9

Una vez llena la carbonera, arrojó la pala sobre la caja vacía de la carreta y estiró la espalda fatigada. Se secó la frente con el brazo, miro la mancha gris que quedó en la manga, se deshizo de los guantes y atravesó el patio de la escuela rumbo a la bomba de agua. Se sacó los tirantes, que quedaron colgando, se quitó la camisa y la tiró a un lado y empezó a bombear. Con los píes bien separados, se inclinó sobre el chorro de agua pura y helada que salpicaba sobre la tierra. Alternativamente bombeaba y se lavaba la cara, se salpicaba el pecho, los brazos y el cuello y luego bebió de las manos ahuecadas.

Cuando se irguió y se dio la vuelta, sorprendió a Linnea de pie sobre los escalones observándolo. Estaba inmóvil como una cigüeña, los dedos de una mano apoyados levemente sobre la baranda de hierro, la otra mano sujetando el codo. Las miradas se encontraron y se sostuvieron y él se secó lentamente la boca con el dorso de la mano hasta que cobró conciencia de su pecho desnudo y mojado y de los tirantes colgándole sobre los muslos.

Inclinándose desde la cadera, recogió la camisa de franela del suelo, se secó, se la puso y empezó a abotonarla, sin dejar de desear que ella se moviese o que, al menos, dejara de observarlo.

Pero ese hombre la intrigaba. En algunas ocasiones había visto el pecho desnudo de su padre, pero tenía mucho menos vello que Theodore. Y, si bien su padre también usaba tirantes, nunca le colgaban a la altura de las rodillas, como riendas sueltas. Además, ver a su padre lavarse no era igual que ver a Theodore tirarse agua encima con tanta despreocupación que la hacía volar por el aire, le corría por el pecho y le goteaba de las sienes y de los codos.

Sin embargo, la despreocupación cesó en cuanto la vio.

La presteza con que se puso la camisa y la abotonó la dejó pensativa. Dejó colgar la cabeza y la volvió de lado mientras metía los faldones dentro de los pantalones, se colocaba los tirantes y se peinaba el pelo con los dedos. Por fin, se dio la vuelta.

– ¿Está lista para irse? -le preguntó.

Linnea le dedicó una sonrisa atrevida.

– ¿Y usted?

Hubiese jurado que Theodore empezaba a ruborizarse, aunque se las ingenió para cubrirse con la muñeca al pasarse otra vez la mano por el cabello y echar a andar con paso decidido.

– Traeré la carreta aquí.

Cuando ya estaban sentados uno junto al otro, camino a la casa, reinó el silencio. Theodore guiaba con la espalda encorvada y los codos en las rodillas, pensando en la extraña incomodidad que lo había asaltado cuando giró y la sorprendió mirando cómo se lavaba. Linnea equilibraba su cuaderno sobre las rodillas y miraba pasar el paisaje del campo, pensando en lo oscuro y rizado que era el cabello de su nuca cuando estaba mojado. Ninguno miró al otro ni dijo una palabra hasta después de haber pasado por la propiedad de John. Entonces, de repente, Theodore comentó:

– Kristian se ha resfriado. Por eso no ha venido a ayudarme a descargar el carbón.

Linnea giró la cabeza, pero él miraba hacia delante y no dijo nada más. Qué raro que se hubiese creído obligado a explicar por qué había ido solo. Trató de pensar en algo para llenar la brecha, pero sus procesos de pensamiento estaban embarullados por el recuerdo del agua deslizándose por el vello del pecho.

– Oh, pobre Kristian. Es una época del año demasiado bella para pillar un resfriado, ¿no es cierto?

Con un imperceptible giro de la cabeza, Theodore vio cómo la muchacha contemplaba el paisaje, aspirando con avidez el aire lavado, como si cada inhalación fuese una bendición. Se le ocurrió que contemplaba el trigo de una manera muy diferente a la de Melinda.

De regreso en la casa, detuvo el vehículo cerca del molino. Una brisa suave hacía girar las aspas y una tabla suelta golpeaba rítmicamente sobre sus cabezas. Linnea echó atrás la suya para mirar.

– El molino tiene algo tranquilizador, ¿no cree?

– ¿Tranquilizador?

La mirada de Theodore siguió la misma trayectoria.

– Ahá. ¿No le parece?

Theodore siempre lo había pensado, pero nunca se atrevió a decirlo por temor a parecer tonto,

– Supongo que sí -admitió, incómodo por la cercanía de la muchacha.

– He visto que John plantó campanillas alrededor de su molino -recordó mientras ambos seguían mirando las aspas que giraban y, detrás, el cielo teñido del mismo azul vivido que las flores de John.

– Recuerdo que John y yo ayudamos a papá a construir este.

La mirada de Linnea bajó por la torre y lo descubrió todavía mirando hacia arriba. Se entretuvo en pensar qué aspecto tendría en aquel entonces, que seguramente sería la época anterior a la plena madurez, antes de tener patillas y músculos y el susceptible despego del que hacia gala casi siempre. Ahora, con la barbilla alzada, la mandíbula tenía el ángulo de un bumerán. Los labios estaban un poco entreabiertos, miraba hacia el cielo con los ojos enlomados y las finas líneas blancas de las comisuras quedaban ocultas. Las pestañas eran largas como la hierba de la pradera, renegridas, y proyectaban rígidas sombras en la mejilla.

– Ahh… hermoso-

– Melinda siempre decía… -Cerró la boca de golpe, bajó bruscamente la cabeza y le dirigió una cautelosa mirada de soslayo. El placer había desaparecido de su semblante-. Tengo que fijar esa tabla suelta -farfulló.

Ató las riendas y bajó de un salto por el costado de la carreta.

Linnea se bajó tras él y se quedó parada, con el cuaderno apretado contra el pecho.

– ¿Quién es Melinda?

Sin mirarla, se atareó aflojando los arneses para que los animales pudiesen beber.

– Nadie.

La muchacha pasó la uña del pulgar sobre la cubierta roja del libro y meció suavemente los hombros.

– Ah… Melinda siempre decía. Pero ¿Melinda no es nadie?

Theodore se arrodilló para hacer algo bajo la barriga de uno de los caballos. En su coronilla el cabello estaba aplastado, desordenado, opaco por el polvo del carbón y todavía húmedo en la sien y la nuca. Linnea quiso tocarlo para animarlo a confiarse, pero él dedicó mucho tiempo a rumiar la decisión. Por fin, se puso de pie.

– Melinda era mi esposa -admitió, aún sin mirarla a los ojos, mientras forcejeaba con una correa bajo la mandíbula del caballo,

Los hombros de la muchacha se quedaron quietos.

– Y Melinda siempre decía…

Su mano se aquietó, con los dedos bien separados sobre el cuello tibio de Cub. Esa mano, casi tan oscura como la piel del alazán, atrajo la mirada de Linnea y le pareció más ancha de lo que la recordaba y más fuerte.

– Melinda siempre decía que los molinos eran melancólicos -dijo en voz queda.

En la mente de Linnea brotaron innumerables preguntas, mientras oía el ruido que hacia la tabla suelta allá arriba. Con su hombro pegado al de Theodore veía los dedos romos peinar, distraídos, la crin de Cub. Se preguntó qué haría si ella cubría la mano de él con la suya, pasaba un dedo por la curva interna del pulgar, donde la piel estaba áspera por años de trabajo duro. Claro que no podía hacerlo. ¿Qué pensaría él? ¿Qué era lo que la hacía pensar cosas tan alocadas con respecto a un hombre de esa edad?

– Gracias por decírmelo, Theodore -le dijo en voz suave y luego, avergonzada, se volvió hacia la casa.

Mirándola, él se preguntó si existiría otra mujer que pudiese darle la espalda a un tema sin hacer más preguntas. Y supo que ella lo veía como un hombre, del mismo modo que él la veía como una mujer. ¿Mujer? Una chica de dieciocho años casi no era una mujer. Ese precisamente, era el problema.

Esa noche, durante la cena, Kristian estuvo ausente, pero Línea anunció:

– He decidido visitar las casas de todos mis alumnos. El inspector Dahí me dijo que debía tratar de conocerlos a todos personalmente.

Theodore la miró a la cara por primera vez desde que habían estado en el aula.

– ¿Cuándo?

– En cuanto me inviten. Mandaré cartas con los niños, diciéndoles que me gustaría conocer a las familias y luego esperaré a ver qué pasa.

– Es época de cosecha. No verá a los hombres, salvo que vaya al anochecer.

La muchacha se encogió de hombros, miró a Nissa y a John y luego otra vez a Theodore.

– En ese caso, conoceré a las mujeres. -Se metió en la boca una cucharada de caldo, tragó y añadió-: O iré después de que oscurezca.

Theodore concentró la atención en el cuenco de sopa y ella lo imitó. Durante unos minutos, todo fue silencio y luego, para sorpresa de la joven, él habló de nuevo:

– ¿Espera quedarse en las casas a cenar?

– Bueno, no lo sé. Creo que, si me invitan, me quedaré.

Sin apartar la atención de la sopa, Theodore declaró:

– En esta época oscurece temprano. Necesitará un caballo.

Lo miró, sorprendida.

– ¿Un… un caballo?

– Para montar.

La miró a los ojos, pero apartó la vista de inmediato.

– Si los niños pueden caminar, yo también.

– Clippa estaría bien -prosiguió, como si ella no hubiese hablado-

– ¿Clippa?

John y Nissa observaban la conversación con interés mal disimulado.

– Es el mejor caballo que tenemos para montar. Cálmese.

– Ah.

De pronto, Linnea cobró conciencia de que tenía las manos apretadas entre las rodillas y que no había vuelto a tomar la cuchara. Con un ademán brusco, la levantó y la hundió otra vez en la sopa de verduras, al tiempo que resonaba en su mente la expresión flor de invernadero.

– ¿Alguna vez ha montado a caballo? -Preguntó Theodore- Se aventuraron a un rápido intercambio de miradas.

– No.

Él estiró la mano, pinchó una rebanada de pan con el tenedor, lo unió con manteca y no volvió a mirarla.

– Después de la cena, vaya a la talabartería y le enseñaré.

Mientras iba hacia el cobertizo, aún quedaba un poco de luz desvaneciéndose en el cielo. A través de la pradera distinguió la silueta del molino de John y desde lejos, llegó el mugido de una vaca. Las gallinas ya se habían instalado para pernoctar y empezaba a sentirse el fresco de la noche.

La puerta exterior del establo estaba abierta y, al entrar, se topó con olores mezclados, agradables y fecundos, que ya le eran familiares.

– Hola, aquí estoy -dijo en voz alta, asomándose por la entrada de la talabartería pero sin entrar.

Theodore estaba de pie junto a la pared, estirándose para tomar un elemento de los arneses. Estaba vestido como antes, con pantalones negros, una camisa de franela roja, tirantes y sin sombrero. Miró sobre el hombro, bajó un cabestro y se lo dio.

– Tenga. Usted llevará esto.

Sacó las dos monturas más pequeñas del caballete, hizo un gesto con la cabeza hacia la puerta y dijo:

– Vamos.

– ¿A dónde?

Linnea lo precedió hacía la parte principal del cobertizo, mirándolo interrogante sobre el hombro.

Theodore esbozó el atisbo de una sonrisa.

– Primero tenemos que ir a buscar al caballo.

Dejó la montura en el suelo, hizo un lazo con una traílla que tenia en la mano y le ordenó:

– Tome ese cubo.

Linnea tomó un cubo galvanizado con avena y lo siguió fuera al crepúsculo penumbroso y cruzaron el corral del cobertizo, con su fuerte olor a estiércol y tierra húmeda. El hombre abrió una larga puerta de madera, la dejó pasar y luego la cerró tras ellos. Ya estaban sobre suelo más firme, donde crecía una corta hierba amarilla. A poca distancia de una cerca de alambre de púas se agrupaba una docena de caballos que pastaban. Theodore lanzó un agudo silbido entre dientes y las cabezas de los animales se alzaron a una. Ninguno de ellos dio un paso.

– ¡Clippa, ven! -gritó, parado detrás de Linnea con la brida colgando a la espalda.

Sin prestarle atención, los caballos estiraron los cuellos y siguieron mordisqueando la hierba.

– Creo que ha perdido práctica -bromeó la muchacha.

– Inténtelo usted, pues.

– Está bien. ¡Clippa! -Inclinándose adelante, chasqueó los dedos-. ¡Ven aquí, muchacho!

– Clippa es una chica -le informó, con gesto agrio.

Linnea se enderezó y abrazó el cubo con ambas manos.

– Y bueno, ¿cómo iba a saberlo?

Theodore sonrió, burlón:

– Basta con mirar.

– Nací y me crié en la ciudad.

Tras ella, oyó el fantasma de una risa y sobre su hombro asomó un largo brazo.

– Cub -le observó, señalando al gran alazán de tiro que Línea nunca había mirado con detenimiento-. Él es muchacho.

Esta vez lo observó con atención, y sintió que las mejillas se le arrebolaban como las estrías de color que quedaban en el cielo, antes aún de que Theodore retirase el brazo.

– Clippa, ven aquí, muchacha -intentó de nuevo-. Discúlpame si te he ofendido. Estoy segura de que, si te acercas, Theodore no te hará daño con esa cuerda que tiene oculta a la espalda. Lo único que quiere es llevarte al cobertizo.

El animal seguía declinando la invitación.

"Novata", pensó Theodore divertido, viéndola inclinada hacia delante, hablándole a la yegua como si fuese uno de sus alumnos y seguramente temerosa de que, al fin, el animal decidiera acercarse.

Recorrió con la vista la espalda esbelta y las caderas. "Sin duda, podría enseñarle muchas cosas", reflexionó "y no sólo cómo atrapar caballos."

La muchacha se enderezó y afirmó, petulante:

– No quiere venir.

– Golpee el asa del cubo -le murmuró el hombre, casi en el oído.

– ¿En serio? -Giró la cabeza sorprendiéndolo y estaban tan próximos que la sien de Linnea casi chocó con el mentón de él. La cercanía le hizo dar un brinco al corazón-. ¿Eso resultará?

– Inténtelo.

– Ten, Clippa, ven, muchacha.

Al primer ruido de choque metálico, el caballo se acercó trotando con la nariz al aire, balanceando la cabeza. Cuando hundió la boca en el balde, pilló desprevenida a la novata y la empujó hacia atrás, contra Theodore. En ademán instintivo, este alzó las manos para sujetarla y rieron juntos, viendo al caballo hundir la nariz aterciopelada en el cereal. Pero, cuando las risas cesaron y Linnea miró sobre el hombro, Theodore percibió la tibieza que se filtraba a través de las mangas. Bajó las manos con puntillosa presteza y la rodeó para aferrar la brida de Clippa y pasarle la correa de guía.

Uno a cada lado de la yegua, la llevaron al cobertizo. Dentro, las sombras se habían intensificado. Theodore encendió la lámpara y la colgó del techo para concentrarse en la lección, en lugar de pensar en esa muchacha que era capaz de distraerlo con demasiada facilidad. De pie cerca de él, observaba con atención, frunciendo el entrecejo y asintiendo a medida que él le explicaba.

– Antes de empezar, amarre siempre al animal porque con los caballos nunca se sabe. A veces no les gusta la cincha o el bocado y se ponen tercos. En cambio, si están amarrados, no se'an… no se van a ni un lado.

– A ningún lado. Siga.

Le lanzó una mirada suspicaz: al parecer, no era consciente de haberlo corregido. Estaba concentrada en la lección que estaba recibiendo.

– A ningún lado -repitió, obediente, para luego continuar-. Acuérdese de colocar bien la manta, pasando la cruz, de modo que abarque toda la montura, y no se resbale. -Después de haberla acomodado, se apoyó en una rodilla, pasó una faja sobre el asiento de la montura y levantó la vista-. Cuando arroje la montura encima, cerciórese de que la cincha no esté retorcida por debajo, pues, en ese caso, tendría que quitarla y volver a colocarla. Supongo que no querrá hacerlo dos veces, puesto que será la parte más difícil para usted. -Indicó con la cabeza a Clippa-. No es tan alta como otros caballos, de modo que podrá manejarla.

Se enderezó con la montura en la mano y la tiró sobre la yegua como si no pesara más que la manta.

– Tome la correa de la cincha… -Se agachó y con la mejilla apoya da en el flanco del animal pasó la mano a través de la panza-… y pásela por esta argolla; luego hacia arriba por la montura, tantas veces como sea necesario, hasta que sólo quede un largo suficiente para atarla. Se ata aquí arriba… mire. -Linnea se acercó un poco más-. Primero llévela hacia atrás, después alrededor y después pásela a través. Procure que el nudo quede siempre plano, ¿ve?, y luego déle un tirón.

Bastaron unos pocos movimientos diestros y el nudo quedó hecho. Un fuerte tirón lo ajustó y después metió debajo el extremo suelto.

– Ya está. ¿Cree que puede hacerlo?

Cuando bajó la vista, la descubrió observando el nudo con expresión abatida.

– Lo intentaré.

Theodore invirtió el proceso y luego se apartó para observar. Era la primera vez que la veía tan nerviosa. Como él había pasado su vida familiarizado con los caballos, no recordaba que podían resultar intimidatorios.

Sonrió con disimulo viéndola acercarse cautelosamente a Clippa.

– Ella sabe que usted está aquí. No tiene sentido que ande a hurtadillas

– Es grande, ¿eh?

– Con respecto a los caballos en general, no. No tenga miedo. Es buena.

Pero, cuando estiró la mano bajo la barriga de Clippa, la yegua notó algo extraño y se apartó de costado, girando el ojo para ver quién era.

Linnea saltó hacia atrás.

Al instante, Theodore se adelantó, tomó la brida y frotó la frente de la yegua.

– Pr-r-r.

El sonido suave tranquilizó al animal. Linnea vio que el pellejo castaño de la yegua se estremecía y trató de dominar el miedo al ver lo fácil que había sido para Theodore calmarla. Sin soltar la brida, con expresión más suave, el hombre dijo:

– Usted es desconocida para ella. Necesitaba observarla un poco primero. Siga. Ahora se quedará quieta.

Así fue, aunque Linnea hizo el segundo intento con gran precaución, estirando la mano bajo la voluminosa barriga. Sin embargo, todo iba sin dificultades hasta que llegó el momento de hacer el nudo. Lo intentó una y dos veces, hasta que levantó la vista con expresión contrita.

– Se me ha olvidado.

Theodore le enseñó otra vez cómo se hacía. Parada junto a él, observaba los dedos fuertes y tostados que plegaban el cuero como él quería: los anchos pulgares aplastaban el nudo antes de pasar por abajo la punta de la correa y darle el tirón final.

Cuando se acercó otra vez a la montura, los brazos de ambos se rozaron. Ninguno de los dos habló mientras ella tomó la cincha y empezó a deshacer lo que había hecho Theodore, estudiándolo con atención. Él notó que metía la lengua entre los dientes, concentrada en lo que estaba haciendo. Hizo un falso comienzo y maldijo por lo bajo.

– ¿Alguna vez hizo el nudo de una corbata? -le preguntó.

Los dedos se quedaron quietos y ella lo miró:

– No.

La luz dorada de la lámpara le iluminaba el rostro. Por primera vez, Theodore notó tas pecas salpicadas sobre los pómulos y que, junto con los ojos oscuros, atentos, le daban el aire inocente de la juventud. Si la muchacha hubiese estado riéndose o enfadada, tal vez a él no le habría dado un vuelco el corazón. Pero estaba seria, como sí abordara la lección con la mayor gravedad y eso le recordó lo joven e inexperta que era… tanto que jamás había ensillado un caballo y, desde luego, demasiado inexperta para haber hecho el nudo de una corbata masculina. Se obligó a concentrar su atención en el nudo triangular.

– Habrá observado a su padre, ¿no?

– Sí.

– Manténgalo plano con los pulgares. Empiece de nuevo.

Linnea se mordió la punta de la lengua y empezó de nuevo. Cuando estaba por la mitad, el pulgar de Theodore se apoyó sobre el suyo.

– No… aplastado -le ordenó. Con la otra mano sobre el dorso de la de ella, le hizo cambiar el ángulo-. En otra dirección.

Linnea sintió que le corría un fuego por el brazo y se mordió la lengua con más fuerza de lo que quería. Pero las manos del hombre se apartaron de inmediato y se convenció de que él no tenía idea del modo en que la había afectado.

– Ahora déle un buen tirón con las dos manos.

Sujetó la correa, le dio un tirón y obtuvo un nudo perfecto.

– ¡Lo he hecho! -exclamó jubilosa, sonriéndole.

Cuando vio la sonrisa de Theodore, se sintió aturdida. Le convirtió los huesos en manteca y le hizo bailotear el corazón. Si ese hubiese sido uno de sus ensueños, la heroína se habría visto recompensada con un abrazo de aprobación. Pero no fue así, y él no hizo otra cosa que darle unos golpecitos con el dedo en la punta de la nariz y bromear:

– Sí, lo ha hecho, pequeña señorita. Pero no se envanezca demasiado hasta que lo haya hecho sin ayuda.

¡Pequeña señorita! Al sentirse tratada como una adolescente con coletas, las mejillas se le enrojecieron de indignación. Giró hacia el caballo, con un gesto altivo del mentón y la resolución impresa en cada movimiento.

– ¡Puedo hacerlo, y lo haré sin su ayuda!

Theodore dio un paso atrás y la observó, sonriendo. Vio que no sólo desataba la cincha sino que también quitaba la montura y la manta del lomo del caballo. Cuando sus brazos recibieron el peso, estuvo a punto de caerse de narices. Divertido, se cruzó de brazos y se dispuso a mirar cómo seguía el espectáculo. En voz que denotaba su irritación, fue relatando lo que hacia, sin mirarlo.

– La manta bien estirada, hasta la cruz. La montura encima… -Se quejó y resopló al levantarla del suelo… -… y cerciorarse… -La empujó con la rodilla, pero no llegó. Theodore contuvo la sonrisa y la dejó forcejear-. Fijarse que la cincha esté… esté…

Empujó otra vez la pesada montura con la rodilla y falló de nuevo, aunque casi se le salieron los brazos de las coyunturas.

– ¡Lo haré!

Ante la mirada furiosa de la muchacha se puso serio, contemplando la boca fruncida y retrocedió, haciendo un gesto de asentimiento sin hablar. Sus hombros sólo llegaban hasta el lomo de Clippa, pero, si la terca e intratable muchacha quería demostrar que podía hacerlo, no se lo impediría. En la talabartería había un taburete fuerte sobre el que podía subirse, pero decidió dejarla sufrir hasta que se cansara y pidiese ayuda. Entretanto, disfrutaba viendo la boca adorable, fruncida de irritación y los ojos oscuros relampagueando como luciérnagas en una noche despejada. Para su asombro la montura cayó sobre el lomo de Clippa al segundo intento, y en sus ojos apareció una expresión de respeto. Por un instante, Linnea se colgó del estribo descansando, jadeando y luego se inclinó para aferrar la cincha. Hizo un nudo plano perfecto, le dio dos tirones y giró el rostro hacia el hombre con los brazos en jarras.

– Ya está. ¿Y ahora?

Sus pupilas atraparon la luz de la lámpara. Tenía la respiración agitada por el esfuerzo, y Theodore se preguntó qué diría la ley acerca de los avances de padres maduros sobre las juveniles maestras de sus hijos. Con forzada lentitud, cubrió el espacio entre él y Clippa y apartó a la muchacha con el codo. Pasó dos dedos entre la cincha y la piel del animal.

– Esto podría estar más ajustado. Cuando empiece a correr, usted se quedará cabeza abajo, pequeña señorita.

– ¡Theodore, ya le he dicho que no me llame así!

Sin sacar los dedos de la cincha, el hombre le lanzó una mirada de soslayo.

– Cierto. Bueno, señorita Brandonberg.

Los ojos de la muchacha brillaron más y apretó con más fuerza los puños en las caderas.

– Tampoco me diga así. Por el amor de Dios, no soy maestra de usted. ¿No puede decirme Linnea?

Sin alterarse, Theodore deshizo el nudo de Linnea y lo ajustó.

– Quizá no. No sería correcto… ya que es usted maestra. En este lugar a las maestras no las llamamos… no las llamamos por el nombre de pila.

– Oh, eso es por completo ridículo.

El hombre se volvió de cara a ella y, al pasar la mano sobre su hombro le aceleró los latidos del corazón. Pero lo único que hizo fue tomar la brida que estaba sobre el borde del pesebre, a sus espaldas.

– ¿Qué es lo que la exaspera tanto? -le preguntó en tono frío.

– ¡No estoy exasperada!

– ¿Ah, no? -Con irritante calma fue hasta la cabeza de Clippa-. Debo de haberme equivocado. Tenga. ¿Quiere aprender lo demás?

Linnea miró el bocado metálico que tenía en la palma de la mano y lo recogió con gesto airado.

– Limítese a enseñarme lo que tengo que hacer.

Theodore sonrió por última vez ante ese encantador despliegue de temperamento fogoso y luego le mostró cómo colocar el freno en la boca de Clippa, cómo ajustar el cabestro, pasar las orejas del animal por la tira que sujetaba la frente y cerrar la hebilla del cuello.

– Muy bien, está lista para ser montada.

Para su sorpresa, Linnea dejó caer la cabeza y no dijo nada. Theodore contempló los hombros hundidos y se asomó tras ellos.

– ¿Qué pasa?

La muchacha levantó lentamente la vista.

– Theodore, ¿por qué peleamos constantemente?

El sintió que se le cerraba la garganta y la sangre se le agolpó en partes del cuerpo que no tenían derecho de volver a la vida ante una muchacha de esa edad.

– No lo sé.

Mentira, Westgaard, pensó.

– Me esfuerzo mucho por no enfadarme con usted, pero nunca lo logro. Siempre termino siseando como una gata cada vez que lo tengo cerca.

Theodore metió las manos en los bolsillos traseros e hizo lo que pudo por adoptar un aire tranquilo.

– No me molesta.

Por supuesto que no: tener frente a sí a una Linnea exasperada era mucho más seguro que cuando estaba como en ese momento. Desconsolada la muchacha fijaba la vista en la rienda que colgaba de su mano y las pestañas parecían como abanicos sobre las mejillas tersas.

– Ojala a mí me sucediera lo mismo.

Entre los dos se creó un silencio muy pesado. Theodore se apretó las nalgas dentro de los bolsillos y tensó los músculos de las piernas. Como sabia que corría peligro de tocarla, supo que debía decir algo… cualquier cosa que lo resguardase de su propia locura.

– ¿Quiere montarla?

Indicó con la cabeza a Clippa.

Abatida, respondió:

– Creo que no. Esta noche, no.

– Bueno, convendría que se suba una vez para que yo pueda ajustar los estribos a su medida.

Por unos segundos, permaneció quieta y silenciosa, hasta que al fin se dio la vuelta y puso la mano en el pomo de la montura. Era una distancia larga, a la que se añadía la dificultad de las faldas. Entonces se las alzó y, saltando sobre un pie, hizo varios intentos fallidos mientras Theodore contenía las ganas de ponerle las manos en el trasero y darle un empujón.

Linnea perseveró y, al fin, logró ponerse a horcajadas de la yegua, pero se le quedaron enganchadas las faldas, sujetándole las piernas. Cuando intentó incorporarse para soltarlas, los pies erraron en los estribos por unos cinco centímetros. Se sentó, esperó y bajó la vista hacia la cabeza de Theodore mientras este ajustaba uno de los estribos, daba la vuelta y ajustaba el otro.

Deseó tener más experiencia para saber qué hacer con los sentimientos que emergían dentro de ella, provocándole inquietud. Quería tocar el cabello brillante del hombre, alzarle el mentón y observarle los ojos de cerca, oír su risa y su voz, hablándole con suavidad de lo que más le importaba. Quería oír su nombre de labios de él. Y, sobre todo, quería que la tocase, aunque sólo fuera una vez, para comprobar si era tan embriagador como imaginaba.

Theodore acortó los estribos con la mayor lentitud que pudo, con el deseo de prolongar el tiempo que compartían, de poder hacerle otros favores. Hacía años que no sentía esa compulsión a la caballerosidad. Estaba convencido de que eso sólo lo sentía un hombre cuando era joven e impaciente. Qué turbación sentirlo a su edad. Notó que la mirada de la muchacha seguía sus movimientos alrededor del caballo y contuvo el anhelo de alzar la vista. Hacerlo hubiese sido desastroso. Cuando no supo qué más hacer por ella, se quedó contemplando el delicado pie de la muchacha. ¿Cuánto hacía que no deseaba tanto tocar a una mujer? Pero esta no era una mujer. ¿O sí? ¿Y si la tocaba…? Un simple roce, una sola vez… ¿qué habría de malo?

Se apoderó del tobillo. Lo sintió tibio y firme a través del cuero negro de las botas nuevas. Rodeó con el pulgar los tendones del talón y los frotó con delicadeza. Era imponible confundir ese roce con otra cosa que lo que era: una demorada caricia. Tampoco era posible ignorar el hecho de que ella permanecía sentada con el aliento agitado, esperando que él alzara la vista, que diese un paso más, que levantase las manos para ayudarla a bajarse. Theodore pensó en su nombre: Linnea, el que se negaba a permitirse usar, a riesgo de derribar las barreras que era mejor mantener intactas.

Si lo decía, si levantaba la mirada, ya sabía lo que seguiría. Errores.

– Theodore -murmuró Linnea.

De repente, el hombre soltó el pie y retrocedió, comprendiendo su locura, y metió las manos en los bolsillos traseros. Cuando levantó la vista, su rostro era tan impersonal como de costumbre.

– Ya está todo ajustado. No olvide guardar de nuevo la montura en la talabartería después de cabalgar. Dejaré a Clippa pastando cerca, de modo que no tenga que ir tan lejos a buscarla.

Fracasó el intento de aligerar la atmósfera: entre los dos ardían demasiadas cosas.

– Gracias.

La voz de Linnea exhibía una leve agudeza.

Theodore asintió y se volvió hacia la talabartería con la excusa de buscar algo, temeroso de que si se quedaba, alzaría las manos hacia la esbelta cintura para ayudarla a desmontar y terminaría cediendo a otros deseos.

Cuando volvió, ella ya estaba quitando la montura.

– Déme, yo la llevaré. Usted vuelva a la casa ahora. Seguramente tendrá tareas que hacer para la escuela.

Cuando se hubo ido. Theodore sacó a Clippa y después llevó la montura a su lugar. Tras colocarla sobre el caballete, se quedó contemplándola largo rato. Tocó la curva del cuero: donde ella había estado sentada estaba tibia.

Tiene sólo dieciocho años y es la maestra de tu hijo. Está más cerca de la edad de él que de la tuya, Teddy, pedazo de tonto. ¿Qué podría querer una chica como ella con un hombre casi lo bastante mayor para ser su padre?

Poco tiempo después, en su cuarto bajo las vigas, Linnea se preparaba para acostarse, invadida por una extraña sensación. ¿Acaso sólo había imaginado todo ese día con él? No, no lo imaginó. El también lo había notado. En el aula. Luego otra vez cuando ella lo miraba lavarse. Y esa noche, en el cobertizo, cuando le acarició el tobillo.

Era espantoso. Era maravilloso. Era… a cada instante estaba más segura: deseo.

Apagó la lámpara y se metió en la cama para pensar en ello. Tendida de espaldas, se arropó en las mantas, apretándolas contra los pechos hasta que le dolieron, como si quisiera retener la sensación para que no se escapase. Sentía el latido del corazón, fuerte y rápido en su confinamiento.

Evocó la espalda desnuda de Theodore cuando se inclinó para echarse agua en los hombros… el pecho, cuando se dio la vuelta y el agua chorreaba por la mata de vello negro…, el cabello espeso cuando se movía alrededor del caballo, sin querer levantar la vista para no mirarla a los ojos.

El deseo se centraba en sus regiones ignotas.

El también lo había sentido. Por eso tenía miedo de mirarla, de pronunciar su nombre, de responder cuando ella le hablaba.

Cerró los ojos y calculó treinta y cuatro menos dieciocho: dieciséis. Había vivido y experimentado el doble que ella. Eran muchas las cosas que quería saber y que la inmadurez le impedía saber o ser.

De repente, la invadió una fuerte oleada de celos por la diferencia de edad. Siendo un individuo tan terco, era poco probable que hiciera caso de sus instintos. Desasosegada, giró, se apoyó en un codo y contempló la mancha blanca de la almohada en la oscuridad.

– ¿Teddy? -inquirió, en voz suave y anhelante.

Abrazó con ternura la almohada y posé sus labios en los de él.

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