7

Theodore intentó recordar cuándo se había sentido tan enfadado. Mucho tiempo atrás, quizá cuando Melinda los abandonó a él y a su hijo. Entonces, como ahora, se había sentido estúpido, lo que no hizo más que aumentar su cólera. Miles de pensamientos indignados más pugnaban por liberarse, pero tenía mucha práctica en disimular la rabia. Durante la cena ignoró a la señorita Brandonberg: no podía mirarla sin sentir una sofocante sensación de inferioridad. En la mesa volvía a reinar el silencio y… ¡por Dios, así era como debía ser! Ya había soportado lodo lo posible su altiva conversación y no pensaba dirigir una sola palabra cortés a una mocosa de lengua punzante como esa, que no tenía noción del debido respeto a los mayores.

En cuanto terminó la tensa cena, buscó refugio en el lugar que más amaba. Se apartó de la mesa y, sin dirigirle la palabra a nadie, tomó el sombrero del gancho que había detrás de la puerta, encendió la lámpara y caminó hacia el cobertizo en la oscuridad. La noche palpitaba con los chirridos de los grillos, pero él no los oía. La luna estaba casi llena, pero él no la veía. Con la cabeza gacha, el andar automático, atravesó la noche viviente. La puerta del cobertizo chirrió cuando la abrió y ese fue el primer sonido que registró su mente atribulada. Cruzó el establo hacía la puerta de la talabartería y levantó en alto la lámpara. Echó un vistazo a las paredes encaladas donde colgaban los arneses en guirnaldas de grueso cuero, en un orden tan meticuloso como el que observaba una mujer en su despensa.

Ese era su dominio. Ahí tenía el control total. Ahí nadie se reía de él ni lo consideraba estúpido.

Cuando se estiró para colgar la lámpara de un gancho alto su cara pareció de oro, salvo donde daba la sombra del sombrero que oscurecía los ojos hostiles. Dio libre curso a su furia interior, mientras por fuera mantenía la calma, tocando los objetos familiares. Encontró una lata de aceite y volvió para aceitar los goznes de la puerta del cobertizo, casi sin advertir lo que hacía.

Bailoteaban en su mente palabras cuyo significado casi no conocía.

Cínico. Letrado. Sarcástico. Pensando en ellas, se sintió ignorante e impotente. ¿Cuántas veces había deseado poder leer en inglés? Creció oyendo hablar en noruego a su alrededor. Su madre le había enseñado a leer cuando era niño, pero en aquellos días no hacía falta ningún otro idioma en la región. Sin embargo las cosas habían cambiado. Las leyes habían cambiado. En el presente, los niños conocían el idioma de la nueva patria más que el de la antigua y sólo los más viejos se apegaban al de la tierra natal

¿Cómo puede alguien ponerse tan obcecado? La sangre se le agolpó de nuevo en la cara al recordar la frase de la maestra. Cerró con violencia la puerta del cobertizo, volvió a la talabartería, dejó con un golpe la lata y arrancó de un tirón una collera de la pared. La enganchó en el brazo de la silla y encontró una aguja gruesa, pero cuando la enhebraba le temblaban las manos. La frustración y la impotencia volvieron, más fuertes que nunca, y tirando la aguja y el hilo cerró los ojos, dejó caer la cabeza y apretó las manos contra el banco de trabajo. Obcecado. Obcecado. Obcecada.

Era verdad. Ella era casi una niña y ya sabía más de todo lo que él conocería en su vida. ¡Aun así, cómo se atrevía a espetárselo en la cara!

Aunque seguían temblándole las manos, se las ingenió para enhebrar la aguja. Se dejó caer en la silla gastada, tomó la collera y la puso en el suelo, entre sus pies. La costura del cuero se había roto, dejando al descubierto una línea de madera ciara en medio. Fijó en ella la vista con aire ausente durante largo ralo y luego, con paciencia, se puso a coser.

No existe una palabra como no ' cierto.

"¿E'cierto?", pensó. Tal vez tuviese razón, pero todos decían no'cierto incluso Kristian, ¡que ya había hecho hasta séptimo grado de la escuela!

– No m'ará sentir de nuevo como un asno -se prometió en voz alta-, porque no l'ablaré y no le daré ocasión.

Sus dedos se inmovilizaron y miró la collera sin verla. La luz de la lámpara caía sobre el sombrero de paja, sobre los hombros caídos y proyectaba sombra sobre las manos y las botas. Afuera los grillos seguían cantando. Dentro todo era silencio. Titubeando, empezó a hablar otra vez en voz alta.

– Ella… no'mará… -Pero se interrumpió, recordó a los maestros del pasado, la manera en que hablaban-. Ella no me hará sentir otra vez como un asno, porque no sabia… porque no pienso darle ocasión.

Se quedó pensando un rato más, levantó la collera, la apoyó sobre las rodillas cruzadas y siguió arreglándola.

– Todavía no s'le secó la leche en los labios -le dijo a la collera y luego se corrigió-: Todavía no… se… le secó… la leche en los labios.

Se le apareció con claridad el rostro de la muchacha, sus cejas arqueadas, sus ojos azules intensos, brillantes, cuando avanzaba hacia él con ardiente indignación, y pronunciaba Álamo, North Dakota, como si fuese la hez de la tierra. La maestra era demasiado buena para Álamo, ¿eh? Igual que Melinda, aunque había que reconocer que nunca se había puesto fastidiosa con eso. ¿Y ahora qué importaba? Ella ya no estaba.

Lo que más lo exasperaba era que la llegada de la maestra le había hecho revivir dolorosos recuerdos de Melinda, los mismos que había logrado mantener sumergidos durante años.

Tendría que haber hecho caso a sus primeros impulsos y haber dado una patada en el bello y pequeño trasero de Linnea Brandonberg cuando tuvo ocasión. Cortó la tralla, colgó de nuevo la collera y dejó la aguja en el lugar asignado. Bueno, si vamos al fondo de la cuestión, n 'importa. La maestra sólo estará aquí un año, como todos los demás.

No volverá.

No podía ignorarla durante un año… ¿no es cierto?

Sin embargo, después de haberse quedado en la talabartería hasta que la melancolía se adueñó de él, descubrió que le resultaba imposible ignorar, incluso, el hecho de que ella estaba en su casa. Caminando por el patio, echó una mirada a la pequeña ventana. Aunque estaba oscuro, aun había luz en la cocina. Se detuvo, enervado ante la idea de toparse con ella en la planta baja. N'irás… no irás a permitir que esa insignificante marisabidilla te haga vacilar cuando se traía de moverte por tu propia casa, ¿no, Teddy? Decidido siguió andando y pasó ante el molino hacia el rectángulo dorado que proyectaba una franja oblicua de color sobre el patio. Pero, cuando vio que todos se habían ido a dormir, exhaló un suspiro de alivio. Habría sido su madre la que dejó la lámpara de petróleo sobre la mesa de la cocina para él.

La llevó al dormitorio, pero se detuvo un momento en la entrada. El cuarto era simple, doméstico, de muebles sólidos, viejos pero bien conservados. Había un locador con espejo, con cajones de frente abombado. Del mismo estilo era el pesado cabecero de la cama y ambos muebles estaban patinados en el tono oscuro del nogal. La cama estaba cubierta con uno de los cobertores hechos a mano por Nissa, con retazos rojos y azules. Las alfombras de ganchillo alegraban las anchas tablas de pino del suelo, que eran del color del café negro. Sobre la única ventana colgaban cortinas fruncidas de encaje del color del café con leche.

Fue hasta el tocador, cuya tapa estaba protegida por un tapete bordado con una orla de ganchillo azul. Fijó la vista en él largo rato antes de apoyar la lámpara y tocar una mariposa azul bordada, recordando las manos finas de una mujer que sujetaban la aguja y el bastidor, cosiendo, cosiendo, intentando olvidar la soledad por medio del bordado.

Paso los dedos por el borde matizado hasta que un hilo se enganchó en un callo y frunció el camino. Traspasado de tristeza, lo arregló y luego, con movimientos lentos, abrió el cajón superior del tocador, buscando entre la ropa la fotografía que no había mirado durante años. Estaba en un marco ovalado de madera, con un cristal convexo y, en contraste con su mano ancha y callosa, parecía ridículamente femenino. El delicado retrato de una bella mujer le sonreía desde una figura en tonos sepia, tan descolorida como había estado ella los dos preciosos años que la tuvo.

Una banda de dolor le oprimió el pecho. Melinda. Ay, Melinda. Creí que te había conquistado.

Dejó el retrato sobre las mariposas y las flores que ella había bordado y la contempló mientras se pasaba los tirantes por los hombros y se desvestía metódicamente. Apartó el cobertor, la áspera sábana blanca, apagó la luz, apiló las almohadas de plumón de ganso una sobre otra y se estiró, con las manos bajo la cabeza. En la oscuridad podía ver el rostro sonriente, que lo atraía como el de ninguna otra mujer antes ni después.

Cerró los ojos, tragó con dificultad, esforzándose por permanecer como estaba, ahuecando las manos bajo la cabeza en lugar de pasarlas por la, parte vacía de la cama. La soledad era algo que solía aceptar con el estoicismo propio de su pueblo y su modo de vida. Pero esa noche se instaló furtiva, haciéndole latir el corazón con un dolor pesado que no podía controlar. Sólo tenía treinta y cuatro años. ¿Había vivido tres cuartos de vida? ¿La mitad? ¿Tendría que vivir otros treinta y cuatro solo en esa gran cama? ¿Regresar del campo al finalizar la jornada para compartir la mesa sin otras personas que su madre, su hijo y su hermano? ¿Y cuando su madre y Kristian ya no estuviesen allí para compartirla, qué? Nadie, salvo John -al que amaba, claro-, que no podía llenar el vacío dejado por Melinda. Eran, raras las ocasiones en que deseaba que hubiese una mujer para reemplazar la. El sentido común le decía que, aunque quisiera, no había ninguna por los alrededores, pues la mitad de las mujeres del condado estaban emparentadas con él y la otra mitad ya estaban casadas o eran lo bastante viejas para ser su madre.

No entendía por qué se había puesto a pensar en mujeres. No entendía por qué lo había aplastado esta tristeza en medio de la temporada de cosecha, que solía colmarlo de plenitud y contento. No entendía muchas cosas, y eso era algo que hacía sentirse estúpido a Teddy Westgaard. Deseó que hubiese alguien con quien pudiera hablar de Melinda, del dolor que ella le había causado hacía tantos años, de lo intenso que podía seguir siendo ese dolor, aunque él lo creyese superado pero ¿con quién podía hablar? ¿Qué hombre aireaba sus sentimientos de esa manera? nadie que él conociera. Ni uno solo de los que conocía.

En su cuarto, en la planta alta, Linnea escuchaba los ruidos que hacía Theodore al entrar y prepararse para la noche. Recordó la helada actitud que había mantenido hacia ella durante la cena y el aislamiento que había sentido al verse tratada así. Le dieron ganas de llorar, sin que comprendiera bien por qué. Theodore estaba equivocado y ella tenía razón. No era motivo suficiente haber tenido un altercado con un mulo cabeza dura como él para ponerse a llorar hasta dormirse.

Decidida, se dio la vuelta hundiendo la cara en la almohada para detener el escozor en los ojos. Todo parecía en vano. Recordó la conversación que había tenido con Nissa inmediatamente después de su encontronazo con Theodore. Estaba convencida de que Nissa iba a ponerse de su lado, pero la anciana no le había dado demasiado ánimo.

– No te dijimos que los muchachos no irían a la escuela porque sabíamos que te indignarías -dijo Nissa-. Y, de todos modos, no harás cambiar a Teddy de opinión. Ha tenido la misma discusión con cada uno de los maestros que vinieron. De hecho, por eso ninguno de ellos vino por segundo año consecutivo. Sería conveniente que te hagas a la idea. Los muchachos no irán a la escuela hasta que haya venido y se haya ido el grupo de la trilla.

– ¿Y cuándo será eso?

– Oh, más o menos a mediados de octubre. En cuanto llegan los peones contratados, las cosas van rápido.

– ¿Peones contratados?

¿De dónde sacarían peones, si ya estaban ocupados todos los hombres y muchachos disponibles. Y, si Theodore podía permitirse contratar gente, ¿por qué no lo hacía ya mismo, cuando beneficiaría a Kristian?

– En cuanto termina la cosecha en Minnesota, esos muchachos vienen aquí y se emplean. Todos los años vienen casi los mismos.

Y así Linnea se quedó sola en la lucha por lograr que los muchachos mayores recibieran los nueve meses de educación que merecían. Kristian ya tenía dieciséis años y sólo había llegado a! octavo grado. ¿Acaso no entendían que no podía completar la tarea de todo un curso en sólo seis breves meses?

Las lágrimas se agolpaban. Las atribuyó a la frustración y a la destrucción de sus expectativas y del día difícil que había tenido, con la clase mermada y los enfrentamientos con Alien Severt y con Theodore. Pero, cuando las lágrimas se convirtieron en sollozos, ya no podía atribuirlas a problemas académicos, a ausencias en la escuela o a Alien Severt, sino a Theodore Westgaard, que entraba en la cocina, se sentaba a la mesa, comía toda su comida y se iba de la casa sin echarle una sola mirada, sin reparar siquiera en su existencia.

Obtuvo el mismo tratamiento durante varios días cada vez que se cruzaban sus caminos. La única vez que le habló fue cuando ella lo obligó, saludándolo primero. Pero jamás levantaba la vista. Y, si ella estaba en una, habitación, él salía lo más rápido posible. El domingo se quedaron uno junto al otro en la iglesia y Linnea advirtió el cuidado que ponía en que su manga no rozara la de ella. A esas alturas, la hostilidad de ese hombre se había convertido en un peso sobre su corazón. Cada vez que la trataba con frialdad, tenía ganas de aferrarle el brazo y rogarle que comprendiese que, en su posición de maestra, no podía adoptar ninguna otra actitud que la adoptada. Quería desnudar el alma y admitir que se sentía profundamente desdichada viviendo con ese helado despego. Quería verlo otra vez amistoso, para que se desvaneciera la tensión en la casa.

Hasta entonces, jamás le había sucedido algo así en la vida. Nunca un amigo se había convertido en enemigo… aunque, en verdad, Theodore nunca fue su amigo. Pero ese rechazo a quemarropa estaba muy lejos de la neutralidad que habían logrado hasta que ella lo calificó de obcecado. Sentarse junto a él y sentir su desprecio marchitaba su corazón.

El reverendo Severt anunció el himno numero 203. Brotó el bramido del órgano, la música inundó el recinto y la congregación se puso de pie. Parecía providencial que sólo hubiese un libro de himnos para cada dos personas. Linnea tomó uno y dio un codazo en el brazo de Theodore. El hombre se endureció. Ella lo espió por debajo de las alas de pájaro de su sombrero y le ofreció una sonrisa insegura. Theodore comprendió que le ofrecía mucho más que compartir un libro de himnos. También cobró conciencia de que estaban en la Casa del Señor… no era lugar para hipocresías. Cuando él tomó un borde del libro, no le manifestó a sabiendas su propósito de engañarla, haciéndole creer que podía leer los versos.

Aunque la antipatía pareció disminuir en la iglesia, durante la cena del domingo no le dijo nada. Comió en silencio y salió de la cocina para ponerse ropa de trabajo. Cuando se disponía a salir vio que Linnea lo miraba fijamente desde el otro lado del cuarto y se detuvo en sus pasos. La muchacha retorció los dedos y abrió los labios, como si se esforzara por hablar.

Él esperó, sintiendo una extraña ingravidez en el estómago, una expectativa que pareció clavársele en el costado del corazón. Los ojos azules eran grandes y temerosos. Dos manchas brillantes de color encendían las mejillas. Pareció que el instante se dilataba hacia la eternidad, pero entonces Linnea bajó las pestañas. Tragó y cerró los labios. Decepcionado, Theodore cruzó la habitación sin pronunciar palabra.

Linnea pasó la tarde en su cuarto, corrigiendo papeles y planificando la semana de clases. Abajo, Nissa fue a su habitación a dormir la siesta.

La casa quedó en silencio y el dormitorio del desván se tomó sofocante. Afuera el sol se había ocultado y el cielo tenía un tono gris verdoso, mientras hacia el Norte retumbaban sordamente los truenos.

Inmersa en la desdicha y sintiéndose cada vez más equivocada, su concentración se desvió de la tarea escolar. Al mirar por la ventana, notó el cambio de clima. Por enésima vez sus pensamientos derivaron hacia la discusión con Theodore y el antagonismo que había resultado de ella y que ninguno de los dos parecía capaz de terminar. No tenía con quién hablar y decidió contárselo a Lawrence.

– ¿Te acuerdas de Theodore? Bueno, me temo que él y yo todavía estemos enemistados. ¡Hemos tenido una terrible pelea, y ahora no me habla ni me mira! -Cubierta sólo con la camisa y las enaguas, Linnea se miró en el espejo, apretando una mano contra el pecho, tocando la zona del pulso en la garganta y adoptando una expresión de profunda consternación-. ¿Qué voy a hacer, Lawrence?~-Se interrumpió, agitó los dedos y replicó-: Bueno, supongo que los dos tenemos la culpa. El es un cabeza dura y yo… yo fui muy mala con él. -De repente, arqueó la espalda y alzó la barbilla en gesto defensivo-. Bueno, se lo merecía. Lawrence. ¡Es un mulo empecinado! -Se apartó de un salto, cuidando de no tropezar con la cómoda, esta vez-. Está convencido de que el resto del mundo está equivocado por desear una educación mejor que la suya, mientras que él…

– Se interrumpió de golpe y se volvió otra vez hacia el espejo-. Bueno, sí, yo… yo… -Alzó las manos, disgustada con la terquedad de Lawrence al negarse a echarle la culpa a quien correspondía-. ¿Por eso le dije obcecado? ¿Y qué? -Se acercó a la pila de papeles que había estado corrigiendo y jugueteó con la esquina de uno de ellos, para luego girar con los ojos muy abiertos-. ¿Disculparme? ¡No hablarás en serio! ¡Pero si es él el que tendría que pedirme disculpas!

Al primer retumbo del trueno, Theodore se volvió hacia el borde del campo. Tenía el trasero apoyado sobre metal sólido y en medio de un trigal era un blanco perfecto en una tormenta eléctrica. Una pálida franja amarilla encendió otra vez el horizonte gris y contó los segundos hasta que el trueno llegó a sus oídos.

Miró el reloj. Cuatro en punto y sería el primer día en más de tres semanas que paraban tan temprano. El receso les vendría bien a todos, aunque si caía la lluvia retrasaría el secado del trigo que ya estaba cortado.

Ya en la casa, Theodore dejó que Kristian abrevase a los caballos. Entró en la cocina vacía y fue de inmediato hasta la estufa a ver si había agua caliente. Se detuvo con la tetera en la mano, aguzando el oído. ¿Y ahora, quién demonios podía estar visitándola en su cuarto? Esperó oír otra voz, pero no hubo ninguna. Había pausas y luego los tonos ahogados de la voz de la muchacha. Desde el dormitorio de abajo llegó el suave resoplido de los ronquidos de Nissa y, con expresión intrigada, Theodore fue de puntillas hasta el hueco de la escalera, con la tetera olvidada en la mano.

– No sé qué haría sin ti, Lawrence. Eres… eres el mejor amigo que he tenido jamás. Sé bueno y alcánzame la blusa. De pronto hace frío.

Theodore esperó, pero, tras eso, todo quedó en silencio. Oyó el ruido de los pasos de Linnea y los siguió con la mirada por el techo. ¿Lawrence? ¿Quién diablos sería Lawrence? ¿ Y qué estará haciendo en el cuarto de ella? Inclinó otra vez la cabeza, esperando una voz masculina que respondiese, pero pasaron los minutos y no se oía nada. ¿Qué estarían haciendo con tanto silencio? Vertió agua en la palangana y se frotó más silenciosamente que nunca en su vida, todavía ganado por la curiosidad, escuchando.

Pero poco después llegó Kristian desde el cobertizo, haciendo golpear la puerta mosquitero y despertando a Nissa, que salió un poco tambaleante acomodándose las gafas detrás de tas orejas y comentando lo triste del tiempo.

Theodore se volvió secándose la cara y murmuró:

– ¿Quién está arriba con ella?

Nissa se detuvo.

– ¿Arriba? Nadie.

– ¿Y entonces con quién está hablando?

Nissa prestó atención un momento.

– No'stá hablando con nadie.

– Oh, me pareció oír voces.

Sólo cuando iba camino de la talabartería Theodore se percató de que la madre había dicho no'stá. Metió las manos dentro de la pechera de la bata del trabajo, adquiriendo el aire de un viejo monje sabio y, mientras caminaba, corrigió:

– No está hablando con nadie.


El portazo y la conversación que llegaba desde abajo volvió a Linnea a la realidad. De pronto advirtió lo oscuro que estaba en la calle. Apoyando las manos en el marco de la ventana, espió fuera y vio un parpadeo de luz hacia el Norte. Eso significaba que los hombres habían vuelto temprano y que no saldrían otra vez después del ordeñe.

Se dejó caer en el borde de la cama y unió los dedos, balanceándolos entre las rodillas. Haciendo girar los pulgares, los observó largo rato.

– Será mejor que tengas razón. Lawrence-dijo, levantándose para arreglarse.

No necesitaba preguntar dónde estaría Theodore; de algún modo, lo sabía. Cuando se escabulló hacia el cobertizo, los relámpagos estallaban mas cerca y caían los primeros cuchillos de la lluvia. La puerta exterior se abrió sin ruido. Cuando la cerró tras ella se detuvo, dejando que sus ojos se habituaran a la penumbra. La larga hilera de ventanas, a su izquierda, sólo dejaban pasar una vaga luz, pero bastaba para comprobar que Theodore mantenía el cobertizo tan escrupulosamente ordenado como su pequeño dominio privado en el extremo. La puerta estaba abierta y por ella se vertía la luz anaranjada de la lámpara, que caía sobre el ruedo de su falda.

Vio sólo la mitad de la espalda de Theodore. Al volver de la iglesia se había puesto la bata de trabajo, pero se había dejado puesta la camisa blanca. Se tensaba sobre los hombros, atravesada por los tirantes de rayas, pues estaba inclinado hacia delante en la vieja silla, con los codos apoyados en las rodillas separadas. Tenía algo en la mano y, al parecer, estaba lustrándolo, pues los hombros se sacudían rítmicamente. Se agachó y metió la mano en una lata que tenía entre los pies, mientras Linnea avanzaba de puntillas hasta tenerlo por completo a la vista. Cuando el hombre reanudó la tarea, ella observó el juego de los músculos del brazo, debajo de la manga enrollada. De sus dedos pendía una tira de cuero negro y. mientras trabajaba, la herramienta producía un ruido repetido: ching. El recinto era cerrado, tibio y olía a jabón de monturas, aceite y caballos.

Se le veía a gusto allí, con todo tan ordenado como cuando ella lo había inspeccionado la primera vez. Pero también parecía solitario. Las manos dejaron de moverse, aunque permaneció sentado como antes, como si examinara, distraído, el trapo que tenía en las manos. Linnea contuvo el aliento y se mantuvo inmóvil. Podía oírlo respirar y se preguntó en qué pensaría ahí sentado solo, con la cabeza gacha.

– ¿Theodore?

Saltó en la silla y giró bruscamente para mirarla, empujando la lata y dejando a la silla en equilibrio sobre dos patas. Antes de que se apoyara otra vez en el suelo, Theodore ya se había ruborizado.

– ¿Molesto?

Claro que le molestaba haber estado sentado, pensando en ella, y que de pronto apareciera silenciosamente tras él. Linnea tenía las manos aferradas a la espalda, lo que hacía sobresalir los pechos y, aunque Theodore mantenía la vista en los ojos de ella, captó un parpadeo del reloj de oro que colgaba de la parte más prominente del izquierdo.

– No.

– No quería sobresaltarlo.

– No sabía que está usted ahí.

– Estaba.

Se le escapó antes de que pensara en retenerlo y se mordió el labio por dentro.

– ¿Qué?

– Nada.

Ahora fue ella la que se sonrojó.

Se hizo otra vez un silencio denso, como cuando se habían cruzado en la cocina,

– ¿Puedo pasar?

– Oh, bueno. -Sacudió el trapo con gesto nervioso-. Si, claro. Pero nu'ai… -Removió los pies-. No hay mucho espacio aquí.

La corrección puso tan incómoda a Linnea como a Theodore.

– ¿Basta para uno más? -preguntó la muchacha. Como él no le respondió, entró en el recinto con aire despreocupado, los brazos sobre la cintura, observando la pared engalanada con cuero-. así que este es el sitio donde pasa el tiempo libre.

– Nu'ai… -Intentó pensar en el modo correcto, pero la presencia de ella parecía obnubilarle la mente-. No hay tal cosa en una granja.

– Ah… -Esta vez, Linnea observó los arneses pulcramente colgados, sin hacer caso de su gramática-. ¿Y qué estaba haciendo?

– Lustrando una collera.

– Ah, ¿por qué?

Theodore se quedó mirando la cabeza de Linnea, que estaba ladeada para observar objetos colgados en lo alto. Qué pregunta. ¿Y ella lo consideraba obcecado a él

– Porque si uno no la lustra, el sudor de los caballos la pudriría y si no es eso, los vapores de… los vapores de afuera la pudrirían.

Hizo un gesto con la cabeza hacia la parte principal del establo.

– ¿En serio? -Giró la cara hacía él, con los ojos agrandados-. Jamás lo habría imaginado. Eso es interesante. -Hasta el momento, a Theodore jamás le había parecido interesante sino sólo verdadero-. Claro, usted debe de saber todo lo que hay que saber para llevar adelante una granja.

Avanzó dentro de la habitación, bajo la mirada fascinada de Theodore que no imaginaba para qué habría ido ahí. Se acercó al caballete, rozó el forro de piel de oveja y de pronto cambió de idea.

– i0h, casi lo olvidaba! -Se volvió, sacando una trampa para ratones de atrás de la espalda-. Tengo una visita no deseada en la escuela. Kristian me consiguió la trampa, pero me parece que no fui muy afortunada instalándola. ¿Podría mostrarme cómo se hace?

Theodore miró la trampa, luego a la mujer y, por una fracción de segundo, Linnea creyó que iba a sonreír. Pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue pensar, por segunda vez en tres minutos, que para ser una mujer educada también tenía sus momentos de obcecación.

– ¿No sabe cómo colocar una trampa?

La muchacha se encogió de hombros.

– En la tienda siempre lo hacía mi padre, así que nunca tuve que hacerlo hasta ahora. Nissa me puso un poco de queso en la cazuela del almuerzo, pero cada vez que lo intentaba saltaba el resorte y me dio miedo de pillarme un dedo.

– ¿Qué tienda?

– Mi padre tiene un almacén de ramos generales en Fargo. A los ratones les encanta hacer agujeros en los sacos de harina.

El hombre entrecerró un poco los ojos.

– Creí que su padre era abogado.

La muchacha lo miró, muda, atrapada en su propia mentira. Bajó la vista hacia la trampa y, cuando al fin habló, lo hizo en tono contrito:

– Fue un invento. Usted… usted me desconcertó de tal modo que me fue necesario pensar rápidamente en algo, porque tenía… -Alzó la vista con expresión suplicante y la dejó caer otra vez-. Porque tenía miedo de que no me llevara con usted y no sabía qué otra cosa decir para hacerlo cambiar de idea.

De modo que la pequeña correcta no lo era tanto, a fin de cuentas.

Las mejillas de Linnea exhibían manchas brillantes como peonías rojas y concentraba en la trampa como si tuviese miedo de volver a alzar la vista. Observó que tenía las uñas pulcramente cortadas y lustradas y con ellas rascaba el dibujo de tinta en el borde de la madera.

Theodore extendió la ancha palma.

– Démela. Esto de que yo le enseñe algo a usted es una novedad.

Linnea levantó la cabeza y los ojos se encontraron. Para alivio de la muchacha, en los de Theodore halló un atisbo de diversión. Le puso la trampa en la mano y él se estiró para descolgar la lámpara del gancho del techo y llevarla a la mesa de trabajo, dándole la espalda. Sin embargo, habiendo llegado hasta ese punto, Linnea dudaba de acercarse demasiado. ]

Theodore miró sobre el hombro:

– ¿Y, viene?

– Oh… sí.

Estaban lado a lado y a la joven se le ocurrió que jamás había visto manos tan grandes mientras las veía manipular la trampa. Theodore sacó un trozo de cuero para usar en lugar del queso.

– Primero, coloca el cebo, aquí.

– Ya lo sé. No soy tan estúpida.

Theodore miró hacia abajo, ella hacia arriba. Los dos estuvieron a punto de sonreír. Linnea advirtió que se había quitado el cuello de celulosa de la camisa, que estaba abierta en el cuello y que, para ser varón, tenía unas pestañas muy largas. Él notó que en las profundidades de los ojos azules había diminutas motas de color herrumbre, casi tan brillantes como el resplandor de la linterna reflejándose en el reloj de oro que llevaba en el pecho. Tuvieron que esforzarse para concentrarse en la demostración.

– Manténgalo aplastado y tire el arco hacia atrás, al otro lado.

– Tirar el arco hacia atrás -repitió Linnea, levantando la vista- ¿A eso se le llama arco?


– ¿Por qué?

Theodore cometió el error de mirarla otra vez a los ojos y la trampa se soltó y saltó a! suelo, cayéndose de la mesa.

Linnea ahogó unas risas, y a Theodore le ardió la cara.

– Eso también puedo hacerlo yo -bromeó la muchacha.

Se agachó a recoger la trampa y se la entregó, con expresión de burlona tolerancia.

Irritado, Theodore la recibió y empezó de nuevo, buscó el cuadrado de cuero, lo puso en su sitio y empujó el arco hacia atrás.

– Ponga la barra de seguridad en su lugar, debajo del pequeño labio…-Retiró con cuidado las manos-. Así. -Con alivio comprobó que esta vez, lo había hecho bien. Tomó un destornillador de una lata con herramientas y tocó la trampa con él-. Ahora, inténtelo usted.

Metió de nuevo el destornillador en la lata y empujó la trampa hacia ella.

– De acuerdo.

Theodore observó las manos de la muchacha que desarrollaban la lección, pensando que, si por accidente la trampa saltaba, podría lastimarla y hasta romper un dedo tan pequeño. Pero se las arregló muy bien, y pronto la trampa estaba colocada sobre el banco de trabajo.

Afuera, la tormenta arreciaba. En el pequeño cuadro de la ventana se reflejaban las caras de los dos contra el fondo del cielo azul oscuro y, de repente, en la talabartería reinó el silencio. La fragancia de cuero, caballos y madera vieja parecía darles cobijo.

– ¿Theodore? -Lo dijo en voz tan queda que podía ser un eco. La lluvia azotaba la ventana, pero dentro estaba iluminado y seco. No tanto como la garganta de Theodore que, de pronto, dejó de funcionar mientras los dos seguían mirando las manos del otro-. En realidad, no he venido a que me enseñe a preparar una trampa para ratones. En el segundo intento va sabía cómo hacerlo. Ha sido sólo una excusa.

El se volvió a miraría, pero sólo se encontró con la raya que dividía el peinado. Con la cabeza baja, Linnea continuó:

– He venido a disculparme.

Theodore siguió sin saber qué decir.

– Creo que lo lastimé mucho el otro día, cuando me burlé de su incorrecta manera de hablar y cuando lo califiqué de obcecado. Lamento mucho haber dicho eso, Theodore.

Al ver que alzaba la barbilla, él se apresuró a apartar la vista para que las miradas no se encontrasen.

– Oh, no importa.

– ¿No? Entonces ¿por qué no me habló ni me miró desde ese momento?

No supo qué responder y clavó la vista en el trozo de cuero colocado en la trampa y, en ese instante, retumbó un terrible trueno que hizo sacudirse al sólido cobertizo. Ninguno de los dos se dio por enterado.

– Para mí ha sido muy duro compartir la mesa con usted, pasar a su lado en la cocina y recibir ese trato helado. Mi familia es muy diferente de la suya. Conversamos, reímos juntos y compartimos cosas. Desde que llegué aquí, echo mucho de menos eso. Durante toda la semana, cada vez que usted se mostraba frío y rígido y me daba la espalda, tenía ganas de llorar porque jamás hasta ahora había tenido un enemigo. Y hoy, en la iglesia, creí… bueno, tenía la esperanza de que usted se suavizara un poco, pero cuando lo pensé un poco más comprendí que, seguramente, estaría hondamente herido y que, si yo quería recuperar su amistad, debía pedirle disculpas, ¿Podría… podría mirarme, por favor? -Los ojos se miraron, los de él, incómodos, los de ella, contritos-. Lo siento. Usted no es obcecado y yo no debí haberlo dicho jamás. Tendría que haber sido más paciente con su gramática. Pero 'soy maestra, Theodore.

Sin aviso previo, le puso una mano en el brazo y adoptó una expresión tierna. Algo extraño pasó en el corazón de Theodore y sintió que ese leve contacto le quemaba la piel. Quiso apartar la mirada y no pudo.

– ¿Sabe lo que significa eso? -Le chispearon los ojos y Theodore pensó, desesperado, si no se echaría a llorar-. Significa que no sólo soy maestra cuando estoy en el aula. No puedo dividirme en dos personas diferentes: una que enseña cuando está a un kilómetro y medio de distancia otra que se olvida por completo de ello cuando vuelve aquí.

Hizo un amplio gesto y, por fortuna, Theodore se vio libre del contacto y de la amenaza de las lágrimas.

– Oh, ya sé que a veces soy impetuosa. Pero es algo automático cuando oigo que la gente habla mal, la corrijo. Cuando entré aquí, lo hice de nuevo sin pensarlo siquiera y vi lo incómodo que lo ponía. -Theodore inició el movimiento de darse la vuelta para recoger el trapo y fingirse atareado, pero Linnea le aferró la manga de la camisa y lo forzó a quedarse donde estaba- Y lo haré otra vez…, y otra vez… antes de haber agotado su paciencia. ¿Lo entiende?

La miró fijamente, sin hablar.

– ¿Qué mal puede haber en ello, si usted sabe que no lo hago para disminuirlo? No existe ninguna regla que diga que sólo debo enseñar a los niños, ¿verdad? -Como no hizo ningún comentario, le retorció la manga impaciente, e insistió-: ¿Verdad?

Esa muchacha era un enigma. Theodore no estaba habituado a lidiar con una persona tan directa, e hizo una pausa muy prolongada, mientras trataba de decidir qué decirle. Entonces Linnea le apartó el brazo, irritada.

– Theodore, se muestra empecinado otra vez. Y ya que tocamos el tema, por cierto que no es un buen ejemplo para su hijo cuando ande enfurruñado por ahí y me retira la palabra. ¿Qué cree que piensa Kristian de un padre que trata así a su maestra? ¡Debería respetarme!

– Lo hago -logró decir, al fin.

– Oh, claro que lo hace. -Puso los brazos en jarras, y movió un hombro-. Hasta ahora, ha tratado de dejarme en manos de los Dahí y congelarme. Pero yo no puedo vivir así. Theodore- No estoy acostumbrada a este tipo de enemistad.

De repente, Theodore admitió algo que jamás hubiese imaginado oírse admitir:

– No sé lo que significa enemistad.

– ¡Ah! -La admisión le llegó directamente al corazón. Se le suavizaron los ojos y dejó de lado la pose beligerante-. Significa hostilidad… que somos enemigos, ¿sabe? No seremos enemigos los próximos nueve meses, ¿verdad? :

Theodore no pudo volver a hablar. Lo único que podía pensar era en lo subyugante que estaba a la luz de la lámpara y cómo se le iluminaban los ojos azules con esas chispas doradas y cuánto le gustaba la curva de la nariz. Linnea sonrió y añadió:

– Porque, si así fuera, mucho antes de eso yo estaría completamente chinada.

¿Qué podía decirle un hombre a un pequeño cohete como esa mujer?

– Usted habla demasiado, ¿sabe?

Linnea rió y, de repente, cruzó la talabartería y se montó en una de las monturas que estaban sobre el caballete. A horcajadas, cruzó las manos sobre el pomo y encorvó los hombros.

– Y usted habla demasiado poco.

– Qué buena pareja hacemos.

– Oh, no sé. Al principio, cuando llegué, nos llevábamos bien. Si prácticamente usted… -esbozó una sonrisa provocativa- estaba extasiado.

Apoyándose en la mesa de trabajo, se cruzó de brazos sobre la pechera de la bala de trabajo.

– ¿Y eso qué significa?

Señalándose la nariz, le ordenó:

– Búsquelo.

En algún lugar de la casa debía de haber un diccionario inglés-noruego. Quizá pudiese deducir el significado, o tropezar con la palabra.

– Sí, tal vez lo haga.

Y tal vez viera si podía encontrar algo acerca de las otras palabras con las que ella lo fastidiaba.

Linnea hizo una profunda inspiración, infló las mejillas y se sopló la frente:

– Uh, me siento mucho mejor.

Dibujó una sonrisa contagiosa, y Theodore se sintió en peligro de devolver la sonrisa.

Con esos modos volubles, la joven dio una palmada a la montura.

– Eh, esto es divertido. Arre. -Espoleó dos veces con los talones-. No he montado muchas veces a caballo en mi vida. Como vivo en la ciudad, no tengo uno propio, y cada vez que viajamos mi padre alquila un coche.

La boca de Theodore se suavizó con un cuarto de sonrisa y se echó atrás, contemplándola, escuchando. ¡Pero esa muchacha era capaz de parlotear sin descanso! Y, a fin de cuentas, en realidad era una niña. Ninguna mujer pasaría la pierna sobre una montura de ese modo mientras visitaba a un hombre en una talabartería y se pondría a hablar de cualquier cosa que le viniese a la mente.

– ¿Sabe, pequeña señorita?, para la montura no's bueno… no es bueno sentar así, cuando no está puesta sobre el caballo.

– Sentarse -lo corrigió.

– Sentarse -repitió él obediente.

Linnea hizo una mueca, se miró las faldas, luego alzó la vista hacia él y su expresión se convirtió en una sonrisa picara.

– Ah, ¿no's bueno? -Sin advertencia, su pie se alzó en el aire y ella aterrizó con un salto-. En ese caso, la próxima vez será mejor que haya un caballo debajo, ¿no le parece? -Tras eso, fue de prisa hacia la puerta, giró y agitando dos dedos, le dijo-: Adiós, Theodore. Ha sido una conversación entretenida.

Lo dejó con la vista clavada en el vano de la puerta, mientras ella corría bajo la lluvia; en su ausencia Theodore se preguntó quién sería Lawrence.

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