Theodore y Linnea se casaron el primer sábado de febrero, en la pequeña iglesia rural donde el novio y la mayoría de los invitados a la boda habían sido bautizados. Su pura aguja, como un lirio invertido, se recostaba majestuosa contra el pecho azul del cielo. El tañido de una sola nota de la campana reverberó a lo largo de kilómetros en el aire limpio y fresco. En el sendero de grava que había frente al edificio, los postes para atar a los anímales estaban llenos, pero los caballos, curiosos, giraban las anteojeras hacia los automóviles que llegaban con ese sonido diferente de cualquier relincho que hubiesen escuchado y que dejaban un rastro que no se parecía a ninguno que hubiesen olido jamás.
Contra el fondo del cielo del color de las flores de lino, una estrepitosa bandada de mirlos no dejaba de hacer barullo, al tiempo que desde un campo de maíz sin segar llegaba el desafinado cacareo de los faisanes.
Sobre los trigales segados se extendía la nieve recién caída, como una capa de armiño, y el sol se derramaba sobre la modesta iglesia de la pradera atravesando las sencillas ventanas en arco, como para añadir un augurio de promesas de dicha a los votos que estaban a punto de pronunciarse.
Estaban presentes en la congregación casi todas las personas que más querían Theodore y Linnea. Los coches sin caballos pertenecían al inspector Dahí y a Setmer Brandonberg, que había llegado con su esposa y sus hijas esa mañana, temprano. Todos los alumnos de la escuela estaban allí, como también la familia completa de Theodore, salvo Clara y Trigg, pues ella había dado a luz una niña dos días antes y todavía guardaba cama.
Kristian era el acompañante de Theodore; Carríe, de Linnea.
La novia llevaba un sencillo vestido de suave lana blanca, que su madre le había llevado de la ciudad. La falda tenía la forma de un tulipán cerrado. El sombrero de ala ancha haciendo juego estaba envuelto en un tenue nido de red blanca que le daba la apariencia de que un grupo de arañas industriosas hilaba sus refugios en tomo de la cabeza de la novia.
Calzaba unas delicadas sandalias de satén de tacones altos, así sus ojos quedaban en el mismo nivel que los labios de Theodore, y provocaba suspiros de envidia en todas las alumnas.
A ojos del novio nunca había estado más bella.
Theodore llevaba un traje negro nuevo de lana, camisa blanca corbata negra y el cabello recién cortado, que acentuaba la oreja torcida y lo hacía parecer una grulla que estirase el cuello para ver mejor.
Tenía el cabello meticulosamente alisado hacia atrás, dejando ver los restos del bronceado veraniego que terminaba un poco por encima de las cejas.
A ojos de Linnea nunca había estado más apuesto.
– Mí querida bienamada…
De pie ante el reverendo Severt, el novio estaba rígido, la novia, ansiosa. Cuando pronunciaron los votos, él fue sobrio, ella, sonriente. Al colocarle la sortija de oro, los dedos del hombre temblaron, los de ella se mantuvieron firmes. Cuando fueron declarados marido y mujer, Theodore exhaló un trémulo suspiro, y Linnea adquirió una expresión radiante. Cuando el reverendo Severt dijo:
– Puede besar a la novia -Theodore se ruborizó, Linnea se lamió los labios.
El beso fue breve y púdico, en presencia de los invitados. Flexionando la cintura, cuidó de no tocar nada que no fuesen los labios, mientras que Linnea le apoyó la mano en la manga y alzó la cara hacia él con tanta naturalidad como el girasol alza los pétalos hacia el sol. Empezó a bajar los párpados, pero no cerró del todo los ojos.
En el carruaje que los llevaba a la escuela, acompañados por el coche del padre de Linnea y del inspector Dahí resoplando junto a ellos, Theodore iba sentado, rígido como el tronco de un roble, y Linnea, contenta, apretaba el pecho y la mejilla contra el brazo de su esposo.
En la escuela, durante la cena que prepararon todas las mujeres de la iglesia, Theodore conversaba, tenso y formal, con los padres de la novia, y se comportaba como si le aterrase tocar a su hija delante de ellos. Cuando comenzó la danza, bailó mecánicamente el vals con Linnea, cuidando de que los cuerpos mantuviesen una distancia respetable.
Lo más romántico que dijo en todo el día fue cuando Selmer y Judith se acercaron a felicitarlos:
– La cuidaré bien. No tendrá que preocuparse por ella, señor.
Sin embargo, la expresión escéptica del padre y abatida de la madre dijo a la muchacha que no se quedaban demasiado tranquilos.
A la propia Linnea le divertía bastante la desusada nerviosidad de Theodore. A veces, levantaba la vista lo sorprendía observándola desde el otro lado del salón y, para su deleite, lo veía ruborizarse. Lo vio beber cerveza y comprobó que cuidaba de no excederse. Y cuando ella bailó con Lars, Ulmer o John, supo que los ojos del flamante esposo la seguían admirados, aunque procuraba no ser descubierto.
Ahora estaban de pie en la penumbra del final de la tarde, mientras el coche de su padre resoplaba ya por el camino de regreso y la nieve fresca resplandecía al resplandor rosado del vibrante atardecer. El ruido que salía de la escuela indicaba que la diversión recién comenzaba. Theodore hundió las manos en los bolsillos y miró a su esposa:
– Bueno… -Carraspeó, echando una mirada al edificio de la escuela-. ¿Entramos?
Lo último que ella deseaba en el mundo era volver a unirse al baile como si fuesen una pareja de indios de madera. Ya eran marido y mujer.
Quería que estuviesen solos… y juntos.
– ¿Cuánto tiempo?
– Bueno… quiero decir, ¿quieres bailar?
– En realidad, no, Theodore. ¿Y tú? -le preguntó, cautivándolo ' con la mirada.
– Yo… bueno… -Se alzó de hombros, miró otra vez hacia la puerta de la escuela, sacó el reloj y lo abrió-. Han pasado unos minutos de las cinco -comentó, nervioso, volviendo a guardar el reloj.
Los ojos de Linnea siguieron el relámpago que reflejó a la luz menguante del día y lo vio desaparecer dentro del bolsillo del chaleco entallado que la había subyugado durante todo el día por el modo en que se le adhería al torso y señalaba hacia el vientre.
– ¿Y a la gente le parecería extraño que nos fuésemos a una hora tan insólita?
La atrevida conjetura de la muchacha sacudió la calma del hombre.
Tragó con dificultad y se quedó mirándola, preguntándose qué diría la gente si se marchaban en ese momento.
– ¿No crees? -dijo casi ahogado.
Pobre Teddy, tan acorado en su noche de bodas… Supo que debía ser ella la que diese el primer paso.
– Podríamos decir que nos vamos para pasar por la casa de Clara y Trigg, como habíamos prometido.
– Pero ya lo hicimos de paso para la iglesia.
Linnea se acercó y le apoyó una mano en el pecho.
– Quiero ir a casa, Teddy -repitió en voz suave.
– Oh, bueno, entonces iremos, por supuesto. Si estás cansada, nos iremos ya mismo.
– No estoy cansada. Únicamente quiero ir a nuestra casa. ¿Tu no?
La pregunta hizo humedecerse la piel de Theodore en ciertos lugares. Señor, ¿de donde sacaba ella esa calma? El sentía como si tuviese cientos de puños en el estómago, que se apretaran más cada vez que pensaba en la noche que les esperaba.
– Bueno, eh… si. -Introdujo un dedo dentro del cuello de celuloide y lo aflojó-. Será agradable quitarse esta cosa.
Linnea se puso de puntillas, sosteniéndose con las yemas de los dedos en el pecho de él, y le dio un leve beso.
– Entonces vamos -susurró.
Oyó el brusco siseo del aire que Theodore inhalaba al tiempo que le apoyaba las manos fin los brazos. El hombre echó una mirada cautelosa a la puerta de la escuela y le depositó un suave beso en la frente.
– Tenemos que ir a decir adiós.
– Vamos a decirlo, pues.
La hizo girar por el codo y rodearon el caballo y el coche y subieron los peldaños.
Kristian estaba pasándolo en grande. Había bebido un par de cervezas, y bailó con todas las chicas. Era evidente como la nariz en la cara de Carrie Brandonberg que le gustaba a ella. Mucho. Pero cada vez que bailaba con Carrie, los ojos de Patricia Lommen seguían cada uno de los movimientos que ellos hacían. Terminó una pieza y la buscó, bromeando:
– La próxima es tuya Patricia, si la quieres.
– Te crees especial, ¿eh, Westgaard? Como si fueras el único muchacho con el que quiero bailar el vals.
– ¿Y no lo soy?
– ¡Ja!
Levantó la nariz y trató de alejarse, pero él la atrajo a sus brazos y, sin pedirle permiso, instantes después giraban al ritmo de un vals. Cuanto más bailaban, más cerca estaban. Los pechos de la muchacha rozaban la chaqueta del traje de Kristian. Una cosa llevó a la otra y, como por arte de magia, Patricia quedó apretada contra él. Kristian se convenció de que nada había sido tan placentero en su vida.
– Mira que hueles bien, Patricia -le dijo en el oído.
– Usé el agua de violetas de mi madre.
Tenía la mejilla apoyada en el mentón de él, y la tibieza de sus pieles parecía mezclarse.
– Bueno, pues me gusta.
– Me parece que tú también usaste la colonia de tu padre.
Se echaron atrás, se miraron a los ojos y rieron sin parar. Y se callaron al mismo tiempo. Sintieron una gozosa contracción en las entrañas, se acercaron otra vez, conociendo la sensación de dos cuerpos que se rozaban.
Cuando terminó la pieza, Kristian retuvo la mano de la muchacha.
El corazón le palpitaba con la incertidumbre de los comienzos.
– Hace un poco de calor aquí. ¿Quieres que vayamos a refrescamos un poco al guardarropa?
Patricia asintió y lo precedió. Aunque tenían el helado recinto para ellos solos, fueron hasta un rincón. Desde atrás, Kristian vio cómo Patricia esponjaba el cabello en la nuca.
– ¡Uh! Sí que hacía calor ahí dentro.
– Podrías resfriarte. ¿Quieres que te traiga el abrigo?
Patricia giró hacia él.
– No. Me gusta así.
– Eh, eres buena bailarina, ¿sabes?
– Pero no tan buena como tú.
– Sí que 1'ueres…
– No, no lo soy, pero soy mejor en gramática. Por lo menos no digo l’ueres.
– Ya no lo digo más.
– Acabas de hacerlo. Cuando te decía que no eras el único muchacho con el que yo quisiera bailar el vals.
– ¿En serio?
Rieron y luego se quedaron en silencio, tratando de pensar en algo que decir.
– La última vez que estuvimos solos aquí me diste la bufanda que me hiciste para Navidad, y yo me sentí mal porque no tenía nada para regalarte.
Patricia se encogió de hombros y manoseó la manga de una chaqueta que colgaba junto a ellos.
– Yo no quería que me regalaras nada a cambio.
Patricia tenía los ojos más hermosos que hubiese visto, y cuando apartaba la vista con timidez, como en ese momento, Kristian tenía ganas de levantarle la barbilla y decirle:
– No apartes la vista de mí.
Pero le daba mucho miedo tocarla.
De repente. Patricia lo miró de frente.
– Mi madre dice…
Las miradas se encontraron y no pudo continuar. Entreabrió los labios, y la mirada de Kristian se posó en ellos… esos hermosos labios en forma de arco de Cupido; el solo hecho de mirarlos lo hacía hervir por dentro como una máquina de vapor enloquecida.
– ¿Qué dice tu madre? -susurró con voz aguda.
– ¿Qué? -susurró ella a su vez.
Se miraron fijamente como si se vieran por primera vez y sintieron pulsar sus cuerpos inexpertos con los latidos del miedo y la expectativa Kristian se inclinó para tocar los labios de la joven con los suyos… un beso tan simple, tan despojado de complicaciones como la juventud. Pero, cuando se apartó, vio que Patricia estaba tan sin aliento y ruborizada como él. La besó por segunda vez y, con gesto tímido, le puso las manos en la cintura para acercarla más. La muchacha no se resistió, y le apoyó levemente las manos en los hombros. Cuando terminó ese segundo beso, se apartaron y se sonrieron. Luego la mirada de él se apartó hacia el rincón, y la de ella hacia el pecho de él, mientras ambos se preguntaban cuántos serían los besos permitidos la primera vez. Pero segundos después las miradas volvieron a encontrarse. Hubo apenas un instante de vacilación, y los brazos de ella se alzaron, los de él la rodearon, y quedaron tan próximos como cuando bailaban, con los labios pegados.
Se abrió la puerta que daba al exterior, y Kristian se apartó de un salto, sonrojándose intensamente pero sujetando la mano de la chica sin advertirlo.
Eran su padre y Linnea.
Cuando los recién casados entraron en el guardarropa vieron, sorprendidos, a las dos figuras que se apartaban de repente, deshaciendo un apretado abrazo.
– Kristian… -dijo Linnea-. Oh, Patricia, hola.
– Hola-respondieron al unísono.
Linnea notó que Theodore se detenía junio a ella, clavando la vista en su hijo, y le resultó evidente que no tenía idea de cómo manejar la situación. Y cubrió la brecha con una naturalidad que desvaneció la culpa en la expresión de Patricia, que dejó de forcejear para soltar la mano del apretón nervioso de Kristian.
– Tu padre y yo nos vamos. ¿Te quedarás hasta terminar el baile?
Patricia echó al joven una mirada esperanzada, y el mensaje que se leía en ella pudo detectarse hasta en los penumbrosos confines del guardarropa. El joven la miró, luego a la pareja que los había interrumpido y respondió.
– Por lo menos un rato. Después acompañaré a Patricia a su casa. Si no tienes inconveniente, me quedaría con la carreta, pa.
– Eh… está bien. Bueno, ten cuidado entonces, y nos veremos por la mañana.
Kristian asintió.
– Bueno, disculpadnos, pues tenemos que entrar a despedimos -intervino Linnea.
El muchacho asintió de nuevo.
Cuando terminaron de despedirse y salieron, el guardarropa estaba vacío. La conocida carreta verde no estaba ya en el patio. Buscándola con la vista, Theodore frunció el entrecejo.
– ¿Y adonde crees que han andado?
– Habrán ido a la casa de Patricia, con toda seguridad. ¿Acaso tú a su edad, no lo habrías hecho, aprovechando que la casa está vacía porque los padres están en un baile de bodas?
Theodore dejó perder la mirada en el camino, hacia el Este. Estaban ahí de pie, junto a su propio carruaje negro, y Linnea contempló el cabello recién cortado por encima del cuello de la chaqueta, los hombros anchos, la mirada abstraída. Ha llegado la hora, Theodore, tanto para ellos como para nosotros. No le resistas. En ademán posesivo, le pasó una mano por el brazo y preguntó, en tono sereno:
– ¿Acaso no lo harías ahora, mientras la casa está vacía y la tenemos toda para nosotros?
En cuanto terminó la ceremonia en la iglesia, Nissa había ido a la casa de Clara, y se quedaría allí por lo menos una semana.
Theodore la miró y, por la expresión de su rostro, Linnea supo que ya no pensaba en Kristian y Patricia.
Hizo el trayecto de regreso a la casa junto a un extraño rígido y formal, que la dejó en la puerta, preocupada, mientras él conducía hasta el establo para atender a los caballos y ocuparse del coche.
En la cocina hacía frío. Encendió una lámpara y se sentó en una de las duras sillas, junto a la mesa. Todavía tenía su ropa y sus efectos personales en la habitación de la planta alta. ¿Cuándo las trasladarían abajo? ¿Y quién lo haría?
Se abrió la puerta y entró Theodore, trayendo consigo una ráfaga del frío aire nocturno que hizo retorcerse y parpadear la llama de la lámpara.
Permaneció unos momentos mirando alrededor, como si ese ambiente perteneciera a alguna otra persona. Luego sus ojos volvieron a Linnea, con el alto sombrero cubierto de red todavía en la cabeza, el abrigo abotonado y las manos enguantadas apoyadas sobre el regazo.
– Tienes frío. Encenderé el fuego.
Percibió el inmenso alivio que le procuraba tener algo que hacer, oyendo el entrechocar de la tapa de la estufa. En pocos instantes, el fuego estaba encendido, Theodore volvía a bajar la tapa, y reinaba otra vez el silencio.
– Bueno… -dijo, con sonrisa vacilante.
Se levantó de la silla y, mientras se acercaba a él, Theodore se limpiaba las manos en los pantalones.
Linnea se preguntó si, esa noche, tendría que ser ella la que hiciera los primeros movimientos para todo. Qué decepción sería. Imaginó que un hombre que ya había estado casado seria muy hábil para afrontar la situación. En cambio, Theodore se crispaba cada vez que ella se le acercaba y apartaba la vista cada vez que trataba de retener su mirada.
Volviéndose de lado, extendió las manos hacia la tenue tibieza del fuego. Theodore fijó la vista en la parte de atrás del sombrero, en la espumosa red de color marfil con pequeñas motas, como gotas de rocío matinal atrapadas en la tela de araña, las finas separaciones donde el cabello estaba recogido con peinetas, que sujetaban el adorno de flores del peinado. Linnea bajó el mentón y su esposo observó la pequeña medialuna del recatado peinado bajo el ala del sombrero y el surco de la nuca, donde varios cabellos habían quedado atrapados en el cuello de lana. Recorrió con la vista los hombros estrechos, bajando hacia las caderas, hasta el ruedo del abrigo, y lo asaltó una erección tan feroz que tuvo que meter las manos bajo las axilas para no asustarla con lo que quería hacerle a una hora tan poco apropiada. Y, además, en la cocina.
– Al parecer, todos estaban divirtiéndose en el baile -dijo la muchacha, aunque el baile era lo que menos le importaba en ese momento.
– ¿Quieres quitarte el abrigo ahora? -le preguntó, al mismo tiempo.
– Oh, sí, creo que sí.
Mientras Theodore la miraba sobre el hombro, se quitó los guantes grises nuevos. Los metió en el bolsillo y se desabotonó el abrigo. El se lo quitó de los hombros y se quedó sin saber qué hacer con él. Linnea siempre lo había guardado en el dormitorio de arriba.
Lo miró sobre el hombro y las miradas chocaron, generando electricidad por un segundo.
– Bueno, creo que ahora lo colgaré en mi habitación.
Giró hacia el vestíbulo del frente y luego se quedó un momento pegado al perchero con las dos manos, recordando con cuánto cuidado había quitado el polvo del suelo y cambiado las sábanas, ordenando el cuarto hasta dejarlo impecable. Tal vez no lo había dejado tan bien como lo hubiese hecho su madre, pero hizo todo lo que había podido. Exhaló un profundo suspiro y regresó a la cocina.
Al oír sus pasos, Linnea se apresuró a tomar la tetera y a llenarla con agua del cubo.
Desde la entrada, la vio moverse por el cuarto con pasos diminutos y cuidadosos, pues la falda era demasiado estrecha para permitir movimientos más libres. Qué tontería. El año pasado las alas de pájaro, y ese año, las faldas estrechas que hacían el efecto de grilletes. Supuso que tendría que pagar muchas chucherías femeninas más, pero no le importaba. Quería hacer tanto por ella… tanto… Además, esa falda, y la manera en que la obligaba a moverse, tema algo que hacía volver la cabeza a cualquier hombre.
– ¿Cómo se le llama a esa clase de falda?
– Capullo.
– Es un poco estrecha, ¿no?
Observó desde atrás cómo apoyaba la tetera sobre la estufa y se daba la vuelta con vivacidad.
– Mi madre dice que hacen furor. Un profesor de Harvard dice que las faldas más estrechas permitirán ahorrar tela para uniformes… por eso es… la…
Mirándolo, se le cortaron las palabras. Theodore clavó la vista en ella calculando el tiempo que faltaba hasta la hora habitual de acostarse.
Dios del cielo: en ocasiones, cuando estudiaban, no se habían acostado hasta las once de la noche. ¡Para eso fallaban más de cinco horas!
– ¿Tienes hambre? -le preguntó la mujer, como con una súbita inspiración.
– No. -Manoseó los botones del chaleco-. He comido bastante en la escuela. -De repente, recordó los buenos modales- ¿Y tú?
– No, para nada. -Miró alrededor, como si buscara algo-. Bueno… – ¡Ya la había hecho buena! Hacía una hora, estaba completamente confiada. Pero ya se le habían contagiado los nervios de él- Mis cosas están arriba. ¿No tendría que… quiero decir…?
– Oh, yo las bajaré. Bien podría llevarlas a mi cuarto.
En su ansiedad por salir de la cocina, casi saltó hacia la otra lámpara. Cuando Linnea oyó que sus pasos se detenían, sonrió, se cubrió la boca con una mano y sacudió la cabeza, mirando al suelo. Luego fue tras él por la escalera y lo encontró en la entrada de su dormitorio, desconcertado y titubeante.
– Con permiso, Theodore.
Sobresaltado, se hizo a un lado para dejarla pasar y observó cómo se acercaba a la cómoda, abría los cajones y sacaba cosas que iba acumulando sobre el brazo: todo blanco, algunas prendas con encaje calado y cintas azules. De encima de la cómoda tomó un cepillo con mango de bronce, un peine, un recipiente para las horquillas y una botella en forma de corazón que contenía agua de colonia; de un gancho que había detrás de la puerta tomó la bata de felpilla azul. Después recordó algo más y, volviendo hacia la cómoda, recogió una pequeña piedra.
Cuando se reunió con él, dijo, animada:
– Ya está. Creo que ya tengo todo lo que necesito. Lo demás puede esperar hasta mañana.
– ¿Qué es eso? -preguntó, señalando lo que tenía en la mano.
Linnea abrió la mano, y los dos miraron:
– Es un ágata que encontré en el camino, el otoño pasado. Tiene una veta marrón del mismo color de tus ojos.
Le miró a los ojos, sorprendiéndolo con la guardia baja, otra vez maravillado de que ella en verdad fuese suya, y que tanto tiempo atrás, el otoño anterior, a Linnea le interesara el color de sus ojos, Pero, cuando avanzó hacia la puerta y bajó la escalera, Theodore se apartó, iluminando con la lámpara la copa del sombrero. Linnea se detuvo en la entrada del dormitorio de su esposo, y permitió que él la precediera y dejase la linterna sobre el tocador.
Lo siguió con la mirada, dudando, pero el retrato de Melinda ya no estaba. Theodore abrió un cajón de la cómoda y luego se irguió y la miró, ansioso por complacerla:
– Puedes poner tus cosas aquí. Lo limpié y tiré algunas cosas viejas para dejarte espacio.
– Gracias, Theodore.
Colocó sus cosas en el cajón, junto a una pila de camisas de trabajo azules y un par de elásticos para las mangas que él jamás usaba. A Theodore le palpitó la sangre teniéndola tan cerca. Hacía mucho tiempo que no veía a una mujer hacer esas cosas: alisar prendas, cerrar el cajón, acomodar el cepillo y el peine sobre el tapete que cubría la cómoda, dejar la piedra, el recipiente para horquillas y el frasco de perfume junto a los cuellos de celuloide desechados, el cepillo del marido… ¿y un puñado de remaches?
Theodore se precipitó a extender la mano para recogerlos.
– Ayer estuve arreglando unos arneses -le explicó, contrito, y los arrojó en un cajón, cerrándolo luego con expresión culpable.
Con una sonrisa ladeada, Linnea avanzó, abrió otra vez el cajón, y apartó a Theodore. Rebuscando en el rincón, bajo el montón de ropa interior de abrigo, encontró las piezas de metal y las dejó donde estaban antes, encima de la cómoda.
– Este sigue siendo tu cuarto. Si vamos a compartirlo, tienes que dejar los remaches exactamente donde estaban antes de que nos casáramos.
En ese momento, si ella hubiese recitado un romántico poema no la habría amado tanto. Se preguntó de nuevo qué hora sería y si lo creería un perverso en caso de que se inclinara hacia ella y la besara y la llevase a la cama como quería hacer, sin hacer caso de que el resto del mundo aún estuviese ordeñando o cenando en ese momento. O bailando en la boda, sin él. En el nombre de Dios, ¿qué era eso de estar hablando de remaches? ¿Cómo hacía un hombre para insinuarle a su esposa que se preparase para la cama a las seis menos cuarto de la tarde?
Linnea recorrió la habitación con la mirada, candida e inocente, y el imponente sombrero resaltaba la fragilidad de su cuello. El corpiño del vestido desaparecía bajo una chaqueta entallada con cuello alto, con diminutos botones que abrochaban con presillas desde la cintura hasta la garganta. "Señor, que debajo de eso haya un vestido enterizo", pensó el esposo, mientras sugería:
– Pienso que tal vez quieras quitarte el abrigo y el sombrero y ponerte más cómoda, de modo que te dejaré sola unos minutos.
Linnea había soñado cómo sería esa noche, y en ninguno de esos sueños figuraba un esposo dolorosamente tímido. Recordaba lo que le había dicho Clara, y anhelaba tenerlo todo. En voz suave y temblorosa aventuró:
– Pensé que esa era tarea del marido.
Los ojos de Theodore se posaron en el reloj que estaba sobre la mesilla de noche, andando, resonando en el súbito silencio, y vio que la manecilla marcaba casi las seis. Volvió la vista hacia sus ojos.
– ¿Eso pensaste?
Asintió dos veces, tan levemente que Theodore tuvo que prestar mucha atención para notarlo. Linnea tenía los ojos grandes y brillantes a la luz de la lámpara, y estaba ahí de pie, con una mano apoyada en el borde de la cómoda.
Theodore dio un paso, y los labios de la mujer se entreabrieron. Dio otro paso, y ella tragó saliva. Dio el tercero, y Linnea ladeó la cabeza, con los ojos ya oscurecidos, elevándose hacia él desde abajo del ala del sombrero. Se quedaron quietos, cercanos, embelesados, observándose respirar. La besó una vez, mucho más suavemente de lo que deseaba, y, sujetándola de los hombros, la hizo darse la vuelta. En el espejo, la muchacha sólo vio la mitad superior de la cara de su marido por encima de la colmena de su sombrero.
Los dedos del hombre buscaron la perla en forma de lágrima y quitaron el alfiler del sombrero, de tres centímetros. Lo sujetó entre los dientes mientras sacaba con delicadeza las peinetas que tenía detrás de las orejas. Cuando levantó el sombrero, una de las peinetas enganchó un mechón rubio y lo soltó. Linnea levantó una mano para colocarlo, mientras Theodore clavaba el alfiler en el sombrero y lo dejaba en la cómoda, delante de ella.
Las miradas se encontraron en el espejo, tan oscuras que no parecían tener color, sino sólo un chisporroteo de expectativa. El mechón de cabello suelto pendía suelto, detrás de la oreja. Estaba tan cerca, que el aliento de Theodore lo hacía ondular como una espiga de trigo en el viento estival. Lo tocó, lo levantó y lo llevó, con torpeza, hacia atrás, viéndolo flotar colgando sobre el cuello esbelto, escultural. Linnea aguardó, conteniendo el aliento, deseando que siguiera. Como si le hubiese adivinado el pensamiento, Theodore tanteó los secretos del peinado con dedos torpes y encontró las horquillas de celuloide ocultas dentro, soltándolas una por una, hasta que la masa de oro se derramó cayendo por su propio peso para descansar, enrollada, sobre los hombros. La peinó con los dedos callosos, y, como era tan fino, se le enganchó en la piel. ¿Cuándo había sido la última vez que oliera el cabello de una mujer? Se inclinó y hundió la cara en esa masa fragante, inhalando largamente. Linnea vio por el espejo cómo la cara de Theodore desaparecía y luego reaparecía cuando él se enderezaba.
Cuando las miradas se encontraron, Theodore sintió que mil pulsaciones luchaban por abrirse paso en su garganta. Linnea había levantado la botella de perfume. Sosteniéndole la mirada en el espejo, destapó el frasco con movimientos lentos, lo inclinó sobre la yema de un dedo, y luego se pasó el perfume debajo de la barbilla. Una, dos veces, hasta que el olor a lirios del valle convirtió la habitación en una glorieta. Retiró uno de los puños dejando al descubierto la delicada piel surcada de venas azules en la cara interna de la muñeca, la perfumó, después la otra, y volvió a tapar el frasco, mientras lo retenía prisionero con esos ojos como zafiros.
¿Dónde había aprendido semejante cosa una muchacha de su edad?
Durante todo el día, cada vez que evocaba este momento, la imaginación de Theodore se bloqueaba al pensar en la inexperiencia de su esposa. Pero la invitación era inconfundible.
Apretándole los brazos, la hizo girar como a una bailarina de caja de música y contempló sus ojos un instante antes de llevar la mano al botón que cerraba el vestido en la garganta. El botón era una cuarta parte del tamaño de su pulgar y estaba pasado por una delicada presilla que se le enganchó dos veces en los dedos, hasta que supo cómo manipularlo. Luego, con mucha lentitud, desabotonó los otros trece.
Bajo la chaqueta, el corpiño se tensaba sobre los pechos, que subían y bajaban al ritmo acelerado de la respiración de Linnea. Theodore alzó la vista hacia la boca delicada, entreabierta y en espera.
Qué increíble: eran marido y mujer.
Se inclinó para posar su boca en la de ella, y el cabello suelto le sombreó la cara mientras ahuecaba las manos en las mandíbulas y la besaba con tierna consideración para empezar, con besos suaves, como tiernos picotazos, al tiempo que la sedosa tibieza del interior de sus labios se unía al de ella. Linnea se balanceó hacia él, tocando las solapas con las yemas.
Cuando al fin levantó la cabeza, los dos respiraban agitados, los corazones bailaban un rondó, y se miraban a los ojos.
Sin hablar, le quitó la chaqueta, la dobló y la dejó sobre la cómoda.
Ella tendió la mano hacía la corbata y el botón del cuello, decidida a hacer su parte.
Tic, tic, tic, se oyó, desde la mesilla de noche.
– No son más que las seis -recordó él, con extraña voz ahogada.
Los dedos que manipulaban en el cuello se detuvieron, y los claros ojos candidos se alzaron y lo miraron de frente.
– ¿Acaso hay un momento bueno y uno malo?
Theodore jamás se había hecho esa pregunta. En toda su vida, nunca hizo nada similar excepto a la hora de acostarse, al amparo de la noche y de la oscuridad. Con algo parecido a la sorpresa, comprendió que él iba dispuesto a ser el maestro y terminaba aprendiendo.
– No, supongo que no -respondió, y su corazón se aceleró mientras ella continuaba quitándole la corbata, abriéndole el cuello y soltando los tres primeros botones de la camisa, hasta que la detuvo el chaleco.
Surgió a la vista reluciente vello oscuro, y Linnea apoyó los labios en la abertura, como había imaginado durante tanto tiempo.
Un suspiro desgarrado le acarició el cabello de la coronilla y los brazos de su esposo la rodearon.
– La chaqueta -lo interrumpió, y él retiró los brazos y permitió que se la quitara y la colgara de un gancho en la pared, junto a su propio abrigo.
A continuación, desabotonó el chaleco, tomó el reloj en la mano y miró a Theodore.
– No miremos nunca los relojes, Teddy -le pidió con suavidad, dejándolo sobre la cómoda.
Cuando se dio la vuelta, él estaba esperando para atraerla hacia sí, abatiendo su boca sobre la de ella con los labios abiertos, la lengua buscando los tesoros de la boca que se le ofrecía. Linnea se apretó contra él alzándose, acurrucándose. Los brazos del hombre la alzaron exigentes, y la apretaron contra músculos y articulaciones que muy pocas veces ella había tocado… ah, cuan pocas.
El beso se arremolinó entre ellos con excitante ansiedad, la lengua arrasó el interior de la boca y ella respondió en loca y amorosa esgrima.
Apoyó los dedos bien abiertos sobre la tibia espalda satinada del chaleco, curiosa por conocer cada centímetro de él. El pecho del hombre pugnaba contra los pechos de la mujer, provocándole deseos de más.
Arrancó la boca de la de ella, derramando sobre la oreja de Linnea el aliento entrecortado.
– Oh, Linnea.
La mujer se apartó lo suficiente para mirarlo a los ojos.
– ¿Qué pasa, Teddy? Todo el día te has comportado como si me tuvieras miedo.
– Lo tengo. -Lanzó una risa amarga… un sonido forzado y doloroso, que sonó en la habitación iluminada por la lámpara. Luego le apartó el cabello de las sienes y sostuvo la cabeza entre las anchas palmas-. Eres tan joven… Sigue obsesionándome, por mucho que me esfuerce en quitármelo de la cabeza.
– No lo soy. Soy una mujer, y estoy preparada para esto. Tienes una obsesión con el tiempo: los relojes, los años. -Dejó caer una lluvia de besos breves en el mentón, las mejillas, la boca-. Por favor… piensa en el amor, no en los años. Ahora soy tu esposa. No me hagas esperar más.
Tras un beso fugaz, indeciso, la volvió buscando los cierres del vestido. Sin una palabra, Linnea le presentó la espalda, levantando el cabello hacia un lado, mientras él desabotonaba la espalda del vestido. Debajo tenía una camisa de algodón blanco que desaparecía bajo las enaguas. Fascinado, observó cómo su mujer desabotonaba la cintura de las enaguas, se sacaba el vestido por los brazos y dejaba caer las dos prendas sobre las caderas esbeltas.
Cuando se volvió de cara a él, Theodore pudo ver bien la prenda interior. La cubría desde los hombros hasta la mitad del muslo, donde se sujetaba por medio de elásticos a las piernas. La cintura estaba ajustada por medio de un cordón blanco, que se ataba delante. En el escote del corpiño había otra hilera de botones -cerrados- que no dejaban ver mucho más que los contornos de la clavícula.
Su madre usaba camisas y calzones y, en invierno, ropa interior abrigada, pero él nunca había visto una prenda blanca como la que llevaba Linnea. Las medias finas desaparecían dentro de las perneras, y vio que las pantorrillas esbeltas y bien formadas emergían desde los relucientes zapatos forrados de satén, que arqueaban delicadamente los pies.
Cuando levantó la vista desde los pies hasta el rostro, tanto Theodore como Linnea estaban acalorados y sin aliento.
Por los labios de la mujer pasó una sonrisa pudorosa que pronto desapareció. De repente, el chaleco del hombre bajó por los brazos y aterrizó en el suelo tras él, dejando al descubierto los tirantes negros flamantes que enmarcaban los hombros sobre la camisa almidonada. Metió los pulgares debajo y los bajó, sacó fuera los faldones de la camisa y tendió su mano para tomar la de ella sin apretarla, mientras contemplaba los pechos de la mujer y, sin advertirlo, desabotonaba el resto de la camisa.
Era glorioso verlo desvestirse. Contemplar el juego de los músculos de los hombros, los tirantes que caían, el mar de arrugas que aparecían en la parte baja de la camisa, y la torsión de las muñecas que se libraban de los puños de la camisa.
La camisa cayó al suelo y Linnea no pudo contener una exclamación admirativa:
– ¡Oh, Theodore…! -exhaló, en una nota descendente-. ¡Míiiirate…!
Obedeciendo a un impulso, estiró la mano para tocar con cuatro dedos el vello oscuro que bajaba por el pecho cálido, siguiéndolo a mitad de camino hacia el vientre, hasta que advirtió a dónde apuntaba. Se apresuró a retirar la mano exploradora y la enlazó con la otra. Los ojos dilatados se alzaron hacia él. Theodore le atrapó la mano y la colocó en el sitio de donde se había retirado.
Jugueteó sobre él, subyugada.
Qué duro, qué sedoso, qué masculino. Cuan maravillosa la diferencia con ella. Mientras exploraba el hueco de la garganta, el dorso de los nudillos de Theodore le acariciaban la clavícula, para luego bajar hacia los botones de la pechera.
Linnea se olvidó de respirar.
La mano de Theodore subió y se ahuecó sobre un pecho.
Linnea cerró los ojos y se quedó inmóvil, arrasada por la sensación.
Se le erizó la piel de los brazos, del vientre, llegando en oleadas hacia el pecho que él masajeaba tiernamente. Se irguió para él y cambió de forma bajo su mano. La lengua del hombre tocó su labio inferior, trazó un húmedo sendero circular, volviendo al punto de salida donde mordió y sorbió dentro de su boca, acariciándola sólo con la punta de la lengua hasta que la mujer empezó a retorcerse y a temblar. Las manos de Linnea subieron hacia el pecho de él, el cuello, el cabello, abriendo los dedos, entrelazándolos en él, acariciándole la cabeza mientras la atraía hacia ella para recibir el beso.
Dentro de su boca, la lengua de su esposo bailoteó, lujuriosa. El cuerpo de Linnea se tensó, latiendo contra él hasta que Theodore acarició los pechos y la sintió entregar la carne a sus caricias. Le pasó las manos por la espalda, deslizándolas hacia las nalgas, apretando con fuerza para alzarla contra él. Inició un ritmo, un dulce y lento balanceo que los mecía uno contra otro.
Theodore dio curso a un río que fluyó por el cuerpo de Linnea, inundando sus riberas. La sensación fue tan súbita que le aflojó las rodillas.
Cuando se dejaba caer, las bocas se abrieron con un suave ruido de succión y, por un momento, Theodore sujetó el peso de ella con la rodilla hasta que Linnea sintió un momentáneo alivio de las tensiones que crecían dentro de ella. La rodilla se apartó, dejándola posarse otra vez en el suelo.
Las manos de Theodore jugueteaban sobre la espalda. Las lenguas y los labios estaban unidos cuando él tocó, por primera vez, la piel desnuda del trasero. Levantó la cabeza, asombrado.
– ¿Qué es esto?
– Un teddy.
– ¿Qué?
Apartó la cabeza y miró, sosteniéndola por la cintura.
– Un teddy. A esto no le pusieron el nombre en honor al señor Roosevelt.
Theodore rió entre dientes y volvió a mirar.
– Ahh… un teddy, ¿eh?
Volvió a besarla y metió la mano dentro de la abertura que parecía extenderse desde la parte de atrás de la cintura hasta la eternidad. Acarició las curvas de carne preguntándose hasta dónde se abriría ese acceso, movió la mano para explorar el estómago y comprobó que la abertura iba de adelante atrás, por entre las piernas. Sin embargo, a medida que la exploración continuaba, dejó de importarle la forma de las prendas. Los dedos se abrieron paso dentro de la costura de la tela blanca, y se posaron sobre el vientre tibio para luego bajar más, hasta tocarla al fin en el sitio más íntimo. Ante esa invasión Linnea se sobresaltó y luego se relajó contra el brazo fuerte que le rodeaba la cintura. En su mente se abrieron mundos de maravilla, mundos para los que no la había preparado toda su imaginación. Detrás de los párpados cerrados bailoteaban colores que iban de lo tenue a lo apasionado. Se balanceó y se meció contra él, dejándose fluir en ese ritmo primitivo.
El contacto se profundizó, inundándola de deleite en su propia carne.
– Oh, Teddy… Teddy… -murmuró, barrida por el deseo.
La dejó para acercarse a donde estaba la lámpara, y Linnea exclamó en voz queda:
– ¡No! -El hombre se detuvo y se volvió-. Por favor… yo jamás había… quiero decir… -Las mejillas se le colorearon y se miró las manos, para luego alzar la vista hacia él, decidida-. Quiero verte.
La petición hizo latir con fuerza el corazón de Theodore. Nunca había visto a las mujeres bajo esa luz… una nueva lección para Theodore Westgaard.
Dejó que la linterna ardiese, tenue, y, llevándola junto a la cama, se inclinó luego para desatarse los zapatos. Ella lo imitó, quitándose las sandalias desde el talón y dejándolas juntas. Theodore metió la mano en las bocamangas para quitarse los calcetines y la esposa lo imitó una vez más, enrollando las ligas hasta los tobillos y quitándolas junto con las medias opacas. El hombre se puso de pie, desabotonó los pantalones y se los quitó, pero ella permaneció con la vista baja cuando comprendió que él estaba ante ella, desnudo.
– Linnea…
Fue levantando la vista, dudosa, hasta encontrarse con la de él. Lo único que se oía en el cuarto era el tic tac del reloj y el retumbar de los corazones en los oídos. Theodore extendió una mano, con la palma hacia arriba. La muchacha puso la suya encima y él la hizo ponerse de pie para librarla del teddy sin más trámite.
Antes de que tuviese tiempo de avergonzarse, Theodore la apoyó sobre la cama, cayendo junto con ella, los dos cuerpos unidos en el abrazo.
Con las bocas juntas, la acostó de espalda, buscando primero el pecho desnudo con la mano y luego con la lengua, murmurando con sonidos guturales, mientras la naturaleza lo empujaba a erguirse, pidiendo más. Lo bañó, dejándolo mojado para el roce del pulgar. Le sonrió, lo frotó con los labios suaves, vueltos hacia arriba, sobre la punta erguida, con infinita delicadeza, para luego ocuparse del otro.
Linnea se retorcía, lánguida, murmurando su nombre, alzándose en invitación, pasando los dedos entre los cabellos de él. La lengua mojada le parecía sedosa y profundamente poderosa chupando, soltando, chupando otra vez, provocándole sensaciones en lo más profundo del vientre. Gritó su extasiado hosanna cuando él tironeó con los dientes, con delicadeza. Se meció, sumida en el placer, estirando los brazos sobre la cabeza hasta que el vientre se hundió y Theodore lo acarició con la mano, lo besó largamente y luego la hizo rodar por la cama. Aterrizó encima de él y bajó la cabeza buscando la boca. El cabello de Linnea quedó atrapado entre los dos; él lo apartó y la besó, casi con brusquedad. Ella se aferró, devolviendo las caricias de igual a igual.
Tras largos minutos, Linnea levantó la cara.
Theodore le apartó el cabello de las sienes con las dos manos, los dos relucientes de oscura e intensa pasión:
– Linnea, te amo. Solía estar aquí acostado pensando en esto. Tantas noches mientras tú estabas arriba, sobre mi cabeza. Y eres mejor de lo que te imaginaba en mis deseos. Te amo… Te amo
– Te amo…
Algunas frases eran de él, otras de ella, imposibles de distinguir unas de otras, mientras intentaban saciarse con besos, hasta que los besos ya no bastaron.
Theodore la tendió de espaldas y se cernió sobre ella, contemplándole los ojos, y los dos corazones latieron al unísono. Un beso breve sobre los labios abiertos, uno más breve aún sobre el pecho, una mano sobre el vientre de ella, una intensa llama que saltó de su mirada a la de ella mientras él seguía bajando, bajando…
La tocó con cuidado, le hizo separar las piernas bajo su caricia, florecer su carne bajo la exploración. Y, cuando ella estuvo flexible, elástica, encendida, le sujetó la mano y la cerró dentro de la suya para apoyarla sobre su propia carne inflamada y enseñarle ciertas cosas que una mujer debía conocer.
Cerró los ojos y gimió quedamente mientras su carne resbalaba dentro la mano de la muchacha. Echó la cabeza atrás, y Linnea se maravilló de su propio poder para provocar semejante abandono a un hombre tan fuerte e indomable. Al verlo temblar y respirar agitadamente, aguardaba el mayor de los placeres. Irguiéndose sobre ella, le dijo en el oído con voz temblorosa:
– Si algo te duele, dímelo y me detendré. Y ahora, tranquila… tranquila…
La penetración fue lenta, sagrada. Sus codos temblaron junto a las orejas de la mujer, mientras esperaba. Linnea lo recibió a fondo.
– Lin, ahh, Lin… -exhaló, cuando ella se alzó para recibirlo.
La naturaleza no había hecho nada en vano; espada en la vaina, llave en la cerradura… encajaban con exquisita y arcana perfección. Ya no la sintió muchacha sino mujer, tanto como podía desear. Ella le enseñó una nueva juventud, una unión infinita del corazón más que del calendario.
Tendida bajo el movimiento sinuoso de las caderas que la conducían, obedeció las órdenes silenciosas y se alzó para acomodarse a él. Conoció la caricia de su aliento agitándole el cabello y entibiándole el cuello; él, la suave sujeción de esas hebras que se le pegaban a la frente húmeda. Juntos descubrieron el lenguaje sin tiempo de los amantes, hecho de murmullos, susurros y suspiros. Ella conoció la capacidad de él para la ternura; él, la de ella para la fuerza. Juntos, supieron cuándo intercambiar los papeles. Theodore descubrió la alegría de hacerla arquearse y jadear, y ella la misma alegría en hacerlo estremecerse en la liberación. Descubrió que el hombre podía repetir dos veces; él, que tres no era suficiente para ciertas mujeres.
Y el agudo placer que se extendía sobre ellos en los minutos posteriores. Ahh, esos lapsos de debilidad, de languidez, en que los cuerpos exhaustos no podían hacer otra cosa que estar entrelazados, saciados.
Y los años no importaron demasiado. Lo único que importó fue que eran marido y mujer, consumados, que esa era la noche de bodas y que a lo largo de ella se brindaron mutuamente la más alta recompensa para todas las tribulaciones de la vida… una y otra… y otra vez…