A la mañana siguiente, la lluvia se había convenido en una niebla baja que se pegaba a la piel y a la ropa y hacía imposible cortar trigo. Kristian tembló y estornudó dos veces cuando posó los pies al lado de la cama. Hasta el linóleo estaba húmedo. Sobre los calzones largos se puso los abrigados pantalones de lana, una camiseta de manga larga y una camisa de franela gruesa. Cuando abrió la puerta del dormitorio para bajar, Linnea Brandonberg abrió la suya al mismo tiempo.
De repente, la sangre de Kristian perdió el frío. Linnea aún no se había peinado y el cabello le colgaba suelto por la espalda. Tenía ojos de sueño y se sujetaba el cuello de la bata con una mano y la palangana azul con la otra.
– Buenos días -lo saludó.
– Buenos días.
En un instante, la voz del muchacho pasó de tenor a soprano- Avergonzado, advirtió que tenía la camisa abotonada a medias y se dio prisa por terminar de cerrarla.
– Hace frío, ¿eh?
– Y está húmedo, además.
Jamás había visto a ninguna mujer que no fuese la abuela, en bata y descalza. Ver a la maestra con ropa de dormir le produjo una extraña sensación en la garganta y no sabía bien dónde posar la vista.
– Supongo que hoy no podrán salir al campo.
– Ahh, no, ehh, supongo que no.
– Entonces, podrás ir a la escuela.
Kristian se encogió de hombros, ignorando cómo reaccionaría su Padre a eso.
– Un día no servirá de mucho y es probable que mañana salga el sol
– Un día es un día. Piénsalo.
Se volvió y bajó de prisa las escaleras, permitiéndole ver mejor la cascada de cabello que saltaba a cada paso. ¿Qué estaría pasándole últimamente a Kristian? No solía notar cosas tales como los ojos de las chicas, que llevaban puesto o si estaban peinadas o no. Las chicas no eran más que muchachitas fastidiosas, que siempre querían estar con ellos cazando ardillas o nadar en Little Muddy Creek. Si uno se lo permitía, siempre arruinaban los buenos momentos.
Bajó las escaleras tras ella y fingió no ver cuando ella saludaba a Nissa, llenaba la palangana y volvía a la planta alta para darse el baño matinal. Se la imaginó… y sintió como si se le hundiera el pecho.
¡Es la maestra, pedazo de asno! ¡No puedes pensar así de la maestra!
Pero cuando iba al cobertizo a ayudar con el ordeñe de la manada seguía pensando en lo hermosa que estaba en el rellano. Todavía no había amanecido, pero pronto saldría el sol sin hacer ruido. La granja, envuelta en la niebla, olía a los olores que se desprendía de los animales y las plantas. Ganado, cerdos, gallinas, barro y heno… ahí estaba todo eso, entre las húmedas sombras. El aire espeso amortiguaba todos los sonidos, salvo los cloqueos de las gallinas que preludiaban su despertar. Sobre el vertedero del molino se condensaban las gotas, temblaban y luego caían en un charco, con goteo irregular. Tras la alta torre, una fila de ventanas doradas resplandecían acogedoras.
Al abrir la puerta del cobertizo, Kristian estornudó.
Cuando entró, se estremeció entero, feliz de estar a resguardo de la humedad. A esa hora del día, el ambiente del establo era tan grato que podía atenuar el filo del malhumor matinal de un hombre, sobre todo cuando el tiempo era malo. Hasta cuando la nieve o el frío intenso se apretaban contra las ventanas, dentro, bajo las gruesas vigas cubiertas de telarañas con las puertas bien cerradas, nunca hacía frío. Las vacas emanaban un calor que disipaba hasta la humedad más odiosa, hasta la penumbra más opresiva.
Theodore las había hecho entrar. Dóciles, esperaban su turno rumiando rítmicamente su bolo alimenticio y el ruido de la masticación se unía al siseo de las lámparas que colgaban de las toscas vigas. Los gatos del cobertizo -salvajes, indomables- habían optado por no cazar ratones bajo la lluvia y observaban desde una distancia segura, esperando la leche tibia.
Kristian tomó el taburete de ordeñar y se instaló entre dos grandes vientres blancos y negros. Cuando se sentó y apoyó la frente contra la vieja Katy se sintió más caldeado aún. Llenó las latas de sardinas, las puso a un lado y jugó el eterno juego de esperar a ver si lograba tentar a los cautelosos gatos para que se acercasen. No lo hicieron. Se mantuvieron en sus lugares con la característica paciencia felina,
– ¿Estás dormido o qué? -le llegó la voz de Theodore desde algún punto de la hilera, acompañada por las pulsaciones líquidas de la leche cayendo en un cubo casi lleno.
Kristian se encogió y advirtió que había estado soñando con la señorita Brandonberg, cuyo cabello tenía el mismo color de caramelo que uno de los gatos.
– Oh… sí, creo que sí.
– No has sacado de Katy más que dos latas de sardina llenas.
– Oh, sí… bueno…
Sintiéndose culpable, se dispuso a trabajar, uniendo su propio ruido de la leche cayendo en el balde. Durante largos minutos sólo se oyó el ritmo… la cadencia continua del choque de la leche contra el metal, de la leche cayendo sobre la leche, de los potentes dientes de las vacas moliendo el forraje, de los alientos de las bestias que calentaban el cobertizo a cada exhalación de sus enormes panzas.
Kristian y Theodore trabajaron en cordial silencio un tiempo, hasta que irrumpió la voz del padre.
– Se me ocurre que podríamos ir a casa de Zahí a buscar carbón.
– ¿Hoy? ¿Con esta llovizna?
– He estado esperando un día lluvioso. No quiero desperdiciar un día de sol.
– Entonces supongo que querrás que enganche el carro.
– En cuanto terminemos el desayuno.
Kristian siguió ordeñando unos minutos, sintiendo los músculos de los antebrazos calientes y tensos- Después de pensar un rato, dijo:
– Pa.
– ¿Qué?
El muchacho apartó la frente del flanco tibio de Katy y sus manos se aquietaron.
– Si tengo la carreta enganchada, ¿no podría llevar a la señorita Brandonberg a la escuela?
En ese momento, las manos de Theodore también dejaron de ordeñar. Recordó que le había advertido a la señorita Brandonberg que él no tendría tiempo para llevarla a la escuela. Evocó la imagen de la muchacha en la montura, como la viera la noche pasada y sintió que le subía cierto calor al cuello. Estaba dispuesto a admitir que, en ese momento, no parecía una flor de invernadero. Parecía… ahhh, parecía…
Al evocar la imagen de Linnea, algo pasó en su corazón. Un hombre de su edad no tenía por qué sentir semejantes cosas por una jovenzuela como ella.
Decidido, Theodore siguió ordeñando.
– Le dije que, cuando viniese aquí, yo no tendría tiempo de transportarla a la escuela cuando el tiempo fuese malo. Tengo tareas para ti.
– ¡Pero cuando llegue allá estará empapada!
– Dile a la abuela que le busque un impermeable.
Kristian apretó los labios y reanudó con vehemencia el ordeño.
"Maldito sea el viejo. No me necesita y él lo sabe. Puedo emplear diez minutos para llevarla a la escuela." Pero sabía que no tenía sentido insistir.
Linnea ya estaba vestida para ir a desayunar cuando oyó los pasos de Kristian que subía los peldaños de dos en dos. En la puerta sonaron dos golpes fuertes y cuando abrió lo encontró en el rellano, sin aliento.
Por segunda vez esa mañana tenía esa expresión que le advirtió a Linnea la conveniencia de mantener la relación muy impersonal.
– Ah, hola. ¿Llego tarde al desayuno?
– No. La abuela está sirviéndolo en este momento- Yo… ehhh. -Se aclaró la voz-. Sólo quería que supiera que yo la hubiese llevado a la escuela si pudiera, pero papá dice que me necesita enseguida después del desayuno. Pero la abuela ha conseguido un impermeable para que se lo ponga. Y también un paraguas.
– Bueno, gracias, Kristian, te lo agradezco.
Le sonrió otra vez, tratando de demostrarte su aprecio sin darle alas.
– Bueno, yo… eh… tengo que lavarme. La veré abajo.
Cuando Linnea cerró la puerta, apoyó la espalda en ella y soltó un enorme suspiro. Dios, este era un problema que no había previsto. Por el amor de Dios, Kristian era su alumno. Si la atracción del muchacho hacia ella seguía aumentando, ¿cómo lo manejaría? Si bien era un muchachito dulce y atractivo, a fin de cuentas no era más que un niño, y todo lo que podía ofrecerle era la misma simpatía que a los demás alumnos.
Aun así no pudo evitar conmoverse ante la galantería flamante del muchacho, su evidente nerviosismo y el hecho de que hubiese pedido permiso para llevarla a la escuela. Tampoco podía evitar resentirse por la negación de ese permiso.
Unos minutos después, en el desayuno, observó con disimulo a Theodore- Tenía la esperanza de que la rudeza de la noche pasada hubiese sido la última, pero al parecer no era así. Bueno, si uno podía ser grosero, dos también.
– Hoy hay mucha humedad para trabajar en el campo. No hay motivo para que Kristian no pueda ir a la escuela.
Theodore dejó de masticar y le clavó una mirada severa, mientras ella seguía untando dulce de frambuesas sobre la tostada con un aire de lo más inocente.
– Kristian n'irá… no irá hoy a la escuela. Tenemos otras cosas que hacer, además de segar trigo.
La muchacha lo miró, severa, y apretó los labios como las cuerdas del cierre de un bolso. Las miradas se encontraron y chocaron durante largos segundos, hasta que ella, sin decir palabra, tiró la tostada sobre los huevos fritos, la servilleta sobre la tostada y se levantó de la silla. Mientras subía furiosa la escalera, hizo todo el ruido que pudo.
Tras ella fueron las miradas atónitas de John, Kristian y Nissa, pero Theodore siguió comiendo los huevos con tocino, imperturbable.
Menos de quince minutos después, Kristian la vio marchar con dificultad por el camino, bajo la llovizna, y volvió a desear poder ir con ella.
Todavía anhelante, colocó los arneses a Cub y a Toots y subió al asiento de la carreta para esperar a su padre en airado silencio. Estornudó dos veces, se encorvó hacia delante y clavó la vista al frente cuando Theodore salió de la casa cubierto con un impermeable de goma negra y el estropeado sombrero de paja. El asiento de la carreta se inclinó cuando subió a él y Kristian volvió a estornudar.
– ¿Has pillado un resfriado, muchacho?
Kristian no quiso contestar. ¡Qué diablos le importaba sí había pillado un resfriado! No le importaba nadie más que él mismo.
Antes de que su padre se sentara, el muchacho lanzó un agudo silbido y restalló las riendas con más fuerza de la necesaria. Los animales salieron disparados, haciendo caer bruscamente a Theodore sentado. Lanzó una mirada a su hijo, pero Kristian, furioso, se bajó más el sombrero sobre los ojos, encorvó los hombros y fijó la vista en las varas.
El día, húmedo y triste, armonizaba con su ánimo. Los caballos caminaban trabajosamente en medio del campo empapado, descolorido, despojado de vida en movimiento. Esos campos ya segados tenían un aspecto melancólico y los tallos recortados parecían mechones de pelo de un perro amarillo viejo. Las espigas que aún no estaban cortadas se inclinaban bajo el peso de la lluvia como las espaldas de ancianos cansados que tuviesen que enfrentarse a otro duro invierno. Cuando Kristian no pudo seguir más en ese silencio pétreo, por fin le espetó sin preámbulos:
– ¡Tendrías que haberme dejado llevarla a la escuela!
Theodore observó a su hijo con cautela y vio el gesto de rebeldía que se manifestaba hasta en el perfil, con los labios apretados de disgusto. ¿Cuándo había aprendido el muchacho a ser tan insistente en su actitud caballeresca hacia la maestra?
– Desde el primer día le dije que aquí no cultivaba flores de invernadero.
Kristian le dirigió al padre una mirada seria.
– ¿Qué tienes contra ella?
– No tengo nada contra ella.
– Bueno, por el demonio, es evidente que no te agrada.
– Será mejor que cuides la lengua, ¿eh, muchacho?
En el semblante del chico apareció una expresión de intolerancia y disgusto.
– Oh, vamos, pa, tengo diecisiete años y si…
– ¡No, tuavíano!
Llevado por la ira, Theodore comprendió que había cometido un error y eso lo irritó más aún.
– Dentro de dos meses los tendré.
– Entonces supones que estará bien soltar una ristra de maldiciones, ¿eh?
– Decir demonio no es, precisamente, soltar una ristra de maldiciones. Además, un hombre tiene derecho de maldecir si está furioso.
– Ah, conque un hombre, ¿eh?
– No me preguntas eso cuando me mandas a hacer un trabajo de hombre.
La verdad de la afirmación irritó más todavía al padre.
– ¿Qué es lo que te tiene tan picado? Y dame las riendas. No’stás… no estás haciéndole ningún bien a las bocas de los caballos.
Le arrebató las riendas de las manos y el muchacho se quedó con la vista fija entre las orejas de los animales. La humedad se condensaba en el ala curvada del sombrero y le goteaba sobre la nariz.
– Nunca me lo preguntaste, pa. Nunca me diste la posibilidad de decidir si iba o no a la escuela. Quizás es ahí donde querría estar en este momento.
Theodore lo había visto venir y decidió afrontarlo.
– ¿Para estudiar?
– Claro que para estudiar. ¿Para qué otra cosa, si no?
– Dímelo tú. -Kristian echó un agudo vistazo a su padre, luego fijó la vista en el brumoso horizonte y tragó con esfuerzo. Theodore lo observó y evocó claramente los dolores del crecimiento. Obligándose a mantener la voz serena, preguntó sin rencor-: Sientes algo por la maestra ¿no es así, muchacho?
Sorprendido, Kristian le lanzó otra mirada, se encogió de hombros y volvió otra vez la vista adelante.
– No lo sé. Puede ser. ¿Qué dirías si fuese así?
– ¿Decir? No puedo decir gran cosa. Sentimientos son sentimientos.
Como esperaba una explosión, la calma de su padre lo sorprendió. Suponiendo que encontraría reticencia en él, el toparse con su aparente buena disposición para hablar lo pilló desprevenido. Pero ellos nunca hablaban… al menos no de cosas como esa. Era difícil encontrar las palabras, en los últimos tiempos Kristian se sentía confundido por muchas cosas.
Su ira disminuyó bastante y gran parte de su confusión juvenil se reflejó en la voz- ¿Cómo puede uno saberlo?
– No sé si puedo contestar eso. Supongo que es diferente para cada persona.
– No puedo dejar de pensar en ella, ¿sabes? Por ejemplo, cuando estoy acostado en la cama, de noche, pienso en algo que ella dijo, en el aspecto que tenía durante la cena y se me ocurren cosas que quisiera hacer por ella.
Theodore comprendió que, si bien estaba enamorado, el sentimiento era bueno y sería mejor pisar el terreno con delicadeza.
– Es dos años mayor que tú.
– Lo sé.
– Y, además, tú maestra.
– ¡Lo sé, lo sé!
Kristian se miró las botas. El agua caía desde el ala del sombrero y la lluvia le mojaba la nuca.
– Ha sido bastante rápido, ¿no? Hace sólo un par de semanas que está aquí.
– ¿Cuánto tiempo llevó en el caso de mí madre y tú?
¿Qué podía contestar? No cabía duda de que si el muchacho hacía esas preguntas era porque estaba creciendo. La verdad era la verdad y él tenía derecho a saberlo.
– No mucho… eso te lo aseguro. La vi allí de pie, en ese tren, junto a su padre, con ese sombrero del color de la manteca y prácticamente ya no volví a mirar a Teddy Rooseveit.
– Entonces ¿por qué no crees que a mí me haya pasado tan rápido?
– Pero no tienes más que dieciséis años, hijo.
– ¿Y tú cuántos años tenías?
Los dos sabían la respuesta: diecisiete. Dos meses después, Kristian tendría, precisamente diecisiete. Llegaría antes de que ninguno de los dos estuviese preparado.
– Pa, ¿cómo era cuando supiste lo que sentías por mi madre?
"Como anoche, cuando miré a la pequeña señorita subida a la montura." Para consternación de Theodore, la respuesta llegó de inmediato y no lo encontró mejor preparado que para la inminente hombría del hijo.
– ¿Cómo era? -La sensación vivía en él, nueva y fresca-. Como un fuerte puñetazo en el estómago.
– ¿Y crees que ella sintió lo mismo?
– No lo sé. Ella decía que si.
– ¿Decía que te amaba?
Un poco avergonzado, Theodore asintió.
– Y entonces ¿por qué no se quedó?
– Lo intentó, hijo, en serio. Sin embargo, desde el principio odió este lugar. Daba la impresión de que estaba todo el tiempo triste, y después de tu nacimiento empeoró. No era que no te amara, te quería. En mitad de la tarde, la encontraba acostada a tu lado, en la cama. Había estado jugueteando con tus pies, hablándote, arrullándote. Pero, por debajo, era pura tristeza, como suele pasarles a las mujeres después del parto. Al parecer nunca se recuperó. Cuando tenías un año, seguía mirando los trigales y decía que ver el trigo ondulando, ondulando, la volvía loca. Decía que no había ningún ruido. -Agitó la cabeza, desconsolado- Ella nunca se esforzó por escuchar. Para ella, ruidos eran los que hacían los tranvías y los coches a motor que traqueteaban sobre las calles adoquinadas, los gritos de los vendedores ambulantes, el martillear de los herreros y el silbato del tren que atravesaba la ciudad. Nunca oía el viento en los álamos, ni las abejas zumbando en los arbustos. -Theodore miró la vasta pradera con los ojos enlomados-. Nunca los oía, en absoluto.
"Odiaba el modo en que se movía el trigo; decía que después de un rato lo odiaba más que viajar en aquel tren, con su padre. Vi cómo se extinguía la chispa en ella, cómo desaparecía la risa y lo supe… -Contempló los riachuelos de lluvia que se deslizaban por el impermeable mojado. -Bueno, supe que yo no era la clase de hombre capaz de devolvérsela. Aquella noche que bailamos y charlamos, en Dickinson, ella me creyó alguien que yo no era. Para ella fue como una especie de cuento de hadas, pero esto era real y nunca logró acostumbrarse.
Kristian estornudó. Sin hablar, Theodore levantó una cadera, sacó un pañuelo y se lo dio. Después que se hubo sonado la nariz, prosiguió:
– No hacía más que contemplar los trigales e iba poniéndose cada vez más triste, más callada y pronto tenía los ojos turbios y… bueno, muy diferentes de como eran el día que la vi por primera vez, en aquel tren. Luego, un día se fue. Sencillamente se fue.
Apoyó los codos en las rodillas y sacudió la cabeza, triste.
– Ah, ese día… Nunca olvidaré ese día- Creo que fue el peor de mi vida. -Apartó el recuerdo y siguió, en tono neutro-. Se fue… pero nunca me convencí de que nos dejaba a nosotros sino a este lugar. Le dolió dejarte. Lo decía en una nota. Dile a Kristian que lo amo, decía. Díselo cuando sea lo bastante mayor.
Aunque Kristian ya lo había oído, el corazón se le ensanchó. Siempre comprendió que su familia sin madre era diferente de las de sus primos y compañeros de clase y. aunque no había conocido el amor maternal, siempre estuvo Nissa. Sin embargo, de golpe echó de menos a la madre que no había conocido. En ese momento, al borde de la virilidad, deseó tenerla para hablar con ella.
– Tú… tú la quisiste, ¿no es cierto, pa?
Theodore suspiró y siguió con la vista fija en las grupas de los animales.
– Oh, claro que la quería -respondió-. Hay ocasiones en que un hombre no puede evitar amar a una mujer, aunque no sea la apropiada.
Siguieron andando en silencio en medio del día lloroso y las últimas palabras de Theodore reverberaron en la mente de los dos. Y, si esas palabras evocaron a Linnea y no a Melinda, ninguno de los dos podía controlarlo.
Por fin llegaron al yacimiento de carbón de Zahí. Theodore detuvo la carreta junto a la balanza y frenó a los caballos con la vieja palabra noruega que, en esa ocasión, por algún motivo era reconfortante.
– Pr-r-r- -ordenó y la onomatopeya se fundió con la lluvia que caía, expresando el ánimo provocado por la historia.
No había nadie. Los rodeaba el olor del carbón húmedo y el gotear del agua. Theodore se volvió hacia el hijo, le apoyó una mano en el hombro y dijo:
– Bueno, estoy de acuerdo en que ella es bonita, lo admito. -De golpe, cambió de talante-. Hemos llegado. ¿Estás dispuesto a cargar ocho toneladas de carbón, muchacho?
Kristian no lo estaba: a cada momento se sentía peor. Los estornudos se sucedían uno tras otro; eso parecía una carrera a ver quién goteaba más rápido, si el sombrero o la nariz.
– Nu'ay mucha alternativa, ¿cierto?
Theodore le reconvino con suavidad:
– La expresión nu'ay no existe, muchacho.
Saltó fuera de la carreta y fue a buscar al viejo Tveit para que la pesara y pudiesen empezar a cargarla.
El extenso terreno que había provocado semejante depresión a Melinda Westgaard, hasta el punto de obligarla a abandonar a su marido, estaba tan lúgubre como ella lo veía en el más melancólico de sus días. La lluvia caía sobre los planos yacimientos de carbón de Zahí y ni un árbol rompía la monotonía del horizonte vacío. En un sentido estético, la naturaleza no había sido muy generosa con Dakota del Norte. Pero, si bien la había despojado de árboles que pudiesen usarse como valioso combustible, en cambio le había dejado algo: carbón. Un yacimiento de más de setenta y dos kilómetros cuadrados de blando lignito, tan accesible que al hombre le bastaba con apartar la fina cubierta de suelo superficial y recoger el combustible con azadones y palas.
Así lo recogieron Theodore y Kristian ese húmedo día de septiembre.
El tiempo era tan inhóspito que el viejo Tveit no había enganchado siquiera su yunta a la excavadora y ahí estaba, inmóvil, acumulando agua de lluvia en el hueco.
Trabajando lado a lado con su padre, Kristian se detenía a menudo para sonarse la nariz y estornudar. El frío húmedo le trepaba por las piernas y se le colaba dentro del impermeable. Tenía el cuello empapado y un temblor lo sacudía hasta los huesos.
Para cuando terminaron de cargar la carreta, se sentía muy mal, y todavía lo esperaba un trayecto de media hora hasta la casa. Mucho antes de llegar, ya se sentía agotado de tanto estornudar. El pañuelo húmedo le había dejado la nariz en carne viva y los escalofríos le sacudían el cuerpo.
A mitad de camino, un sol tímido comenzó a separar las nubes asomando como un ojo amarillento, pero no bastaba para darle calor.
– Deduzco que debes de sentirte tan mal como pareces -comentó Theodore.
El chico tenía la boca abierta y tos ojos cerrados y le temblaban las aletas de la nariz ante la expectativa de otro estornudo. Miró hacia el sol para provocarlo. Cuando salió, lo dobló en dos y lo hizo lagrimear.
– Te dejaré en casa antes de ir a la escuela a descargar.
– Puedo ayudar -se sintió obligado a insistir el chico, aunque sin demasiado fervor.
– El mejor lugar para ti es la cama. Yo puedo arreglármelas solo con la carga de carbón.
A Kristian no se le ocurrió objetar nada, y Theodore lo dejó bien arropado en la cama, mientras Nissa se afanaba alrededor, como una gata madre.
Llegó a la escuela ya cerca del fin de la tarde. El sol había ahuyentado las nubes que quedaban, y se extendía sobre el trigo como una bendición. Preocupado, Theodore repasó la conversación con su hijo.
"Será conveniente que también le andes con mesura en lo que se refiere a la pequeña señorita", se recomendó, "Kristian no tiene ni idea de que también encendió la chispa en mí."
Cuando frenó los caballos ante los escalones, el patio de la escuela estaba vacío.
– Pr-r-r -ordenó con suavidad, observando la puerta mientras ataba las riendas y bajaba de un salto. Al pasar ante la yunta, acarició distraído la nariz de Cub y se dirigió hacia la entrada.
La puerta se abrió sin ruido. En el guardarropa no había nadie y la puerta interior estaba entreabierta. Las cazuelas del almuerzo no estaban bajo los bancos largos- Una gota de agua caía del grifo en un balde, con un perezoso blip. El grueso nudo de la cuerda de la campana se balanceaba ante sus ojos y lo apartó con el dorso de la mano. De repente, llegó desde adentro la voz femenina, enfadada, de la señorita Brandonberg. Theodore se detuvo con la mano en la puerta.
– … la próxima vez que te pesque en alguna de tus triquiñuelas, tengo la intención de decírselo a tus padres. De todos modos, visitaré los hogares de todos. Seguramente querrás que les cuente algo bueno a tus padres con respecto a ti, ¿no es cierto, Alien?
Así que ahí dentro estaba el chico de los Severt con ella.
– Me has hecho pasar otro día espantoso. Tú y Theodore.
Las cejas del aludido se elevaron y bajó el mentón. Frunció el entrecejo. ¿Qué tenía que ver lo que pasaba entre el chico Severt y la maestra?
– No entiendo a ese hombre. No le habría hecho el menor daño dejar que Kristian viniera hoy a la escuela. -En voz más serena, añadió-. Pero supongo que ese no es asunto tuyo. Puedes irte, pero mañana, cuando vengas a la escuela, será mejor que lo hagas con mejor disposición.
Theodore retrocedió, alejándose de la puerta, disponiéndose a dar la impresión de que acababa de entrar en el guardarropa cuando pasara Alien.
Pero no se oyó ningún paso. Alien no apareció. Lo único que oyó Theodore fue el raspar y golpetear de la tiza contra la pizarra.
– ¡Muy bien, Theodore ya se ha ido y podemos discutir en paz!
Theodore se puso rígido: lo inquietaba la perspectiva de que lo sorprendieran escuchando a hurtadillas. Estaba a punto de entrar en el aula, cuando oyó otra vez la voz de ella:
– ¡Oh, está bien, ya sabe lo que quiero decir!
De repente, comprendió que ella no tenía ni idea de que él estaba ahí y sonrió. Así que ¿eso hacía?: ¿practicaba para discutir con él? Eso parecía, porque el tono fue vehemente al decir:
– No se hubiese muerto si dejaba venir hoy a Kristian a la escuela, pero no, es demasiado terco para dejar que me salga una vez con la mía, ¿eh? ¿Y en qué lo ocupa? -El tono se volvió sarcástico-: ¿Lustrando arneses en la talabartería?
La tiza chirrió contra la pizarra, y la muchacha empezó a pronunciar palabras sueltas.
– Reloj. Cometa. Relleno. Tirada. Rueda. Garganta.
El hombre sonrió y se acercó despacio a las puertas dobles. Sin hacer ruido, las abrió más y se asomó. Linnea estaba escribiendo una lista de palabras en la pizarra y colocaba los puntos en algunas con un golpe irritado de la tiza. Divertido, pensó que astillaría la pizarra con ese ímpetu.
Contempló la esbelta espalda, el movimiento de la mano y el de las faldas cuando colocó una barra horizontal sobre una letra. Luego empezó largas filas de palabras.
El reloj cuelga de la pared, escribió, murmurando con cada palabra seguida por la mirada de Theodore. Luego, la camela tenía cola azul. Se enderezó y pareció estudiar, pensativa, la pizarra. Luego, con movimientos vivaces y decididos, escribió, pronunciando con claridad:
– Quisiera rellenar a Theodore.
La sonrisa del aludido se ensanchó y tuvo que esforzarse por no lanzar una carcajada. Linnea retrocedió y observó la oración, subrayando con fuerza rellenar, se puso las manos en las caderas y rió entre dientes.
– Ah, si pudiera hacerlo -repitió, gozando por anticipado.
Sin embargo, al escribir la siguiente oración, decidió no repetirla en voz alta y la sonrisa del hombre que observaba se esfumó, al tiempo que se preguntaba, intrigado, por lo que no sabía leer. Linnea volvió a retroceder y ahogó unas risas, sin duda disfrutando a sus expensas. Luego se inclinó otra vez hacia la pizarra.
Cuando terminó la siguiente oración, se tapó la boca con las manos y rió con tanta fuerza que se balanceó hacia delante.
– Hola, maestra -dijo Theodore, arrastrando las palabras.
Linnea giró en redondo, mortificada. Ahí estaba él, apoyado contra la pared, con un pulgar metido tras la hebilla del tirante. El rostro de la muchacha adquirió el aspecto de una tajada de sandia y, volviéndose de prisa hacia la pizarra, se puso a borrar, desesperada, lo escrito.
– Theodore, ¿qué es eso de escabullirse por detrás de ese modo?
Dejó el borrador con tanta fuerza que Theodore creyó que derrumbaría la pared delantera de la escuela.
– ¿Cómo escabullirme? He venido conduciendo un par de caballos con estrépito suficiente para despertar a los muertos, pero aquí dentro había tanto ruido que usted no habría oído pasar a una tropa de mulas.
Linnea giró para mirarlo, con las manos apoyadas sobre la bandeja de tizas a su espalda.
– ¿Qué quiere, Theodore? Estoy ocupada -concluyó, altanera.
El hombre demoró la vista en la pizarra y luego la posó en la mujer mientras se azotaba el muslo con los guantes de cuero sucios.
– Sí, ya veo. ¿Prepara la lección de mañana?
– Si, eso hacía hasta que usted me ha interrumpido con tanta grosería.
– ¿Grosería? -Llevó los guantes al corazón, como quien es acusado injustamente-. ¿Yo soy grosero, yo que vengo a ofrecerme a llevarla a casa?
Eso la puso en un brete y frunció el entrecejo como una vieja lechuza.
– ¡A buena hora se ofrece a llevarme a la casa! ¡Ahora que ha parado la lluvia! ¿Dónde estaba su generosidad esta mañana, cuando impidió que Kristian me trajese a la escuela?
– ¿Eso le dijo él?
– No hubo necesidad de que me lo dijese. Bastó que me dijera que él quiso hacerlo. Usted no me engaña ni por un segundo. No ha venido aquí a llevar a esta… a esta flor de invernadero a casa; ¿qué está haciendo aquí?
Theodore se apartó de la pared y recorrió lentamente el pasillo de la izquierda, colocándose los guantes sin dejar de mirarla.
– Estoy esperando a que me rellenen. ¿No fue eso lo que usted dijo que quería hacer? -Al llegar al borde de la tarima, abrió las manos-. Aquí me tiene.
La vergüenza de la muchacha se duplicó pero su sentido teatral vino en su ayuda. Señalando hacia la puerta con gesto imperioso, dijo:
– ¡Bien, puede darse la vuelta y salir de inmediato! No quiero verlo ni hablarle hasta que cambie de actitud con respecto a la asistencia de Kristian a la escuela.
– ¡Mi hijo viene a la escuela cuando yo lo digo y ni un minuto antes!
Linnea olvidó la actuación y la dominó la ira.
– ¡Oh, es usted… insoportable!
Golpeó con el pie en el suelo, haciendo arremolinarse el polvo de tiza alrededor del borde de la falda.
Apoyando una bota en la tarima y cruzando las manos sobre una rodilla, Theodore dijo:
– Sí. Y no olvide de decir cabeza dura.
– Lo es, Theodore Westgaard.
– Sí, ya me han dicho eso, pero ¿quién tiró la servilleta y salió de la cocina como una criatura malcriada esta mañana? No le dio un ejemplo muy bueno a su alumno.
La recriminación era correcta, y Linnea se volvió hacia la pizarra y empezó a borrar mejor antes de volver a escribir la lista de palabras.
– Si ha venido a criticarme, puede irse. Y cuanto antes, mejor.
– No he venido sólo para eso. He traído la carga de carbón.
– Me hubiese hecho falta esta mañana -rezongó-, pues cuando llegué aquí mis pies chorreaban y el salón parecía una cámara frigorífica.
El rasgue de la tiza fue lo único que se oyó hasta que Theodore dijo:
– Lo siento.
La mano se detuvo sobre la pizarra. Mirando sobre el hombro. Línea quiso comprobar si lo decía en serio. Así era… y le miraba los pies. Giró hacia él otra vez, sacudiéndose la tiza de las manos. Cuando las miradas se encontraron, en la de él sólo vio arrepentimiento. Posó la vista sobre los guantes manchados y hasta el aspecto viejo y gastado del cuero le resultó fascinante por la única razón de que envolvía las manos de él. ¿Cómo podía resultarle tan irritante en un momento y tan atractivo en el siguiente?
– Más vale. Me hizo enfadar tanto que me dieron ganas de rellenarlo, Theodore- Fue entonces cuando logró su objetivo: Theodore se echó atrás y estalló en sonoras carcajadas. Como hasta entonces nunca lo había visto sonreír, no estaba preparada para el impacto. Fue un cuadro increíble: lo cambiaba por completo. Contempló el rostro resplandeciente con la sensación de haber presenciado un gran descubrimiento. No sabia que los dientes de ese hombre eran tan hermosos, la boca tan bella, la mandíbula tan perfecta, el cuello tan bronceado, los ojos tan chispeantes. Las carcajadas llenaron el soleado salón de clases y la imagen del hombre el corazón de la muchacha. De repente, se sintió profundamente feliz. Escapó de su garganta el primer gorjeo de diversión, el segundo, y pronto se había unido a las carcajadas de él.
Cuando se hizo el silencio siguieron sonriéndose, mutuamente asombrados. Sobre el pecho de Linnea, el reloj subía y bajaba muy rápido Theodore imaginó que, si se acercaba y ponía la mano encima, el aparato estaría entibiado por la carne de ella.
Trató de tragar y no pudo.
Linnea trató de pensar en algo que decir y no pudo.
Theodore intentó pensar en ella como una niña y no lo logró.
Linnea quiso verlo como a un viejo y fracasó.
El se dijo que era la muchacha de la que estaba enamorándose su hijo, pero fue inútil.
Ella se dijo que él era el padre de un alumno, que vivía en la misma casa, pero no sirvió de nada. Nada importaba. Nada.
Hizo su aparición el sentido común y Theodore retiró el pie de la tarima. Con gestos vivaces, se ajustó los guantes.
– Será mejor que descargue el carbón.
A Linnea le quedaron palabras atragantadas viéndolo recorrer el salón, notando por primera vez que las caderas de un hombre eran mucho más estrechas que las de una mujer, que los brazos asomando de las mangas enrolladas eran subyugantes y lo poderosas que parecían las manos metidas en blandos guantes viejos que lo acompañaban durante horas y horas de faena.
Después de que saliera, trató de reanudar las oraciones que había estado escribiendo, pero una y otra vez la distraía la imagen de Theodore paleando carbón que veía por la ventana. Se acercó más. Desde ese lugar privilegiado veía los hombros y la parte superior de la cabeza y contemplaba cautivada a ese hombre entregado a la tarea. Qué anchos los hombros, qué diestros los movimientos, qué fuertes los músculos.
Theodore hizo una pausa, apoyando las muñecas cruzadas sobre el manso de la pala, y Linnea dio un paso atrás, ocultándose en la sombra. El sol radiante caía a pleno sobre el cabello de color caoba y entonces advirtió que rara vez lo veía sin el sombrero de paja con el que trabajaba en el campo. Dedujo que se habría humedecido esa mañana y que lo había dejado en la casa, secándose sobre una percha, en la cocina. Theodore echó un vistazo en redondo, guiñando los ojos. Su rostro ya estaba cubierto por una película de polvo de carbón. Estaba sudando, y Linnea vio cómo se deslizaba una gota por el borde del cabello, juntando el polvo negro a su paso. Se sacó un guante, buscó en el bolsillo trasero y, como no encontró pañuelo, volvió a ponerse el guante y se enjugó la frente con la manga- Reanudó la tarea, creando un ruido rítmico al chocar la pala con el carbón.
Era muy hombre, más maduro que cualquiera de los muchachos que la habían atraído. Y él se sentía atraído por ella; no lo hubiese imaginado.
Por un fugaz momento, lo había visto en sus ojos con la misma claridad con que ahora veía el polvo de carbón que cubría el apuesto rostro. Mientras se contemplaban, una chispa había saltado entre ellos. ¿Deseo? ¿Así se sentía? El impacto le provocó un vuelco en el corazón y todavía lo sentía. La agudización de la conciencia. La atracción. La insistencia. Pero cuando Theodore corrió la cortina sobre sus ojos Linnea comprendió que todavía la veía como a una niña.
Casi siempre.