Tradicionalmente, el año escolar empezaba oficialmente el primer lunes de septiembre y Linnea había llegado el viernes anterior. Todavía no había amanecido el sábado cuando un ruido lejano la despenó y se esforzó por registrar el ambiente que la rodeaba, aún adormilada, en la esfumada luz de color lavanda que alumbraba el desván.
Por unos momentos se desorientó: sobre la cabeza veía las vigas del techo, sin terminar. Gimió y rodó sobre sí misma. Ah, sí… el nuevo hogar, en Álamo. No había dormido bien en esa cama extraña. Sintió la tentación de sumirse otra vez unos pocos minutos más, pero entonces oyó la actividad en la planta baja y recordó los sucesos del día anterior.
Bueno, señorita Brandonberg, arrastre sus huesos fuera de la cama y demuéstreles de qué madera está hecha.
El agua del lavabo estaba fría y sopesó el riesgo de toparse con Theodore o con Kristian si bajaba a entibiarla. Tal vez nadie hubiese encendido el fuego aun: echó un vistazo por la ventana y se convenció de que era muy temprano. Mirando el tubo de la estufa, se escabulló de la cama y lo tocó. Ah, hacía rato que había alguien levantado. Se puso una bata de franela azul abotonada hasta el cuello, se la aló en la cintura y tomando la palangana bajó las escaleras.
Pese a que trató de no hacer ruido, los peldaños crujieron. La cabeza de Nissa asomó por el vano de la puerta. Ya tenía el cabello recogido en ese moño pequeño y tirante y llevaba un delantal blanco almidonado que fe llegaba al tobillo, sobre un práctico vestido de un gris desteñido con flores rojas.
– ¿Ya estás levantada?
– No… No quiero que, esta vez, nadie esté esperándome.
– El desayuno no estará listo hasta dentro de una hora por lo menos. Los muchachos tienen que ordeñar diez vacas.
– ¿Acaso ellos…? -Mirando por encima de la cabeza de la mujer, apretó más la palangana contra la cadera-. ¿Ya están afuera?
– No hay moros en la costa. Puedes bajar. -Nissa fijó sus ojos en los pies desnudos de la joven-. ¿No tienes zapatillas?
Linnea enderezó los pies y se los miró.
– Me temo que no.
No quería decir que en su casa le bastaba con recorrer parte del pasillo para llegar al cuarto de baño.
– Bueno, sin duda tendré que ponerme a trabajar con las agujas de tejer a la primera oportunidad. Baja, a ver si te caes de ahí. En el tanque hay agua caliente.
Nissa le agradaba, pese a sus modales bruscos y autoritarios. Con ella dentro, la cocina se le hacía acogedora. Como era su costumbre, giraba de un lado a otro y le recordaba el vuelo errático de un jilguero… abalanzándose hacía un lado y hacia otro, con giros tan repentinos que daba la impresión de que no había terminado una tarea cuando ya emprendía otra.
En un solo movimiento levantó la tapa de hierro de la inmensa estufa que dominaba el recinto, echó una palada de carbón que sacó de un cubo junto al artefacto, cerró la tapa y dio la vuelta hacia la despensa. Observándola, la joven se mareaba.
En un instante, volvió como una exhalación, señalando un cubo de agua sobre una mesa larga arrimada a la pared.
– ¡Ahí tienes! ¡Usa el cazo y emplea lo que necesites! ¡Cuando se trata del baño de la maestra, no me fijo en gastos!
Riendo, Linnea pensó que, si bien tenía que lidiar con ciertos temperamentos irritables, Nissa la compensaba ampliamente. De nuevo en la planta alta. Ya lavada, habiéndose quitado la venda de la mano, con el cabello peinado en una trenza impecable en la parte de atrás de la cabeza, recuperó el optimismo.
Tenía cinco conjuntos de ropa; el traje de viaje de lana gris oscuro con la blusa de seda granate, una falda castaña de tela de Manchester, con el ruedo bordeado de terciopelo y una blusa blanca para hacer contraste; una falda de sarga de Oxford verde oscuro con tres tablas invertidas en la trasera y una blusa escocesa Black Watch; un vestido azul marino, con el cuello adornado con un bies blanco alrededor, y una falda gris y una blusa blanca lisa, sin más volantes que un par de frunces que caían en ángulo hacia dentro desde el hombro hasta la cintura.
El traje era para los domingos, nada más. El vestido le daba una apariencia infantil. La tela de Manchester era demasiado calurosa para esa época. Y reservaba la falda verde nueva para el primer día de clase, porque había sido un regalo de sus padres y era su atuendo más adulto. Por eso decidió ponerse la práctica falda gris con la sencilla blusa blanca. Cuando terminó de vestirse, se observó con ojo crítico.
El cabello estaba perfecto. La falda, seca. Ya no tenia la venda. La vestimenta, sensata, sobria, casi propia de una matrona. ¿Qué defecto podría encontrarle él?
De pronto comprendió lo que estaba pensando y su barbilla se proyectó en un ángulo empecinado. "¿Por qué tengo que preocuparme de lo que opine un viejo gruñón como Theodore? ¡Es el patrón de mi hospedaje, no de mi persona!"
Volvió a bajar y se encontró con que el desayuno estaba cociéndose y la mesa puesta, pero los hombres aún no habían llegado.
– ¡Bueno, caramba! ¡Qué guapa estás!
– ¿Sí? -Linnea se alisó la delantera de la blusa blanca y miró a Nissa, titubeante-. ¿Parezco lo bastante mayor?
La mujer disimuló la sonrisa e inspeccionó atentamente a la muchacha por encima de las gafas de montura metálica.
– Oh, claro que pareces mayor. Bueno, yo diría que pareces tener por lo menos…, eh… diecinueve.
– ¡No me diga!
A duras penas, Nissa contuvo la risa ante la expresión complacida de la chica, y esta habló en tono bajo, confidencial:
– Le diré una cosa, Nissa. Desde que vi a Kristian he estado bastante preocupada: no me gustaría parecer más joven que mis alumnos.
– Oh, vamos -protestó la anciana, bajando la barbilla-. Con esa falda tan planchada podría echarte hasta veinte años. A ver, vuélvete, déjame mirarte por detrás. -Linnea giró lentamente, mientras Nissa se frotaba el mentón con aire atento-. ¡Sí! ¡Veinte años, seguro! -mintió.
La muchacha se puso radiante, pero, enseguida, sustituyó la sonrisa por una expresión más sobria, apoyó las manos en la cintura y parecía como si tuviese que confesar un crimen horrible:
– A veces tengo… bien, un pequeño problema. Me refiero a comportarme como una persona mayor. Mi padre solía reprenderme por ser tan soñadora y olvidar lo que estaba haciendo, Pero desde que he pasado por la Escuela Normal he estado esforzándome mucho por parecer madura y por no olvidar que soy una dama. Creí que la falda contribuiría a eso.
La joven conmovió a Nissa: ahí estaba, ataviada con ropa de persona mayor, tratando de comportarse como si ya estuviese lista para enfrentarse al mundo, cuando en cambio era evidente que estaba muerta de miedo.
– Supongo que debes echar de menos a tu familia. Nosotros somos desconocidos y tienes que habituarte a muchas cosas.
– ¡No! Quiero decir que… bueno, sí, claro que los echaré de menos, pero…
– Recuerda esto -la interrumpió Nissa-. No hay nada más terco ni cabeza dura que una banda de noruegos. Y son mayoría por aquí. ¡Pero tú eres la maestral Tienes un certificado que asegura que eres más inteligente que todos ellos, así que, si empiezan a ponerse insolentes, mantente firme y escúpeles en los ojos. ¡Eso sí lo respetarán!
"¿Ponerse insolentes?", se lamentó Linnea para sus adentros. "¿Acaso todos serán como Theodore?"
Como si su pensamiento lo hubiese materializado, entró Theodore por la puerta, seguido de Kristian.
Al verla se detuvo un momento y luego fue hacia donde estaban el cubo y el lavabo. Kristian se detuvo en seco y la miró boquiabierto, sin disimulo.
– Buenos días, Kristian.
– Bue…buenos días, señorita Brandonberg.
– Por Dios, si que se levanta temprano.
Kristian se sintió como si hubiese tragado una bola de algodón. No le salía una palabra y parecía haber echado raíces admirando el rostro fresco y joven de la maestra, el hermoso cabello castaño, toda acicalada y emperifollada con su falda y su blusa, que hacían parecer su cintura delgada como una rama de sauce.
– El desayuno está listo -informó Nissa pasando alrededor-. Dejad de parlotear.
Ante el lavabo, Theodore se enjabonó las manos y la cara, se enjuagó y, cuando se dio la vuelta con la toalla en la mano, vio a su hijo parado como un poste, contemplando boquiabierto a la señorita, que esa mañana parecía tener trece años. Incluso su forma de permanecer de pie era infantil, con los recatados zapatos plantados uno junto a otro. Sin embargo, el peinado no estaba mal, recogido de forma que acentuaba la longitud y la gracia del cuello.
Theodore censuró con firmeza el pensamiento y dijo:
– El lavabo es tuyo, Kristian.
Le dio otra vez la espalda a la maestra.
– Buenos días, Theodore -dijo ella, logrando hacerlo sentirse como un tonto por no haber saludado el primero.
Le dio la espalda.
– Buenos días. Veo que está lista a tiempo.
– Por supuesto. La puntualidad es la cortesía de los reyes -recitó, volviéndose hacia la mesa.
"¿La pun qué?", pensó Theodore, sintiéndose un ignorante, sabiendo que lo había puesto en su lugar con toda justicia mientras la veía sentarse.
– ¿John no ayudó esta mañana? -preguntó la joven, obligándolo a hablar aunque él no quería. Con una expresión agria en el semblante, Theodore se derrumbó en |a misma silla que había ocupado la noche anterior.
– John tiene su propio ganado que atender. Kristian y yo ordeñamos nuestras vacas y él, las suyas.
– Creí que tomaba todas sus comidas aquí.
– Llegará dentro de un par de minutos.
Nissa llevó una fuente con tocino fresco, otra con tostadas y cinco cuencos con algo que parecía papilla caliente. Mientras Theodore pronunciaba la plegaria -otra vez en noruego-, Linnea observó el contenido de su cuenco, preguntándose qué sería. No tenía olor, color ni atractivo alguno. Cuando acabó la plegaria, observó a los otros para ver qué tenía que hacer con esa mezcla pegajosa. Vio que untaban los suyos con abundante crema y azúcar y lo decoraban con manteca, de modo que los imitó y probó la mezcla con cautela.
¡Era delicioso! Tenía un sabor parecido al budín de vainilla.
John llegó poco después de comenzada la comida. Todos se saludaron, pero ella fue la única que hizo una pausa para agregar una sonrisa. El hombre se sonrojó y se sentó con torpeza en su silla, sin arriesgar otra mirada en dirección a la joven.
Igual que la noche anterior, la comida fue acompañada de fuertes chasquidos de lengua, pero nada de conversación. Para probar su propia teoría, Linnea dijo en voz alta y clara:
– Esto está muy bueno.
Todos se pusieron tensos y las cucharas se detuvieron a medio camino de las bocas. Nadie pronunció palabra. Al ver que las mandíbulas reanudaban el trabajo, preguntó a la mesa en general:
– ¿Qué es?
La miraron como si fuese bobalicona y Theodore rió entre dientes y engulló otro bocado.
– ¿Cómo que qué es? -Replicó Nissa-. Es romograut.
La joven ladeó la cabeza en dirección a Nissa.
– ¿Qué?
Esta vez, fue Theodore el que contestó:
– Romograut. -Señaló su cuenco con la cuchara-. ¿No sabe lo que es el romograut?
– Si lo supiera no habría preguntado.
– Ningún noruego necesita preguntar lo que es el romograut.
– Bueno, yo lo pregunto. Sólo soy noruega a medias… mi padre lo es. Como la que cocinaba era mi madre, la mayor parte de la comida era sueca.
– ¡Sueca! -exclamaron tres personas al unísono.
Si acaso existía algún noruego que no se consideraba mejor que cualquier sueco, no estaba en esa cocina.
– Es harina de cereal -le informaron.
Como tenían prisa por reanudar la tarea del día, al terminar la comida Linnea se ahorró la ronda de eructos. En cuanto cuencos y fuentes quedaron vacíos. Theodore empujó la silla hacia atrás y anunció, cortante:
– Ahora la llevaré a la escuela. Póngase las alas de pájaro si las necesita.
Su furia subió como una cometa en primavera. ¿Qué le pasaba a ese hombre que se complacía tanto en perseguirla? Por fortuna, en esa ocasión tenía preparada una respuesta que te encanto dar.
– No se moleste; le he pedido a Kristian que me lleve.
Las cejas de Theodore se elevaron, inquisitivas, y pasó la vista de uno al otro.
– Kristian, ¿eh?
La cara del muchacho se encendió como un faro y movió incómodo los pies.
– No tardaré mucho y me daré prisa para volver al campo en cuanto la haya dejado allí.
– Hazlo. Me ahorrarás la molestia.
Sin añadir palabra, salió de la casa. Linnea lo siguió con la vista con expresión irritada y cuando se volvió comprobó que Nissa la miraba con perspicacia, aunque sólo dijo:
– Necesitarás cosas de limpieza y una escalera para llegar a las ventanas y te preparé el almuerzo. Iré a buscarlo.
Kristian la llevó a la escuela en la misma carreta en la que ya había viajado. No habían avanzado tres metros por [a ruta, cuando ya se había olvidado por completo de Theodore. Era una mañana paradisíaca. El sol había ascendido en el cielo el ancho de un dedo y asomaba detrás de una cinta púrpura que lo dividía como una faja brillante, intensificando el color anaranjado con los rayos que pasaban por encima y por debajo. En ángulo oblicuo, iluminaban las crestas de los granos, confiriéndoles un luminoso dorado y convirtiendo al trigo en una masa sólida, inmóvil en el día sin viento. En el aire dominaba su fragancia. Y todo estaba tranquilo, quieto.
El canto del triguero llegó hasta ellos con la nitidez de un clarín y los caballos irguieron las orejas, pero siguieron avanzando con ritmo parejo. En un campo a la izquierda alzaban sus cabezas doradas varios girasoles.
– ¡Oh, mira! -Los señaló-. Girasoles. ¿No son hermosos?
Kristian la miró, interrogante: para ser maestra, no sabía mucho de girasoles.
– Mi padre los detesta.
Linnea se volvió hacia él, asombrada:
– ¿Por qué? Míralos, más altos que todos alzando sus caras hacia el sol.
– En esta zona son una peste. Si invaden un sembrado de trigo, uno no se libra más de ellos.
– Ah.
Siguieron avanzando. Después de un minuto, la muchacha dijo:
– Al parecer, tengo mucho que aprender acerca de granjas y cosas así. Tendré que confiar en ti para que me enseñes,
– ¡Yo!
Asombrado, volvió hacia ella los ojos castaños.
– Bueno, espero que no te moleste.
– Pero usted es la maestra.
– En la escuela. Fuera de la escuela, creo que tengo mucho que aprender de ti. ¿Qué es eso?
– Una especie de cardo -le respondió, siguiendo la dirección del dedo que señalaba hacia un retazo de flores verde claro.
– Ah. -Digirió la información y. tras un momento, agregó-: No me digas, Theodore también las aborrece, ¿verdad?
– Es una peste peor que los girasoles -confirmó.
Linnea las siguió con la vista, demorándose en las flores mientras la carreta seguía adelante.
– Pero se puede hallar belleza en muchas cosas, aunque sean pestes. Lo único que debemos hacer es mirar otra vez. Quizás haga que los niños dibujen y pinten los cardos antes de que llegue el invierno.
Kristian no supo cómo reaccionar ante una muchacha – ¿mujer?-a la que le parecían bellas esas flores. Toda la vida había oído maldecirlas y, por extraño que pareciera, se dio la vuelta y estiró el cuello para mirarlas. Linnea lo sorprendió, le dedicó una sonrisa radiante y el muchacho adoptó un aire confuso.
– Esa es la propiedad de John -le informó cuando pasaron ante ella.
– Eso me han dicho.
– Tengo tías, tíos y primos desparramados por toda la región -le contó, sorprendido de sí mismo, pues hasta el momento le había costado entablar conversación con las chicas-. Son como veinte, sin contar a los mayores.
– ¿Los mayores?
– Tíos abuelos. También tengo algunos.
– ¡Diablos! -exclamó-. ¿Veinte?
Kristian giró bruscamente la cabeza y sonrió. Jamás hubiese imaginado a una maestra de escuela diciendo diablos de ese modo.
La muchacha advirtió lo que se le había escapado y se tapó la boca con la mano. Y cuando advirtió que se había tapado la boca con la mano, se la apartó, se miró el regazo y se alisó nerviosa la falda.
– Creo que tendré que controlarme, ¿no? A veces olvido que ya soy maestra.
Por el momento, Kristian también lo olvidó. Era sólo una muchacha a la que quería ayudar a bajar de la carreta cuando entraron en el patio de la escuela. Pero nunca lo había hecho hasta entonces y no estaba seguro de cómo procedía un hombre en estas ocasiones, ¿Le diría que se quedara donde estaba mientras él daba la vuelta hacia su lado? ¿Y si se reía? Algunas de las chicas que conocía se habían reído de él… las chicas se reían de las cosas más insólitas. La perspectiva de tomar la mano de la señorita Brandonberg lo acaloraba y le producía un cosquilleo en el estómago.
Al fin, como se demoró demasiado pensando. Linnea saltó a tierra con agilidad, prometiéndose a sí misma que haría algo con respecto a los modales de los varones Westgaard, aunque fuese lo único que lograra en ese lugar.
Kristian sacó la escalera de la parte de atrás de la carreta y siguió a la joven, que llevaba un cubo y trapos, cruzando el terreno de la escuela.
Al llegar a la puerta, giró hacia el muchacho.
– ¡Oh, hemos olvidado la llave!
Él la miró, perplejo.
– La puerta no está cerrada con llave. Aquí nadie cierra con llave.
Inclinándose, apoyó la escalera contra la pared.
– ¿No?
Linnea miró otra vez hacia la puerta: en la ciudad, las puertas se cerraban con llave.
– No. Está abierto, puede entrar.
Cuando estiró la mano hacia el picaporte, su corazón dio un vuelco, expectante. Había esperado este momento durante mucho tiempo. Desde los ocho años sabía que quería ser maestra. Y no en una escuela de la ciudad sino en una como esta, donde el edificio fuese todo para ella, donde sólo ella tuviese la responsabilidad de la educación de sus discípulos.
Abrió la puerta y entró en un guardarropa: una habitación poco profunda que recorría todo el ancho del edificio, con suelo de madera sin acabar y una sola ventana en cada extremo. Al frente, dos puertas cerradas. A izquierda y derecha de las puertas, gastados bancos de madera y, sobre ellos, perchas de metal para colgar abrigos y chaquetas. En el rincón de la izquierda, el más alejado, una mesa cuadrada, pintada de azul claro y sobre ella un frasco de barro con el dibujo de unas alas rojas esmaltado en un lado y una espita de madera, similar a las de los barriles de vino. Bajo la espita el suelo estaba grisáceo por años y años de recibir gotas.
Miró hacia la derecha. En el rincón había una escoba y de un clavo colgaba por el mango de madera un gran cepillo. Alzó la vista: sobre su cabeza colgaba desde la cúpula la cuerda de la campana con un grueso nudo en la punta, enganchado de un clavo al costado de las puertas dobles pintadas de blanco, por las que se iba a la parte principal de la escuela.
Apoyó el cubo con movimientos lentos. También muy lentamente abrió las puertas y se quedó por un momento transportada. Reinaba el más absoluto silencio y era de lo más común. Pero olía a polvo de tiza y a desafío y, si bien Linnea Brandonberg pensaba como una niña con respecto a muchas cuestiones, asumió el reto con toda la responsabilidad de una adulta hecha y derecha.
– Oh, Kristian, mira…
El muchacho había visto el aula miles de veces y lo que observó fue a la nueva maestra que, con ojos ansiosos y dilatados, recorría el salón.
El sol se derramaba por las ventanas largas y estrechas, iluminando las hileras de pupitres atornillados a unas guías de madera. Entre las ventanas pendían lámparas con reflectores de hojalata. En el centro mismo había una estufa de hierro con dos quemadores y con su chimenea llamante reluciente, que atravesaba el techo de hojalata revestido de madera. En el frente del salón había una tarima elevada en la que, para decepción de la muchacha, no había escritorio sino una gran mesa rectangular donde sólo se apoyaba una lámpara de petróleo. Había una silla de madera y, tras ella, un pequeño anaquel con libros, cuyos volúmenes tenían los lomos desteñidos, hasta llegar a tonos pastel de rosado, azul y verde. Había un globo terráqueo, un mapa para enrollar -bien enrollado- y pizarras sobre la pared del frente, con bancos para declamación a cada lado.
El corazón se te aceleró de entusiasmo. Se parecía a miles de otras aulas en miles de pueblos rurales. ¡Pero era suya!
Señorita Brandonberg.
La idea la aturdió, y atravesó el salón a lo largo, haciendo levantar una fina capa de polvo con las faldas. Sus pisadas asustaron a un ratón que iba corriendo hacia ella y que se precipitó en la dirección contraria.
Linnea se detuvo, sobresaltada, y respiró profundamente.
– ¡Oh, mira! Parece que tenemos compañía.
Kristian no había visto nunca a una muchacha que no gritara ni se asustase al ver un ratón.
– Traeré una trampa de casa y la pondré aquí.
– Gracias, Kristian. Me temo que, si no lo hacemos, se comerá los libros y los papeles… si no lo ha hecho ya.
Eligió un libro al azar, de los que había en el estante y lo abrió por cualquier página. "Petróleo", decía. Sin hacer caso de los agujeros que el ratón había dejado en los bordes de las páginas y, de cara a Kristian, leyó en voz alta:
– "La observación de Horace Greeley: aquel que hace crecer dos hojas de hierba donde antes crecía una es un benefactor de la humanidad guarda analogía con la afirmación de que aquel que aumenta, en la práctica, el término de la vida humana, acrecentando las horas en que el hombre puede trabajar o disfrutar, también es un benefactor. El curso del siglo diecinueve está marcado por gran cantidad de invenciones, descubrimientos y mejoras tendentes a promover la civilización y la felicidad humanas en mayor medida que cualquier otro período anterior y quizá no haya ningún otro aspecto más significativo o beneficioso que la mejora en los métodos para iluminar nuestras moradas, que ha permitido la divulgación de su uso a través de la practicidad de un gran generador de luz: el petróleo.
Cerró el libro de golpe y el sonido retumbó en el salón, mientras la chica, erguida como una espada, hacía una honda inhalación. Kristian la contemplaba, preguntándose cómo era posible que una persona aprendiese a leer semejantes palabras y mucho menos entender su significado. Llegó a la conclusión de que jamás había conocido a una muchacha más inteligente ni más bella en su vida y hasta le agradó la sensación de cosquilleo en el estómago que le provocaba.
– Me encantará trabajar aquí -dijo con tranquila intensidad, clavando en el muchacho una radiante mirada de ojos azules, desbordante de firmeza.
– Sí, señora -respondió Kristian, porque no se le ocurría ninguna otra cosa-. Le mostraré lo demás y después tendré que volver a los campos.
– ¿Lo demás?
– La parte de afuera. Venga- Dándose la vuelta, la precedió hacia la salida.
– Kristian.
Al oírla, se dio la vuelta.
– Nunca es tarde para empezar a enseñamos mutuamente, ¿verdad?
– No, señorita Brandonberg, creo que no.
– Bueno, entonces empecemos con la regla más antigua: las damas primero.
El rostro del muchacho se tornó del color de las rosas silvestres y metiéndose el pulgar en el bolsillo trasero del pantalón, retrocedió dejándola pasar primero. Mientras salía, Linnea le dijo con amabilidad:
– Gracias, Kristian. Puedes dejar la puerta abierta: dentro de ese salón hay olor a cerrado.
Afuera, le enseñó la bomba y el cobertizo para carbón, ahora vacío y no mayor que un alero que sobresalía de la pared Oeste de la construcción.
los sembrados de trigo ocupaban el terreno de la escuela por el Norte y el Este. Hacia el Oeste había una hilera de altos álamos, detrás de la cual estaban las letrinas de madera, con mamparas enrejadas en la entrada. En el patio de juegos había dos columpios de cuerda colgados de un grueso travesaño de madera y un balancín, también de confección doméstica, con una tabla sin desbastar- Del lado Este del edificio había un tramo llano, cubierto de hierbas que, al parecer, se usaba como campo de pelota. Después de haber explorado todo el patio de la escuela, Linnea alzó la vista hacia la cima de la cúpula y dijo, impulsiva:
– Toquemos la campana, Kristian, sólo para oír cómo suena.
– Yo que usted no lo haría, señorita Brandonberg. Si la tañe, todos los granjeros de los alrededores saltarán a sus vehículos y correrán a auxiliarla.
– Ah, ¿es una señal de auxilio?
– SÍ, señora. Igual que la campana de la iglesia, aunque esta se encuentra a unos cinco kilómetros en la otra dirección. Señaló al Oeste.
Linnea se sintió una chiquilla por haber hecho semejante sugerencia.
– En ese caso, tendré que esperar hasta el lunes. ¿Cuántos alumnos tendré?
– Oh, eso es difícil de calcular. Doce. Tal vez catorce. La mayoría son primos míos.
– Tu vida debe de haber sido muy diferente de la mía, con tanta familia cerca. Todos mis abuelos han muerto y no hay tíos ni tías en esta parte del país, así que somos mis padres, mis dos hermanas y yo, nada más.
– ¿Tiene hermanas? -le preguntó sorprendido.
Se sentía honrado de que le confiase algo tan personal.
– Dos. Una es de tu edad: Carrie. La otra, cuatro años menor. Se llama Pauline, pero está en esa edad en que las niñas a veces tienen ese aspecto rollizo. -Se puso en pose, inflando las mejillas con un gran sorbo de aire hasta que sus labios casi desaparecieron y se movió como si tuviese una gran barriga-. Por eso, la llamamos Pudge*. (* Pudge: gordezuela. (N. de la T.)).
Kristian rió y la muchacha lo imitó. No, él no sabía mucho de los cambios que sufrían las niñas, porque nunca les había prestado atención, salvo para eludirlas.
Hasta ese momento.
La señorita Brandonberg se puso seria y prosiguió:
– A mi hermana no le gusta que le gastemos bromas y creo que a veces exageramos un poco, pero tanto Carne como yo pasamos por la misma etapa y también tuvimos que soportarlas, la que no nos hizo daño.
– Oh, usted jamás era gorda.
– Fue gorda -lo corrigió automáticamente y agregó-: Oh, sí, lo fui. ¡Me alegro de que no me vieras en aquel entonces!
De repente, Kristian advirtió que hacía ya mucho tiempo que estaba allí, haraganeando, perdiendo el tiempo con ella. Echó un vistazo hacia los campos, enganchó los pulgares en los bolsillos traseros y tragó saliva.
– Bueno, si no necesita nada más, yo… tengo que volver para ayudar a papá y al tío John.
Linnea giró sobre sí y le hizo señas de que podía irse.
– Oh, claro, Kristian. Ya puedo arreglármelas perfectamente. Tengo mucho que hacer y estaré atareada. Gracias por traerme y por enseñarme el lugar.
Cuando el chico se fue, volvió adentro y se puso a trabajar, ansiosa. Pasó la mañana barriendo y fregando el suelo, quitando el polvo de los pupitres y lavando las ventanas. Al mediodía, hizo una pausa y se sentó en los escalones de entrada para ocuparse del almuerzo que Nissa la había preparado y puesto en un pequeño bote hecho con latas de melaza.
Mordisqueando un delicioso emparedado hecho con cierta carne misteriosa que hasta entonces no había probado, se relajó al sol soñando con el lunes, con lo estupendo que seria cuando estuviese al frente de su primer grupo de niños. Imaginó que algunos estarían ansiosos y receptivos, otros, tímidos, necesitados de estímulo y otros, atrevidos, a los que tendría que poner límites.
Pensando en eso, recordó a John y a Theodore, tan diferentes entre sí. No estropees el día pensando en Theodore, se regañó. Sin embargo cuando fue hasta la bomba para servirse un trago de agua fría con que bajar el emparedado, sin darse cuenta echó una mirada al Oeste. Hasta donde alcanzaba la vista, los campos pertenecían a ellos dos. Allí, en alguna parte, debían de estar cortando trigo, junto con Kristian.
La tierra era vasta y casi sin árboles. Para algunos resultaría desolada, pero ella, contemplando el claro cielo azul y la llanura inmensa, sólo veía abundancia y belleza.
Su madre solía decir que tenía el don de ver el lado bueno de todo. Quizá tuviese que ver con su imaginación. En los peores momentos, siempre contaba con una vía de escape. Pero últimamente, en total acuerdo con su padre, su madre afirmaba que ya era hora de dejar atrás ese juego infantil. Lo que pasaba era que la fantasía era mágica, la llevaba a sitios que jamás vería de otra manera. Le hacia vivir sensaciones que jamás experimentaría de ningún otro modo. Y la hacía feliz.
Se enjugó el agua fría de los labios con el dorso de la mano y dio un paso de baile a través del patio. Se sentó de un salto en el columpio, haciéndolo moverse, impulsándolo hacia atrás y adelante, deslizándose otra vez en su mundo mágico.
– Bueno, hola, Lawrence. No esperaba volver a verle tan pronto. Lawrence estaba vestido como un dandy, con un elegante sombrero de paja, una camisa a rayas rojas y blancas y bandas rojas en las mancas. Con ese modo de pararse, todo el peso sobre una pierna y una cadera ladeada, solía provocarle un pestañeo agitado.
– He venido a llevarte a merendar al campo.
– Oh, no seas tonto… no puedo ir a retozar contigo por el campo. Tengo que enseñar en la escuela y, además, la ultima vez me metiste en un embrollo que tuve que explicar. Me quedé muy disgustada contigo.
Hizo el mohín más gracioso posible.
Lawrence pasó detrás del columpio y lo detuvo, poniendo las manos en su cintura, como para hacerla bajarse del asiento de madera.
– Conozco un sitio donde nadie nos encontraría -dijo en tono bajo e insinuante.
Linnea se aferró a las cuerdas y rió, provocativa, y su risa flotó a través del prado…
El inspector de escuelas Frederic Dahí guió su coche tirado por un caballo por el sendero de entrada a la Escuela Pública 28 y al hacerlo se topó con el cuadro más subyugante. Una esbelta joven ataviada con una amplia falda gris y blusa blanca se aferraba a la cuerda de un columpio que colgaba de muy alto y lo balanceaba como a una rosquilla, a izquierda y derecha.
Le pareció oír una carcajada que llegaba flotando sobre la hierba, pero, tras un rápido vistazo, comprobó que allí no había nadie más. El columpio se desenredó y la muchacha bajó las rodillas para hacerlo columpiarse, dejando luego caer la cabeza hacia atrás.
Estaba hablando con alguien, pero… ¿con quién?
Frenó al caballo, ató las riendas y se apeó del coche. A medida que se acercaba, comprobó que la muchacha era mayor de lo que había supuesto pues, aún con los brazos levantados, pudo distinguir la forma de los pechos.
– ¡Hola! -saludó en voz alta.
Linnea se irguió de golpe y miró sobre el hombro. ¡Diablos, sorprendida otra vez!
Se bajó de un salto, se alisó las faldas y se ruborizó.
– Estoy buscando al señor Brandonberg.
– Sí, al parecer todos lo buscan, pero tendrá que conformarse conmigo. Yo soy la señorita Brandonberg.
En el semblante del hombre se reflejó la sorpresa pero no el desagrado.
– Y yo soy el inspector Dahí. Cometí el error de no aclarar ese punto en nuestra correspondencia. ¡Esta sí que es una sorpresa agradable!
¡El inspector Dahí! A Linnea le ardió más la cara y empezó a enrollarse las mangas de la blusa.
– Oh, inspector Dahí, lo siento. ¡No me di cuenta de que era usted!
– He venido a traerle provisiones y a cerciorarme de que pueda instalarse sin dificultades.
– Oh, sí, por supuesto. Entre. Yo… -Rió, nerviosa y se señaló la falda un poco manchada-. Estaba limpiando y le pido que disculpe mi aspecto.
"¿Limpiando?", pensó el hombre mirando sobre el hombro, mientras se dirigían al edificio. Sin embargo, volvió a comprobar que no había ninguna otra persona. Dentro, había una escalera apoyada contra la pared y el suelo de madera todavía estaba húmedo. La muchacha giró hacia él, estrujándose las manos y exclamando:
– ¡Me encanta! ¡Es mi primera escuela y estoy entusiasmada! Quisiera darle las gracias por recomendarme al consejo escolar.
– Usted obtuvo su diploma, no me lo agradezca a mí. ¿Está conforme con su alojamiento en la casa de los Westgaard?
– Yo… eh… -No quería darle la impresión de que había empleado a una quejosa-. Sí, está bien. Está bien.
– Muy bien. Tengo la obligación de hacer una inspección anual de la propiedad en esta época, de modo que usted puede seguir trabajando y yo me reuniré con usted en cuanto termine.
Linnea lo vio alejarse, sonriendo al verdadero señor Dahí, que no se parecía en nada al vistoso enamorado que había imaginado. A duras penas medía un metro y medio de altura, era tan redondo como un barril de agua de lluvia y tan perfectamente calvo que parecía tonsurado. El redondel de cabello que le quedaba tenía un intenso color herrumbre, y se le adhería como una guirnalda festiva sobre las orejas.
Cuando el hombre salió, se apoyó un brazo en el estómago, se tapó la boca sonriente con la mano y ahogó unas risas.
Valientes caballeros de brillante armadura, los que usted imagina, señorita Brandonherg. Primero Theodore Westgaard y después, este.
El inspector inspeccionó la parte exterior del edificio, la carbonera y hasta tos retretes y luego entró otra vez para hacer lo mismo con el interior.
Cuando terminó, preguntó:
– ¿Le habló el señor Westgaard del carbón?
– ¿Carbón? -preguntó a su vez, desorientada.
– Desde que la nevisca del 1888 sorprendió a algunas escuelas sin preparar, se dictó una ley por la cual debe haber suficiente leña o carbón a mano "antes de principios de octubre, como para que alcance hasta la primavera.
Linnea no tenía ni idea de esa cuestión.
– Lo siento, no lo sabía- ¿Es el señor Westgaard el que provee el carbón?
– Hasta ahora lo ha hecho siempre por un arreglo que ha concertado con el consejo escolar. Pueden pagarle a quien quieran para que traiga el carbón, pero yo tengo el deber de asegurarme de que quede previsto.
– El señor Westgaard está trabajando en el campo. Usted podría encontrarlo y pedírselo.
El hombre anotó algo en un libro que llevaba y respondió:
– No, no es necesario. Dentro de dos semanas daré otra vuelta y tomaré nota para acordarme de comprobarlo en esa ocasión. Entretanto le agradecería que usted se lo recordase.
En realidad no quería recordarle nada a Theodore Westgaard, pero asintió y le aseguró al señor Dahí que se ocuparía del tema. El inspector le había llevado provisiones: tizas, tinta y un libro de registros flamante. Lo recibió con gesto reverente, acariciando la dura cubierta roja con la mano. Observándola, el inspector adivinó que, tras la muchacha frívola que había sorprendido soñando en el columpio cuando llegó, había una maestra devota.
– Como.sabrá, la escuela funciona desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde, señorita Brandonberg, y entre sus tareas se incluyen encender el fuego para que la casa esté caldeada cuando lleguen los niños, mantenerla siempre limpia, apalear nieve si es necesario y convenirse en parte integrante de la comunidad de la región, al punto de conocer a las familias de los niños que serán sus discípulos. Esto último será lo más fácil: son buenas personas. Honestas, trabajadoras. Creo que tendrán una disposición cooperativa y útil hacia usted. Si alguna vez necesita algo y no puede comunicarse conmigo lo bastante rápido, pídaselo a ellos. Descubrirá que, en este pueblo, a nadie se respeta más que a la maestra.
"Siempre que sea hombre", pensó, aunque, por supuesto, no lo dijo. Se dijeron adiós, y Linnea vio cómo el señor Dahí volvía a montar en el coche. Pero, antes de que llegara, se protegió los ojos con la mano y lo llamó:
– Oh, señor Dahí.
– ¿Sí?
El hombre se detuvo y se volvió.
– ¿Qué les pasó a los maestros y a los alumnos que se quedaron sin combustible durante la nevisca de 1888?
Bajo el sol benévolo de comienzos del otoño, el inspector la miró a los ojos.
– ¿Cómo, no lo sabía? Muchos de ellos se congelaron y murieron, antes de que pudiese llegar el auxilio.
La sacudió un estremecimiento y recordó la advertencia de Theodore cuando se enfrentaron en la estación del tren.
– ¡Enseñar en una escuela no es sólo garabatear números en una pizarra, señorita! ¡Hay que caminar más de un kilómetro y medio y por aquí los inviernos son duros!
De modo que no había tratado de asustarla. La advertencia tenía fundamento. Dejó vagar la vista por las espigas que se mecían, tratando de imaginarse esas planicies cubiertas de nieve, el viento del Ártico silbando desde el Noroeste y a catorce niños cuyas vidas dependían de ella hasta que les llegase ayuda.
En tal situación, no podría buscar refugio en la fantasía. Tendría que apelar a toda su lucidez y mantener la cabeza calma si eso sucedía. Pero era difícil imaginarlo, de pie sobre los escalones, con el sol calentándole el cabello mientras las ardillas listadas jugaban al escondite en sus agujeros, los pájaros trigueros cantaban, los pinzones se alimentaban con semillas de cardo y las espigas se mecían lentamente.
Con todo, decidió hablar de inmediato con Theodore acerca del carbón y pedirle a Nissa algunas raciones de emergencia para almacenar en la escuela… por si acaso.