Realmente, el fin de la cosecha señalaba la plena presencia del invierno. Una mañana, a principios de noviembre, se levantaron y se encontraron en medio de un mundo blanco. Linnea miró por su minúscula ventana y lanzó una exclamación de deleite. Durante la noche, Dakola del Norte se había convertido en una prístina tierra de maravillas. Sin embargo, antes de haber cubierto la mitad del trayecto a la escuela, ya la nieve dejó de parecerle tan romántica y comenzó a considerarla un fastidio. Avanzando con dificultad, se movía con tanta agilidad como una momia recién vendada. Señor, ¿no podría alguien inventar algo más práctico que esas desdichadas polainas para protegerse de la nieve?
Y las polainas no eran lo peor. Debajo se había puesto una larga ropa interior gruesa que le iba desde la cintura hasta los tobillos, y encima, medias largas de lana negra, sujetas en el borde superior por un apretado anillo de goma que le apretaba y le cortaba la ingle. Sobre todo este bulto, unas sobrecalzas de lona caqui, una prenda rígida, con ballenas de refuerzo que iban del tobillo a la rodilla, y todo enlazado al costado por medio de ojalillos y cordeles que le cortaban más aún la circulación. Sumado a eso, las botas de goma. ¡Se sentía como andando sobre barriles!
La nieve había producido excitación en la escuela. Y charcos. Olor a lana mojada. Narices chorreando. Desorden en el guardarropa, donde había sobrecalzas tiradas bajo los bancos y echarpes de lana caídos sobre el suelo sucio y mojado y mitones perdidos y botas confundidas. Después del recreo, llegaba el peor olor: el de la lana quemada de los mitones puestos a secar sobre la reja de la estufa.
Linnea designó un monitor del guardarropa, dio órdenes de que ningún niño fuese a la escuela sin pañuelo y procuró recordar pedirle al inspector Dahí una rejilla de madera para colgar la ropa.
Pero la nieve también trajo alegría. En el recreo, jugaban al zorro y el ganso, y Linnea empujaba el borde de la rueda con tanto entusiasmo como los más pequeños. Estos hacían "ángeles" en la nieve y parloteaban a cerca del día de Acción de Gracias, que estaba a punto de llegar. Los más grandes hacían planes para colocar líneas de trampas en el fondo del arroyo, con la esperanza de ganar dinero en el invierno.
Con la llegada de la nieve, también en la casa las cosas cambiaron.
Se modificó la rutina de la granja. Todo se relajó. Una vez más, la familia se reunía a las horas de las comidas, y Kristian empezaba a manifestar una marcada mejoría en sus modales en la mesa. Por las mañanas, la cocina olía a leche. La separación de la crema ya no se hacía fuera sino dentro.
Dos de los gatos del establo se acomodaron debajo de la cocina. Por las noches, a menudo se veía a Nissa con agujas de tejer en las manos. Línea advertida por los galos, corregía las tareas en la cocina en lugar de hacerlo en su cuarto del altillo, expuesto a las corrientes de aire.
El tiempo se volvió helado. Igual que sus alumnos, cuando caminaba se envolvía una bufanda de lana alrededor de la cara y hasta con los gruesos mitones con frecuencia tenía los dedos ateridos antes de llegar a la escuela.
Un día, al regresar a casa, se encontró con Theodore y John trabajando en un pequeño cobertizo, cerca del pozo. Atravesó el patio, se bajó el echarpe y los saludó:
– Hola, ¿qué están haciendo ustedes dos?
– Preparándonos para matar una vaca -le respondió John, formando una nubecilla blanca con el aliento.
– ¿Aquí?
El cobertizo no tenía más que unos dos metros cuadrados, estaba hecho de madera, con suelo sin desbastar, y en el centro había un escotillón cuadrado.
Theodore y John intercambiaron sonrisas. En ocasiones, la pequeña señorita hacía preguntas de lo más ridículas.
– No -aclaró Theodore-, aquí es donde almacenamos la carne. Antes de matar a la res tenemos que preparar el hielo.
– Ah.
Se afanaban bombeando agua en un profundo hoyo cuadrado que había debajo del suelo. Al día siguiente, Linnea tuvo ocasión de observar la ingeniosa eficiencia de la cámara para guardar la carne cuando los halló extendiendo una capa de paja limpia sobre el enorme bloque de hielo sólido, ya listo para la carne recién cortada.
A la tarde siguiente, día de matanza, cuando volvió a la casa la cocina estaba transformada en un espectáculo que le revolvió el estómago. Los dos hombres se atareaban aserrando la carcasa de una vaca sobre la misma mesa de la cocina, y Nissa se ocupaba de rellenar las salchichas.
Mientras observaba la asquerosa operación, el rostro de la muchacha adquirió un tinte verdoso. Disimulando la sonrisa, Theodore bromeó:
– ¿De dónde creía que salía la carne, señorita?
Pasó tan rápido por la cocina que pareció que la perseguían las llamas cuando subió la escalera, en la prisa por escapar de ese espectáculo nauseabundo.
Esa noche, después de la cena, Theodore, Nissa y Kristian se sentaron a la mesa y cortaron, con suma paciencia, tiras largas y finas de carne y fueron echándolas en un barril con salmuera.
– ¿Y eso qué es?
– Cuando terminemos, será cecina -respondió Nissa sin levantar la vista-. Lo dejamos en remojo un par de semanas, lo colgamos a secar en el granero… no hay nada que lo supere.
A la noche siguiente, en la cocina había un olor delicioso, y durante la cena le pasaron un cuenco en el que había un espeso cocido con carne, patatas, zanahorias, cebollas y salsa. Untó con mantequilla una rebanada del pan hecho por Nissa, se sirvió el estofado que olía de rechupete y atacó: era delicioso, sin discusión. ¡Y cuánto más agradables resultaban las comidas ahora que habían aprendido a conversar!
Kristian le preguntó a Nissa dónde se haría ese año la cena de Acción de Gracias.
– Les toca a Ulmer y Helen -respondió la abuela.
– Oh, abuela, las cenas de la tía Helen no son tan buenas como las tuyas. Me gusta más cuando celebramos Acción de Gracias aquí.
– Navidad será aquí, y entonces comerás mis guisos.
Intervino John:
– Las comidas que prepara mamá serán buenas, pero no pueden competir con el estofado de corazón.
– ¿Estofado de corazón?
Linnea se quedó boquiabierta y clavó la vista en su plato.
– Ese era uno de los corazones más grandes que he visto este año -agregó Nissa- Comed.
Linnea tuvo la impresión de que sus tripas rodaban y se sacudían con violencia. Se le cayó la cuchara de los dedos y se quedó mirando con la boca abierta la porción a medio comer que tenía delante. ¿Qué haría con el bocado que tenía en la boca?
En ese instante, Theodore dijo:
– No creo que la señorita Brandonberg comparta la opinión de John.
Todas las miradas se centraron en ella. Inhaló una gran bocanada de aire, se fortaleció y tragó con valor. El estofado de corazón hizo un inmediato intento de regresar. Se apoderó de la taza de café, bebió un gran sorbo, quemó la boca. Empezaron a saltársele las lágrimas.
– ¿Pasa algo malo con el estofado de corazón? -observándola por encima de las gafas ovaladas, preguntó Nissa,
– Yo…ehhh…,
– Ma, creo que sería una grosería que le contestara. -Theodore, disimulando la sonrisa intervino.
– Di… discúlpenme -logró decir Linnea, en voz débil y temblorosa. Empujó la silla hacia atrás, arrojó la servilleta y fue directamente escaleras arriba, corriendo como un mapache delante de la jauría, tapándose la boca con la mano.
Se oyó el portazo en la planta alta.
Los cuatro que estaban en la mesa intercambiaron miradas significativas.
– Es melindrosa en la mesa, ¿no? -observó Nissa, con sequedad, y siguió comiendo, tranquila.
– Supongo que deberíamos de habérselo advertido, teniendo en cuenta cómo reaccionó con los emparedados de lengua -dijo Theodore, aunque por dentro sonreía.
– Creí que era noruega. Nunca supe de un no noruego que fuese tan melindroso.
– Sólo es noruega a medias -les recordó Kristian-. La otra mitad es sueca. ¿Recordáis?
– Ah, esa debe de ser la parte delicada -concluyó Nissa.
Arriba Linnea estaba acurrucada en la cama, inmóvil. Cada vez que evocaba el desagradable espectáculo que presentaba la cocina el día anterior e imaginaba un gran corazón palpitante, el revoltijo aumentaba. Se obligó a pensar en cosas más agradables: los caballos que corrían en medio del viento fresco y limpio; las campanillas trepando por el molino de John; los niños jugando a zorro y ganso sobre la nieve recién caída.
Se oyó un suave golpe en la puerta.
– ¿Sí? -contestó con voz débil.
– Señorita Brandonberg, ¿está bien?
Era Kristian… el considerado y cariñoso Kristian.
– No mucho.
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Me temo que ya lo hizo el estofado de corazón.
– ¿Está realmente descompuesta?
Hizo una inspiración profunda.
– Bastante.
Mirando la puerta cerrada, Kristian no pudo menos que sonreír.
– La abuela dice que si se siente muy mal puede tomar un poco de extracto de peperina.
– Gr…Gracias, Kristian.
– Bueno, buenas noches.
– Buenas noches.
Esa noche, tendido en la cama, Theodore no pudo contener la sonrisa al recordar la cara de Linnea cuando se enteró de lo que estaba comiendo. Esas ocasiones en que parecía más joven era cuando más lo atraía: cuando hacía arcadas ante comidas que no conocía, cuando se quedaba mirando un agujero hecho en el hielo con el echarpe atado bajo la barbilla, cuando estaba con ese vestido a media pierna con los brazos cruzados tras la espalda, cuando se sujetaba el cabello con una ancha cinta y lo dejaba suelto sobre el cuello alto. Y, claro, cuando su mirada cruzaba la cocina a media luz y lo miraba con esos inocentes ojos azules que se negaban a admitir las razones obvias por las que los dos debían combatir la atracción mutua.
Desde aquella noche, no hubo más oportunidades de estar solo con ella. Gracias al cielo. Pero, a la hora de dormir, cuando estaba acostado de espaldas contemplando el lecho, imaginaba el cuarto de la planta alta. A veces se permitía imaginar cómo sería si ella tuviese treinta, o incluso veinticinco. Pero esos pensamientos lo hacían desdichado, y terminaba tendiéndose boca abajo, ocultando los gemidos en la almohada y deseando que el sueño librase su mente de deseos prohibidos.
Los pensamientos de Linnea eran bastante diferentes. A medida que pasaban los días, la diferencia de edad le importaba cada vez menos. La madurez de Theodore lo hacía más deseable a sus ojos. El cuerpo ya entrado en carnes, mejorado por años de trabajo arduo, le resultaba mucho más atractivo que los cuerpos esbeltos de los hombres más jóvenes. Las pocas arrugas que le rodeaban los ojos le daban carácter a su rostro atractivo. Y ella sabía hacerlo reír de modo que desaparecieran. Aunque no supiese leer, conocía cosas que importaban más que las palabras escritas: sabía de caballos y cosechas, del clima y las máquinas, y de miles de cosas relacionadas con la vida de la granja y que le parecían fascinantes. Las pocas veces que compartía con él esas cosas, aumentaba su deseo de aprender cosas con él.
Lo imaginó durmiendo en la planta baja y recordó la noche en que la besara. Cerró los ojos y dejó que los sentimientos invadiesen su cuerpo joven y vibrante. Besar la almohada ya no le bastaba como sustituto del beso real, y estaba dispuesta y decidida a obtener más de eso.
Una noche, a mediados de noviembre, la familia Westgaard en pleno se congregó en la casa de Theodore para una partida de naipes improvisada.
En poco tiempo la casa estaba atestada de parientes. Los adultos dispusieron varias mesas en la cocina, mientras que los más pequeños se cobijaron en los cuartos de Kristian y de Nissa y en el vestíbulo de entrada. Los niños reían, jugaban con muñecas de papel u organizaban sus propias partidas de naipes, y Linnea fue invitada a unirse a los adultos en el juego de la "mancha".
En ese juego se anunciaban las apuestas al comienzo de cada mano. Los participantes ocupaban puntos designados: alto, bajo, jick, figura, comodín y el total de puntos de la partida. Linnea quedó como compañera de John, y se sentó enfrente de él en una mesa de cuatro, con Lars a la derecha y Clara a la izquierda.
Cuando se repartieron las cartas, preguntó:
– ¿Qué es un jick?
– Una figura izquierda -respondió John, levantando sus cartas-. ¿Nunca ha jugado?
– Oh, sí, pero nunca tuvimos un naipe llamado "jick".
– Lo contrario de la figura, del mismo color que los triunfos -explicó.
Linnea lo miró parpadeando, sorprendida. Al comenzar el juego, comprobó que, si John era lento para muchas cosas, no lo era para los naipes. Juntos formaron un equipo imbatible. En poco tiempo, ella y John se convirtieron en la sensación, pues ganaron casi todas las manos. La primera partida la ganaron con facilidad y, a medida que avanzaba la velada, confirmaron su calidad de ganadores.
Entre partidas, Ulmer pasaba pequeños vasos de un líquido transparente y ponía uno junto al codo de Linnea, igual que hacía con todos los demás. La muchacha probó un sorbo, jadeó y se abanicó la boca.
– Aquavit -le informó John, sonriendo por encima de las cartas.
– ¿Ah… ah… aquavit? -alcanzó a decir, conteniendo el aliento-. ¿Qué tiene?
– Oh, un poco de patatas, un poco de semillas de alcaravea. Es bastante inofensivo, ¿no es cierto, Lars?
Linnea sorprendió la sonrisa picara que pasó entre los hermanos.
John alzó el vaso, bebió el poderoso licor noruego de un trago y cerró con fuerza la boca unos diez segundos, antes de volver a respirar. Linnea se quedó mirándolo, a ver si se le saltaba la tapa de los sesos. En cambio, cuando al fin abrió los ojos, sonrió satisfecho y asintió.
A medida que transcurría la noche, los vasos volvían a ser llenados y, si bien Linnea bebió mucho menos que los hombres, su ánimo se ablandó en la misma proporción que todos los presentes. No supo cuándo su talante pasó de complaciente a tonto y luego a fanfarrón. Al parecer, marchaba al mismo ritmo que la aceleración del entusiasmo provocado por el juego. Ululaban y gritaban y se levantaban de un salto con las grandes jugadas. A menudo, se jugaba un naipe con un puñetazo sobre la mesa que la hacía levantarse del suelo. A continuación, todos rugían de risa o maldecían con buen humor.
A sus espaldas, Linnea oyó vociferar a Trigg:
– ¡Maldito seas, Teddy, ya me parecía que debías de tener alguna figura escondida en alguna parte!
Linnea miró sobre el hombro y vio que Theodore dibujaba una sonrisa como una luna creciente, con el rostro arrebatado por el licor y un mechón de pelo colgándole sobre la frente.
Theodore la sorprendió cuando jugaba otra carta ganadora y le dirigió un gran guiño mientras recogía sus naipes.
Linnea se volvió de nuevo hacia su compañero, pero lo hizo demasiado rápido y el cuarto pareció ladearse un poco. Volvió a circular la botella con la etiqueta donde se leía linje akrvitt. A esas alturas, la muchacha supo que estaba agradablemente ebria ¡y dos tercios de sus alumnos eran testigos! Dejó de beber, pero el daño ya estaba hecho. Lanzaba risillas a menudo y tenía la impresión de ver todo a través de una niebla dorada.
Aun así, ella y John seguían ganando. Al final de una mano, Lars se respaldó en la silla, sobre dos patas, y le gritó a Nissa:
– ¡Eh, ma, aquí nos vendría bien un poco de estofado de corazón!
Linnea alzó la cabeza con brusquedad… al menos eso creyó, aunque todo pareció moverse con suma lentitud.
Sin alzar la vista, siquiera, Nissa gritó:
– ¿Por qué, Lars? ¿Necesitas librarte de alguien?
Era evidente que todos estaban enterados de cómo había huido de la mesa durante la cena, con la cara verdosa, y se preguntó quién lo habría divulgado. Miró a Theodore y vio que sonreía con los labios apretados.
– Muy bien, ¿quién es el chismoso?
– John -acusó Theodore, señalando al hermano con el dedo.
– Theodore-dijo John, también señalando.
Todos empezaron a reír entre dientes y, de pronto, el episodio del estofado también resultó divertido para Linnea. Rió y rió, mientras toda la cocina estallaba en carcajadas.
Hacía años que no se reía tanto. Estos Westgaard, cuando se soltaban, realmente sabían cómo divertirse. Se sintió parte de la gran familia bulliciosa como si llevase el mismo apellido.
A mitad de la velada, todos se estiraron, respondieron al llamado de la naturaleza y luego volvieron, organizando nuevas mesas.
– ¿Qué dice, Estofado de Corazón? ¿Me acepta?
Al darse la vuelta, Linnea se encontró con Theodore a su lado, sonriente, con el mechón de pelo todavía colgándole sobre la frente y los ojos bailoteándole con malicia. Linnea levantó una ceja:
– ¿Cree que es lo bastante bueno…-hizo una pausa, y agregó-,…Teddy?
Oprimiéndose el pecho con una mano y adoptando un aire ofendido respondió:
– ¡Yo! ¿Que si soy lo bastante bueno? Caramba, juego a la mancha desde antes de tener patillas.
– ¿Desde antes de tener patillas? -Compuso un ceño burlón y apretó los labios-: ¡Ay, ay, ay! ¡Cuáaanto tiempo! Es probable que sea demasiado bueno para mí. De todos modos, Trigg ya me ha pedido que sea su compañera. Pero siéntese y le daremos una oportunidad de derrotamos. -Apartó la silla que formaba ángulo recto con la de ella-. Venga, Trigg. ¡Demostrémoste a este gran fanfarrón quién es capaz de manchar a quién!
El juego se reanudó. Teniendo a Theodore tan cerca, Linnea era consciente de cada uno de sus movimientos. Cada tanto, él bebía un sorbo de aquavit y la miraba con el rabillo del ojo. A veces apoyaba los codos sobre la mesa; otras, echaba la silla atrás, apoyándola sobre dos patas, con las rodillas separadas, y estudiaba sus naipes. Luego entrecerraba los ojos y la observaba sobre sus cartas como si estuviese deduciendo cuál sería la próxima jugada de ella antes de hacer la suya. Cada tanto, se deshacía de una carta como si fuese indudable que se llevaría la baza. A veces ella tenía una carta mejor y la estampaba con ruido sobre la mesa antes de pasársela a Trigg para que recogiese la baza. Linnea y Trigg les ganaron cuatro juegos y Teddy y Ciara, dos. Cuanto acabó la partida, Theodore se echó atrás y le gritó a John:
– John, la semana que viene conseguiré a Estofado de Corazón como compañera.
– No creo -respondió John, también gritando-. Yo la descubrí primero.
Protegidos por el ruido y la confusión de sillas arrastradas y mesa que se vaciaban, Theodore y Linnea intercambiaron una breve mirada ardiente y ella murmuró, para que sólo él la oyese:
– Si, él me descubrió primero -y se volvió.
Retiraron las cartas y pusieron la comida sobre la gran mesa de roble y durante todo el tiempo Linnea sintió la mirada de Theodore sobre ella. El almuerzo era todo un festín: unas patatas fritas llamadas fattigman, gammelosi, un sabroso queso y una entrada de aspecto sospechoso a la que se referían como blodpose.
Levantando la nariz, Linnea preguntó con expresión desdeñosa:
– ¿Qué significa blodpose?
Dirigió la pregunta a Theodore, esperando alguna réplica burlona, pero él se limitó a sorber el café y apartó la mirada. En cambio, John le respondió:
– Esta vez, te ha pillado, ma.
Sonaron unas risas, pero Theodore siguió serio.
– ¿Qué significa? -insistió Linnea, aferrando el brazo de John.
– Salchicha de sangre.
– ¡Salchicha de sangre!
Linnea gimió y representó el papel dramático de desmayada, apretándose el estómago y doblándose sobre la mesa. Todos rieron menos Theodore.
Cuando retiraron los restos de la comida, los mayores recogieron a sus somnolientos hijos, los cargaron en las carretas llenas de heno y se dirigieron hacia sus respectivos hogares.
Kristian, que había estado empinando el codo a escondidas, se apresuró a desaparecer en la planta alta para escapar al examen de la abuela.
Nissa hizo "el largo viaje" afuera, al fondo, en el frío, y cuando volvió, Linnea hizo lo mismo.
Cuando volvía a la casa, trató de dilucidar la razón del súbito cambio de talante de Theodore, pero su cabeza no funcionaba demasiado bien. Echó la cabeza atrás y aspiró profundas bocanadas de aire, tratando de neutralizar los poderosos efectos del aquavit. Sin embargo, a pesar de la comida, el café y el aire fresco, todavía sentía la cabeza ingrávida y le zumbaba.
De vuelta en la casa, vio que habían dejado la lámpara en la mesa de la cocina encendida para ella. Como su estado no le inspiraba confianza para llevarla al subir la escalera, bajó la mecha hasta que la cocina se sumió en la penumbra. Cuando iba de puntillas hacia la escalera, se abrió la puerta del dormitorio de Nissa y una mancha de oro pálido se derramó sobre la sala y en la oscuridad de la cocina.
– ¿Nissa? -preguntó en voz queda.
– No.
Linnea hizo una brusca inspiración, y contuvo el aire al ver que Theodore aparecía en el vano y se interponía en su camino. Estaba descalzo y sin camisa.
Al resplandor difuso, la parte de arriba de la ropa interior era sólo un borrón pálido. Distinguió el contorno de los tirantes que colgaban hasta las rodillas, como aquel día en la escuela, y el borde del cuello con varios botones abiertos.
El rostro estaba en la sombra y aun así percibió la hostilidad en la pose de pies separados y los brazos rígidos a los lados.
– Ah, es usted.
– De cualquier modo, no esperaba que fuese Nissa, ¿verdad?
– ¡No esperaba a nadie!
Pasó alrededor de él y fue hacia la escalera, pero no había pisado el primer escalón cuando él la hizo girar por un brazo.
– Ah, ¿no?
En ese rellano estrecho y oscuro los pechos de ambos casi se tocaban. La apretaba de un modo que le hacía daño.
– Theodore, ¿qué le ha dado de repente que está lastimándome el brazo? ¡Suélteme!
Al contrario, la oprimió con más fuerza.
– Pequeña señorita, si no puede mantener la cordura cuando bebe aquavit, tal vez debería atenerse a la leche. ¡De todas maneras, es más apto para una persona de su edad!
– ¡De mi edad! Tengo dieciocho años, Theodore Westgaard. ¡No se atreva a tratarme como a una niña!
– Dieciocho, y se cree bastante mayor, ¿eh? -se burló.
– ¡Sí! -Lo dijo en un susurro furioso, furiosa por no poder gritarle pues podría despertar a toda la casa-. ¡Aunque usted no lo haya notado!
El hombre rió con desdén, conteniendo la voz.
– Pequeña señorita, no basta con haberse ido de su casa y con usar un sombrero con alas de pájaro y beber aquavil para ser adulta.
– ¡Deje de llamarme así! Ya le he dicho que…
– ¿Por qué le dio por coquetear con John esta noche? -Dos manos le ciñeron los brazos con tanta fuerza que casi la pusieron de puntillas-. Él no es muy inteligente, ¿no lo sabe? Pero eso no significa que no tenga sentimientos. ¿Cómo se le ocurre provocarlo de ese modo? ¿Y si cae en su triquiñuela, entonces qué? No es como otros hombres, no la entendería si le dijese que sólo estaba bromeando.
– ¡Usted está loco! ¡Yo no estaba coqueteando con John!
– Ah, ¿y cómo calificaría a estar todo el tiempo colgada de su brazo y a afirmar que él la descubrió primero?
De repente, Linnea entendió cómo debió de interpretarlo Theodore.
– P…pero no quise decir nada con eso.
– No fue eso lo que pareció. No fue eso lo que pareció, en absoluto. -Le dio un leve empujón que amenazó más todavía su equilibrio-. Una lección, ¿eh? Eso es lo que pasa cuando una niña pequeña trata de actuar como una persona grande y bebe demasiado aquavit.
Linnea no luchó ni se rindió, más bien permitió que siguiera apretándole los brazos, sabiendo que le dejaría una hilera de marcas moradas. Suspiró:
– Oh, Theodore, cómo puede estar tan ciego -dijo en voz suave, apoyándole los dedos en el pecho-. ¿Cuándo entenderá que no soy una niña, como usted tampoco es un viejo?
La soltó como si se hubiese convertido en una antorcha viviente, y Linnea lo agarró de la pechera para retenerlo. Bajo sus nudillos, sintió palpitar locamente el corazón del hombre.
– Admítalo, Theodore.
La sujetó por las muñecas y le obligó a bajar los brazos.
– Ha bebido demasiado, señorita Brandonberg.
– ¿En serio? -preguntó ella con calma.
La cabeza de él se cernió sobre ella. El apretón en las muñecas era fatal Y la voz estaba tensa de rabia.
– Primero John y ahora yo. Hermano contra hermano, ¿no es cierto?
– No -suplicó con suavidad, comprendiendo la necesidad de Theodore de erigir barreras-. Por favor… no lo haga.
Estaban atrapados en las garras de la tensión más fuerte que hubiese experimentado jamás ninguno de los dos. Las yemas de él se hundían en la piel suave de las muñecas de ella, donde el pulso latía caliente y rápido.
Las sombras de la escalera no dejaban ver más que los vagos contornos de sus caras, que se contemplaban en silencio. Pareció que la noche palpitaba alrededor de ellos con seductora insistencia.
De pronto, con un felino sonido amortiguado, Linnea se soltó, le echó los brazos al cuello y apretó sus labios contra los de él. Theodore no respondió de ninguna manera y se mantuvo rígido, con los labios apretados durante diez segundos. Luego le apoyó las manos en los hombros, tratando de apartarla a la fuerza. Pero ella se aferró a él, vehemente y ansiosa, consciente de que moriría de humillación si él se empecinaba y se negaba a devolver el beso. Theodore le hundió los pulgares en los omóplatos, los dedos en la espalda. El empujaba y ella se aferraba, hasta que los dos temblaban en silencioso combate, con la respiración agitada. De repente, cedió. Las manos fuertes la atrajeron y los pechos se tocaron. Con un gemido de rendición, ladeó la cabeza y comenzó a devolver el beso moviendo sus labios sobre los de ella ya sin frenos, abriendo la boca para rozar con la lengua sus labios, infantilmente cerrados. Al primer contacto, Linnea se puso un poco tensa y se estremeció de sorpresa. Él murmuró contra sus labios:
– Tú lo pediste, pequeña señorita, así que abre la boca y aprende a besar como una mujer.
La lengua se volvió insistente y a su contacto, Linnea distinguió la diferencia entre este beso y los que había recibido hasta entonces. Los otros le habían causado una ligera repugnancia. Este le exigía respuesta.
Abrió los labios, probando, y sintió la intensa impresión de calor y humedad cuando la lengua audaz de Theodore penetró en su boca por entero, trazando voluptuosos círculos por sus confines. Con timidez, lo imitó, participando de la caricia, saboreándolo, tanteando la textura: lo sintió terso, caliente, con sabor a aquavit y a café. El cuerpo de la muchacha cobró vida, desbordando sensaciones más fuertes que ninguna de las que había vivido hasta el momento.
¡De modo que así es! ¡Oh, Teddy, Teddy enséñame más! Se apretó más y él la aplastó contra la textura lanosa de su ropa interior por un lapso demasiado breve. Antes de que Linnea pudiese notar si el corazón de él golpeaba tan locamente como el suyo, él había retrocedido y alzado la cabeza, manteniéndola apartada. Su aliento le humedeció la cara, haciendo volar hacia atras un mechón de cabello suelto de su frente, mientras que sus entrañas palpitaban por su cuenta. Cuando al fin Theodore habló, lo hizo con palabras tensas que salían de entre sus dientes.
– Estás jugando con fuego, pequeña.
Un instante después había desaparecido, dejándola temblorosa. Linnea se tocó los labios trémulos, el corazón, el estómago. Confundida excitada, subió tambaleante las escaleras hacia la seguridad familiar de su helado dormitorio de la planta alta y se metió bajo las mantas, temblando. Los pechos le dolían de una manera agradable y la cabeza le daba vueltas como loca. Y no sólo por el aquavit.
A la mañana siguiente, cuando despertó, Linnea tenía aún el beso fresco en la mente. Se tocó los labios, como si aún quedara en ellos la huella. Estiró los brazos sobre la cabeza, cerró los ojos y vio la cara de él como cuando le guiñara la noche anterior, sonrojada, alegre, con el mechón de cabellos cayéndole sobre la frente. Un rostro apuesto, una sonrisa que ella anhelaba, una mirada en la que ansiaba perderse. Pensar en él la llenaba de deseos de volver a verlo. Pero ¿qué te diría cuando lo viese? ¿Qué se le dice a un hombre a la mañana siguiente de haberlo obligado a besarla a una profundamente?
Se encontraron en el desayuno, y ella lo miró con abierta fascinación, como si jamás lo hubiese visto antes, sintiendo que le ardían las mejillas.
Por una fracción de segundo, los pasos de Theodore se detuvieron cuando la vio al otro lado de la cocina. El aquavit le había dejado la cabeza tamborileando con un dolor sordo e incesante. Al ver a Linnea con el aliento agitado, vacilante, con las manos apretadas bajo los pedios, el dolor aumentó.
Muévete, lomo, antes de que mamá os vea a los dos mirándoos, con la boca abierta.
– Buenas -dijo, obligándose a apartar la vista de ese rostro radiante, expectante.
– Buenas.
Por primera vez se sintió avergonzado al lavarse delante de ella.
"Qué locura", pensó. Y, sin embargo, durante todo el desayuno evitó mirarla a los ojos. Y la evitó durante todo el día.
Pero Linnea quería decirle algo. Por fin, lo siguió hasta la talabartería a última hora de la tarde. Estaba sentado en la estropeada silla de madera, pasando jabón a una montura sin advertir que ella estaba tras él. Respiró profundamente y trató de hablar con voz firme:
– Hola, Theodore.
El sonido de su voz provocó un terremoto en el corazón de Theodore, pero se contuvo para no saltar. Robar besos en la oscuridad a una muchacha como ella era asunto peligroso. Uno de los dos tenía que recuperar la sensatez y al parecer había sólo una manera de hacerlo. Le lanzó una mirada remota sobre el hombro y siguió trabajando.
– Ah, es usted.
– Lamento lo de anoche.
Le echó otra mirada sobre el hombro, sin sonreír.
– ¿Por qué?
Linnea se quedó estupefacta. ¿Por qué? ¿Era capaz de quedarse ahí sentado, tan conmovido como cualquiera de los caballos de tiro y preguntar por qué? Bajó la vista y dijo en voz baja:
– Usted lo sabe.
– Ah, ¿se refiere a que usted también bebió demasiado?-Reanudó el trabajo, encorvándose sobre la montura-. Siento la cabeza como si tuviese una máquina de vapor dentro.
Tragando saliva, la muchacha posó la vista en los hombros anchos.
– ¿O sea que… que no lo recuerda?
Theodore rió entre dientes, recordando todo vividamente.
– No mucho. Usted fue mi compañera en la segunda vuelta, ¿no es cierto?
Se le agolpó la sangre en el rostro, pero Theodore no se dio la vuelta para verla.
– Sí, en efecto. Y usted se molestó porque yo acepté jugar con John la semana que viene. ¿Eso tampoco lo recuerda?
– Me temo que no. Ese aquavit es fuerte y hoy estoy pagado las consecuencias.
La muchacha se sintió como si hubiese echado raíces durante unos segundos, disminuida por el hecho de que él hubiese olvidado algo que a ella la había sacudido hasta la médula, ¡y no importaba cuánto aquavit hubiese bebido! De repente, entrecerró los ojos y la recorrió una oleada de ira. ¡Estaba mintiendo! ¡Este terco noruego está mintiendo! Pero ¿por qué?
Poniéndose rígida, giró sobre los talones y salió dando un portazo.
Theodore giró en la silla y luego se puso de pie. Pasó por encima de la montura y tiró el trapo aceitado. Con las manos apoyadas en el borde del banco de trabajo, miró por la pequeña ventana hacia el corral nevado, recordando la presión cálida de Linnea contra su brazo el día que soltaron los caballos y la noche pasada, los pechos de ella aplastados contra su pecho, los brazos aferrándose a su cuello… la boca que se ofrecía… tentadora… inocente…
Cerró con fuerza la boca y le temblaron los músculos de las mejillas.
¡Aún con la leche en los labios! ¡Ni siquiera sabía besar!
Con semblante sombrío, estrelló el puño contra el basto banco de trabajo, pero no le sirvió de nada. No ayudó a que ella fuese mayor, ni él más joven.
La familia Westgaard extendida era mucho más apegada de lo que Linnea había imaginado al principio. Lo único que los había mantenido separados era la cosecha. Ahora, con el invierno ya instalado, se acostumbró a verlos con frecuencia. Era natural que se reuniesen en torno de Nissa, de modo que la casa de Theodore se convirtió en el lugar de reunión más frecuente entre las diversas casas.
Linnea llegó a conocer los lugares individuales dentro del clan familiar.
A Ulmer, el mayor, solían pedirle consejo. Como John era lento, era el más protegido y consentido. Theodore era objeto de gratitud por darle un hogar a "ma". También contaba con la simpatía de los demás por ser el que Nissa siempre había elegido para la mayoría de los trabajos duros. Lars era el más feliz, el que siempre contagiaba el buen humor a los demás. Como Clara era la menor, la única mujer y, por añadidura, estaba embarazada, era vergonzosamente mimada por los hermanos, cosa que no había contribuido a estropearle en lo más mínimo el carácter. Cuanto más conocía a Clara, más le agradaba y más aumentaba su necesidad de confiar en la hermana de Theodore.
Desde la noche en que se habían besado, infinitas reacciones se revolvían dentro de ella. Arrepentimiento, curiosidad, irritación y fascinación. Además, estaba convencida de que él también estaba fascinado. Había ocasiones en que alzaba la vista de repente y lo sorprendía observándola desde el otro lado del cuarto. En otras, se apartaba con demasiada rapidez para dejarla pasar cuando se cruzaban en una puerta. Y, una vez, mientras se sentaban a la mesa, se chocaron las espaldas y el rostro se le puso escarlata. Sin embargo, había oportunidades en que se comportaba como si le irritase el simple hecho de vivir en la misma casa que ella. En otras daba la impresión de no notar su existencia. De un día a otro, Linnea no tenía idea de los pensamientos que bullían tras el ceño adusto o el rostro despojado de expresión.
A medida que aumentaba su frustración, se sentía impulsada hacia Clara. Pero era la hermana de Theodore. Quizá no fuese correcto que Línea quisiese airear sus sentimientos con alguien tan cercano a él. Pero no había ninguna otra persona y, cuando advirtió que se mostraba intolerante con los niños en la escuela, comprendió que ellos no tenían por qué pagar su frustración. Necesitaba una confidente.
Un sábado fue caminando a la granja de los Linder y Clara misma le abrió la puerta. Tras un cariñoso abrazo de recibimiento, se sentaron a la mesa, y Clara reanudó la tarea de limpiar huevos con un bloque de lija.
Tomó un huevo castaño de una cesta de mimbre. Cuando le pasaba la lija, producía un suave siseo en el recinto acogedor.
Linnea manoseaba el borde de la silla, observando las manos industriosas de clara y pensando cómo empezar.
– ¿Quieres un poco de café? -le preguntó Clara.
– No, gracias, yo… -Juntó las manos entre las rodillas-. Clara, ¿puedo hablar contigo?
– Estás tan tensa que debe de ser algo serio.
– Lo es. Por lo menos lo es para mí.
Clara aguardó. Linnea se removió, nerviosa. El siseo seguía.
– Vas a gastar el barniz de esa silla. ¿De qué se trata?
– ¿Recuerdas la noche que me embriagué un poco con aquavit?
Clara rió entre dientes.
– Claro. Hay algunos de tus alumnos que aún siguen comentándolo.
– Creo que hice el tonto.
– No más que todos nosotros.
– Quizá no mientras vosotros estabais allí, pero después sí.
– ¿Después?
Clara sacó otro huevo del cesto y el papel de lija volvió a raspar rítmicamente.
Linnea sintió como si el huevo se le hubiese atravesado en la garganta. Antes de perder valor, tragó y barbotó:
– Theodore y yo nos besamos.
La lija se inmovilizó en el aire.
– ¿Besaste a Theodore? -Los ojos de Clara se agrandaron-. ¿A nuestro Theodore?
– Sí.
Clara se respaldó en la silla y estalló en una carcajada franca.
– Oh, eso es maravilloso. -Apoyó la mano con el huevo sobre su taza-. ¿Y él qué hizo?
– Me devolvió el beso y después se puso furioso conmigo.
– ¿Por qué?
Linnea se encogió de hombros, unió las manos sobre la mesa y juntó los pulgares. Fijando en ellos una mirada ceñuda, respondió:
– Dice que soy demasiado joven para él.
Clara reanudó el lijado.
– ¿Y tu qué piensas?
– Creo que no pensé. Sólo tuve ganas de hacerlo y lo hice.
Clara advirtió el ceño de la joven y no pudo contener una sonrisa.
– ¿Y qué tal estuvo?
Linnea levantó la cabeza y las miradas se encontraron. ¿Clara no estaba molesta? La hilaridad de la mujer disipó sus temores y se sintió con fuerzas de confiarle lo que necesitaba.
– Lo que sé es que fue mejor que con Rusty Bonner.
Clara pareció nuevamente sorprendida.
– ¿También besaste a Rusty Bonner?
– La noche del baile en el cobertizo. Pero Theodore nos sorprendió y se molestó. Por eso Rusty desapareció tan de repente al día siguiente. Theodore lo echó.
Clara se respaldó otra vez en la silla y dejó de ocuparse de los huevos.
– Bueno, caramba.
– ¿No estás enfadada? Me refiero a que yo besara a Theodore.
– ¿Enfadada? -Clara rió-. ¿Por qué debería enfadarme? Teddy se pone muy melancólico. Necesita que alguien lo reanime un poco y pienso que tú eres la persona indicada para hacerlo.
Hasta que Clara lo aceptara con tan buen ánimo, Linnea no había advertido lo preocupada que estaba por lo que pudiese pensar la familia acerca de su interés por Theodore.
Si él lo aceptara del mismo modo…
Pero no era así. Se mantenía empecinadamente distante.
Linnea y Clara volvieron a verse el domingo, cuando los Línder pasaron a visitarlos por la tarde. Cuando llegaron, Linnea estaba en su cuarto helado, corrigiendo tareas, porque Theodore estaba sentado a la mesa de la cocina. Sonó un golpe suave en la puerta y luego asomó la cabeza de Clara.
– Hola, ¿molesto?
– No, sólo estoy corrigiendo. ¡Pasa!
– Cielos, qué frío hace aquí.
Se frotó los brazos mientras entraba.
– ¿Hace demasiado frío para ti? -Linnea observó el vientre prominente de Clara- Quiero decir, ¿no hay problema si le quedas un rato?
Clara vio qué era lo que miraba Linnea. Se acarició el vientre y rió.
– Oh, cielos, si, está bien. -Curiosa, fue hasta el fondo de la habitación-. Hace años que no subo aquí. ¿Estás segura de que no te interrumpo?
Linnea dejó el trabajo a un lado y metió los dedos ateridos entre las rodillas.
– Créeme, es un placer ser interrumpida cuando estás corrigiendo tareas.
Clara levantó el papel que estaba arriba de todo, lo miró distraída y lo dejó otra vez.
– Muchas veces te envidio por tener un empleo como el que tienes, lejos de tu hogar, independiente, ¿sabes?
– ¡Tú me envidias a mí!
– ¿Cómo no? Nunca he estado más allá de Dickinson. Tu vida es independiente. Excitante.
– No te olvides de los miedos.
– No te he visto muy a menudo asustada.
– ¿No? Bueno, supongo que sé disimular.
Clara rió.
– ¿Alguna vez te conté cómo me asustó tu hermano el día que fue a buscarme a la estación?
– ¿Teddy? -Clara rió entre dientes, fue hasta la cómoda y curioseó los efectos personales de Linnea. Entre ellos estaba el ágata que tenía una bella franja transparente de color ámbar-. Oh, por dentro Teddy es un blando… ¿qué te hizo? ¿Te obligó a cargar tus propios bártulos?
Dejó la piedra en su lugar y miró por encima del hombro.
– Peor que eso. Me dijo que tendría que buscar otro sitio donde alojarme y comer, porque él no quería a ninguna mujer viviendo en su casa.
– Probablemente, por causa de Melinda.
Los ojos de Linnea adquirieron una expresión de asombro e interés.
– Nunca habla de ella, ¿Cómo era?
Clara se dejó caer en el borde de la cama, levantó una rodilla y, por unos segundos, se puso pensativa.
– Melinda daba la impresión de ser dos personas. Una, alegre y animosa… la que vimos al principio, cuando apareció sin avisar diciendo que venía a casarse con Teddy. La otra era lo contrario. Callada y melancólica. En aquella época, como yo no tenía más que once años, no lo comprendí, pero cuando fui más grande y tuve mis propios hijos, lo he pensado. Pienso que parte del problema de Melinda fue que la depresión post parto le dio más fuerte de lo que suele ser y…
– ¿Depresión post parto? -la interrumpió Linnea, confundida.
– ¿No sabes lo que significa?
Linnea negó con la cabeza. Clara apoyó una mano sobre su voluminoso vientre y se sostuvo con la otra.
– Es después del nacimiento del niño, cuando las mujeres solemos ponernos muy tristes y lloramos constantemente. Nos sucede a todas.
– ¿De verdad? -Linnea fijó la vista en el vientre de Clara y se llenó de asombro.
– Es extraño, ¿no crees?
– Pe… pero ¿por qué? Bueno… yo imaginaría que, cuando acaba de nacer un hijo, es uno de los momentos más dichosos de la vida.
Clara se alisó la falda sobre el abdomen y sonrió, un poco triste.
– Parece que fuera así, ¿no? Sin embargo, durante un tiempo después del nacimiento, te pones muy triste y le sientes tonta porque sabes que lo tienes todo en el mundo para ser afortunada, pero lo único que quieres es llorar y llorar. Los maridos lo odian. Pobre Trigo, siempre anda alrededor de mí sintiéndose impotente y torpe y no deja de preguntarme qué puede hacer para ayudarme. -Extendió las manos y las dejó caer-. Pero no se puede hacer nada. Tiene que seguir su curso.
– ¿Y Melinda no dejaba de llorar?
– Todo el tiempo. Parecía que nunca iba a dejar de hacerlo. Creo que no le gustaba este lugar. Afirmaba que el trigo estaba volviéndola loca. Entonces, ese otoño, cuando el trigo ya estaba todo guardado y la cuadrilla se había marchado, ella también se fue.
– ¡Oh! -Linnea dio un gran suspiro y se tapó los labios-. ¿O sea que… se escapó con uno de ellos?
– Esa parte no la conozco. Si fue así, se ocuparon de que yo jamás conociera los detalles. En aquel entonces vivíamos en la casa de John. Ese era nuestro hogar cuando papá vivía. Pero papá ya había muerto hacía dos años. Como John podía manejar la casa solo y Teddy necesitaba que alguien cuidase de Kristian, mamá y yo nos mudamos aquí. Entonces esta era mi habitación. Me acuerdo que traía a Kristian aquí y lo metía en la cama cuando era un pequeñín. -En el rostro de Clara apareció una suave sonrisa-. Oh, era la cosa más dulce que hubieses…
De repente, sorbió el aliento, cerró los ojos y se curvó hacia atrás, con una mano sobre el estómago.
Los ojos de Linnea se redondearon de susto.
En un momento. Clara se relajó de nuevo.
– Oh, esa ha sido fuerte.
Confusa, Linnea preguntó:
– ¿Qué ha pasado?
– El niño me ha dado una patada.
– ¿Te ha dado una patada?
No pudo apartar la vista del enorme vientre de Clara y de pensar en los misterios de la concepción.
– ¿No sabes nada de mujeres embarazadas?
Linnea levantó la mirada y la bajó de nuevo.
– No… tú eres la primera con la que hablo.
– El niño ya está vivo, ¿sabes? Y se mueve aquí adentro.
– ¿De veras? -Se sobresaltó como si saliera de una ensoñación y agregó-: Claro, ya lo sé. Si no, ¿cómo te habría pateado? -Estaba fascinada y quiso saber más-. ¿Cómo lo sientes?
Clara la miró y le propuso:
– ¿Quieres sentirlo?
– Oh, ¿puedo?
– Ven. Se moverá otra vez. Una vez que empieza a dar vueltas, siempre sigue.
Con precaución, Linnea se inclinó junto a Clara y extendió una mano, cautelosa,
– Oh, no seas tan tímida. Es sólo un niño.
Linnea tocó con timidez. La sintió dura y cálida, cargando con una vida valiosa. Cuando lo sintió moverse bajo su mano, abrió los ojos, sorprendida, y por su rostro se extendió una sonrisa.
– Oh, Clara, Oh, Dios… siéntelo.
Clara rió entre dientes.
– Créeme que lo siento. A veces, más de lo que quisiera.
– Pero ¿qué sensación te da? Quiero decir, cuando da vueltas así dentro de ti.
– Oh, parecido a cuando un gas te retumba dentro.
Rieron juntas y Linnea apartó la mano, envidiando a Clara por haber fundado una familia.
– Gracias por dejarme tocar.
– Oh, no seas tonta. Una mujer tiene que saber de estas cosas pues, de lo contrario, se llevará grandes sorpresas cuando se case.
Linnea reflexionó unos instantes y se imaginó a Theodore tocando la barriga de Melinda, tal como ella había hecho con Clara, sintiendo los movimientos del hijo, tocándolo por primera vez. El nacimiento… el milagro más grande. Se esforzó por comprender lo honda que debía de ser la tristeza de un hombre al que había abandonado la esposa con la que compartió semejante milagro.
– Supongo que lo que sucedió amargó mucho a Theodore en lo que se refiere a las mujeres -aventuró, pasando la uña del pulgar por las filas de su cobertor.
– Hoy tienes muchos interrogantes sobre Teddy.
Linnea alzó la vista.
– Tenía curiosidad, eso es todo.
Clara observó con atención el semblante de la joven y le preguntó:
– ¿Y cómo van las cosas entre vosotros?
– Más o menos igual. La mayor parte del tiempo está gruñón. Me trata como sí tuviese la peste bubónica. -De repente, se levantó de un salto y dio una patada-. ¡Siempre me trata como si fuese una niña y eso me pone furiosa!
Sorprendida por su vehemencia. Clara se quedó mirando la espalda de la muchacha. De modo que quería ser tratada como una mujer. Bueno, bueno…
– Tú sientes algo por Teddy, ¿no es cierto?
Linnea se intimidó, volvió hacia la cama y se dejó caer, abatida.
– Señor, no lo sé. -Alzó la vista hacia la amiga con expresión suplicante-. Estoy muy confundida.
Clara recordó que ella misma se había sentido confundida en la época del noviazgo con Trigo. Estiró la mano y tocó la de Linnea, convencida del afecto de la muchacha hacia su hermano.
– ¿No crees que todavía te falta crecer un poco?
– Supongo que sí. -La expresión de la joven se tornó afligida. -Es bastante confuso, ¿no?
– Todos pasamos por eso. Aunque, por fortuna, sólo una vez. Pero sospecho que es un poco más difícil cuando te enamoras de un sujeto como Teddy. -Clara se sentó otra vez y preguntó, como de pasada-: ¿Qué quieres saber de él?
– ¿Ha habido alguna otra mujer, además de Melinda?
– He tenido mis sospechas con respecto a esa mujer, Lawler, pero no estoy segura.
– Yo también,
Clara ladeó la cabeza.
– ¿Estás celosa?
– ¡No, no estoy celosa! -Primero se puso a la defensiva, pero al final desistió de fingir-. Si, lo estoy -admitió más tranquila-. ¿No es una estupidez? ¡Que sea dieciséis años mayor que yo, quiero decir! -Exasperada, levantó las manos-. Mi madre se volvería totalmente loca si lo supiera.
– ¿Saber qué?
– Que lo besé.
– Ah, eso.
– Sí, eso. No lo entiendo. Clara. Me besó como si lo disfrutara, pero después se puso furioso, como si yo hubiese hecho algo malo. Y no sé qué -terminó casi gimiendo.
Clara le oprimió las manos y luego las soltó.
– Lo más probable es que esté molesto consigo mismo, no contigo. Yo supongo que Teddy se siente un poco culpable porque eres muy joven.
Y tal vez se pregunte qué pensará la gente… teniendo en cuenta que vives en la misma casa.
– ¡Pero eso es una tontería! No hemos…
– Claro que es una tontería. A mí no necesitas explicármelo. Sin embargo, conviene que recuerdes algo: él ha resultado muy herido. Yo vivía aquí cuando Melinda huyó. Vi cuánto sufrió y estoy segura de que para él no es fácil dejar que alguien se le acerque otro vez. Es probable que esté un poco asustado, ¿no crees?
– ¿Asustado? ¿Theodore? -Jamás se le hubiese ocurrido que pudiese asustarse por el modo en que alardeaba constantemente-. Tal vez yo esté exagerando un poco la importancia de un par de besos. Ya le he dicho que sigue tratándome como si fuese una escolar. Pero, por favor, Clara, no le cuentes a nadie lo que yo te dije.
– Por supuesto que no.
– Y te doy las gracias por contarme lo de Melinda y lo de tu estado.
– Ya eres casi como de la familia. Y, siendo la maestra de Kristian, debes saber lo que se refiere a su madre. En cuanto a las otras preguntas -las cuestiones personales-, puedes preguntarme lo que quieras, cuando quieras. Si no haces preguntas, ¿cómo sabrás lo que te espera cuando te cases?
Las semanas siguientes a esas primeras confidencias Linnea le formuló innumerables preguntas más. A medida que las dos mujeres estrechaban su vínculo, aprendió más acerca del cuerpo femenino de lo que hubiese imaginado que había que aprender. En ocasiones, Clara compartía con ella ciertas intimidades de su matrimonio, revelaciones que hacían girar su imaginación.
Después de cada charla íntima, por la noche cuando estaba en la cama, Linnea -aun con las polainas puestas y tapada hasta los ojos- trataba de imaginar que ella y Theodore hacían lo que Clara y Trigg habían hecho para concebir a sus hijos. ¡Claro que ya había oído comentarios acerca de la copulación, pero nunca de una fuente tan confiable como Clara, que sin duda debía saber lo que decía!
¡A fin de cuentas, Clara lo había hecho con Trigg tres veces!
Después, en una de esas conversaciones. Clara le contó que eso era algo que hombres y mujeres no sólo hacían cuando querían tener hijos.
¡Era demasiado divertido para hacerlo sólo cuando querían procrear!
Ponían los ojos en blanco y reían juntas.
Con todo, Linnea se sentía más confundida que antes. Pasaba horas pensando en la posible logística de semejante acto y en cómo era posible que dos personas lo iniciaran. ¿Acaso el hombre decía que era hora y entonces una se metía en la cama con él y lo hacían? ¿Y cómo lo hacían, por el amor de Dios? Cuando se lo imaginaba, se convencía de que debía de ser vergonzoso, torpe y muy embarazoso, incluso si amaba al hombre en cuestión. Recordó la repulsión que sintió cuando Rusty la tanteaba y cómo se enfadó la noche que Bill trató de meterle la rodilla entre las suyas. Y, sin embargo, las dos veces que estuvo apretada contra Theodore… oh, había sido grandioso.
¿Quitarse la ropa y dejar que él le hiciera lo que Clara le había descrito? ¡Nunca en la vida! Para empezar, ¡con el tamaño que tenía Theodore, sería capaz de aplastarla bajo su peso!
Pasó noviembre y Kristian cumplió diecisiete años. En la escuela, todos se preparaban para las fiestas de Acción de Gracias y de Navidad.
Linnea empezó a trazar el plan navideño y pasaba las veladas escribiendo el argumento para la obra de Navidad, procurando olvidar las lecciones de lectura de Theodore, ya que se evitaban a cada paso.
Un día, en el recreo de mediodía, los muchachos regresaron con un conejo que habían atrapado. Excitados, pidieron permiso a la señorita Brandonberg, para desollarlo ahí mismo. Linnea aceptó a desgana, pero salió del cobertizo del carbón, donde despellejaron y evisceraron a la pobre criatura.
Cuando terminaron, Raymond, Kristian, Tony y Paúl volvieron ansiosos, con los ojos brillantes.
– Señorita Brandonberg -Tony actuaba como portavoz-, estábamos pensando… bueno, como hemos atrapado al conejo con nuestras propias manos, ¿podríamos cocerlo?
– ¿Cocerlo? ¿Aquí?
– Sí, bueno, si usted lo permite, nosotros traeríamos una sartén, le preguntaríamos a nuestras madres cómo hacerlo y lo freiríamos para acompañar las patatas de mañana.
Ante la perspectiva de que le ofrecieran un trozo de carne de conejo, limpiada y cocinada por cuatro impacientes novatos, se le revolvió el estómago. ¿No existía, acaso, una cosa llamada fiebre del conejo, que se contraía por comer a esos animales?
– ¡Yo… bueno, caramba! -exclamó, evasiva.
– ¡Por favor! -suplicaron a coro.
¿Qué otra alternativa le quedaba, salvo consentir y abrigar la esperanza de que un pequeño conejo no bastaría y que se salvaría de tener que probarlo?
– Bueno, está bien. -Se apresuró a agregar-: Siempre que vayáis a vuestras casas, averigüéis exactamente cómo se hace y cuánto tiempo hay que cocinarlo para cerciorarse de que no haga mal. Y después limpiad todo.
Cortaron el esqueleto, limpiaron la marmita del almuerzo de Paúl y lo guardaron dentro, dejándolo en un rincón del fresco guardarropa durante la noche. Al día siguiente, Raymond llegó con una sartén de hierro forjado. Los muchachos consultaron entre sí y luego se aproximaron a la maestra, inquietos.
– Bueno, ¿y ahora qué pasa? ¿Habéis olvidado la cebolla?
No había olvidado pedirle instrucciones a Nissa, de modo de que todo se hiciera como era debido.
Esa vez le tocó hablar a Kristian.
– Si le parece bien, pensamos que podríamos guardar ese conejo que tenemos y congelarlo mientras conseguimos más. Entonces, cuando tengamos suficientes, los prepararemos para toda la escuela. Uno no bastaría-razonó.
"Oh, no", pensó Linnea, sintiendo arcadas por anticipado.
– Pero sois catorce -les recordó, cuidando de excluirse.
Tony le replicó, radiante:
– Quince contándola a usted, señorita Brandonberg.
Desesperada, Linnea no encontró modo de negarles el permiso desde el momento en que demostraban intenciones tan francas y generosas. Guardó silencio tanto tiempo que Raymond asumió la argumentación:
– Estuvimos pensando en que las chicas siempre aprenden a cocinar porque las madres les enseñan. Pero nosotros nunca nos enseña nadie, ¿sabe?
– A nosotros -lo corrigió la maestra de manera automática, pensando en la mancha sanguinolenta cerca de la carbonera y de la mancha rosada que había cerca de la bomba de agua.
– Sí, a nosotros -repitió Raymond, obediente, y continuó de prisa-: Algún día, podría ocurrir que tuviésemos que vivir solos, como el tío John, y entonces, ¿qué sería de nosotros si no tuviésemos a nuestra madre cerca, como la abuela, para cocinamos?
¿Cómo podía discutir eso? ¿Qué otra tarea más importante tenía una maestra que preparar a los jóvenes para la vida… para cualquier cosa que trajese la vida?
– Está bien. Tenéis mi permiso.
Lanzaron vivas a voz en grito, lanzaron los puños al aire y se encaminaron hacia la puerta, charlando excitados.
– Ah, chicos.
Los cuatro se dieron la vuelta.
– Si lo hacéis bien, habrá una nota extra para vosotros en las calificaciones. La llamaremos "tarea doméstica".
A los muchachos les llevó una semana cazar los conejos. Durante ese lapso, hubo mucho susurro y secreteo. Linnea sospechó que algunas de las chicas también participaban de los planes, pues, todos los días en el recreo de la tarde. Patricia Lommen y Francés Westgaard juntaban las cabezas con los niños y hablaban animadamente, rompiendo a veces en entusiastas carcajadas y callándose de pronto cuando se oía un fuerte "¡shh!" en medio del grupo.
Por fin, Raymond anunció que ya tenían todos los conejos que necesitaban -a esas alturas ya estaban congelados en varias marmitas bien tapadas bajo la nieve, dentro de la carbonera-, pero le informó a la señorita Brandonberg que estaban reservando la comida para la víspera de Acción de Gracias, de modo que ella pudiese darles un poco más de tiempo que de costumbre para el almuerzo.
De algún modo, Libby Severt también participaba. Le pidió permiso para llevar aparte a los niños más pequeños, para una hora de conciliábulos secretos a comienzos de la semana de Acción de Gracias. Mientras Línea estaba sentada ante el escritorio, corrigiendo tareas de aritmética y esforzándose por no demostrar su curiosidad, de entre los más pequeños en el rincón del fondo surgieron risitas ahogadas. Al levantar la vista, vio a Roseanne y a Sonny que saltaban y aplaudían, entusiasmados.
Luego, un día antes del acontecimiento, le hicieron otra petición especial: necesitaban usar por un rato el guardarropa y que los dejaran solos. ¿Podría ella dejarlos solos hasta que hubiesen terminado?
Para entonces, Linnea sentía tanta curiosidad que a duras penas pudo quedarse junto al escritorio mientras la puerta se abría y se cerraba con frecuencia y los niños entraban, recogían cosas en los pupitres y corrían de nuevo al guardarropa, cerrando la puerta. En el guardarropa hacía tanto frío que se habían dejado las chaquetas puestas, pero a nadie parecía importarle lo más mínimo.
Por fin llegó el gran día y fue imposible seguir con la rutina normal de lectura, escritura y aritmética. Los niños bullían de excitación.
A media mañana, los más grandes empezaron a freír los conejos en dos grandes sartenes de hierro. Las patatas ocupaban toda la rejilla de la estufa y pronto el sabroso aroma de las cebollas cociéndose llenó el aula.
Skipp y Bent marcharon, orgullosos, hasta el guardarropa y volvieron con un tostador metálico de maíz sujetándolo por un largo mango y se pusieron a preparar palomitas. Jeannette y Roseanne sacaron un artefacto parecido a una canasta – ¿tejida por sus propias manos inmaduras?-, hecha con hojas de maíz frescas y secas, en la que echaron el cereal. Varios de los niños se encargaron de empujar las filas de bancos contra las paredes. Barrieron el suelo y rodearon la estufa con quince platos y tenedores confiscados de las alacenas de sus madres. Apareció un frasco de brillante puré de frutas y saleros y pimenteros.
Roseanne fue hasta el escritorio de Linnea y anunció, muy seria:
– Sabemos que los Peregrinos no tenían platos, pero nosotros…
– ¡Shh! ¡Roseanne!
Se acercó Libby y le dio un tirón tan fuerte que casi la hizo caer. Un instante después, la puerta del guardarropa se cerró tras ellas.
A continuación, salió Norna y se acercó a los niños mayores que estaban junto a la estufa, susurrando, apremiante, al oído de Kristian.
Kristian, Ray y Tony fueron tras ella al guardarropa y unos momentos después volvieron luciendo anchos cuellos blancos de Peregrinos, confeccionados con papel y sombreros negros también de papel, que los hacían semejar más bien hechiceros que Peregrinos.
Por fin, cuando ya la excitación de Linnea era tan grande como la de los alumnos, salieron del guardarropa Bent y Jeannette y se encaminaron con la debida pompa e importancia al "escritorio de la maestra", escoltándola hasta el sitio de honor junto a la estufa: desde allí había una perfecta vista del guardarropa.
Salió Libby Severt, cerró la puerta y anunció con voz clara:
– La primera Acción de Gracias.
Siguió un breve recitado de la historia de los Peregrinos en la colonia de PIymoulh, en 1621, y luego Libby se colocó en su sitio en el suelo, junto a la señorita Brandonberg. Linnea le apretó la mano y concentró la atención en la puerta del guardarropa.
De allí salieron Skipp y Jeannette, que se miraron, nerviosos, tomaron aliento y recitaron al unísono:
– La Acción de Gracias fue para agradecer una buena cosecha o la lluvia después de la sequía.
Cada uno llevaba una espiga de trigo en los brazos. Marcharon en procesión y depositaron el trigo simbólico en el suelo, dentro del círculo de platos. Cuando estuvieron sentados, Raymond se adelantó y, apartando uno de los atados a distancia segura de la estufa, viendo la expresión abatida de Jeannette, le aseguró, en un susurro audible:
– Has estado muy bien, Jeannette.
Le hizo un guiño y eso contuvo las lágrimas.
Linnea contuvo las ganas de reír, realmente conmovida por la solemnidad con que los niños habían cumplido su participación en la representación.
A continuación apareció Francés, ataviada con una manta marrón y con una pluma de gallina en el cabello.
– Los indios trajeron sus obsequios de alimentos -anunció en tono importante.
Tras ella entraron otros cuatro indios con sus plumas y sus mantos.
La primera fue Norna.
– Maíz -anunció, llevando una torcida canasta de maíz.
Luego le tocó a la pequeña Roseanne.
– ¡Castañas! -trompeteó, tan fuerte que provocó un murmullo de risas.
El sonido se desvaneció cuando entró ceremoniosamente en el salón con una toalla de cocina que formaba un cuidadoso atado. Arrodillándose junto al círculo, trató de desatarlo. Como no podía deshacer el nudo, levantó la vista hacia Patricia -evidente directora de la obra-, con el labio inferior tembloroso, asomándose hacia la puerta del guardarropa. Patricia se apresuró a ayudarla y juntas abrieron la toalla, dejando al descubierto una pila de crujientes castañas.
Roseanne se sentó con las piernas cruzadas y entró el siguiente indio:
– Fruta silvestre.
Sonny ofreció un cuenco de madera lleno de manzanas cortadas en cuartos.
– Y moras -concluyó Bent. Surgió otra oleada de risas cuando presentó dos frascos de conserva de moras casera explicando-: No pudimos conseguir moras frescas.
Los más pequeños se cubrieron la boca con la mano para disimular la risa.
Libby se puso de pie y recitó:
– Los Peregrinos les hablaron de Dios a los indios y todos dieron las gracias juntos, pues había sido un año de abundancia y tenían alimento suficiente hasta la primavera.
Para sorpresa de Linnea, del guardarropa emergió Alien Severt, con un aspecto desusado que le daba uno de los cuellos blancos del padre, que colgaba del cuello como una banda de la pata de un pollo. Sostenía una Biblia refunfuñó a desgana el Salmo de Acción de Gracias y luego se sentó.
Una vez más, Libby empezó:
– Y todos cantaron…,
Desde la estufa Kristian la interrumpió:
– Y todos decidieron que cantarían la canción de Acción de Gracias después, para que el conejo no se quemara.
Estallaron en carcajadas. Tony y Paúl fueron pasando patatas humeantes, seguidas por el frasco de puré de frutas. Kristian y Raymond sirvieron el conejo y hubo leche fría para todos. Todos habían llevado tazas de sus casas y a la señorita Brandonberg le tocó la jarra para agua.
Cuando la comida estuvo servida y los más grandes se sentaron, Linnea se acomodó en la silla y les sonrió a todos, mientras las lágrimas fluían de sus ojos. Tomó las manos de los que tenía más cerca. Jamás en su vida había sentido algo semejante. Esos niños maravillosos habían hecho todo eso por ella. Sus ojos relucieron de orgullo y se le hizo un nudo en la garganta.
Cuando todos unieron las manos en círculo, sintió que tenía espacio en su corazón para amarlos a todos.
– Doy gracias por cada uno de vosotros, queridos, queridísimos niños. Me habéis brindado un día de Acción de Gracias que jamás olvidaré.
Una lágrima tembló en sus pestañas y cayó, seguida por otra. No sintió vergüenza de verterlas. Los niños la contemplaron, maravillados, y nadie supo cómo concluir la incómoda situación.
Entonces Roseanne, con su insólito sentido de la oportunidad, aligeró el clima diciéndole a la maestra con gran seriedad:
– Zkipp ze olvidó la fuente para laz mora azi que, en realidad, no podemoz comerlaz.
Cuando se apagaron las risas, Linnea sugirió:
– Tal vez podamos arreglárnoslas si nos bebemos la leche y después ponemos la confitura en las tazas.
Empezó el banquete de Acción de Gracias, y la señorita Brandonberg dio el primer mordisco de conejo. Mordió con cautela, alzó las cejas, se lamió los labios y afirmó, con genuina sorpresa:
– ¡Sabe igual que el pollo!
¡Y era verdad!