26

Los más viejos, los más débiles, los más jóvenes. La gripe española elegía sus presas primero entre estos y de la familia Westgaard arrebató uno de cada uno. De los más viejos, se llevó a Nissa. De los más débiles, a Tony. Y de los más jóvenes, a Roseanne. Nissa murió sin saber que su nieta también había enfermado.

Era una enfermedad veleidosa, que asolaba indiscriminadamente un hogar tras otro en la pradera de Dakota mientras dejaba a algunos intactos.

No encontraban una pauta que indicase a quién se llevaba y a quién dejaba. Ese mismo carácter impredecible la hacía más mortal. Pero como si la Providencia deparase algo mejor a Theodore y a Linnea Westgaard, Theodore salió de la enfermedad sin una secuela más grave que la pérdida de unos cuatro kilos y a Linnea la dejó intacta.

La mañana que Theodore despertó, con la vista y la cabeza claras, ella estaba sola junto al lecho, dormida en la silla, con la apariencia de haber luchado sola en esa batalla. Abrió los ojos y la vio, con los hombros caídos respirando con regularidad y las manos unidas sobre el abultado vientre. "Linnea", trató de decir, pero tenía la boca seca. Se tocó la frente y la sintió escamosa. Se tocó el cabello y lo sintió grasoso. Se tocó la mejilla, estaba áspera. Se preguntó qué día sería. Su madre estaba muerta, ¿verdad? Ah y Kristian… ¿habría alguna noticia de él? ¿Y qué pasaba con el trigo… el ordeñe… Linnea…?

Rodó de costado, le tocó la rodilla y ella abrió los ojos.

– ¡Teddy! ¡Estás despierto! -Le tocó la frente y luego le apretó la mano- Lo has conseguido.

– Ma… -dijo con voz áspera.

– La sepultaron hace más de una semana.

Le acercó la taza a los labios y él bebió, agradecido, y luego se acostó de nuevo, debilitado.

– ¿Qué día es?

– Jueves. Has estado enfermo dos semanas.

Dos semanas. Había estado acostado dos semanas y ella cuidándolo.

Ella e Isabelle. Tenía un vago recuerdo de Isabelle atendiéndolo también, pero, ¿cómo podía ser?

– ¿Estás bien?

– ¿Yo? Sí, estoy bien. He salido indemne. Y ahora, basta de preguntas hasta que hayas comido algo y estés más fuerte.

No toleraría más conversación hasta después de haberle llevado un buen caldo de carne, de que lo hubiese bebido, le hubiese lavado la cara y ayudado a afeitarse. Ella misma se hizo tiempo para cambiarse el vestido y peinarse, pero aun así se veían en su rostro los estragos de la larga vigilia.

Cuando la vio atarearse por la habitación, ordenándola, la hizo sentarse al lado de la cama y descansar un minuto.

– Tienes los ojos como si te hubieses golpeado.

– Dormí poco, nada más. Pero he tenido una buena ayuda.

Bajó la vista y jugueteó con el borde del delantal.

– ¿Isabelle? -preguntó él.

– Sí. ¿Lo recuerdas?

– Algo.

– No hizo caso de la señal de cuarentena. Entró, se quedó durante nueve días y nos cuidó a los dos.

– ¿Y ella tampoco se contagió?

Linnea negó con la cabeza.

– Es una gran mujer, Teddy. -Suavizó la voz y su mirada se encontró con la de él-, Te ama mucho, ¿sabes?

– Oh…

– Es cierto. Arriesgó su vida para venir aquí a cuidarte y también a mi, porque sabía que te dolería sí nos pasaba algo malo a mí o al niño. Le debemos mucho.

El hombre no supo qué decir.

– ¿Dónde está ahora?

– En la carreta comedor, durmiendo.

– ¿Y el trigo?

– El trigo ya está. La cuadrilla continuó trabajando.

– ¿Y el ordeñe?

– También se ocuparon de eso. Ahora no tienes nada de qué preocuparte. Cope dice que se quedará hasta que estés lo bastante fuerte para hacerte cargo otra vez.

– ¿Ha habido alguna noticia de Kristian?

– Hace dos días llegó una carta y Oriin la leyó desde la punta del sendero. -Oriin era el cartero-. Kristian dice que todavía no ha visto el frente y que está bien.

– ¿Cuánto hace que escribió la carta?

– Más de tres semanas.

Tres semanas, pensaron los dos. En ese lapso se disparaban muchos proyectiles. Ojalá hubiese una manera de tranquilizar a Theodore pero, ¿qué podía decirle ella? Estaba macilento, pálido y agotado. Por mucho que detestara ser la que sumase líneas de preocupación a su cara, no había modo de eludirlo. Apoyó los codos sobre la cama, tomó la mano de su marido entre las suyas e hizo girar la sortija de bodas en los dedos enflaquecidos.

– Teddy, me temo que hay más malas nuevas. La gripe…

Qué difícil era decirlo. Vio las caras de esos niños a los que tanto había aprendido a amar. Tan inocentes, arrebatados antes de tiempo.

– ¿Quién? -preguntó simplemente Theodore.

– Roseanne y Tony.

La mano apretó la suya y cerró los ojos.

– Oh, Dios querido.

Linnea no podía decir nada. Ella también sufría recordando el ceceo de Roseanne y los delgados hombros de Tony.

Todavía con los ojos cerrados, Theodore la atrajo sobre las mantas. Se tendió sobre él y él la abrazó, extrayendo fuerzas de ella.

– Eran tan pequeños…Todavía no habían vivido-se condolió inútilmente.

– Lo sé… lo sé.

– Y ma… -Linnea sintió el movimiento de la nuez en la coronilla-. Era una mujer tan buena. Y, a veces, cuando… cuando se ponía mandona y me daba órdenes, yo deseaba que se fuera. Pero nunca quise… nunca quise que muriese.

– No tienes que sentir culpa de esas ideas que son humanas. Fuiste bueno con ella, Teddy, le diste un hogar. Ella sabía que la amabas.

– Pero era un alma buena.

"Todos lo eran", pensó Linnea, abrazándolo. John, Nissa, los niños.

Cuántos perdieron, cuántos. Dios, conserva a salvo a Kristian.

– Oh, Teddy -susurró con la boca pegada al pecho de él-, creí que iba a perderte a ti también.

El hombre tragó con dificultad.

– Y yo pensé lo mismo con respecto a tí y al niño. A veces deseaba morir rápido, antes de que tú te contagiaras. Otras, recuperaba la lucidez y te veía ahí sentada y sabía que tenía que vivir.

Bajo su oído, el corazón de Theodore latía con firmeza mientras ella pronunciaba una silenciosa plegaria de agradecimiento por su salvación. Entre los dos se apretaba el bulto del hijo aún no nacido y una vieja manta confeccionada por las manos de Nissa hacía muchos años. La que había fallecido. El que todavía no había llegado. Una vida nueva tomando el lugar de otra vieja.

– Es como si nosotros y nuestro hijo nos hubiésemos salvado para tomar el testigo. Para ocupar el lugar de los que se fueron -le dijo Línnea.

Y siguieron adelante, como muchos que habían sufrido pérdidas. La epidemia siguió su curso y se agotó. Las señales de cuarentena fueron desapareciendo una por una y los Westgaard despidieron a Isabelle Lawlr saludándola con la mano, mientras ella vociferaba que al año siguiente volvería a conocer al pequeño. Y aún quedaban muertos por llorar, vivos que consolar. La iglesia luterana tenía un nuevo ministro, pues los Severt se habían marchado. El reverendo Hegelson desarrolló un triste servicio conmemorativo por los siete miembros de la congregación que habían muerto y sido sepultados mientras a los familiares no se les permitía estar junto a las sepulturas y oraron juntos por la paz y dieron gracias porque las estrellas en la bandera de la iglesia siguieran siendo azules. Los afligidos extraían su fuerza de arriba y enfocaban la vista en el mañana.

Un día de noviembre, Theodore estaba afuera bajo un frío cielo plomizo, protegiendo con paja la base de la casa. Era un día característico de fines del otoño, deprimente, con un viento que mordía. Hacía mucho que habían caído las hojas de los álamos. El viento levantaba la capa superficial del suelo y lo arrojaba contra las perneras de la bata de trabajo de Theodore mientras él blandía la horquilla una y otra vez. En condiciones normales esa tarea tendría que haber estado terminada mucho antes, pero la enfermedad lo había demorado. Había recuperado las fuerzas, y Cope regresó a su hogar en Minnesota.

Desde arriba llegaron los ásperos graznidos de los patos canadienses que emigraban hacía el Sur. Theodore hizo una pausa y alzó la vista, contemplando el majestuoso vuelo de la formación de aves. Kristian no había logrado volar en aeroplanos, como él quería. Pero había abatido uno, contaba en la última carta. Theodore sonrió pensando en ello. Su hijo volando tan alto como esos gansos. ¿A dónde iría a parar este mundo? Se decía que esos aeroplanos eran prometedores y cuando terminara la guerra, si terminaba, se los usaría para algo mejor que matar gente.

¿Kristian seguiría vivo? Tenía que estarlo. Y cuando regresara al hogar, se preguntó si querría poner un negocio propio, transportando mercaderías por avión, por ejemplo, como decían que se haría en el futuro.

Qué diablos, él era un hombre rico. La guerra había impulsado hacia arriba los precios del trigo, hasta pasar la marca de 2,15 dólares el bushel. Nunca pareció justo hacerse rico gracias a la guerra, pero gracias a eso podría compartir parte de su riqueza con el hijo que había ido a pelear en ella.

Diablos, Kristian no quería ser granjero y si el muchacho lograba volver sano y salvo, se prometió que nunca intentaría obligarlo a nada, a fin de cuentas, no era…

– ¡Teddy! ¡Teddy! -Linnea saltó corriendo de la casa, sin cerrar la puerta tras ella-. ¡Teddy, la guerra ha terminado!

– ¡Qué!

La horquilla cayó al suelo y su esposa se arrojó en sus brazos, gritando y llorando al mismo tiempo.

– ¡Ha terminado! ¡Acaban de anunciarlo por la radio! ¡Esta mañana a las cinco se firmó el armisticio!

– ¿Terminó? ¿En serio?

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! -se regocijó.

La levantó en el aire.

– ¡Terminó! ¡Terminó!

No podían dejar de decirlo. Bailaron alrededor del patio y tropezaron con la horquilla. A un costado, Nelly y FIy, que estaban ante una carga de heno, volvieron la cabeza curiosas para mirar las locuras de los humanos. Nelly relinchó y Linnea, saliendo del abrazo de Theodore, besó la nariz del animal. Cuando hubo hecho lo mismo con FIy, Theodore la alzó otra vez en brazos y la depositó sobre el asiento de la carreta.

– Tenemos que estar con los otros.

Casi no habían salido del sendero particular cuando la campana de la iglesia empezó a tañer por el Este. No habían recorrido aún dos kilómetros, cuando a esa se unió la de la iglesia desde el Oeste. En el camino, a mitad del trayecto hacia la casa de Lars, encontraron a Utmer y a Helen y bajaron de las carretas para abrazarse, besarse y escuchar las campanas que sonaban desde ambas direcciones. Mientras lo celebraban en mitad del camino de grava, aparecieron Clara y Trigg con la pequeña Maren, fajada y abrigada, pero protestando en voz alta por la desacostumbrada conmoción. Pegados a sus talones llegaron otros, entre los cuales estaban Lars y Evie, y el viejo Tveit, que había salido a entregar una carga de carbón.

– ¡Todos se reunirán en la escuela! -predijo Utmer-. ¡Vayamos!

Y, en efecto, para cuando llegaron el edificio de la escuela ya estaba lleno. La campana seguía desgañitándose. La muchedumbre seguía creciendo. El nuevo maestro, el señor Thorson, anunció que, por ese día, se suspendían las clases. Los niños se pararon en los pupitres y aplaudieron. Llegó el reverendo Helgeson, inició una plegaria de agradecimiento a la que se unieron todos y la celebración continuó hasta últimas horas de la tarde.

Cuando la regocijada partida se disolvió, empezó la nevada que había estado amenazando todo el día. Conduciendo las carretas, regresaron a sus casas bajo los copos arrastrados por el viento, despreocupados a pesar de ellos, sin que la perspectiva de una tormenta invernal enturbiase la alegría general. El trigo ya estaba almacenado. El mundo estaba en paz. Había mucho que agradecer.

Linnea se despertó con el primer dolor a la una de la madrugada. Como no tenía dudas de lo que significaba, esperó otra contracción, que tardó algún tiempo en llegar. No despertó a Theodore hasta después de una hora, cuando ya estaba segura.

– ¿Teddy? -dijo, sacudiéndolo con suavidad.

– ¿Eh? -Se dio la vuelta y se apoyó en un codo-. ¿Pasa algo malo?

– Creo que han comenzado los dolores.

Despertó de inmediato y se estiró hacia ella, palpándole el vientre.

– Pero falta un mes.

– Ya lo sé. Tal vez haya bailado demasiado y apresuré las cosas.

– ¿Cada cuánto tiempo son?

– Quince minutos.

– Quince… -Como un relámpago, se bajó de la cama y buscó los pantalones-. Tengo que ir al pueblo a buscar al médico.

– ¡No!

– Pero dices que son…

– ¡No! Mira por la ventana. ¡No permitiré que salgas con este tiempo!

Desde la oscuridad del cuarto era fácil ver el brillo que había afuera. La nieve, todavía arremolinándose, había blanqueado todo y se acumulaba en las esquinas de los alféizares en gruesos triángulos.

– Pero, Linnea…

– No. ¡Después de lo que le pasó a John, no! ¡Este niño conocerá a su padre!

– Pero esto no es una nevisca. Es una nevada común.

Linnea salió de la cama con dificultad y agarró el brazo de Theodore, que se estiraba en busca de la camisa.

– Teddy, podemos hacerlo nosotros.

Sintió bajo la mano la tensión de los músculos.

– ¿Estás loca? Nunca he ayudado a nacer a un niño.

– Lo has hecho con caballos, ¿verdad? No puede ser demasiado diferente.

– Linnea, estoy perdiendo tiempo.

– ¡No irás! -Se aferró a él con tenacidad, reteniéndolo, impidiéndole que se inclinara a recoger las botas. De repente, jadeó-. ¡Oh… Teddy… oh!

– ¿Qué pasa?..

Aterrorizado, encendió la lámpara y, al volverse, la vio de pie en medio del suelo, con los pies separados, mirando hacia abajo.

– Ya está saliendo algo. Oh, por favor, no me dejes.

Theodore miró con la boca abierta el charco que había a sus pies y se preguntó, desesperado, qué tendría que hacer. Con Melinda había durado horas… y había estado su madre para ocuparse de todo.

– Has roto la bolsa de aguas. Eso significa… que falta poco.

– ¿Qu…qué tengo que hacer? – preguntó, como si pudiese controlar algo.

En tres pasos se acercó, la levantó y la puso otra vez sobre la cama.

– Descansa entre un dolor y otro, no los resistas cuando llegan. Tengo que encender fuego y conseguir un poco de cuerda.

– ¡Cuerda! Oh, Teddy por favor, no vayas al pueblo. Nosotros…

– No iré. -La apretó contra la cama, dedicó un instante a tranquilizarla apartándole el cabello de la frente, besando los ojos cerrados-. La cuerda es para que tú te agarres. Volveré enseguida, ¿de acuerdo? Y te prometo que no iré al pueblo. Pero tengo que ir al establo. Tú quédate aquí y haz lo que te he dicho cuando lleguen los dolores.

La mujer asintió con los movimientos convulsivos de una persona demasiado asustada para discutir.

– Date prisa -susurró.

Se dio prisa. Pero – ¡maldito fuese su pellejo!- ¿por qué no había tenido todo listo de antemano? Estaba convencido de que aún tenía un mes y aun así, el doctor solía llevar estribos de cuero e instrumentos esterilizados. Nunca creyó que tendría que cortar cuerdas y hervir tijeras. ¡Malditos inviernos de Dakota! ¿Qué cuernos haría si surgían complicaciones?

La nieve le mordió las mejillas cuando volvía del cobertizo con la cuerda más limpia que pudo encontrar. Para cuando regresó al dormitorio, Linnea estaba frenética.

– Vienen más r…rápido, Teddy, y… y he mojado toda la cama.

– Calla, amor, no te preocupes. Las sábanas se pueden lavar.

Entre una y otra contracción. Theodore encendió el fuego, esterilizó las tijeras, encontró cordel y una manta limpia para el recién nacido, y una jofaina y una toalla para el primer baño. Levantó a Linnea de la cama y la cubrió con una sábana de goma, encima colocó una manta de franela plegada y sobre ella extendió una sábana nueva, limpia. Llevaba a su esposa en sus brazos para pasarla otra vez a la cama, cuando la atacó el más intenso de los dolores. Linnea jadeó, se puso rígida y él la abrazó, sintiendo el cuerpo tenso, que le clavaba los dedos en el hombro cuando el dolor fue más fuerte. Cuando acabó, Linnea abrió los ojos y Theodore le dio un beso en una comisura.

– La próxima vez que termine una guerra, no baile tanto, ¿de acuerdo, señora Westgaard?

La mujer le dirigió una sonrisa trémula, pero suspiró y se relajó mientras él la acostaba otra vez.

– Quiero un camisón limpio -dijo, cuando se le regularizó la respiración.

– Pero, ¿qué importa eso?

– Nuestro hijo no nacerá mientras su madre tenga puesto un camisón manchado. Tráeme un camisón limpio, Theodore.

Cuando le decía Theodore en ese tono, sabía que era preferible no contradecirla. Voló hasta la cómoda, preguntándose de dónde venía esa súbita demostración de arrojo, teniendo en cuenta que un momento atrás estaba sumida en el dolor. "Mujeres", pensó. ¿Qué sabían en realidad los hombres de ellas?

Le quitó el camisón sucio, pero retuvo el nuevo enrollado en las manos cuando sobrevino el siguiente dolor. Linnea cayó hacia atrás, se arqueó y él vio cómo cambiaba de forma la barriga con la contracción, vio que alzaba las rodillas y el cuerpo se levantaba como por voluntad propia.

A Theodore le brotó el sudor en el pecho. Tuvo la impresión de que, en el fondo del vientre, sentía el mismo dolor que ella. Le temblaron las manos cuando la ayudó a ponerse el camisón limpio y lo dobló en la cintura.

Nunca en su vida había hecho nudos con tanta rapidez. Plegó la cuerda midiendo tres largos de pie, fijó cada uno al remate metálico de la cama, del lado de los pies y formó lazos con los otros extremos, de modo que Linnea pudiese pasar las piernas por ellos. No había terminado de ajustar el último nudo cuando ella dijo su nombre, jadeando y tendiéndole las manos. Le aferró las de él con tanta fuerza que le dolió y lo atrajo hacia ella con tal ímpetu que los brazos de los dos temblaron. ¡Dulce Jesús, esas cuerdas le cortarían la carne!

Cuando terminó la contracción, los dos jadeaban.

Corrió a la cocina y encontró dos toallas gruesas para acolchar las cuerdas de manera que no le rasparan las piernas. Llevó la mesilla de noche y la lámpara de petróleo cerca de los pies de la cama, para que iluminase el cuerpo expuesto de la mujer. Levantó con delicadeza los pies y los pasó por las cuerdas, deslizándolas luego con cuidado hasta atrás de las rodillas. La lámpara teñía de dorado los muslos blancos. Por primera vez, comprendió lo vulnerable que era una mujer durante el parto.

Los ojos inyectados en sangre se abrieron.

– No le asustes, Teddy -le murmuró-. No hay nada que temer.

Ya no quedaban rastro del miedo que Theodore percibió antes en ella. Estaba serena, preparada, confiada en la habilidad de su esposo para ejercer la función de comadrona. Se acercó a su lado y se inclinó sobre ella, sintiendo que la amaba más que nunca.

– No estoy asustado. -Era la primera vez que le mentía. Contemplando el rostro enrojecido, supo que se pondría con gusto en el lugar de ella, si pudiera. Le estiró los brazos sobre la cabeza y colocó con delicadeza las manos en los postes metálicos-. Ahorra energías. -Le cubrió los dedos con los suyos-. No hables. Grita si quieres, pero no hables.

– Pero hablar me distrae del do…

Hizo una mueca y sorbió el aliento. Con el corazón palpitándole, Theodore corrió hacia el otro extremo de la cama sintiéndose inseguro y torpe y más asustado que cuando él y John se quedaron atrapados por la nevisca.

Los músculos de Linnea se tensaron. Las cuerdas se pusieron tirantes. Los postes de hierro de la cama resonaron y se curvaron hacia dentro.

La mujer lanzó un hondo y largo gemido y manó de su cuerpo un hílillo rosado. Theodore se quedó mirándolo, horrorizado por ser el responsable de causarle semejante situación, jurando para sí: "Nunca más. Nunca más".

Con los dientes apretados, murmuró:

– Vamos… vamos… -como sí el niño pudiese oírlo.

Cuando el dolor se alivió, la camisa de Theodore estaba empapada bajo los brazos. Linnea descansó y él le enjugó la frente.

– ¿Cómo vas? -le preguntó en voz suave.

Linnea asintió, con los ojos cerrados.

– Dime cuándo… -empezó a decir, pero esa vez la contracción la hizo levantar las caderas de la cama más que antes.

Theodore vio que el hilillo rosado se hacía más intenso y pensó:

"¡Oh, Dios, está muriéndose! No la dejes morir. ¡A ella también, no!". La ansiedad de hacer algo por ella, cualquier cosa que la ayudase, lo destruía.

Le pasó las manos por abajo y la ayudó a elevarse, pues, al parecer, eso era lo que exigía la naturaleza.

– Vamos, sal de ahí -murmuró-. ¡Grita, Lin, grita si quieres!

Pero cuando apareció una coronilla rubia, fue él el que gritó:

– ¡Veo la cabeza! -La excitación le recorrió el cuerpo-. Empuja… otra vez… vamos, Lin… una grande ahora…

Con la siguiente contracción, el niño estuvo en la mano grande y callosa, como una masa resbaladiza y tibia que se retorcía. Oyendo el chillido vigoroso del hijo, Theodore sonrió con la sonrisa más ancha que pudiera hacer un hombre. Quiso decirle a Linnea qué era, pero no podía verla a través de las lágrimas. Levantando los hombros, se secó los ojos en ellos.

– ¡Es un varón!-exclamó con voz gozosa, apoyando el bulto movedizo sobre el vientre de la mujer.

– Un varón -repitió la madre.

– Con una pequeña bellota rosada.

La madre rió, cansada, y logró levantar la cabeza. Pero se acostó otra vez y tanteó con los dedos la cabeza del pequeño.

Como por milagro, Theodore se tornó sereno como en el ojo de la tormenta. Le pareció que nunca en su vida había sido tan eficiente como cuando ató dos trozos de cordel en el cordón umbilical y lo cortó.

– Ya está. Ahora ya vive por su cuenta.

Linnea no, aunque él vio que estaba llorando. El padre levantó al niño y le metió el dedo en la boca para despejarla de mucosidad.

– Ya está succionando -le dijo a la mujer, conmovido por la sensación de la delicada lengua que le succionaba el dedo.

– ¿Tiene todos los dedos de las manos y de los pies? -preguntó Linnea.

– Todos, aunque no más grandes que los huesos de un gorrión.

– Date prisa, Teddy -dijo con voz débil.

Empujar para sacar la placenta le dolió tanto como debió de dolerle a ella, estaba seguro. Tenía la barriga blanda y flexible, lo comprobó cuando le apretó con las dos manos. Volvió a prometerse no hacerla pasar nunca más por semejante trance. Si pudiesen turnarse, él lo soportaría. Pero ella, no. No su preciosa Linnea.

Era la primera vez que le daba un baño a un recién nacido. Jesús, ¿cómo era posible que un ser humano tan diminuto fuese tan perfecto?

Uñas y párpados tan tenues que se podía ver a través de ellos. Piernas tan finas que tenía miedo de enderezarlas para secarle detrás de las minúsculas rodillas. Las pestañas tan finas que casi no se veían. Envolvió al niño en la manta limpia de franela y lo puso en brazos de

Linnea.

– Aquí está, amor. Es pequeño.

– John -arrulló suavemente la madre, dándole la bienvenida-. Hola, John.

Theodore sonrió al ver cómo posaba los labios en la cabeza aterciopelada del pequeño.

– Hasta se parece un poco a nuestro John. ¿no es cierto?

Por supuesto que no se parecía. Tenía el mismo aspecto que todos los recién nacidos: arrugado, rojo y contraído.

Pero Linnea admitió:

– Sí, se parece.

– Y creo que tiene un poco de mamá alrededor de la boca.

La boca del niño no se asemejaba en nada a la de Nissa, pero Linnea asintió de nuevo.

Theodore se acomodó junto a ella y los dos contemplaron el milagro que el amor había creado. Nacido en el seno de una familia que había perdido a tantos, encamaba la esperanza de una nueva vida. Concebido por un hombre que se creía demasiado viejo, le daría una renovada juventud. Nacido de una mujer que se creía demasiado joven, le daría una resplandeciente madurez.

Concebido en tiempo de guerra, trajo con él el sentido de la paz.

Theodore tocó la mano del pequeño con su dedo meñique y se maravilló cuando el puño minúsculo del niño lo encerró.

– Ojalá ellos pudieran verlo -dijo Linnea. Tocó la mano de su esposo, tan grande y fuerte comparada con la del recién nacido, y lo miró a los ojos.

– Creo que lo ven, Teddy -murmuró.

– Y Kristian -dijo Theodore, esperanzado-Kristian va a quererlo mucho, ¿no crees? Linnea asintió con la mirada fija en la de Theodore y de pronto supo, en el fondo del corazón, que lo que decían era verdad.

– Kristian va a amarlo.

Theodore le besó la sien y se demoró allí.

– Te amo.

Linnea sonrió, sintiendo una profunda plenitud.

– Yo también te amo. Siempre.

Oyeron el viento de la pradera que sacudía las ventanas. Y escucharon el ruido que hacia el pequeño succionando. La gata de John había entrado furtivamente y los miraba a los tres con curiosidad. Emitiendo un suave sonido gutural, saltó sobre los píes de la cama, dio dos vueltas y se echó a dormir sobre la vieja manta de Nissa.


El agrio granjero que había recibido a la nueva maestra en la estación con tan mal humor estaba sentado rodeándole la cabeza con el brazo. Theodore se preguntó si sería posible hacerle comprender cuánto la amaba.

– Antes te mentí. Estaba asustado -le confesó.

– Eso me pareció.

– Verte así, sufriendo tanto… -Le besó la frente-. Fue horrible.

Nunca te haré pasar otra vez por eso.

– Sí, lo harás.

– No, no lo haré.

– Yo creo que sí.

– Jamás. Que Dios me ayude, jamás. Te amo demasiado…

Linnea rió entre dientes y pasó los dedos sobre el fino cabello de John.

– La próxima vez quiero una niña y la llamaremos Rosie.

– Una niña… pero…

– Shh. Ven, acuéstate con nosotros.

Con el pequeño en el hueco del codo, se apartó para hacerle sitio.

Theodore se estiró sobre las mantas, se puso de costado y con el codo doblado tras la oreja, tendió un brazo protector por encima del niño sobre la cadera de la esposa.

Afuera, en alguna parte de la pradera, los caballos corrían libres. Y los cardos se balanceaban en el viento. Y sobre la cabria de un molino, los tallos secos de las campanillas del verano anterior todavía se abrazaban mientras las aspas susurraban suavemente más arriba. Adentro, un hombre y su mujer yacían muy juntos, mirando dormir a su hijo, pensando en el mañana y en las bendiciones por venir, en la vida que vivirían en plenitud… los minutos, los días, los años.

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