17

Su padre estaba esperando en la estación para recibirla, sonriente y robusto. Llevaba el cabello con raya en medio y peinado en sentido paralelo a la línea que formaba el espeso bigote rubio. Encerrada entre sus brazos fuertes, con la cara apretada contra el impermeable, olió el familiar perfume de su colonia y sintió que las lágrimas se le agolpaban en los ojos.

– Oh, papi.

– Hola, pequeña.

Se había esforzado tanto y tan duro por actuar como una persona madura que ser su nena otra vez constituía un alivio inesperado.

– ¿Qué es esto, una lágrima?

– Es que estoy tan contenta de verte…

Le besó el mentón y se agarró con fuerza de su codo mientras salían de la estación.

Su padre había comprado un flamante Ford modelo T, coche de paseo del que nadie le había hablado.

– ¿Qué es esto?

Lo contempló, atónita.

– Una pequeña sorpresa. El negocio está floreciente.

– ¿O sea que es tuyo?

– Ya lo creo. Sube.

Anduvieron por las calles de Fargo sobresaltando a los caballos, riendo, mirando por la ranura horizontal del parabrisas. Era emocionante, pero, al mismo tiempo, la aparición del automóvil nuevo le daba la impresión de que hacía años que estaba ausente y no meses. Quería volver al hogar y encontrar todo como lo había dejado.

– De camino a casa, ¿quieres que pasemos por el almacén? -|preguntó su padre.

El almacén, donde ella había trabajado como dependiente desde que tuvo edad suficiente para dar el cambio. La tienda, con la mezcla de olores de café, polvos limpiadores y naranjas. La tienda estaría igual.

– Vamos -dijo entusiasmada.

Pero también en el almacén había cambios. Desde la ventana del frente, ante la bandera de James Montgomery, un ceñudo Tío Sam, apuntando con un dedo huesudo, amonestaba: "Te quiero para el Ejército de Estados Unidos". Una radio crepitante -nueva adquisición-, desde un anaquel, transmitía la nueva canción de George M. Cohan, "Over There". Junto al mostrador había un barril para recoger las latas vacías. Sobre el mostrador, un cartel de esos que decían: "Destrúyalos con los Bonos de la Libertad". Y, detrás del mostrador, un absoluto desconocido.

– Aquí está. Adrián, de vuelta en el hogar desde Álamo. Linnea, quisiera presentarte a Adrián Mitchell, el muchacho que ocupó tu lugar como mi mano derecha. Adrián, mi hija Linnea.

El resentimiento se adueñó de ella casi en el mismo momento en que se dieron la mano sobre el mostrador. Su madre le había escrito contándole que habían empleado a un nuevo "muchacho" y ahí estaba, con más de un metro ochenta de estatura y una elegante corbata de lazo.

– Un placer, señorita Brandonberg.

– Señor Mitchell -respondió amable.

– Adrián está en segundo año de la Universidad. Y va avanzando -afirmó su padre, con evidente orgullo en la voz.

Adrián le sonrió.

– Y tengo entendido que tú estás en el primer año de graduada de la escuela normal. ¿Cómo te resulta ir a enseñar tan lejos?

Conversando con él, Linnea notó que tenía una cordialidad innata, los dientes más perfectos que hubiese visto y un rostro casi injustamente apuesto. Eso no hizo más que aumentar su resentimiento por que hubiese usurpado su lugar.

No se quedaron mucho en la tienda. Poco después, ya estaban de nuevo a bordo del Ford, dirigiéndose hacia la casa.

– Creí que habías dicho que empleaste a un nuevo muchacho -comentó, con sequedad.

El padre se limitó a reír entre dientes.

– Bueno, ¿de dónde lo has sacado?

– Un día entró y dijo que necesitaba un empleo para mantenerse mientras estudiaba y prometió hacer crecer mi negocio en un cinco por ciento los seis primeros meses o reembolsarme la mitad de su salario, ¡y que me condenen si no lo ha logrado en tres!

A su resentimiento se añadieron los celos. Tuvo más deseos aun de llegar a la casa, donde todo estaría igual que cuando se marchó.

Su madre estaba preparando su plato preferido: pollo fricasé, y el corazón de la muchacha desbordó de gratitud. En la planta alta, Carrie y Pudge tenían el cuarto inmaculado, pero, cuando Linnea bajó a la cocina y preguntó dónde estaban sus hermanas, la madre le respondió:

– Oh, me temo que se han ido, pero llegarán para la hora de la cena.

– ¿Que se han ido? -repitió Linnea, decepcionada.

Había esperado que se precipitaran sobre ella con miles de preguntas, con el mismo asombro infantil que exhibieran cuando supieron que la hermana mayor saldría al mundo.

– El grupo de GirI Scouts está cortando y cosiendo mochilas de campaña para los soldados que se marchan.

¿Mochilas de campaña? ¿Sus hermanas pequeñas?

– ¿Así que has pasado por la tienda? -preguntó su madre.

– Sí, unos minutos.

– Entonces has conocido a Adrián.

– Sí.

– ¿Qué te ha parecido?

Linnea lanzó una mirada suspicaz a su madre, pero Judith estaba atareada modelando pastelillos y echándolos en la olla.

– No he estado más de cinco minutos.

Ni lo pienses, madre. No es mi tipo.

Carrie y Pudge llegaron a tiempo para la cena, regocijadas de ver su hermana pero agitadas y hablando hasta por los codos de sus propias actividades, casi sin preguntar por las de ella. Durante la comida, Linnea se enteró de que la tropa de Scouts había pasado semanas recogiendo huesos de melocotón para quemarlos y convertirlos en carbón, que se usaría en la confección de filtros para las máscaras de gas, y que ahora se habían comprometido en una campaña por medio de la cual reunirían jabón, agujas, hilos y otros elementos necesarios para llenar las mochilas de campaña. A Carrie la entusiasmaba el hecho de que cada persona que llenaba una mochila podía poner una tarjeta con su nombre. Esperaba recibir noticias de los soldados que recibieran las suyas. Charlaban sobre los elefantes blancos que estaban recolectando para la venta de caridad en la escuela, con la que pensaban ganar los ciento veinticinco dólares que donarían a la Campaña de Fondos de Guerra.

Linnea estaba desconcertada. Cuando se fue de la casa, sus hermanas se dedicaban a trepar a los árboles y a despellejarse las rodillas. Carrie era desmañada. Ahora, en cambio, lucía una silueta esbelta. El cabello del color de la miel le llegaba a los hombros y pronto sus ojos azules atraerían la atención de los muchachos. También Pudge* había cambiado: el sobrenombre ya no le iba. Se había estilizado y ya no llevaba trenzas sino una cascada de rizos de color caramelo sujetos por una cinta. Cuando hablaba del trabajo en el grupo de Scout Girls, los ojos almendrados se encendían de entusiasmo, y Linnea podía imaginar la bella joven que llegaría a ser muy pronto. ¿Cómo podían haber cambiado tanto en cuatro meses?

* Pudge, en inglés, regordeta. (W. de la T.).

También habían cambiado los intereses de su madre. Ya no se quedaba en la casa, zurciendo medias en su tiempo libre. Era encargada del comité de mujeres de Fondos para Ayuda a belgas y armenios en la iglesia y trabajaba con el Comité de Ayuda Militar Suplementaria para equipar trenes y proveer de comida a los soldados alistados que pasaban por la ciudad, en el trayecto a los campamentos del ejército. Asistía a las clases de la Cruz Roja para aprender a preparar vendas quirúrgicas y pasaba dos tardes por semana en la biblioteca pública recogiendo estopa.

– ¿Qué es estopa? -preguntó Linnea, y todos la miraron como si hubiese blasfemado.

Pero eso no era todo. Poco antes, su padre había pasado un día junto con otros ciudadanos que se habían denominado a sí mismos: "Orden de Aserradores de Madera". La Compañía de Azulejos Fargo había donado un lote de bosque junto al río para la Cruz Roja y los hombres habían pasado el día cortando árboles y aserrándolos para hacer leña. Luego fue subastada y ese esfuerzo de guerra rindió 2.264 dólares. ¿Su padre aserrando madera? Le explicó que ese año la fiesta de Navidad sería menos abundante.

Linnea sólo quería que las cosas fuesen como antes. En realidad, esperaba que su regreso al hogar la convirtiese en el eje en torno del cual girase la familia mientras estaba allí. En cambio, el eje era, al parecer, el esfuerzo bélico.

Esa noche, cuando fue a acostarse, permaneció despierta rumiando su desilusión. Había faltado de allí cuatro meses -ni siquiera cuatro meses enteros- y no había dejado más vacío que el de una taza de agua sacada de un barril lleno. Sus emociones eran un torbellino. Nada deseaba más que la constancia por parte de su familia, y todos estaban muy ocupados. ¡Tan comprometidos…! Tuvo ganas de llorar, pero las lágrimas no acudían con tanta facilidad como el verano anterior, antes de que empezara a madurar.

Por lo menos la casa no había cambiado. El dormitorio que compartía con sus hermanas era tan luminoso y alegre como siempre, con el papel floreado en las paredes y las largas ventanas dobles. Cuando se levantó por la mañana, el suelo no estaba helado bajo sus pies y no tuvo que caminar por un sendero nevado hacia un edificio externo, ni lavarse en una palangana, ni recorrer un largo camino hasta la escuela, apalear carbón, encender fuego ni bombear agua.

Sin embargo, echaba todo eso de menos de una manera terrible.

El día de Nochebuena, su padre le pidió que fuese a ayudarlo a la tienda, como solía hacerlo.

– Muchos clientes me preguntan por ti, sé que les encantaría verte, además, hoy realmente me vendría bien tu ayuda. Hasta que cerremos, eso será una carrera.

– Pero tienes al muchacho nuevo.

– Adrián estará, pero habrá suficiente trabajo para tenemos a todos atareados. ¿Qué dices, pequeña?

No podía negarle nada a su padre cuando la llamaba por el viejo apodo familiar y, por mucho que hubiesen cambiado las cosas, le encantaba ir a la tienda.

Cuando llegaron, Adrián ya estaba allí, ataviado con elegantes ropas de estudiante, barriendo la nieve de la acera.

– ¡Buenos días, señor Brandonberg! -saludó, quitándose una gorra de tweed de las que solían usar los golfistas y sonriéndole a Linnea al mismo tiempo-. Señorita Brandonberg.

– Buenos días. Adrián. La he convencido de que hoy venga a echarnos una mano.

– Por supuesto, nos hará falta. ¿Está disfrutando de sus vacaciones?

Con las manos cruzadas sobre el mango de la escoba. Adrián Mitchell parloteaba con tanta amabilidad como si fuesen viejos amigos. Tenía una sonrisa maravillosa, que lucía casi todo el tiempo, y esa clase de cortesía natural que ella se esforzaba tanto por inculcar a sus alumnos en la escuela.

Saludaba a los que pasaban quitándose el sombrero y les deseaba una buena mañana. Cuando Linnea y su padre se dirigieron hacia la tienda, les abrió la puerta para luego continuar barriendo.

Minutos después, cuando él volvió a entrar, Linnea lo observó moverse por la tienda. Colgó del perchero que había en el fondo su elegante abrigo y la chaqueta del traje, se puso un delantal blanco almidonado y, silbando bajo entre dientes, pasó las cintas hacia delante y luego las ató atrás. Se movía con una vivacidad y una confianza que le daban más apariencia de ser el dueño del local que la del propio dueño. Salpicó mezcla limpiadora sobre el suelo y barrió todo sin que su jefe tuviese que decirle una sola palabra. Una vez terminada la tarea y con el lugar impregnado de un agradable olor, fue hasta la puerta doble, abrió las persianas verdes de las altas ventanas y volvió el cartel que decía abierto.

El primer cliente fue un niño que Linnea no reconoció y a quien su madre había enviado en el último momento a comprar una libra de tocino.

Antes de que el niño se fuera. Adrián metió algo en la bolsa y le dijo:

– Dale esto a tu madre, ¿eh, Lonnie?

– ¿Qué le ha dado? -le preguntó Linnea a su padre en un susurro

– Un separador de huevos. Adrián tuvo la idea de dar pequeños

utensilios de cocina como gesto de buena voluntad durante las fiestas de fin de año. Les demuestra a los clientes que agradecemos sus compras.

Linnea contempló el perfil de su padre, que admiraba a Adrián: no cabía duda de que el nuevo empleado era su favorito.

Otra vez apareció el ataque de celos pero, a medida que avanzaba el día, llegó a entender por qué su padre lo valoraba tanto: los clientes lo adoraban. Los conocía a todos por su nombre, les preguntaba por sus familias y si conocían a la señorita Brandonberg, que ese día estaba presente que había vuelto de la escuela y estaba allí para saludarlos a todos. Cada vez que un cliente se retiraba, le deseaba:

– ¡Feliz Navidad!

Sin duda, sabía ser amable. En ocasiones, Linnea lo observaba con disimulo y se preguntaba si su actitud no sería falsa. Pero, mucho antes de terminar la jornada, llegó a la conclusión de que era genuino, un hombre de negocios nato que amaba a las personas y no tenía escrúpulos en demostrarlo.

A las cuatro de la tarde, cuando cerraron, el padre de Linnea le dio a Adrián un jamón como regalo de Navidad. El joven tenía algo escondido en la trastienda: una caja larga y alta, que le dio al patrón antes de que los dos intercambiaran un cariñoso apretón de manos. Luego se volvió hacia Linnea con su sonrisa radiante.

– Señorita Brandonberg, espero que volvamos a encontrarnos mientras esté en la ciudad. De hecho, si su padre no se opone, me gustaría pasar por su casa una noche de estas a hacerle una visita.

Miró a Selmer Brandonberg buscando aprobación y, antes de que la muchacha pudiese interponer alguna objeción, el padre respondió:

– Cuando quieras. Adrián. Sólo avísale a la señora Brandonberg para que ponga otro plato en la mesa.

– Gracias, señor, lo haré. -Y a Linnea le dijo-: Entonces, una noche de la semana que viene, cuando pase el lío de Navidad.

Linnea estaba apabullada. El joven era tan directo y seguro que, sin darle oportunidad de rechazarlo, les dio los últimos buenos deseos para las fiestas y salió. Se quedó boquiabierta, con la vista fija en las persianas que se balanceaban.

– ¿Qué opinas de él? -le preguntó su padre.

Con las manos en las caderas, Linnea compuso un mohín de disgusto.

– Y tú me dijiste que habías empleado a un nuevo muchacho. No es más muchacho que tú.

Selmer se puso el abrigo, alzó una ceja y sonrió.

– Lo sé. -Abotonándose el abrigo, repitió-: Te pregunto qué opinas de él.

Linnea le dirigió una mirada divertida.

– Todavía no es candidato para el Congreso, ¿verdad?

Selmer rió.

– No, pero dale tiempo. Estoy seguro de que llegará.

– Es exactamente lo que yo opino.

Se miraron unos segundos y luego estallaron en carcajadas. Pero cuando salían de la tienda, Linnea puso la mano enguantada sobre la solapa de su padre,

– Es apuesto, dinámico y verdaderamente tiene empuje, y, aunque al principio me puse bastante celosa de él, ya veo que para ti es toda una adquisición. Pero no estoy buscando novio, papi.

El padre le palmeó la mano y la condujo hacia la puerta.

– Tonterías, pequeña. Tú lo has dicho: Adrián no es ningún muchacho.

En cuanto llego a la casa, le formularon tres veces la misma pregunta:

– ¿Qué te ha parecido Adrián?

Era evidente que toda la familia se consideraba casamentera. Rompieron en exclamaciones al enterarse de que Adrián le había regalado a Selmer una botella del más fino coñac de Bostón, la marca favorita de Selmer, que rara vez podía permitirse por lo elevado de su precio.

– Oh,. Selmer -canturreó su esposa-, ¿no es muy considerado ese muchacho? Y pensar que todavía está luchando para terminar sus estudios.

Linnea se contuvo a duras penas de poner los ojos en blanco. Quiso decirles a todos que estaban perdiendo el tiempo cuando trataban de imponerte a Adrián, porque había otro hombre en su vida.

Pensó en Theodore y se preguntó qué dirían si les hablaba de él.

¿Entenderían si les explicaba que bajo el exterior adusto, se escondía un hombre hondamente vulnerable? ¿Que su mayor deseo era aprender a leer?

¿Que defendía a su familia hasta la última sobrina con instantánea y noble ferocidad? ¿Que en un momento podía burlarse de ella y al siguiente, compartir el libro de himnos? ¿Que le pesaba el corazón cuando tenía que soltar a los caballos al llegar el invierno?

Pero seguía en pie el hecho de que se había enamorado de un granjero analfabeto de treinta y cuatro anos, que usaba batas de trabajo con pechera, aún vivía con su madre y tenía un hijo casi de la misma edad que ella. ¿Cómo era posible comparar favorablemente a un hombre así con un emprendedor estudiante universitario de veintiuno con cerebro, ambición, buen parecer y carisma suficiente para subyugar a su madre hasta hacerle olvidar el buen juicio?

Temía no poder hacerlo, y por eso no dijo nada de Theodore Westgaard.


Abrieron los regalos y, fiel a su palabra, Linnea eligió primero el de John. Realmente la conmovió la figura de un gato con las patas metidas debajo de él, como el que ella había visto a menudo en el umbral de su casa y que él había tallado a mano. El de Francés era un alfiletero hecho con un vellón de lana, metido en un trozo de terciopelo de color frambuesa. El regalo de Nissa era un bello chal tejido a ganchillo con lana blanca, salpicado de hebras plateadas; el de Kristian -ahogó una exclamación-, el más hermoso par de mitones que hubiese visto en su vida. Estaban hechos de visón y, cuando metió las manos dentro, supo que jamás tendría nada más abrigado. Sus hermanas le pusieron las mejillas para que se las acariciara, y su madre se probó uno, se lo pasó por el cuello y lanzó exclamaciones de deleite.

– Qué hermoso regalo -dijo Judith, devolviendo el mitón-. ¿Qué edad dices que tiene Kristian?

Un poco incómoda, Linnea se preguntó si estaría ruborizada.

– Diecisiete.

Selmer y Judith Brandonberg se miraron con expresiones significativas.

– Muy bien pensado para ser un muchacho de diecisiete años -. Comentó la madre.

Linnea la miró a los ojos, con la esperanza de rectificar su errónea impresión.

– Kristian caza en el arroyo y así es como obtiene los visones.

– Qué ingenioso. -Judith sonrió y señaló-: Tienes otro regalo, querida. ¿De quién es?

– De Theodore.

Con toda intención, lo había dejado para el final. Era pesado y estaba envuelto en el mismo papel que las bolsas donde había puesto los regalos para los niños. Le pasó la mano en un gesto que era una caricia.

– Ah, sí, el padre de Kristian.

La frase de su madre la sacó de su ensoñación, y comprendió que se había entregado a ella en presencia de toda la familia.

– ¡Bueno, vamos, ábrelo! -exigió Pudge, impaciente.

Mientras quitaba el envoltorio, recordó los burlones ojos castaños de Santa Claus, cuando ella estaba sentada en su regazo, y la sensación de sus labios al posarlos sobre una firme mejilla pintada de color rosado, por encima de la áspera barba blanca. Y el susurro:

– No lo abra aquí.

De repente, en ese momento, deseó estar en aquella casa estropeada por el tiempo, en la pradera barrida por la nieve.

Era un libro de poemas de Tennyson, bellamente encuadernado en castaño y dorado, con grabados de seres angelicales ataviados con tenues túnicas y cuyos pies descalzos iban dejando una lluvia de rosas.

En la última hoja, había escrito con gran cuidado: "Feliz Navidad, 19l7. Para Linnea Brandonberg, de parte de Theodore Westgaard. Algún día, yo también sabré leerlos".

Linnea ocultó su goce secreto mientras mostraba el bello libro a su familia.

– Estoy enseñándole a leer y escribir, pero no sabía que ya podía escribir mi nombre. Kristian debe de haberle ayudado con la dedicatoria.

La madre tomó el 1ibro, pasó las yemas de los dedos sobre el costoso dorado de la cubierta, leyó la inscripción, miró a su hija con expresión pensativa y murmuró:

– Qué agradable, querida.

Varias veces, en el curso de la cena de Navidad, Judith echó miradas a su hija y la sorprendió con la vista clavada en el plato con expresión distante. No era la primera vez que lo notaba. Había en Linnea una reticencia poco habitual desde que había llegado a la casa, un repliegue poco característico de ella.

Esa noche, más tarde, le preguntó a Selmer,

– ¿Has notado algo diferente en Linnea, desde que regresó?

– ¿Diferente?

– Está tan… no sé. Apagada. No está efervescente como siempre.

– Está creciendo. Judith. Eso tenía que suceder, ¿no es cierto? Es una muchacha joven con responsabilidades de adulta, que sale al mundo y se aleja de sus padres. -Levantó la barbilla de su esposa y le dio un beso en la nariz-. No puede seguir siendo nuestra pequeña para siempre, ¿no?

– No, supongo que no. -Judith se volvió y empezó a desvestirse para meterse en la cama-. ¿Dijo… bueno, dijo algo hoy, en la tienda?

– ¿Con respecto a qué?

– No qué, sino quién.

– ¿Con respecto a quién? ¿De quién esperas que diga algo?

– Eso es lo que más me intriga. No estoy segura de si se trata de Kristian o… o del padre.

– ¡El padre!

Selmer dejó de desabotonarse la camisa.

– Bueno, ¿acaso no viste su expresión cuando abrió ese paquete y encontró el libro que él le regaló?

– Judith, debes de estar equivocada.

– Ojalá ¡Caramba, ese sujeto debe de tener al menos cuarenta años!

Era evidente que Selmer se inquietó.

– ¿A ti te ha dicho algo?

– No, pero ¿te parece que me lo diría, teniendo en cuenta que ese hombre tiene un hijo de su edad y que ella… ella vive en casa de él?

Selmer hizo un esfuerzo para calmarse y atrajo a la esposa a sus brazos.

– Tal vez nos equivoquemos. Linnea tiene una cabeza sólida y, además, hasta ahora siempre ha confiado en ti. Y todavía no te he dado la buena noticia: Adrián Milchell me pidió permiso para venir a verla algún día de esta semana.

– ¿En serio? -El rostro de Judith se iluminó-. ¿De verdad?

– ¿Qué opinas de echar otra zanahoria en la sopa para el invitado de nuestra hija?

– Oh, Selmer, ¿de veras? -Los ojos se le encendieron como velas de Navidad y apretó las manos-. ¿Te tos imaginas juntos? El es perfecto para ella.

– Pero debemos cuidamos de no presionarla demasiado -le advirtió con gentileza-. Sabes lo decidida que es esa chica cuando sospecha que se la está coaccionando. Sin embargo, no vendrá nada mal invitarlo un par de veces antes de que ella vuelva, y luego, cuando este verano venga a quedarse en casa… ¿quién sabe?

Judith se dio la vuelta y comenzó a pasearse con una mano en la cintura, tironeándose con la otra del labio inferior.

– Veamos… Prepararé algo espléndido… podrían ser costillas de cerdo rellenas, y el pastel de avellanas de mi madre. Pondríamos la mejor loza y…

Selmer ya empezaba a dormirse mientras Judith seguía haciendo planes.

Adrián fue el miércoles, y tuvo la buena idea de llevarle a su anfitriona una lata redonda que contenía bombones de menta para servir con el café, después de la cena. Sentado con toda la familia en el vestíbulo delantero, se quedó hasta las diez de la noche, luego le dio las buenas noches a Línea con toda cortesía cuando Judith insistió en que ella lo acompañase hasta la puerta.

Volvió el jueves, alrededor de las siete de la tarde, conversó con toda la familia una media hora y luego propuso ir a dar un paseo con Linnea.

– Oh, yo no…

– Es una idea maravillosa -la interrumpió la madre-. Caramba, querida, lo único que has hecho desde que llegaste ha sido quedarte metida en casa con nosotros, los viejos.

– ¿Linnea? -insistió Adrián en voz baja, y Linnea era demasiado gentil para ponerlo en la incómoda situación de rechazarlo.

Caminaron alrededor del estrado para la orquesta en el parque de la ciudad y hablaron de sus respectivas familias, sus trabajos, la escuela de él,]a de ella y de los regalos que habían recibido para Navidad. Una vez, Linnea se resbaló y él la tomó del codo y la acompañó de regreso a la casa en medio de la suave nevada y, cuando llegaron al porche, la hizo girar hacia él y le dio un gentil beso en la boca.

Ella se echó atrás.

– No lo hagas. Adrián… por favor.

– ¿De qué otro modo puedo defender mi posición? -preguntó en tono agradable, aún sin soltarla.

– Eres encantador y… y me gustas… pero… -perturbada, guardó silencio.

– ¿Pero? -el joven ladeó la cabeza.

– Pero dejé a una persona allá, en Álamo.

– Ah. -Se quedaron callados unos instantes. Ella miraba el pecho de él y él, el rostro de ella, hasta que preguntó-: ¿Es serio?

– Creo que sí,

– ¿Te has prometido a él?

Negó con la cabeza.

– Bueno, en ese caso, ¿qué habría de malo en que vengas conmigo a una fiesta la noche de Año Nuevo?

Linnea alzó la vista.

– Pero te he dicho que…

– Sí, que dejaste a alguien en Álamo. Y, aunque yo respeto eso, de todos modos me gustaría contar con tu compañía. Y apuesto a que no tienes otros planes, ¿es cierto? -Le alzó la barbilla-. ¿Los tienes?

Cielos, no existía justicia en el mundo cuando un hombre podía ser tan apuesto.

– No.

– Sólo estarán algunos amigos míos que tienen más o menos nuestra edad. Iremos a patinar en el hielo, y luego volveremos a la casa de una de las chicas a comer algo. Te traería de regreso a eso de la una. ¿Qué te parece?

Parecía divertido y hacía mucho que no estaba con personas de su edad. Y, si no salía con él, lo más probable era que recibiese al nuevo año tendida en la cama deseando haber dicho que sí.

– ¿Nada de besos a medianoche? -insistió.

Adrián levantó la mano, como un boy scout.

– Prometido.

– ¿Y no te reirás si me caigo un par de veces en el hielo?

Adrián rió, haciendo relampaguear sus blanquísimos dientes.

– Prometido.

– De acuerdo: tenemos una cita.

Le llevó violetas. ¡Violetas por acompañarlo a una sesión de patinaje! Era un misterio de dónde las habría sacado en medio del invierno en Fargo, Dakota del Norte, y eran las primeras flores que Linnea recibía de un hombre y cuando las aceptó sintió una oleada de culpa pensando en Theodore.

Adrián había tomado prestado el automóvil de su padre para la salida y, cuando se subió en él, su culpa creció, pero, a medida que transcurría la noche, olvidó a Theodore y se divirtió mucho.

Patinaron en el hielo, se entonaron con sidra de manzana caliente, volvieron a la casa de una chica llamada Virginia Colson y jugaron juegos de salón, bailaron y brindaron por el nuevo año con un cóctel de champaña.

Pero, fiel a su palabra. Adrián se comportó como un auténtico caballero toda la velada.

Cuando la llevó a la casa, Linnea intentó hacer una breve despedida, pero él la acompañó hasta el porche, le retuvo las manos, apoyó un hombro contra la pared y la observó con desconcertante atención.

– Eres la muchacha más hermosa que he conocido, ¿lo sabes?

Linnea dejó caer la vista hacia el pecho de él.

– Adrián, realmente tendría que entrar.

– Y eres todo lo que dijo tu padre de ti. Por supuesto, he visto tu retrato: él está muy orgulloso de ti. Pero aquel día, cuando entraste en la tienda y te vi en persona por primera vez, pensé de inmediato: "esa chica es para mí". -Hizo una pausa, le oprimió las manos y dijo en voz más suave-; Ven aquí, Linnea.

Sobresaltada, levantó la cabeza:

– Adrián, lo prometiste.

– Prometí que no habría besos al dar la medianoche. Ahora falta un cuarto de hora para la una.

Con movimientos lentos, apartó el hombro de la pared, al tiempo que Linnea confirmaba cuánto lo había favorecido la naturaleza. Era injusto, casi, que fuese tan bien parecido. Además, jamás había conocido un hombre que oliese mejor, ni más cortés y encantador. Sus padres estaban fascinados con él. Se escandalizarían cuando les hablara de Theodore. Supongamos… supongamos, nada más, que devolvía el beso a Adrián y descubría que era tan estremecedor como el de Theodore. Acabarían todas sus preocupaciones.

Los labios del muchacho, abiertos sobre los de ella, eran suaves y sedosos. Cuando le metió la lengua en la boca, la suya respondió, vacilante. Cuando la estrechó con fuerza en sus brazos, se apretó contra él. Cuando le acarició la espalda, ella le acarició los hombros. Sin embargo, en lugar de estar viendo cohetes que estallaban, se sorprendió a sí misma analizando el perfume del fijador para el cabello y el almidón que la madre le ponía en los cuellos. Lo dejó todo el tiempo que quiso y esperó… esperó…

Pero nada sucedió.

Nada.

Cuando Adrián levantó la cabeza, deslizó las manos hacia los costados de los pechos y exhaló sobre los labios de Linnea rozándolos con delicadeza una, dos veces.

– Linnea, querida -susurró-, esperaré el verano con impaciencia.

Sin embargo, ella sabía que ni aun ese verano sus sentimientos hacia Adrián crecerían. Si tenía que suceder, ya hubiese sucedido.

Más tarde, ya acostada, la culpa la sacudió. Nunca había besado a ningún hombre hasta unos meses atrás y, ahora, ya había besado a cuatro.

Suponía que los cuatro debían de saber lo que hacían, y se preguntó si haber recibido esos besos la convertía en una perdida. Supuso que sí y que Theodore era demasiado honorable para merecer a una mujer como ella.

Con todo, había reaccionado a cada uno de ellos de maneras muy diferentes.

Al recordar a Rusty Bonner, tan diestro en el ejercicio, se estremeció. ¡Era bastante probable que Rusty hubiese dejado una huella de hijos bastardos desde el Río Grande hasta la frontera con Canadá! Qué ingenua había sido. Recordarlo en ese momento era embarazoso.

Y Bill… cada vez que recordaba cómo le había metido la rodilla entre las piernas, se enfurecía de nuevo.

Y, desde luego. Adrián, el perfecto, impecable Adrián. Casi deseó sentir en la sangre ese fuego cuando la besaba, pues así todo habría sido más simple. Después de todo, era la alternativa más lógica.

Sin embargo, el amor no hacía mucho caso de la lógica. Y ella amaba a Theodore. Sólo su beso tenía el poder de sacudirla hasta las plantas de los pies, de hacerla sentirse bien, ansiosa, como si el amor entre ambos fuese cosa predestinada. Poco importaba la edad, que fuese analfabeto, su sencilla crianza, cómo se vestía o que hubiese estado ya casado y tuviera un hijo casi de la edad de ella.

Lo que sí importaba era que era honrado, bueno y que, ante la perspectiva de volver a verlo al día siguiente, el corazón se le aceleraba y la sangre le palpitaba.

Por la mañana, estaba haciendo las maletas para irse cuando su madre apareció en la entrada del dormitorio, con los brazos cruzados, apoyándose en el marco de la puerta. Las chicas habían salido a patinar y la casa estaba en silencio.

– Línea, he estado esperando a que me lo dijeras desde que llegaste a casa, pero creo que si no te lo pregunto no me lo dirás.

La muchacha se volvió, con una pila de ropa interior limpia en las manos.

– ¿Decirte qué?

– Lo que está preocupándote.

Por un instante pensó en negarlo, pero al final se sentó en el borde de la cama y clavó la vista en la ropa que tenia sobre el regazo.

– Madre, ¿cómo sabes cuando estás enamorada? -preguntó en tono quejumbroso.

– ¿Enamorada?

Judith se enderezó y luego atravesó la habitación para ir a detenerse junto a ella. Le tomó la mano.

– ¿De Adrián? -preguntó esperanzada.

Linnea se limitó a negar con la cabeza gacha, desconsolada.

– Entonces… ¿de Kristian?

Negó otra vez y levantó lentamente la cabeza para mirar a la madre a los ojos.

– Oh, querida… -suspiró Judith. soltando sus dedos y apoyando la

mano sobre los labios-. No… no será del padre.

– Si… y se llama Theodore.

Alarmada, se inclinó para volver a tomar la mano de su hija.

– Pero debe de tener… ¿cuántos?, como treinta y tantos años.

– Treinta y cuatro.

– Y ha estado casado.

– Hace mucho tiempo.

– Oh, mi chiquilla, no seas tonta. Eso no puede ser. ¿Cuan lejos ha llegado?

– No ha llegado a ningún lado. -Linnea retiró la mano irritada y se levantó para guardar la ropa en la maleta-. Se ha debatido con denuedo contra ese sentimiento, precisamente porque cree que soy sólo una chiquilla.

Judith se apretó una mano contra el corazón y exclamó en voz queda:

– ¡Oh, gracias a Dios!

Linnea giró con brusquedad y se dejó caer, abatida.

– Madre, estoy muy confundida. No sé qué hacer.

– ¿Qué hacer? Bueno, por el amor de Dios, hija, sácatelo de la cabeza. ¡Es casi tan mayor como tu padre! Lo que puedes hacer es seguir viendo a Adrián Mílchell cuando regreses aquí, el verano próximo. Parece que él está interesado. -Se interrumpió, se rascó la ceja y preguntó-: Lo está, ¿no?

– Supongo que sí. -Linnea se alzó de hombros-. Si besar significa que está interesado…

– Te besó.

Judith parecía complacida.

– Si. Y creo que fue el beso más experto que es posible recibir. Traté de poner en él mi corazón… en serio, madre, lo hice… ¡pero no pasó nada!

La preocupación de Judith se renovó.

– Se supone que nada debe pasar hasta que estéis casados.

– Oh, si. A lo que me refiero es a que… ¿a ti no te pasa que el solo hecho de ver entrar a papá en el mismo cuarto te hace cosquillas en el estómago y sientes como si te faltara el aire?

– ¡Linnea!

Los ojos de la madre se agrandaron del susto.

– Bueno, ¿no te pasa?

Judith quiso levantarse de un salto, pero la joven la sujetó por el hombro.

– Oh, madre -siguió, apremiante-, no me digas que no tiene por qué suceder, porque sucede. Cada vez que veo aparecer a Teddy en la puerta. Cada vez que lo veo hacer entrar a los caballos en el patio. ¡Hasta me sucede cuando discutimos!

Turbada, Judith no atinó a hacer otra cosa que mirar a su hija y preguntarle:

– ¿Tú… tú discutes con él?

– Oh, peleamos constantemente. -Linnea se levantó y siguió preparando la maleta-. Pienso que, durante un buen tiempo, buscaba pelea para no tener que admitir lo que sentía por mí. Y porque sabía que yo sentía lo mismo y tenía un miedo terrible. Ya te he dicho que él se considera demasiado viejo para mí, ¿no es ridículo?

Judith trató de controlar el pánico; se levantó y, acercándose a ella, la tomó de los hombros.

– Es demasiado viejo, Linnea.

– No -aseguró la muchacha, terca.

– Tiene un hijo casi de tu edad. A mí me inquietaba que el muchacho sintiera algo por ti, ¡pero pensar siquiera que estés enamorada del padre es absurdo, Linnea!

Las miradas angustiadas se sostuvieron. Linnea dijo en voz queda:

– Sin duda, quieres que termine por enamorarme de Adrián y que me case con él. Ojalá pudiera, lo digo en serio, madre. Pero será mejor que lo advierta: no creo que eso vaya a suceder, a juzgar por lo que pasó cuando me besó anoche. O, más bien, de lo que no pasó.

– ¡Bah! -resopló Judith, soltando los hombros de la hija después de darle una leve sacudida-. Siempre fuiste empecinada y creo que nada de lo que pueda decir te hará cambiar. Pero, escúchame… -Agitó un dedo ante la nariz de su hija-: Ese… ese hombre, ese… ese… ¿Theodore? Por lo menos, él tiene sentido común. Sabe mejor que tu que hay demasiados años de diferencia entre vosotros, ¡y será mejor que aceptes ese hecho antes de que esto llegue más lejos!

Pero hubiese dado igual que Judith Brandonberg le gritara a la pared. Linnea no hizo más que reanudar su tarea, con una postura obstinada en los hombros.

– No elegí enamorarme de él, madre. Simplemente sucedió. Pero ya que así es, haré todo lo que esté en mi poder para hacerle entender que nos ha sido dado un don y no debemos desperdiciarlo. -Se irguió, y Judith vio la expresión decidida en sus ojos. La voz de Linnea se ablandó y adquirió un tono melancólico, femenino-. Él también me ama, tanto como yo a él. Me lo dijo. Y eso es algo demasiado valioso para arriesgarse a cederlo, ¿no lo entiendes? ¿Y si jamás vuelvo a encontrar eso con un hombre de mi edad?

La mirada inquieta de Judith se demoro en Linnea con una triste certeza: sí, su pequeña estaba creciendo. Y, aunque su corazón se estremeciera de temor, no tenía ningún argumento razonable que presentarle.

Era difícil discutirle al amor.

Загрузка...