el terreno en uno y otro sentido. Muy erguido, Westgaard escudriñaba ese océano de oro con el entrecejo fruncido, tratando de divisar algún movimiento en el confín más lejano, pero lo único que se movía eran las espigas mismas y una bandada de cuervos vocingleros que volaban sobre sus cabezas trazando recorridos siempre cambiantes para luego aterrizar sobre la avena. La carreta llegó ante un campo segado, con la cosecha apilada hasta donde el ojo alcanzaba. El cereal secándose al sol llenaba el aire chispeante de una dulce fragancia. Con un sutil movimiento de las riendas, Westgaard hizo virar a los caballos y pasaron del camino de grava a un sendero herboso que atravesaba el campo segado. El sendero era irregular, pues estaba destinado principalmente a brindar acceso a los campos. Cuando la carreta se sacudió, Linnea se sujetó el sombrero, que amenazaba caérsele-

Westgaard le lanzó una mirada de soslayo y su boca esbozó una breve semisonrisa, pero la joven tenía la barbilla baja mientras intentaba volver a acomodar el alfiler de sombrero para sujetar el horrible artefacto.

Balanceándose y sacudiéndose por el sendero, llegaron a una pequeña elevación del terreno, y Westgaard canturreó:

– ¡Sooo!

Obedientes, los caballos se detuvieron y los viajeros posaron la vista en la interminable extensión de centeno cortado de Oscar Knutson, al que no se veía por ninguna parte-

Con las riendas en una mano, Westgaard se quitó el sombrero y se rascó la cabeza con la otra, farfulló algo por lo bajo y volvió a encasquetarse el sombrero con gesto irritado.

Le tocó el turno de sonreír a Linnea. "¡Me alegro, este grosero lo merece!", pensó, "Como aceptó quedarse conmigo, ahora tiene que tolerarme, le guste o no".

– Tendrá que venir a mi casa hasta que pueda aclarar esto -se lamentó Westgaard. chasqueando las riendas y haciendo girar a los caballos.

– Iré.

Theodore le lanzó una mirada suspicaz, inquisitiva, pero la muchacha estaba sentada rígida y recatada sobre el asiento de la carreta y miraba adelante. Pero su ridículo sombrero estaba un poco ladeado. Theodore sonrió para sí.

Arrancaron con rumbo al Sur, luego al Oeste- Por todos lados se oía el sonido sibilante del grano seco. Las pesadas cabezas de las espigas se alzaban un momento hacia el cielo y luego su propio peso las hacía hacer reverencias.

Linnea y Theodore sólo hablaron tres veces. Ya hacía casi una hora que viajaban cuando la muchacha preguntó:

– Señor Westgaard, ¿a qué distancia de Álamo vive usted?

– A treinta y dos kilómetros -respondió.

Después todo fue silencio y lo único que se oía era el bullicio de los pájaros, el grano y el ritmo acompasado de los cascos de los caballos- En tres ocasiones vieron máquinas segadoras que reptaban a lo lejos, tiradas por caballos que parecían minúsculos a esa distancia, las cabezas gachas, concentrados en la labor.

Linnea volvió a romper otra vez el silencio cuando, a la derecha, apareció una construcción que otrora fue blanca y que tenía campanario.

Con mirada ansiosa, trató de captar la mayor cantidad de detalles posible: largas ventanas estrechas, peldaños de cemento, un patio plano con un bosquecillo de álamos en el linde, la bomba. Pero Westgaard no aflojaba la marcha de la yunta, que seguía sin interrupciones, y ella, aferrándose del costado de la carreta, estiró el cuello, mientras la construcción se alejaba hacia atrás con demasiada velocidad para que pudiese ver todo lo que quería. Se dio la vuelta para enfrentarlo y preguntó:

– ¿Esa es la escuela?

Sin quitar la vista de las orejas de los caballos, refunfuñó:

– Sí.

¡Qué tipo intratable y terco! Apretó los puños en el regazo, furiosa.

– ¡Bueno, podría habérmelo dicho!

El hombre volvió la vista hacia ella y, con una sonrisa sardónica en los labios, dijo, arrastrando las palabras:

– No soy guía de turismo.

Aunque la rabia llegó cerca del punto de ebullición, Linnea mantuvo la boca cerrada y se guardó las réplicas.

Siguieron avanzando un poco más por el camino y, cuando pasaron ante una granja indefinida, Theodore se dispuso a exasperarla aún más:

– Esa propiedad es de mí hermano John.

– Qué maravilla -replicó sarcástica. sin mirar.

No habían pasado diez minutos desde que divisaron la escuela cuando entraron en un camino curvo que, supuestamente, entraba en la propiedad de Westgaard… aunque este no se molestó en identificarla. El costado Norte estaba protegido por una larga hilera de añejos árboles de boj y una fila paralela de densos arbustos que formaban un muro verde ininterrumpido. Al rodear la protección, apareció la granja ante su vista. La casa estaba situada a la izquierda, en un rizo formado por el camino. Todos los almacenes estaban a la derecha: entre ellos, un molino de viento y un tanque de agua, ubicados entre un enorme cobertizo castigado por la intemperie y un racimo de otras construcciones que, según dedujo Linnea. debían de ser graneros y gallineros.

La casa de tablas de madera era de dos plantas y carecía de lodo adorno, al igual que todas las casas que habían visto por el camino.

Aparentemente, una vez. había sido pintada de blanco, aunque, en el presente, tenía un color ceniciento, con alguno que otro resto de blanco que asomaba de tanto en tanto. como recuerdo de mejores tiempos. No había porche ni baranda que aligerase el aspecto de caja de la casa. ni un alero que sombreara las ventanas, protegiéndolas del sol de la pradera. La puerta, colocada en el centro, estaba flanqueada por dos ventanas angostas que le conferían la apariencia de una cara con la boca abierta hacia los extensos campos de trigo que la rodeaban.

– Bueno, aquí es -anunció Westgaard sin darse prisa, mientras se inclinaba adelante para atar las riendas a la manija del freno.

Apoyando las manos sobre el asiento y el piso, saltó fuera por el costado y, si no fuese porque en ese momento se oyó una voz imperiosa que llegaba desde la casa, habría dejado que Linnea hiciera lo mismo:

– ¡Teddy! ¿Qué modales son esos? ¡Ayuda a apearse a la joven! "¿Teddy?", pensó Linnea. divertida. ¿Teddy?

Una mujer minúscula que parecía un remolino avanzó por el sendero que salía de la puerta de la cocina, con el rizado cabello gris anudado en la nuca y unas gafas ovaladas de montura metálica encaramadas tras las orejas. Movió un dedo en gesto de reproche.

Theodore Westgaard, obediente, cambió de rumbo en mitad del camino, volvió a la canela y le tendió la mano, aunque con expresión de mártir. Linnea puso su mano en la de él y, mientras bajaba, no pudo resistir la tentación de burlarse con voz dulce:

– Oh, gracias, señor Westgaard, es usted muy amable.

Él soltó la mano de inmediato, y la mandona mujer se reunió con ellos: era tan baja que hacía sentirse gigante a Linnea, que sólo medía poco más de metro y medio. Su nariz era del tamaño de un dedal, tenía unos opacos ojos castaños a tos que no se les escapaba nada y labios rectos y estrechos como una hoja de sauce. Con la barbilla diminuta proyectada adelante, marchaba balanceando los brazos casi con violencia. Si bien tenía la espalda un tanto encorvada, daba la impresión de que se inclinaba adelante a cada paso, con gran prisa: lo que le faltaba en estatura te sobraba en energía. En cuanto abrió la boca, Linnea supo que no se andaba con rodeos.

– Así que este es el nuevo maestro. ¡No me parece un hombre!

– Tomó a la muchacha por los brazos, la sujetó y la inspeccionó del ruedo al sombrero, aprobándola con un cabeceo-. Servirá. -Giró hacia Westgaard, preguntando-; ¿Qué pasó con el tipo?

– Es ella -respondió el hombre, sin alterarse.

La mujer dejó escapar un chillido de risa y concluyó:

– Bueno, me lo han cambiado. -De pronto se puso seria, estiró una mano y estrechó con energía la de Linnea-. Es justo lo que necesita este lugar- No haga caso de este hijo mío: yo tendría que haberle ensenado mejores modales. Como no se ha tomado la molestia de presentarnos, yo soy su madre, la señora Westgaard. Llámeme Nissa. La mano era huesuda pero fuerte.

– Yo soy Linnea Brandonberg. Llámeme Linnea.

– Así que, Li-ni-a, ¿eh? -Lo pronunció a la antigua manera campesina-. Buen nombre noruego.

Se sonrieron, aunque no por mucho tiempo. A Linnea empezaba a resultarle obvio que Nissa Westgaard no hacía nada por mucho tiempo. Se movía como un gorrión, con gestos bruscos y económicos.

– Pase. -Avanzó por el sendero, vociferándole al hijo-; ¡Bueno, no te quedes ahí parado, Teddy, trae sus cosas!

– No se quedará.

Linnea puso los ojos en blanco, pensando: "¡Ya estamos, otra vez con lo mismo!". Pero la esperaba una sorpresa: Nissa Westgaard se dio la vuelta y abofeteó a su hijo en el costado del cuello con sorprendente fuerza.

– ¡Cómo que no se queda! Claro que se queda, así que te sacas esa idea de la cabeza. ¡Sé lo que estás pensando, pero esta chica es la nueva maestra y será mejor que empieces a cuidar tus modales para con ella o tendrás que cocinarte la comida y lavarte tus trapos! ¡Ya sabes que, en cualquier momento, puedo irme a vivir con John! Linnea se cubrió la boca con la mano para ocultar la sonrisa: era como ver a un gallo pigmeo desafiando a un oso. La coronilla de Nissa sólo llegaba hasta la axila del hijo, pero lo aporreaba y él no replicaba- Se puso rojo como una remolacha y tensó la mandíbula. Pero, antes de que pudiese presenciar más tiempo la vergüenza del hombre, el gallo enano se dio la vuelta, la aferró del brazo y la hizo seguir avanzando por el camino.

– ¡Cabeza dura, insoportable! -murmuró-. Ha vivido demasiado tiempo sin una mujer y eso lo incapacita para la compañía humana.

Linnea tuvo ganas de decir: "Estoy totalmente de acuerdo", pero le pareció más prudente morderse la lengua. También pensó que Nissa era una mujer, pero, al parecer, en esa región tener a una "mujer" en la casa no significaba vivir con la madre.

Nissa la hizo pasar por la puerta trasera, que estaba abierta, y entraron en una cocina que olía a vinagre.

– No es gran cosa, pero está tibia y seca y, como sólo vivimos aquí tres de los Westgaard, tendrá un cuarto para usted sola, que es más de lo que habría tenido en cualquier otro lugar.

Linnea se dio la vuelta, sorprendida:

– ¿Son tres?

– ¿Él no le ha hablado de Kristian?

Un poco desorientada por la velocidad y el tono autoritario de la mujer, se limitó a mover la cabeza.

– ¡Qué le pasa a este hombre! Kristian es su hijo, mi nieto. Está afuera, segando trigo. Vendrá a la hora de la cena.

Linnea miró alrededor, en busca del eslabón perdido: la esposa, la madre, pero no vio a nadie. Evidentemente tampoco le explicarían por qué-

– Esta es la cocina. Espero que sepa disculpar el desorden: he estado haciendo conservas de melón. -En una gran mesa redonda de roble con una pata central, alineados como soldados, había unos frascos de cristal, pero Linnea casi no tuvo tiempo de echarles un vistazo ya que la mujer siguió avanzando de un cuarto a otro-, Esta es la habitación del frente. Yo duermo allí. -Señaló la única puerta que se abría en el recinto-. Y ese es el cuarto de Teddy. El de usted y el de Kristian están en la planta alta.

La precedió hacia la cocina y, mientras pasaban como exhalación por la puerta que llevaba arriba. Linnea alcanzó a ver a Theodore, que entraba con su maleta- Le volvió la espalda y siguió a la mujer, que subía una escalera empinada y angosta hacia la planta alta. Arriba había un rellano confinado al que se abrían, a derecha e izquierda, puertas iguales. El cuarto destinado a la joven era el de la derecha.

Nissa abrió la puerta y entró antes que ella. Era el cuarto más burdo que hubiese visto jamás. No había nada arrimado a la pared, porque no había paredes sino el techo que formaba un ángulo muy agudo desde la cumbrera en el centro hasta los límites externos del cuarto. Desde abajo se veían perfectamente cabrios, vigas y bajo techo, puesto que no los cubría yeso ni revestimiento alguno. Las únicas paredes verticales eran las dos triangulares que formaban los lados del cuarto que, al igual que el techo, carecían de acabado. Enfrente de la puerta, mirando al Este, había una ventana pequeña de cuatro paneles con cortinas de encaje blanco, sujetas al tosco marco de madera. A esa hora, hacia el fin de la tarde, la luz que entraba por los cristales era escasa pero, desde el diminuto rellano, el sol entraba a torrentes por la ventana, idéntica a la del cuarto, caldeando un poco la habitación.

El suelo estaba cubierto por un linóleo de sobrio dibujo con grandes flores rosadas de calabaza sobre fondo verde oscuro. No llegaba hasta el contorno del cuarto, sino que dejaba un ancho borde de tablas desnudas. A la derecha de la puerta, bajo el ángulo del techo, había una cama de una plaza, de estructura metálica pintada de blanco cubierta con una colcha de un rosa intenso. A sus píes había una manta de retazos plegada y, al lado, sobre el linóleo, una alfombra hecha a mano, trenzada sobre una trama verde. Junto a la cama, sobre una mesa cuadrada de patas torneadas, había una lámpara de petróleo, centrada sobre un tapete de ganchillo blanco.

Contra el ángulo opuesto del techo, una cómoda alta, cubierta con un camino bordado de níveo algodón blanco, bordeado de encaje hecho a mano. En la esquina que quedaba a la izquierda de la puerta asomaba desde la cocina el tubo negro de la estufa, que se perdía luego en el lecho. Al otro lado, junto a la ventana, sobre un pedestal bajo, había una jarra y una palangana Y en la parte de abajo, una compuerta que, sin duda, ocultaba un "servicio para la noche". En la pared, junto al lavatorio, colgaba un espejo enmarcado en hojalata, con una barra adosada de la que colgaba una gran toalla blanca. Junto a la minúscula ventana, una enorme mecedora de roble con almohadones de percal verde y rosado en el asiento y el respaldo.

La mirada de Linnea se posó en las ásperas vigas del techo y procuró ahogar el desencanto. El cuarto que tenía en su casa estaba decorado con papel de llores y tenía dos grandes ventanas que daban a dos sitios diferentes. Cada primavera, su padre daba una capa de pintura marfil al revestimiento de madera y los suelos de roble se barnizaban para darles un brillo permanente. En su hogar, de una gran chimenea provenía una corriente constante de calor y el pasillo llevaba a un cuarto de baño recién instalado, con agua corriente. Contempló el ático oscuro, de techo tosco, y buscó algo que lo hiciera grato. Los tapetes blancos, impecables, sin duda estaban almidonados y planchados con gran cuidado, y Linnea recorrió con la vista la alfombra trenzada a mano, el suelo de linóleo, que, al parecer, había sido colocado en honor del nuevo maestro, y vio que Nissa, a su lado, esperaba algún gesto de aprobación.

– ¡Qué… grande!

– Sí, es grande, pero, de todos modos, se dará usted la cabeza contra esos maderos.

– Es mucho más grande que el cuarto que tengo en mi casa, que, además, tengo que compartir con mis dos hermanas. -Linnea, si alguna vez quisiste ser actriz, este es el momento. Disimulando la decepción cruzó la habitación, mirando sobre el hombro-

– ¿Le molesta si pruebo esto?

– Nissa cruzó las manos sobre el vientre, con aire complacido, viendo cómo la joven se sentaba en la silla acolchada y se mecía, levantando los pies en el aire. Para aumentar el efecto, lanzó una breve carcajada, acarició los brazos curvos de la silla y dijo con apreciable sinceridad-: En mi casa, como somos tres en una habitación, no queda espacio para mecedoras. -Apuntó con la barbilla hacia la minúscula ventana, como si estuviese dichosa- ¡No sé qué haré con tanto espacio para mí sola! -Y extendió los brazos.

Cuando bajaban las escaleras, la mujer estaba radiante de orgullo. La cocina estaba vacía, pero Theodore había dejado la maleta junto a la puerta. Al mirarla, Linnea sintió que se le renovaba la decepción: no había tenido, siquiera, la cortesía de ofrecerse a llevarla arriba como hubiese hecho cualquier caballero.

Nissa había sido lo bastante considerada para hacerlo, pero, de pronto Linnea se sintió desanimada por la dudosa bienvenida recibida en esa casa.

– Nissa, no quisiera causar fricciones entre usted y su hijo. Tal vez seria mejor si…

– ¡Ni lo digas, muchacha! ¡Deja que yo me encargue de é!! Y habría llevado ella misma la maleta arriba si Linnea no se hubiese apresurado a hacerlo,

Sola por primera vez en el altillo, bajo las vigas, dejó la maleta sobre la alfombra y se dejó caer, abatida, sobre la cama. Se le cerró la garganta y le escocieron los ojos.

"No es más que un hombre. Un hombre viejo, amargado, malhumorado. Soy una maestra graduada y el comité escolar me ha dado su aprobación. ¿Acaso eso no tiene más peso que la opinión de ese intolerante?"

Pero dolía.

No era así como soñaba que sería al llegar allí: las sonrisas francas, tos cordiales apretones de manos, el respeto… eso era lo que más ansiaba, pues con sus dieciocho años sentía que había ganado el derecho a ser respetada, no sólo como maestra sino como adulta. Y ahí estaba lloriqueando como una idiota porque el recibimiento no alcanzaba a sus expectativas.

"Bueno, eso es lo que ganas cuando te dejas llevar por tu tonta imaginación." Las lágrimas borronearon el contorno de la maleta y las rosas de la alfombra.

Tenias que arruinarlo todo, ¿no, Theodore Westgaard?

Pero ya verás,

¡Te lo demostraré!

Загрузка...