22

Llegó la primavera a la pradera, igual que una joven preparándose para el primer baile, tomándose su tiempo para acicalarse y embellecerse.

Se bañó en suaves lluvias y salió del baño fresca y sin nieve. Se secó con brisas tibias, desperezándose bajo el sol benigno, dejando que el viento le peinara la melena de hierbas hasta dejarla enhiesta y esponjosa. Colocó sobre su pecho un toque de la fragancia de la tierra, de sol y de vida renovada. Se puso un alegre sombrero bordeado de azafranes, lirios y lilas, estiró las enaguas rojas de los sauces y ensayó pasos de danza, encaramada en la inquieta brisa de abril.

Los animales regresaron, como llamados por una señal. Las ardillas listadas se encaramaban a los montículos junto a las cuevas recién cavadas y luego se perseguían juguetonas. Los perros de la pradera ladraban y zumbaban llamando a los compañeros al atardecer. Las perdices blancas de agudas colas tamborileaban como truenos entre los matorrales de las tierras bajas. Ánades y gansos llegaban desde el norte. Y por último, pero no por ello menos importante, los caballos que volvían al hogar.

Llegaron con el instinto de aquellos que conocen su objetivo, apareciendo una noche junto a la verja de los prados, relinchando para que les abrieran, para que les pusieran los arneses, para arar el suelo una vez más.

Con las píeles hirsutas y espesas, se quedaron esperando como si el ruido que hacían las hojas del arado al ser afiladas hubiese flotado sobre la pradera llamándolos, haciéndolos regresar. Estaban todos: Clippa, Fiy, Chief y todos los demás: dos yeguas, Nelly y Lady, preñadas.

Todos salieron juntos a recibirlos, y Linnea presenció la reunión, renovándose su percepción del valor que tenían los caballos para un granjero. Nariz con nariz, aliento a aliento, se comunicaron hombre y bestias, felices de estar otra vez juntos. Teddy y Kristian rascaron las anchas frentes de los caballos, caminaron en amplios círculos alrededor de ellos, les palmearon los hombros, les revisaron los cascos. Linnea vio cómo Teddy pasaba una de sus manos anchas por el vientre de Lady, recuperando el poderío de su voz:

– Yo he formado una familia y él es casi un hombre hecho y derecho.

¿Qué diría cuando ella se lo contara, si lo que sospechaba se confirmaba? Le había faltado un período menstrual y estaba esperando a que le faltara otro para darle la noticia. No habían vuelto a hablar de hijos, pero, si era cierto y ella estaba embarazada, sin duda Theodore estaría tan embelesado como ella.

Transcurrió abril y, aunque empezó de lleno la roturación del suelo, los muchachos mayores asistían a clase todos los días. Linnea no sabía si se debía al hecho de que ahora la maestra era la esposa de Theodore Westgaard o de que él y Kristian seguían sin hablarse.

La última semana de abril, Theodore cumplió treinta y cinco. Esa noche, estaban preparándose para acostarse cuando Linnea le pasó los brazos alrededor y le besó el mentón.

– Hoy has estado un poco malhumorado. ¿Sucede algo malo?

Theodore le apoyó las manos en los hombros y contempló los ojos inquisitivos.

– ¿El día que me hago un año más viejo? ¿Necesitas preguntarlo?

– Tengo un regalo de cumpleaños que te alegrará.

Theodore esbozó una sonrisa torcida, la sujetó por los lóbulos de las orejas y le sacudió la cabeza de un lado a otro, con aire juguetón.

– Tú me alegras. El solo hecho de tenerte por las noches me pone contento. ¿Para qué quiero regalos?

– Ah, pero este es muy especial.

– Tú también -repuso en voz suave, soltándole las orejas y besándola sin prisa en la boca.

Cuando el beso acabó, ella se miró en los ojos del color de la tierra y mantuvo el estómago apretado contra él.

– Teddy, vamos a tener un hijo.

De inmediato, percibió el cambio en él: se puso tenso y se echó atrás.

– Un hi…

Asintió.

– Creo que ya estoy de dos meses.

– ¡Un hijo! -La sorpresa se convirtió en franco disgusto y se apartó-. ¿Estás segura?

El corazón de Linnea martilleó pesadamente.

– Pensé que te pondrías contento.

– ¡Contento! ¡Hace mucho ya te dije que no quería más hijos! ¡Soy demasiado viejo!

– Oh, Teddy, no lo eres. No es más que una idea que se te metió en la cabeza.

– ¡No me digas que no soy viejo! Tengo edad suficiente para tener un hijo que va a hacerse matar en la guerra ¿y esperas que me alegre porque voy a tener otro para tener que volver a pasar por esta agonía?

Se sintió tan herida que no supo qué decir. La desilusión fue tan inmensa que se le llenaron los ojos de lágrimas. Tensa, se preguntó qué hacer con el gran nudo de angustia que tenía la impresión de alojar en su vientre, junto con el feto que crecía. Todo el entusiasmo que sentía se disolvió y sólo quedó la decepción.

– Además -prosiguió Theodore, quisquilloso-, nosotros dos casi no hemos tenido tiempo de estar juntos solos. Tres meses… ni tres meses y ya estás embarazada.

Dándose la vuelta, juró por lo bajo, se dejó caer sobre el borde de la cama y se sostuvo la cabeza.

– Bueno, ¿y qué esperabas que sucediera, si casi no nos saltamos una sola noche?

La cabeza se irguió de golpe.

– Ahora que ya es tarde, no me eches eso encima -le espetó-. Tú y tu "probemos esto y probemos aquello" -concluyo con tono agrio.

El dolor se intensificó. Se apretó el vientre.

– Teddy, lo que llevo dentro es tu hijo. ¿Cómo es posible que no lo quieras?

Frustrado, se levantó de un salto.

– No lo sé. Lo único que sé es que no lo quiero. Quiero que las cosas sigan como hasta ahora. Tú y yo, Kristian de vuelta en los campos, que es donde debe estar, ¡y que ya se acabe toda esta conversación con respecto a la guerra y… y… oh, maldita sea! -estalló, saliendo del cuarto como una exhalación.

Linnea se quedó con la vista clavada en la puerta, las manos apretadas contra el vientre, preguntándose cómo era posible que alguien que la amaba tan profundamente pudiese herirla de ese modo. ¿Cómo pudo decir tales cosas en relación con el acto de amor, como si él nunca hubiese sentido las mismas compulsiones que ella?

Se puso el camisón y se metió en la cama, rígida como una tabla, con las mantas apretadas bajo los brazos y la vista clavada en el techo. Pensando. Sufriendo. Esperando. Cosa extraña, las lágrimas no acompañaban los momentos más dolorosos de su vida. Con los ojos secos, agobiada, rogó que cuando él volviera, la abrazara diciéndole que lo sentía… que había reaccionado de manera irracional y que sí quería al hijo de los dos.

Pero no lo hizo. Lo que hizo fue apagar la lámpara, desvestirse en la oscuridad y darse la vuelta. Y Linnea sintió el rechazo con tanta fuerza como si le hubiese pegado.

Al día siguiente fue a la escuela caminando sola. No se habían dirigido la palabra durante el desayuno, y fue casi un alivio huir de la tensión.

Era el Día del Árbol y ella y los chicos se dedicaron a la tradicional limpieza del exterior. Todos habían llevado rastrillos y los usaron para rastrillar el patio de una punta a la otra. Mientras los varones pintaban los edificios externos, las chicas lavaban las ventanas. Era un día soleado, tan cálido que muchos de los niños se habían quitado zapatos y medias y andaban descalzos. Cuando quedara terminada la limpieza del patio, irían al fondo de la cañada y elegirían un brote para transplantar en el jardín de la escuela.

Apilaron todos los desperdicios de la limpieza en una parte arenosa de la zanja y les prendieron fuego. Linnea estaba ocupándose de él cuando alzó la vista y vio a Theodore y a John, que pasaban en el carro de cuatro ruedas. El corazón le dio un vuelco.

John agitó una mano y gritó:

– ¡Hola!

– ¡Hola! -Devolvió el saludo-. ¿A dónde vais?

– Al pueblo.

– ¿Para qué?

– ¡A hacer soldar una reja del arado y a comprar provisiones!

– ¡Que os divirtáis!

Saludó con entusiasmo. John le devolvió el saludo y le sonrió; Theodore, en cambio, saludó mostrándole una palma, y Linnea se quedó mirando cómo se alejaban por el camino.

Terminaron la limpieza del patio a eso de las doce y media, apagaron las brasas con agua y se encaminaron hacia las tierras bajas, llevando los recipientes con el almuerzo, Roseanne y Jeannette iban saltando, tomadas de la mano y cantando. Alien Severt encontró una culebra y la usó para atormentar a las chicas. Patricia Lommen caminaba junto a Kristian y los brazos de ambos se rozaban. Encontraron un claro soleado junto a Littie Muddy y se dejaron caer sobre la hierba para comer el almuerzo sin prisa. Algunos de los niños intentaron vadear el arroyo, pero todavía estaba helado. Entonces se dedicaron a explorar, buscando nidos de patos a lo largo de las orillas, metiendo ramas en hormigueros, observando el avance de un par de orugas verdes.

En un momento dado, Linnea miró el reloj y decidió que ya era hora de buscar el árbol para que pudiesen regresar con tiempo suficiente para plantarlo. Eligieron una rama recta de aspecto vigoroso, con una brillante corteza plateada y gruesos brotes del color del pistacho. Los niños más grandes cavaron para sacarlo y lo pusieron en un cubo para transportarlo hacia la escuela.

Constituían un espectáculo encantador, desfilando por la pradera en una fila desordenada, los más pequeños saltando persiguiendo a las ardillas, los mayores turnándose para llevar el árbol. Estaban cruzando el campo de Irigo que quedaba al Noreste de la escuela, ya divisaban la campana de la torre cuando una corriente helada se precipitó por la planicie y una gran bandada de mirlos levantó vuelo, lanzando chillidos roncos. Los más pequeños temblaron; Roseanne se levantó la falda y la usó como capa.

Delante de Linnea, Libby se detuvo, señaló hacia el Oeste y dijo:

– ¿Qué es eso?

Todos se detuvieron para ver: una sólida masa blanca se desplazaba rápidamente hacia ellos.

– No lo sé -respondió una voz temerosa-. Señora Westgaard, ¿qué es eso?

¿Langostas? Alarmada, Linnea se puso tensa. Había oído decir que las langostas llegaban en legión y devastaban todo lo que tocaban. Pero era demasiado pronto para las langostas. ¿Polvo? También el polvo podía levantarse de repente y oscurecer todo el cielo. Pero el polvo era oscuro, no blanco. Todos se quedaron inmóviles, mirando fascinados, esperando, mientras ese muro blanco avanzaba hacia ellos. Unos segundos antes de que los alcanzara, alguien pronunció la palabra:

– Nieve…

¿Nieve? Linnea jamás había visto una nieve como esa. Los castigaba como si estuviese formada por miles de puños, envolviéndolos en un vacío incoloro, trayendo consigo un viento feroz que tiraba de las raíces del cabello y apretaba la ropa contra el cuerpo.

Dos niños gritaron al quedar repentinamente aislados de la vista de todo lo que los rodeaba. Linnea tropezó con un cuerpo tibio y lo hizo caer, provocando un grito de susto. ¡Dios querido, no podía ver a un metro y medio delante de sí! Ayudó al niño a ponerse de pie y tanteó, buscándole la mano.

– ¡Niños, tomaos de las manos! -gritó-. ¡Rápido! Aquí, Tony, sujétate de mi mano -ordenó al niño que estaba detrás de ella-. Colocaos todos detrás de mí, orientándose por la voz, y agarraos de la persona que tengáis más cerca. ¡Correremos todos juntos! -Tuvo la presencia de ánimo para pasar lista antes de avanzar-. Roseanne, ¿estás ahí? ¿Sonny? ¿Bent?

Pronunció los catorce nombres.

Todos dieron el presente, y luego siguieron por entre las filas de trigo, y los más pequeños, que iban descalzos, lloraban. Pasaron sólo unos minutos y ya no tenían el trigo para guiarse, y Linnea rogó para sus adentros que estuviesen yendo en la dirección correcta. En medio de ese torbellino blanco se perdía todo sentido de perspectiva, pero se mantuvieron aferrados unos a otros, en una fila un poco caótica de seres aterrados, y lucharon por atravesarlo. Estos copos de nieve no eran como los habituales a fines de la primavera, gordos y saturados, de esos que aterrizaban con una salpicadura y desaparecían de inmediato. Estos eran duros y secos como los de pleno invierno, acarreados por un espantoso frente de aire gélido.

No tuvieron ni idea de que estaban cerca de la escuela hasta que Norna se topó de cabeza con uno de los álamos que formaban la Linnea de protección. Rebotó contra el árbol y cayó sentada con fuerza, arrastrando a otros dos con ella.

– Vamos, Norna.

Ya estaba Raymond ahí para ayudarla a levantarse y seguir andando, mientras Linnea, Kristian, Patricia y Paul dirigían a los pequeños que quedaban, y cruzaban juntos el patio. Era increíble pensar que, hacía sólo unas horas, habían estado allí, despreocupados, rastrillando.

No tenía sentido intentar, siquiera, encontrar los zapatos que habían dejado sobre la hierba, pues ya estaban sepultados. El tembloroso grupo subió pesadamente los escalones, y los que iban descalzos lloraban porque se lastimaban los pies.

Una vez dentro se quedaron arracimados temblando, recuperando el aliento. Roseanne se dejó caer, gimiendo, para revisar el pie lastimado.

Linnea los contó, comprobó que estaban todos presentes, y de inmediato procedió a dar órdenes.

– Kristian, ¿estás en condiciones para hacer un viaje más afuera?

– Sí, señora.

– Ve a traer el carbón.

Antes de que terminase de decirlo, el muchacho ya iba hacia la carbonera.

– Raymond, tú ve a buscar agua.

Allá fue Raymond, pisándole los talones a Kristian, recogiendo el balde para el agua de paso,

– ¡Espera, Raymond! -le gritó. Se conocían casos de ventiscas como esa en que se habían perdido personas entre la casa y el cobertizo, cuando salían a cumplir las tareas vespertinas-. Kristian puede guiarse por el contorno del edificio, pero tú no. Súbete a la escalera y desata la cuerda de la campana.

– Sí, señora.

Sin vacilar, Raymond se dirigió hacia el guardarropa.

– Paúl, acompáñalo y sostén la punta de la cuerda mientras él llega hasta la bomba. Los que estéis descalzos, quitaos la ropa interior y secaos los pies. Chicas, compartid las enaguas con los varones. No os preocupéis si se ensucian: después, cuando volváis a vuestras casas, las madres podrán lavarlas. Ya sé que se os están congelando los pies, pero, en cuanto Kristian traiga el carbón, estaréis calientes como tostadas. ¿A quiénes les queda algo del almuerzo en las marmitas?

Seis manos se levantaron.

Una vocecilla chilló:

– Yo perdí la mía. Mamá va a darme una paliza.

– No, no lo hará, Roseanne. Te prometo que le explicaré que no fue culpa tuya.

Aun así, Roseanne rompió a gemir, y fue necesario consolarla para que se calmase. Encargó a Patricia y a Frances que se ocupasen de los más pequeños y, de paso, olvidasen sus propias aflicciones.

Kristian regresó y encendió el fuego. La maestra asignó a Alien y a Tony la tarea de quitar, cada tanto, la nieve de los peldaños para mantener despejada la puerta.

Cuando al fin todos estuvieron instalados lo más cómodamente posible, Linnea llamó aparte a Kristian.

– ¿Cuánto carbón tenemos?

– El suficiente, creo.

– ¿Crees?

Estaban en mitad de la primavera. ¿Cómo podían imaginar que se haría necesario preocuparse por el carbón, cuando ya había flores silvestres esparcidas por la pradera? ¿Cómo era posible que hiciera frío tan avanzado el año? ¿Y cuánto tiempo podía azotar la nevisca, teniendo en cuenta que faltaba tan poco tiempo para el Primero de Mayo?

Kristian le oprimió el brazo.

– No se preocupe. Esto no puede durar mucho.

Pero Linnea no podía quitarse de la cabeza el año 1888; fue hasta el escritorio, tomó de allí un libro y registró la primera anotación esperando -rogando- que nadie necesitara leerla: 27 de abril de 1918, 3:40 de la tarde. Atrapados en una nevisca cuando regresábamos de la cañada, donde habíamos ido a buscar un renuevo para el Día del Árbol y hacer nuestro almuerzo al aire libre. El día comenzó con temperaturas de alrededor de 21 grados, tan cálidas que por la mañana los niños hicieron la limpieza del patio descalzos.

De repente, la mano que escribía se detuvo y alzó bruscamente la cabeza.

¡Theodore y John!

Clavó la vista en las ventanas, que parecían haber sido pintadas de blanco, y escuchó el viento que aullaba por la chimenea de la estufa y sacudía las tejas.

Con el corazón en la garganta, echó una mirada a Kristian. Estaba acuclillado cerca de la estufa con los otros niños, y todos hablaban en voz baja. Se puso de pie, sintiendo el miedo por primera vez desde que la tormenta se abatiera sobre ellos. Se acercó a la ventana, tocó el alféizar y contempló la furia blanca que azotaba los cristales. Ya había acumulaciones triangulares en los rincones, pero más allá todo era un misterio impenetrable. Procurando mantener un tono sereno, se dio la vuelta.

– Discúlpame, Kristian. ¿Podrías acercarte un momento?

El chico miró sobre el hombro, se levantó y atravesó el salón en dirección a ella.

– ¿Sí, señora?

Linnea trató de dar a su voz un tono despreocupado.

– Kristian, cuando todavía estábamos limpiando el patio, ¿viste pasar a tu padre y a John, de regreso del pueblo a la casa?

Kristian miró por la ventana, y luego otra vez a la mujer. Con gestos lentos, sacó las manos de los bolsillos traseros y la preocupación se acentuó en sus facciones.

– No.

El tono de Linnea pareció aún más despreocupado.

– Bueno, es probable que todavía estén en el pueblo, tal vez en la herrería, cómodos y abrigados, junto a la forja.

– Sí… -respondió Kristian, ausente, mirando otra vez a la ventana-. Sí, claro.

Con esfuerzo, Linnea dejó pasar cinco minutos después de que Kristian se reintegrara al grupo, y entonces se acercó al borde del círculo.

– Raymond, ¿podrías subir otra vez a la torre, por favor, y atar nuevamente la cuerda a la campana? Se me ocurre que, en semejante día, no debemos ser los únicos atrapados por la nevisca. Sería conveniente tañer la campana a intervalos regulares.

Era terriblemente difícil mantener la voz firme y el rostro plácido.

– Pero ¿para qué vamos a hacer eso? -preguntó Roseanne, inocente.

Linnea apoyó la mano sobre el cabello castaño de la niña, miró la cara vuelta hacia arriba y vio que esos enormes ojos castaños eran demasiado jóvenes para entender el alcance del peligro.

– Si hubiese alguna persona allá afuera, el sonido podría orientarlo hacia aquí. -Linnea recorrió el círculo con la vista-. Quiero voluntarios para que se queden en el guardarropa y toquen la campana cada minuto más o menos. Pueden turnarse de dos en dos, y dejaremos abierta la puerta del guardarropa para que no haga tanto frío allí, Kristian se levantó de inmediato seguido por Patricia, que durante la conversación anterior había clavado la vista en él con expresión angustiada.

Skipp Westgaard fue el que habló a continuación.

– Señora Westgaard, ¿no cree que nuestros padres vendrán a buscarnos a la escuela?

– Me temo que no, Skipp. No lo harán hasta que la nieve se los permita.

– ¿Eso quiere decir que, quizá, debamos quedamos a dormir en la escuela?

– Es posible.

– P…pero ¿dónde vamos a dormir?

Respondió Alien Severt:

– Sobre el suelo… ¿en qué otro lugar, tonto?

– ¡Alien! – lo reprendió Linnea con vivacidad.

Alien inquirió, en tono hostil:

– Lo que yo quiero saber es qué vamos a cenar.

– Vamos a compartir lo que haya quedado en las marmitas de los almuerzos, y yo…

– ¡No le daré a nadie mi manzana! -la interrumpió, grosero.

Linnea no le hizo caso y siguió:

– Tengo raciones de emergencia de bizcochos y pasas. Hay agua para beber, y tengo un poco de té. Pero nos preocuparemos de eso cuando llegue el momento, si es que llega. Por ahora, ¿por qué no pensáis en algún juego para entreteneros? Por si no lo adivináis, las clases han terminado por hoy.

Con eso los hizo reír.

Sobre las cabezas se oyó el tañido de la campana, y Linnea, sin darse cuenta, miró el reloj.

Volvió al escritorio y anotó un segundo registro: 3:55. Haremos sonar la campana de la escuela cada cinco minutos, para guiar a cualquiera que pueda estar perdido en medio de la noche.

Pero no podía quedarse sentada junto al escritorio ni un minuto más.

Las ventanas la atraían de forma extraña. Se quedó contemplando ese mundo exterior oscurecido, estremeciéndose por dentro. De espaldas al salón, juntó las manos sobre el alféizar y apretó los dedos hasta que los nudillos se le pusieron blancos. Cerró los párpados, apoyó la frente contra el cristal frío y movió los labios en silenciosa plegaria.

Todo el camino de regreso desde el pueblo, los caballos estuvieron nerviosos. Theodore no dejaba de observar el cielo, el horizonte y el camino que tenían delante tratando de entender el motivo de la inquietud de los animales. Pensó que podían ser coyotes. En esa región, siempre había que estar atento a su presencia porque asustaban a los caballos. No atacaban pero sí los encabritaban. Por eso llevaba siempre una pistola: para ahuyentar a las alimañas, no para matarlas. Los coyotes se alimentaban de muchos de los animales que comían grano, y por eso no tenían motivos para querer matarlos.

Como no vio ninguno, sus pensamientos giraron hacia Linnea. No debió de haber sido tan rudo con ella, pero, ¡maldición!, ella no entendía.

Era demasiado joven para entender, uno criaba a un hijo, cifraba en él todas sus esperanzas, lo veía crecer, lo alimentaba, te brindaba amor, sostén, todo, y pese a todo se veía impotente cuando al hijo se le ocurría la estúpida idea de poner en peligro su vida.

En ese sentido también había sido injusto. Le pesaba haberla emprendido contra su esposa por hablarle de su embarazo como si él no hubiese tenido participación. Disgustado consigo mismo, trató de pensar en otras cosas.

Habían regresado las lechuzas, para anidar en los escondrijos abandonados por los tejones el año anterior: señal segura de que la primavera había llegado. Los conejos habían cambiado sus pieles blancas por otras pardas. Ulmer dijo que las truchas ya picaban en el Littie Muddy. "Tal vez Ulmer, John y yo, los tres juntos, podríamos ir allí uno de estos días."

– Ulmer dice que las truchas están picando.

John, que estaba a su lado, alzó las cejas imaginando la grata perspectiva, pero no pronunció palabra.

– Qué bueno, ¿no?

– Ya lo creo.

– Si mañana empezamos temprano, podríamos tener hecho el Noreste veinte a eso de las cuatro.

Siguieron avanzando, contentos, imaginando las gordas "arcoiris" retorciéndose sobre la orilla del arroyo y luego chimando en la sartén de su madre.

Cub se espantó.

– ¡Soooo!… Tranquilo, muchacho. -Theodore frunció el entrecejo-. No sé qué les pasa hoy.

– Quizá sea fiebre de primavera.

Theodore rió entre dientes.

– Cub ya es muy viejo para eso.

John fue el primero en notarlo.

– Allá adelante pasa algo.

Theodore entornó los ojos.

– Parece nieve.

– No. Hay sol.

John echó la cabeza atrás y miró el cielo con los ojos entrecerrados.

– Nunca vi nieve con ese aspecto. ¿Qué otra cosa podría ser?

La primera racha de viento helado los golpeó en pleno rostro.

– Después de todo, podría ser nieve.

– ¿Tan espesa? Pero si no se puede ver el camino al otro lado de eso ni nada que esté más allá.

Esforzaron la vista, prestando más atención, perplejos. Theodore comentó, lúgubre:

– Será mejor que te subas el cuello. Tengo la impresión de que vamos a dejar la primavera atrás.

Con calma, se bajó las mangas y se encasquetó mejor el sombrero.

Cuando los azotó el muro de viento y nieve, se tambalearon hacia atrás, sobre el asiento del carro. Los caballos cabriolearon, nerviosos, retrocediendo, bajo la mirada incrédula de Theodore. ¡No podía ver ni las cabezas de Cub y Toots! Era como sí alguien hubiese abierto la compuerta que daba sobre el Ártico. Se abatió como una avalancha, un torrente de copos originado en una aterradora oleada de aire que, a cada segundo, era más frío.

Forcejeando, por fin Theodore logró controlar a los animales. Avanzaban, pero no podían saber hacia dónde, de modo que los dejó seguir a su antojo.

– John, ¿tú crees que será sólo una ráfaga de nieve? -preguntó.

– No lo sé. Este aire parece hielo, ¿no?

El aire era hielo. Les mordía las mejillas, les picoteaba los párpados y se les metía por los cuellos de las camisas.

– ¿Qué quieres hacer, John? ¿Seguir?

– ¿Crees que Cub y Toots podrán seguir el camino? -gritó John, a su vez.

En ese preciso momento, el tiro mismo respondió, encabritándose y relinchando, en algún punto de esa manta blanca que los ocultaba a la vista.

– ¡Arre!

Pero la única reacción de los caballos ante el chasquido de las riendas fue quejarse y moverse a un lado.

Maldiciendo por lo bajo, Theodore le entregó las riendas a su hermano.

– ¡Trataré de hacerlos andar!

Saltó por el costado y, doblándose en el viento, buscó a los caballos a tientas. Pero, cuando aferró la brida de Toots, la yunta forcejeó y tironeó.

Theodore juró y empujó, pero Toots hizo girar los ojos y clavó las patas.

Dándose por vencido, regresó a la carreta y le gritó a John:

– ¿A qué distancia calculas que estamos de la propiedad de Norquist?

– Pensé que ya la habíamos pasado.

– No, está más adelante.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– Podríamos desenganchar a Cub y a Toots del carro y dejar que nos guíen. Quizá nos lleven allí.

– ¿Y veremos la casa cuando estemos frente a ella?

– No sé. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

– Podríamos caminar guiándonos por la Linnea de la cerca.

– No sé si hay alguna cerca por aquí.

– Espera. Iré a fijarme.

Theodore dejó atrás la carreta y caminó en ángulo recto, tanteando con las manos. No había dado cinco pasos cuando la nieve ya se lo había tragado. Se fijó a ambos lados del camino, y no había cerca en ninguno de los dos. Para volver a la carreta tuvo que guiarse por la voz de John. Se sentó junto a él y le dijo:

– No hay cerca. Prueba otra vez con los caballos.

John gritó:

– ¡Eh, arre!

Hizo chasquear las riendas con fuerza y, esta vez, los caballos hicieron un valiente esfuerzo y se lanzaron hacia delante, pero en unos momentos se desorientaron y comenzaron a retroceder de nuevo.

Theodore tomó las riendas y trató de obligarlos.

– Vamos Cub, vamos Toots, vieja amiga, adelante.

Pero siguieron plantados.

Daba la impresión de que la temperatura bajaba a un ritmo continuo.

Theodore ya sentía los dedos congelados hasta los huesos y se había bajado las mangas, pero no lo protegían demasiado de la furia inesperada de la naturaleza. El viento gemía implacable hacia el Oeste abofeteándoles las caras hasta dejárselas llenas de brillantes manchas rojas

Sujetándose el sombrero, evaluó la situación:

– Tal vez sea preferible que esperemos -decidió, sombrío.

– ¿Esperar que termine? ¿Dónde?

– Bajo la carreta, como hizo papá aquella vez. ¿Recuerdas lo que nos contó?

El semblante de John se mostró escéptico, pero tenía las cejas cubiertas de blanco.

– No me gustan mucho los espacios cerrados, Teddy.

Theodore palmeó la rodilla del hermano.

– Lo sé. Pero estoy convencido de que tenemos que intentarlo. Hace demasiado frío para quedamos aquí, en el viento.

John lo pensó un minuto y asintió.

– Está bien, si tú crees que es lo mejor.

Se bajaron juntos y, con dedos rígidos, sacaron los arreos. Sacaron el balancín, lo apoyaron en el suelo y debajo apilaron harina, azúcar y sacos con semillas, para luego apartar la nieve con los pies y despejar un lugar para sí mismos lo mejor que pudieron. Cuando voltearon la carreta, cayó sobre los sacos, quedando lo bastante levantada para que pudiesen meterse por debajo de la abertura. Amarraron los caballos a una rueda y Theodore se arrodilló.

Primero pasó la pistola y después él, de lado, temblando, abrazándose y viendo cómo las pesadas botas de John se removían en el otro lado de la abertura.

– Vamos, John. Es mejor que quedarse a merced del viento.

Dentro de la caverna así formada sus palabras quedaban amortiguadas. Vio removerse otra vez las botas de John, hasta que al fin se bajó, rodó para meterse debajo de la carreta y se tendió de cara a la estrecha faja de luz con ojos dilatados y vidriosos.

Los guijarros y los tallos secos de la hierba del año anterior se le clavaban a Theodore en el torso y, a pesar de los esfuerzos que habían hecho para quitar la nieve, quedó un poco. Se le derritió en un lado de la camisa y se le pegó a la piel en heladas compresas. Algo con púas lo pinchó a través de la manga y se le hincó en la parte blanda del brazo.

– Mejor tratemos de ponemos cómodos. -Theodore se incorporó como pudo, intentó apartar los guijarros y las hierbas secas de debajo de sus costillas y luego se tendió con el codo flexionado bajo la oreja. A su lado, John no se movía. Le tocó el brazo-. Eh, John, ¿estás asustado? -John temblaba violentamente en la penumbra y Theodore podía distinguir los rígidos movimientos de su cabeza a la luz difusa-. Sé que no te gusta mucho estar encerrado, pero no creo que estemos mucho tiempo. La nevada tiene que acabar.

– ¿Y si no?

– Entonces vendrán a buscamos.

– ¿Y… qué pasará si no vienen?

– Lo harán. Linnea nos vio cuando íbamos para el pueblo. Y ma sabe que todavía no regresamos.

– Hace años que mamá no monta un caballo y, además, si nosotros no pudimos pasar, ¿cómo va a pasar ella?

– La nieve podría acabar, ¿no es cierto? ¿Cuánta nieve crees que puede caer, teniendo en cuenta que ya casi estamos en mayo?

Pero John se limitó a contemplar la luz diurna que se filtraba por las grietas de la carreta, petrificado y trémulo.

– Vamos, tenemos que hacer todo lo que podamos para mantenernos abrigados. Tenemos que sumar el poco calor que logremos.

Theodore se encaramó y se acurrucó contra la espalda de John, rodeándolo con un brazo y estrechándolo contra si. El hermano apoyó el brazo encima del de él y sus dedos fríos se cerraron sobre el dorso de la mano de Theodore, estrujándolo.

La voz de John estaba agudizada por el pánico:

– ¿Recuerdas cuando mamá acostumbraba hacemos meter en ese agujero, cuando se aproximaba una tormenta grande, en verano?

Theodore lo recordaba muy bien: a John siempre le había aterrado el sótano. Lloraba y rogaba que lo dejaran salir todo el tiempo que permanecían esperando que pasara la tormenta.

– Lo recuerdo. Pero ahora no pienses en eso. Mira la luz y piensa en algo grato. La época de la cosecha, por ejemplo. No hay época mejor que la de la cosecha. Montar la segadora guiándola a través de la pradera, bajo ese cielo tan azul que parece que podrías bebértelo y el trigo dorado y brillante.

Mientras la voz sedante de Theodore penetraba en él, los ojos fijos de John estaban clavados en la tranquilizadora grieta de luz. Cada tanto, entraban remolinos de nieve empujados por una contracorriente, tocándole las mejillas y las pestañas. Arriba silbaba el viento, haciendo girar una de las ruedas del vehículo con un retumbo sordo que reverberaba sobre la madera que les cubría la cabeza.

Después de un rato, Theodore soltó con delicadeza la mano del apretón desesperado de John.

– Pon las manos entre las piernas, John, así estarán más calientes.

– ¡No! -Los dedos de John se aferraron como garras-. Por favor, Teddy.

Al estar más cerca de la abertura, John sufría el peor embate del frío, pero tenía más miedo del encierro que de congelarse, y Theodore lo tranquilizó:

– Sólo voy a poner mi brazo sobre el tuyo, ¿está bien?

Cubrió el brazo del hermano y cuando le tocó el dorso de la mano lo sintió como de hielo,

– La nieve es un buen aislante. Pronto estaremos tan bien cobijados como un gato en una leñera.

La necesidad de tranquilizar a John mantenía a raya su pánico. Pero, en cuanto se calló, volvió a amenazarlo. "Piensa con sensatez. Planea", pensó. ¿Planear qué? ¿Cómo mantener el calor estando vestidos con camisas de algodón? Además, como ninguno de nosotros fuma, no tenemos cerillas siquiera para quemar la carreta si fuera necesario." Incluso unos días atrás habían dejado de usar la larga ropa interior de invierno, cuando el tiempo empezó a ponerse cálido. Nada podía ayudarlos, salvo que dejara de nevar. Y si no dejaba…

No tendrías que haber atado a los caballos.

Oh, vamos. Teddy. Basta con uno de los dos atacado por el pánico. Hace sólo veinte minutos que estás aquí abajo. Tiene que pasar más tiempo para morir congelado.

Pero ya sentía partes del cuerpo que comenzaban a helarse. Ahí acostado, pensó en los caballos hasta que ya no pudo contenerse.

– Escucha, John -dijo, con la voz más despreocupada que pudo-. Tengo que salir un minuto.

– ¿Para qué?

Maldito seas John: te has pasado la vida sin hacer preguntas. Buen momento elegiste para empezar a hacerlas.

– Necesito orinar -mintió-. Pero tú quédate aquí. Creo que puedo pasar por encima de ti.

Cuando salió, se asustó al ver la rapidez con que se había acumulado la nieve alrededor del improvisado refugio: ya era tanta que impedía girar a la rueda libre. Desenrolló las riendas de la rueda y, a pesar del frío, se tomó un momento para acariciar afectuosamente el hocico de cada uno de los caballos, susurrándoles en las orejas:

– Eres una buena chica, Toots… Tú también, Cub. Recuérdalo.

Tenían las grupas hacia el viento y las cabezas bajas. A pesar de la nieve que relucía en las crines enredadas, aguardaban parados, sin importarles lo que sucediera.

Tal como ha hecho John toda la vida.

Las ideas fatalistas no le harían demasiado bien y, apartándolas de la cabeza, Theodore se apoyó en una rodilla. Cuando tocó uno de los sacos de semillas de maíz, tuvo una súbita inspiración. Se agachó más y espió por la abertura.

– Ponte de espaldas, John. He conseguido algo más cálido sobre lo cual tendemos. -Sacó una navaja del bolsillo y la hundió en el saco, haciendo un gran tajo. A medida que el grano caía, iba empujándolo bajo la carreta con las dos manos. Estaba tibio con el calor atrapado en su interior-. Extiéndelo ahí, John.

Sólo tenía tres sacos para desparramar, pues los otros eran necesarios para sostener la carreta levantada y dejarles una brecha. Pero, cuando quedó distribuido el contenido de los tres sacos, el maíz constituyó un lecho mucho más cómodo. Otra vez acurrucados, vientre contra espalda, los dos hombres se instalaron encima, absorbiendo su calor.

Estuvieron así un rato, hasta que John preguntó:

– No saliste a mear, ¿verdad?

Sorprendido, Theodore sólo atinó a mentir:

– Claro que sí.

– Pienso que saliste para soltar a Cub y a Toots.

Theodore pensó otra vez. Buena hora elegiste para volverte perspicaz, hermano.

– ¿Por qué no cierras los ojos y tratas de dormir un rato? Así el tiempo pasará más deprisa.

Pero el tiempo nunca había avanzado más lentamente. Después de un rato, el grano se desplazó y se quedaron otra vez tendidos sobre guijarros y palillos. El poco calor que habían absorbido se acabó. Empezaron los temblores… primero en John y, en un momento dado, en Theodore. Vieron cómo la luz blanquecina del día se convertía en la púrpura del atardecer.

Estuvieron largo rato en silencio, hasta que John dijo:

– Teddy, tú y la pequeña señorita, ¿habéis discutido?

En la garganta de Theodore se formó un nudo. Cerró los ojos y trató de tragarlo, negándose a entender por qué John había abordado semejante tema en un momento como ese.

– Sí -logró decir.

John no preguntó. John nunca preguntaba.

– Está embarazada y yo… eh, me puse muy furioso por eso y le dije que no quería tener más hijos.

– No deberías haber hecho eso, Teddy.

– Lo sé.

Y, si se congelaban y morían bajo esa maldita carreta, nunca tendría oportunidad de decirle a su mujer cuánto lo lamentaba. Le llenó la mente su imagen, tal como la había visto la última vez: de pie con el rastrillo en la mano, protegiéndose los ojos con la otra, los niños diseminados alrededor como una bandada de pinzones y detrás el edificio blanco de la escuela con la puerta abierta de par en par. Evocó la fila de álamos que empezaban a verdear en las puntas, la zanja bordeada de lirios silvestres, Kristian rastrillando cerca de la orilla… las dos personas que más amaba en el mundo, y se había mostrado brusco con los dos. Linnea había agitado la mano y saludado, pero él, obstinado, casi no le respondió. Cuánto deseaba ahora haberlo hecho. Sentía angustia y ganas de llorar. Pero, si lloraba, ¿quién impediría que John se diese por vencido?

Para empeorar las cosas, de repente. John explotó. Apartó el brazo de Theodore y se arrastró sobre el vientre en dirección a la libertad.

– No puedo soportarlo más. Tengo que salir de aquí unos momentos.

Theodore lo atrapó por los tobillos.

– ¡No! Vuelve aquí, John, aquí abajo no se está muy bien, pero es peor afuera. La temperatura sigue bajando y te congelarías casi de inmediato.

– Déjame ir, Teddy. Sólo un minuto. Tengo que salir antes de que caiga la noche y no pueda ver más.

– Está bien. Saldremos juntos, veremos a los caballos y la nieve. Veremos si está disminuyendo.

Pero no era así. A los caballos la nieve casi les llegaba hasta la barriga y la carreta ya era un altozano sólido. La única abertura estaba del lado de sotavento, donde el viento se arremolinaba dejando un espacio de treinta centímetros para que pudiesen acceder arrastrándose. De pie, Theodore se abrazaba, viendo cómo John se estiraba y hacía inspiraciones profundas, alzando la cara al cielo. Ese maldito tonto se congelaría los dedos si no metía las manos bajo los brazos.

– Ven, John, tenemos que volver a metemos ahí abajo. Aquí hace demasiado frío.

– Ve tú. Yo me quedaré aquí un minuto.

– ¡Maldita sea, John, te congelarás! ¡Ven aquí abajo de inmediato!

El tono severo provocó en John una inmediata docilidad.

– E…está bien. Pero tengo que estar otra vez cerca de la abertura, ¿de acuerdo, Teddy?

El infantil ruego hizo que Theodore se arrepintiese enseguida de haberle regañado.

– De acuerdo, pero date prisa. Si nuestras manos no están ya congeladas, pronto lo estarán.

Ya de vuelta en la madriguera, John preguntó:

– ¿Todavía sientes los dedos, Teddy?

– No estoy seguro, ni estoy dispuesto a pensarlo.

Callaron otra vez. Pronto, el mundo que los rodeaba fuera del refugio se tornó completamente negro.

– Creo que se me ha congelado la nariz -farfulló John.

– Bueno, si girases para acá de cara al interior o me dejaras a mí estar de ese lado por un rato podría deshelarse. Como sea, ¿qué diferencia hay ahora? Fuera es de noche y está tan oscuro como aquí dentro.

Lo único que dijo John fue;

– Por lo menos tengo un agujero para respirar.

Gozaron del milagro de dormirse.

Theodore despertó, desorientado. Junto a él, John estaba demasiado inmóvil, y Theodore buscó su cara en la oscuridad: la sintió helada. Pero quizá lo que estuviese helada fuera su propia mano.

– Tienes que darte la vuelta. Vamos, no discutas.

Esa vez, John se sometió. Theodore lo rodeó con los brazos y lo abrazó como si fuese un niño, procurando apaciguar su propio miedo. No podían morir de ese modo. Sencillamente no podían. ¡Pero si cuando salieron de la casa su madre tenía sábanas colgando a secar y pan cociéndose en el horno! A esas alturas, ya estaría horneado y guardado en la panera. Un día de esa semana irían de pesca con Ulmer. Y Kristían terminaría el octavo grado dentro de cuatro semanas. ¿Qué diría Kristian si su propio padre faltaba a la ceremonia? ¿Y Linnea? Oh, su dulce Linnea creía que aún estaba enfadado con ella. E iba a dar a luz al hijo de los dos. No podía morirse sin ver a su hijo. Yaciendo en la lóbrega negrura bajo la carreta con su hermano temblando en sus brazos, a Theodore le parecieron todas razones válidas para que la nevisca no ganase la partida.

Le dolían mucho las costillas. No tenía sensaciones en los píes y, cuando intentaba levantar la cabeza del maíz, le palpitaba. Pese a todo, se adormiló de nuevo, aunque un pensamiento impedía que se durmiese del todo… algo que tenía que decirle a Linnea cuando la viese. Algo que tendría que haberle dicho la noche anterior.

Se despertó otra vez, sintiendo la respiración firme de John en la cara. Se preguntó cuánto tiempo habría pasado, si seguía siendo la primera noche. Se sentía desorientado y misteriosamente ingrávido, como si tuviese todo el cuerpo lleno de aire tibio y movedizo.

No podía pensar con claridad. ¿Estaría cerca del fin? ¡No!

Empujó a John de espaldas.

– ¿Qué…?

– Despierta, John. Sal de aquí. Pienso que tenemos que movernos, pues, de lo contrario, nos congelaremos más, si es que no lo estamos ya.

– No sé si puedo.

– ¡Inténtalo, maldición!

Salieron rodando, tambaleándose. La ventisca estaba peor que nunca. Los embistió con el mismo muro invencible de nieve y viento, como antes. Los caballos aún estaban ahí, leales, esperando. Relincharon, sacudieron las cabezas e intentaron moverse, pero se lo impidió la acumulación de nieve que tenían debajo de las barrigas.

Con dificultad, los hombres se abrieron paso hacia los animales.

– Pon las manos junto a la nariz de Cub. Tal vez así se calienten -le indicó Theodore.

Permanecieron junto a las cabezas de los caballos, tratando de calentarse con cualquier cosa que pudiese proveerles el mínimo de calor. Pero era inútil, Theodore lo sabía.

Una luz tenue empezaba a asomar en el cielo por el Este, a través de la nevada. Trató de aprovechar esa luz para mirar el reloj y lo único que logró fue descubrir que sus dedos ya no eran capaces de manipular el delicado cierre para abrir la lapa. Volvió a guardarlo en el bolsillo, aferró la cabeza de Toots apoyando la mejilla contra la crin y preguntándose si un hombre sabía cuándo traspasaba sus propios límites: la hora exacta, el minuto exacto en que era necesario manipular al destino si quería sobrevivir.

Había un único modo. Pero se resistía a usarlo, había estado resistiéndose durante las pavorosas horas de confinamiento de esa larga noche, mientras intentaba calentar su cuerpo tembloroso contra el de su hermano, consciente de que el rifle estaba ahí mismo, a su espalda. Se abrazó a la cara de Cub, pronunciando una disculpa que la bestia no podía entender.

Apretó los labios contra el hueso, encima de la nariz aterciopelada. ¿Cuántos años hacía que conocía a estos caballos? Toda su vida. Antes de que él tuviese edad suficiente para sujetar las riendas, habían sido de su padre.

Fue con ellos donde aprendió a emplear términos y tonos de mando. Al compás de su paso largo había aprendido a controlar una fuerza lo bastante grande para matar, si se volvía contra él. Pero nunca mató. Cub. Toots. Su querido tiro. Los que se quedaban en la granja en invierno. Más viejos que todos los demás, pero con tanto corazón que, en ocasiones, la comprensión de que hacían gala casi parecía humana. En sus años, le habían brindado una buena vida. ¿Podía ahora pedirles que le diesen la vida al costo de la suya propia?

Dio un paso atrás para fortalecerse, convenciéndose de que eran animales estúpidos y nada más.

– John, trae mí arma.

– ¿Qu.,.qué v…vas a ha…acer?

Los dientes de John entrechocaban como la cola de una víbora.

– Tú ve a buscarla.

– ¡N…no! ¡N…no voy!

Era la primera vez en su vida que John desafiaba al hermano.

Lanzando un juramento quedo, se arrodilló y sacó el arma de abajo de la carreta. Aún no había tenido tiempo de levantarse cuando John aferró el cañón del arma y lo apuntó al cielo. Se miraron a los ojos, los dos obsesionados y ninguno sintió el negro metal en los dedos congelados.

– ¡No.Teddy!

Theodore amartilló el arma, y el chasquido metálico fue como el sonido de la fatalidad.

– ¡No, T…Teddy, no pu…puedes!

– Tengo que hacerlo, John.

– N…no… p…prefiero morir con…congelado.

– Y eso te pasará si no lo hago.

– No in… me im…importa.

– Piensa en mamá, en los demás. A ellos les importa. A mí me importa, John- -Se quedaron un momento más con las miradas fijas uno en otro, mientras pasaban minutos preciosos y la ventisca rugía-. Suelta el arma. Tus dedos ya están congelados.

Cuando apartó la mano, John dejo caer la cabeza. Toda su actitud era de abatimiento, de abyección, sin notar que el viento aullaba sobre su cabeza arrojándole astillas de hielo contra el cuello.

Theodore se quedó de pie junto a Cub, temblando entero, con las mandíbulas tan apretadas que le dolían más que cualquier otra parte del cuerpo. Sentía un nudo de emoción en la garganta que no podía tragar ni expeler. Estaba ahí atascado, ahogándolo. "Lo siento, viejo", quiso decir pero no pudo. El corazón le martilleaba cuando levantó el rifle y comprobó que no podía ver por la mira. Levantó la mejilla de la culata, se enjugó las lágrimas con rudeza y apuntó de nuevo. Cuando apretó el gatillo, ni lo sintió, pues tenía el dedo congelado. Disparó un segundo tiro rápidamente sin darse tiempo a pensar ni a ver.

Algo parecía decirle, "hazlo, simplemente. Haz lo que tienes que hacer y no pienses". Abrió la navaja de bolsillo con los dientes, porque no podía manipularla. La hoja helada le arrancó una tira de piel de la lengua, y otra vez no sintió nada. Se había cerrado a las sensaciones y se movía con torva decisión que le endurecía los planos del rostro y hacía que los ojos parecieran carentes de expresión. Hundió el cuchillo hasta el mango, cerrando la mente al chorro escarlata que manchó la nieve inmaculada a sus rodillas. Hizo un tajo donde cupiesen las dos manos y ordenó:

– ¡Ven aquí, John!

Como John no se movía, Theodore se incorporó de un salto, lo hizo girar tomándolo de los hombros y dijo, entre dientes:

– ¡Muévete! -Inflexible, le dio un empujón al hermano que lo hizo caer de rodillas-. Mete las manos ahí. ¡No es momento de ponerse quisquilloso!

Por las mejillas de John corrían las lágrimas mientras metía las manos por la resbaladiza abertura caliente y húmeda.

Sin piedad, Theodore se ocupó de aprovechar el calor del segundo animal. Mientras se le deshelaban las manos, se obligó a apartar la mente de toda conciencia de lo que apretaba su carne. En cambio pensó en Linnea, en su cabello restallando en el viento, su rostro iluminado por la risa, el reloj de oro en el pecho, el niño en su vientre. Cuando sus manos recuperaron las sensaciones, el dolor fue intenso. Apretó los dientes y se meció sobre las rodillas, tragándose el grito que John no debía oír.

Pero lo peor estaba por llegar.

Cuando las manos se le entibiaron lo suficiente para poder sostener el cuchillo, se arrodilló junto al cadáver tibio, cerró los ojos e hizo varias aspiraciones profundas, tragando el nudo de la garganta y le ordenó a John;

– Saca el cuchillo y quítale las vísceras.

Mientras Theodore emprendía el sombrío cometido, John permaneció de rodillas inmóvil, estupefacto.

– ¡Hazlo, John!

El terror, la náusea y la compasión estrujaron el cuerpo de Theodore mientras hacía lo necesario, rígido, apartando de su mente el asco. Tuvo que levantarse varias veces para volverse y respirar aire no contaminado y recuperar fuerzas. Todo ese tiempo, John siguió arrodillado junto al cuerpo inerte de Tools, sacudiéndose de la impresión, incapacitado de llevar a cabo ni la acción más insignificante.

Para cuando terminó, aunque fuese difícil creerlo, Theodore estaba sudando. Fue un trabajo arduo, pues el esqueleto del caballo era pesado y difícil de manejar. Buena parte tuvo que hacerla al tacto, inclinándose mucho, con la mejilla apoyada contra el familiar pellejo pardo mientras cortaba.

Cuando por fin se puso de pie, mareado y débil, supo que John no podía ayudarlos a ninguno de los dos.

– Métete, John, Yo te ayudaré.

Con la mirada fija y los ojos vidriosos, John negó con la cabeza. La nieve había vuelto a amontonarse junto a sus rodillas y las manos ensangrentadas yacían, inmóviles, sobre los muslos.

Desesperado, él también próximo al colapso, Theodore sintió que se le formaban lágrimas de angustia en los ojos. Pero no supo si le caían por las mejillas, porque las tenía ateridas.

– ¡Maldita sea, John, no puedes morir! ¡No te dejaré! ¡Métele ahí!

Por fin, al comprender que John no podía tomar decisiones ni moverse, Theodore lo hizo levantarse, lo empujó hacia atrás, lo sostuvo y abrió el cadáver.

– Dóblate. Si te acurrucas como una bola, entrarás.

Levantar ese peso muerto en los brazos era un esfuerzo tremendo, y a Theodore le temblaban los brazos y se le aflojaban las rodillas. Si John no se movía pronto, seria demasiado tarde.

En el preciso momento en que creyó que tendría que dejarlo caer, John apretó las rodillas y se metió. Se oyó un patético gemido, pero Theodore no podía perder tiempo.

Fue más difícil eviscerar el segundo caballo que el primero, porque iban agotándosele las energías. Con voluntad de acero, siguió forcejeando, sin hacer caso del olor y la visión del vapor que se elevaba desde las entrañas caídas en la nieve ni de los sollozos de John. Una vez necesitó descansar, cercano al agotamiento, sujetándose con las manos la cabeza gacha. La hoja del cuchillo se quebró en un hueso y desistió de luchar imposibilitado de seguir esforzándose. En medio de una turbia niebla, se deslizó dentro de esa tibieza dadora de vida pero, cuando forcejeaba para meterse dentro, su mente se despejó por unos instantes y por fin recordó lo que tenía que decirle a Linnea.

Poniéndose a gatas, se arrastró por la nieve tanteando en busca del cuchillo roto, llevándolo consigo mientras se metía por última vez bajo la carreta.

Tendido de espaldas en la penumbra, imaginó las letras tal como ella se las había enseñado: L de lutefisk. I de iglesia; N de no pudo recordar de qué, pero no necesitaba saberlo. A esas alturas, podía escribir de memoria el nombre de ella.

– Lin -trazó en la nieve, a ciegas-, lo siento.

Le zumbaban los oídos. Sentía la cabeza diez veces más voluminosa que de costumbre. Alguien se arrastraba por la nieve con manos ensangrentadas, ¿Qué motivo podía tener nadie para hacer algo semejante? Con piernas de plomo, volvió a su destino sin sentir el hedor ni los coágulos, ni advertir que se había desgarrado la camisa y arañado el vientre y la espalda mientras se metía dentro. Una vez allí, emocional y físicamente exhausto, perdió la conciencia.

En la escuela, a poco menos de diez kilómetros, una chica se frotaba los ojos llorosos y gemía:

– Pero a mí no me guztan laz pazaz.

Linnea, que tenía los ojos enrojecidos, obligándose a hablar con paciencia y a calmar a Roseanne cuando lo que en realidad quería era llorar, dijo:

– Cómelas, tesoro. Es lo único que tenemos.

Cuando Roseanne se alejó a gatas, ahogando el llanto con un puñado de pasas pegajosas. Linnea, abatida, tiró otra vez de la cuerda de la campana y se aferró a ella con las dos manos, con los ojos cerrados y la frente apoyada contra el áspero sisal, mientras el melancólico tañido resonaba como una endecha. Afuera, el viento arrastraba el trémulo sonido y lo transportaba sobre los campos blancos. Un minuto después llevaría otro… luego otro… y otro…

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