19

Ese día el tiempo era tan gélido que los padres llevaron y fueron a buscar a sus hijos. Linnea dejó una nota para Teddy en la puerta de la escuela, y regresó con Trigg y Bent. Le bastó una mirada a Clara para que las lágrimas que había logrado contener desde la mañana saltaran con ímpetu. Un momento después, estaba rodeada por los brazos consoladores de su amiga.

– ¿Por qué, Linnea, qué pasa?

– Oh, Clara -gimió, aferrándose a ella.

Clara envió un silencioso mensaje a Trigg, y este desapareció con Bent, que era asombrado testigo de la maestra que sollozaba.

– Shhh… shh… no puede ser tan terrible. ¿Otra vez has tenido problemas con Alien?

Linnea retrocedió sollozando, buscando el pañuelo.

– Es Th… Theodore.

– Ah, mi hermano Theodore. ¿Qué ha hecho esta vez?

– Oh, C…Clara, es horrible.

Clara se echó atrás para poder ver la cara de Linnea.

– ¿Qué es lo horrible? No podré ayudarle si no me lo cuentas.

– Lo a…amo.

La mujer contuvo la sonrisa.

– ¿Eso es horrible?

– El también m…me ama, y n…no quiere casarse conmigo.

Linnea sufrió un nuevo acceso de llanto, y Clara la abrazó de nuevo. Frotándole la espalda estremecida, la condujo hacia la mesa.

– ¿Eso significa que se lo has pedido?

Linnea asintió, abatida, y se dejó sentar en una silla. Clara no pudo evitar una sonrisa. Pobre Teddy, ¿nunca tendría oportunidad de ofrecer él mismo matrimonio?

– Eso hiciste, ¿eh? Hace falta cierto coraje para hacerlo. ¿Y qué te respondió él?

– El cree que soy demasiado joven para él, y dice que no quiere más hijos y…¡oh Clara!, ¿qué voy a hacer?

Apoyó la cabeza sobre la mesa y dejó fluir su pena.

"¿Hijos?", pensó Clara. "¿Ya han hablado de hijos?" El pobre Teddy ya estaba destinado a Linnea, pero aún no lo sabía.

– Llora todo lo que quieras, y cuando te hayas calmado un poco conversaremos de todo el asunto.

Eso fue lo que hicieron. Linnea se descargó contando todo lo que sentía, las complicaciones que Theodore interponía una y otra vez entre ellos. Clara escuchó, le expresó su simpatía, la calmó. Y cuando la historia quedó terminada y lo único que quedaba del llanto de Linnea era la hinchazón de los párpados, la joven dijo:

– Clara, necesito pedirte algo. Aunque sea muy presuntuoso de mi parte, eres la única a quien creo que puedo preguntárselo.

– ¿De qué se trata? Ya sabes que puedes pedirme lo que quieras.

– ¿Podría venir a quedarme aquí, contigo y con Trigg? Ya no puedo vivir más allí, y el consejo escolar te pagará; además, no como demasiado. He pensado que quizá, como pronto llegará tu hijo, podría ayudarte con las tareas de la casa. Y solo será hasta la primavera. Yo… bueno, no creo que vaya a volver en el otoño.

A Clara le bastaron unos instantes de reflexión para decidirse.

– Claro que puedes. -Ahuecó la mano sobre la mejilla de Linnea, mojada por las lágrimas-. Y estaré encantada con tu ayuda. Ya estoy tan pesada que circular por la casa representa un esfuerzo. Y ahora… -Se puso de pie y habló con tono autoritario-. Te quedarás a cenar, y luego Trigg puede llevarte a la casa de mamá a buscar tus cosas. ¿Qué te parece?

Poco después, cuando Linnea y Trigg entraron en la casa de Theodore, el ambiente era funesto. Los tres miembros de la "familia" dieron un paso atrás, vacilantes, desdichados, sin saber qué decir, mientras les explicaba que Clara la necesitaba en esos últimos meses de embarazo y que, por lo tanto, Trigg la llevaría de vuelta allí.

– ¿Esta noche? -preguntó Nissa.

– Sí, en cuanto recoja mis cosas.

– Un poco repentino, ¿no?

Linnea supo que Theodore no creía la historia, y era dudoso que Nissa misma la creyese, pero lo único que quería era recoger sus cosas y escapar lo antes posible. Aunque evitó la mirada de Theodore, percibió el atónito escepticismo con que la observaba desde cierta distancia, sin decir nada. Kristian no dejaba de mirar a su abuela como si esperase que esta detuviera a Linnea, entretanto Nissa componía una expresión neutra mientras resolvía si debía sentirse ofendida o no.

Linnea no tenía muchas cosas que guardar… no había llevado mucho más que un par de mitones de visón, un gato tallado, un chal tejido a ganchillo y un volumen de Tennyson encuadernado en cuero. Tuvo cuidado de no pensar mucho en esas cosas mientras las metía en la maleta.

Cuando volvió abajo, no tenía la certeza de poder pronunciar las despedidas necesarias. Las lágrimas estaban tan cerca de la superficie que le escocía la nariz, y el nudo de emoción que le obturaba la garganta convertía en un esfuerzo al hecho de hablar. Sin embargo, cumplió su mejor actuación, dibujando una radiante sonrisa e imprimiéndole un aire decidido a cada paso.

A Nissa le dio un abrazo fugaz.

– Una menos para cocinar -gorjeó.

Apuntó a Kristian con un dedo juguetón.

– Ocúpate de hacer la tarea aunque yo no esté aquí por las noches, sentada a la mesa.

Dio a Theodore un apretón de manos convincente.

– Progresará muy bien con la lectura. Lo sé. Kristian puede ayudarlo. Bueno, Trigg, todo listo.

Se dio la vuelta con la aparente ansiedad de una chica que se acercara a una tienda de dulces, pero, cuando se hubo ido, los tres Westgaard se miraron entre sí, sin saber qué decir. Por fin, Nissa rompió el silencio.

– Bueno, ¿qué sabes tú de esto, Teddy?

Tragando saliva, el aludido se alejó.

– Nada.

– ¿Kristian?

– Nada.

– Bueno, esa chica ha estado llorando, y mucho. No me ha engañado en absoluto. Mañana pienso ir allí y averiguar qué está pasando.

– Déjalo, ma.

– ¿Que lo deje?

– Si quiere ir a vivir allí, déjala. Como ella dice es una boca menos que alimentar.

Pero nada era grato sin ella. Era como cuando se había ido para Navidad, pero peor. Las comidas eran momentos torvos. Nadie hablaba. Todos fijaban la vista en los platos y no entendían por qué la comida no tenía buen sabor. Se sorprendieron unos a otros mirando la silla vacía de Linnea, y trataron de disimularlo. John había vuelto, pues estaba mejor del resfriado, pero, así como había salido de su caparazón desde que la muchacha había entrado en sus vidas, ahora estaba más retraído que nunca. Entraba arrastrando los pies, con la cabeza gacha, y se iba del mismo modo.

Si bien Kristian la veía todos los días en la escuela, iba y volvía sin decir una palabra sobre cómo estaba. Theodore quería preguntar cómo se arreglaba. Cómo se vestía. Todas las mañanas tenia que hacer un esfuerzo para levantarse y convencerse de que el día tenía algún significado. Las noches eran una tortura. Nadie sacaba un libro. Nadie sacaba una pizarra. Trigg la llevaba a la escuela en esos días fríos, su vehículo pasaba con regularidad por la mañana y por la tarde. Pero, como la carreta tenia puesta la protección contra el frío, si Linnea iba en ella, no se la veía. Theodore advirtió que merodeaba por los almacenes a esas horas, con la esperanza de atisbar el vehículo que la transportaba.

Por la noche se daba vueltas en la cama, inquieto, pensando en el futuro. Kristian ya tenía diecisiete años. La madre, setenta. No los tendría cerca para siempre. Y, cuando se hubiesen ido, ¿qué haría entonces? Quedarían él y John. Dos viejos solterones, viviendo en sus solitarias granjas de la pradera, hablando casi siempre de animales, saludando a las carretas que pasaban, con la esperanza de que alguna diese la vuelta y les llevara compañía.

Pensó en Linnea allá, en casa de Clara, y se preguntó cómo estaría y si lo echaría de menos. Señor, era fuerte esa chica. Jamás imaginó que se iría como lo había hecho. Supuso que estaría bien allí, con los chicos que siempre creaban algún entretenimiento… no cabía duda de que amaba a los chicos. También quería mucho a Clara, y las dos se llevaban de maravilla.

Supuso que cuando llegara el nuevo niño, Linnea estaría en la gloria teniéndolo cerca. Pensó en recién nacidos. Una muchacha como esa merecía tener hijos, pero un hombre de su edad no tenía por qué tenerlos. Y sin embargo se preguntó cómo serían unos hijos suyos y de Linnea. Probablemente rubios, robustos y llenos de energía, como ella.

Cuando la veía en la iglesia los domingos, se le saltaban los ojos de las órbitas y se le oprimía el pecho. Ella, en cambio, parecía feliz como una alondra y lucía una gran sonrisa bajo el sombrero con alas de pájaro. Dijo:

– Oh. hola, Teddy. ¿Dónde está Nissa?

Y antes de que Theodore pudiese despegar la lengua, ya había desaparecido. Después de la cena, ese domingo, fue a hurtadillas a su cuarto y se peinó, imaginando que podían caer en cualquier momento, pues Clara y Trigg siempre iban a visitar a la madre los domingos. Pero no fueron.

A última hora de la tarde, viendo que no aparecían, escondió la pizarra bajo la chaqueta y fue a la talabartería, para ver si un poco de ejercicio le aliviaba la angustia. Pero perdió media hora contemplando la montura sobre el caballete, y otra, el nombre que había escrito en la pizarra. Linnea.

Linnea. Linnea. Señor Todopoderoso, ¿qué debía hacer? Sufría. Sufría. El amor no tenía por qué doler así. Se levantó con esfuerzo y probó limpiar el banco de herramientas, pero ya estaba en perfecto estado. Retrocediendo, arrojó una pinza para recortar cascos con tanta fuerza que golpeó tres boles y volcó al suelo los clavos para herraduras. Lanzando una violenta maldición, se dio la vuelta, recogió la pizarra y salió de allí como una exhalación.

Nissa y Kristian estaban en la cocina cuando volvió. Lo miraron, pero no dijeron nada. Theodore fue hacia su dormitorio y reapareció un instante con los tirantes y la camiseta caídos, llenó la palangana, se lavó, se afeitó por segunda vez en el día. Se palmeó la cara con colonia, se untó el cabello con aceite, se peinó con pulcritud, desapareció una vez más y reapareció poco después, vistiendo el traje de los domingos y una camisa blanca limpia con un cuello flamante. No miró a su hijo ni a su madre, pero se puso el abrigo, tomó la pizarra y el silabario y anunció:

– Iré a casa de Clara, para ver si puedo reanudar mis lecciones.

Cuando la puerta se cerró de un golpe tras él, Kristian clavó la vista en ella, mudo. Nissa siguió moviendo las agujas, observando a su nieto sobre la montura de las gafas.

– Yo podría seguir enseñándole a leer -declaró Kristian, hostil.

– Sí.

Las agujas siguieron chocando, y la mirada de Kristian se clavó en la de su abuela.

– ¿Por qué, pues, tenía que ir a la casa de Clara?

La anciana prestó atención al tejido, aunque no lo necesitaba.

– Para mí que tu padre ha ido a cortejar -respondió con expresión satisfecha.

En la casa de Clara, Linnea estaba junto a la mesa de la cocina, preparando las lecciones para el lunes, y toda la familia comía palomitas de maíz. Se oyó un ruido que atravesó la pared.

– Viene alguien. -Trigg se levantó y espió a través de la ventana hacia la oscuridad-. Me parece que es Teddy.

La mano de Linnea se detuvo a mitad de camino de la boca, y el corazón redobló su ritmo. No tuvo tiempo de absorber el anuncio cuando, la puerta se abrió y allí estaba Theodore, con el aspecto de un asistente a un funeral. Miró a todos los presentes, menos a ella.

– Hola, Clara, Trigg, chicos. Creía que hoy ibais a pasar por casa.

Decidí venir a ver si todo estaba bien.

– Todo está bien. Pasa.

– Hace frío aquí afuera.

Linnea sintió que se ruborizaba.

– ¡Tío Teddy! ¡Tío Teddy! ¡Tenemos palomitas de maíz'!

La pequeña Christine se abalanzó hacia él, alzando los brazos. La levantó y le dio un suave pellizco en la barbilla, sonriendo. Por fin miró a Linnea a los ojos sobre la cabeza rubia de la niña. La sonrisa desapareció y la saludó con un cabeceo silencioso. Ella, en cambio, volvió la atención a la tarea.

– Corre una silla -lo invitó Trigg, y colocó una entre la de él y la de Bent.

– ¿Qué traes? -preguntó Bent.

Theodore se acercó a la mesa, con Christine sobre la rodilla.

– La pizarra y un silabario. -Los apoyó sobre la mesa-. Estoy aprendiendo a leer. -¿En serio? ¡Jesús, pero eres demasiado viejo para…!

– ¡Bent! -le regañaron los padres al unísono.

El niño los miró de hito en hito, sin saber qué error había cometido.

– Lo eees.

Linnea tuvo ganas de meterse debajo de la mesa.

– Una persona nunca es demasiado vieja para aprender -le dijo Theodore, al sobrino de ocho años-. ¿Qué opina, señorita Brandonberg?

La muchacha lo miró a los ojos, y no se le ocurrió ni una maldita palabra.

– Si pudiera disponer del tiempo, me gustaría reanudar las lecciones.

¿Lecciones? ¿Vestido como si hubiese venido a pedirla en matrimonio quería tomar lecciones? ¿Cómo podría ella concentrarse en la enseñanza, cuando su sangre cantaba semejante melodía en su cabeza?

– Yo… eh… claro, ¿porqué no?

Theodore le sonrió, asintió, tomó un puñado de palomitas y uno de los niños dijo algo que distrajo su atención. Linnea sintió la mirada inquisitiva de Clara y escribió en el borde de un papel: "¡No os vayáis!"

Sin hablar, se lo enseñó a Clara, rogando que hiciera caso del mensaje. Sería muy evidente si Clara y Trigg desaparecían de repente, la cocina era el lugar más cálido de la casa, el lugar habitual de reunión en noches frías como esa. La sala pocas veces se usaba en invierno.

Por fortuna. Clara tomó en serio su ruego. Cuando se acabaron las palomitas, todos se cambiaron de lugar de modo que Linnea y Teddy pudiesen sentarse juntos, pero los demás se quedaron. Los niños encontraron una pelota de hilo y jugaron sobre el suelo con Patchfis, el gato. Clara cosía una manta para el niño que iba a nacer, Trigg leía un Farm Journal. Línea y Teddy intentaron concentrarse en la lección, que a ninguno de los dos les importaba un comino. Los codos estaban apoyados sobre la mesa, pero cuidaron de no tocarse. Una vez que sus rodillas chocaron bajo la mesa, se sentaron más derechos. Se miraron las manos, pero procuraron no mirarse directamente. Después de haber pasado unas dos horas trabajando, sin hablar, Teddy empujó la pizarra hacia Linnea. Sobre ella había cinco palabras:

Por favor, vuelve a casa.

Ella tuvo la sensación de que el corazón se le desbordaba por todo el cuerpo. Amor, dolor, renuncia. Levantó bruscamente la vista, pero Trigg y Clara estaban ocupados. Teddy la miraba, y ella sentía los ojos como una nostálgica caricia en la mejilla. Los nudillos de la mano que sujetaba la tiza estaban blancos. Habría sido tan fácil decir que sí, sabiendo lo que él sentía por ella… Pero él no le ofrecía nada permanente sino un alivio circunstancial a la desdicha de ambos.

Linnea tomó la tiza quitándosela de entre los dedos, observando cómo los relajaba con esfuerzo. Escribió sólo dos palabras: "No puedo", y por primera vez esa noche, lo miró directamente a los ojos.

Oh, Teddy, te amo. Pero quiero todo o nada.

Vio que él había entendido claramente. Vio que se le aceleraba la respiración. Lo vio debatirse. Y todo en ella fluyó hacia él en silenciosa súplica. Pero Theodore cerró el silabario, lo puso sobre la pizarra, y empujó la silla hacia atrás.

– Bueno, es tarde, será mejor que me vaya. -Se puso de pie y fue en busca del abrigo-. ¿Puedo volver mañana?

– Claro que sí -respondió Trigg.

– ¿Linnea?

No tuvo fuerza suficiente para decir que no.

– Si quieres.

Theodore asintió con solemnidad y dio las buenas noches.

Volvió a la noche siguiente, pero no con su mejor traje. Llevaba una camisa de franela gris escocesa con las mangas enrolladas hasta el codo, el cuello abierto, exhibiendo las mangas y la cartera de la sempiterna camiseta de invierno. Tenía una apariencia muy masculina. Linnea tenía el cabello sujeto con una cinta, cayéndole por la espalda. Con el vestido azul marino y blanco a media pierna, tenía un aspecto muy juvenil.

Le dio a leer un cuento, y él se dispuso a hacerlo hundido en la silla, con la sien apoyada en dos dedos. Linnea alzó la vista una vez y descubrió que, por encima del borde del libro, le miraba los pechos que ella apoyaba sobre las muñecas cruzadas en la mesa. Su rostro se puso encarnado, se echó atrás en la silla, y Theodore volvió la mirada al libro.

La noche siguiente, le pidió que escribiese una oración con la palabra azul y él escribió: "Linnea tiene bellos ojos azules".

Como un latigazo, los bellos ojos azules se encontraron con los bellos ojos castaños. El rostro de la muchacha se convirtió en una rosa roja y Teddy sonrió. Acalorada procuró disimular tomando la pizarra para corregirle la ortografía. Imperturbable, él borró todo y, apoyando la tiza, escribió: "Eres hermosa cuando te sonrojas".

Fue seis noches seguidas, y Linnea seguía negándose a regresar. Se sentaban a la mesa como de costumbre, con Clara y Trigg cerca, y Theodore la estudiaba disimuladamente. Ella corregía tareas, mientras él supuestamente leía, pero era imposible. Esa noche se había peinado de una manera diferente. Le caían finos mechones por las sienes, y ella retorcía uno alrededor de un dedo, dándole vueltas distraída a uno y otro lado. De pronto rió por algo que leía en un papel.

– Tienes que ver esto, -Lo desplazó de modo que él pudiese verlo-. Es una prueba de ortografía que he puesto hoy. Se supone que aquí debería decir miedo.

Decía m.i.e.r.d.a.

Todos rieron, echándose atrás. Theodore observó cómo disminuían las risas y la cabeza de la muchacha se inclinaba otra vez sobre la tarea. En un momento dado, terminó, y colocó la pila de hojas, alzó la vista y lo descubrió admirándola.

– ¿Has terminado la tarea que le di?

Theodore carraspeó.

– Ehh… no toda.

– ¡Theodore! -le regañó-, puedes leer más rápido que lo que leíste.

– Algunas noches.

– Bueno, podrás terminarlo en casa. Es hora de que te dé un par de palabras nuevas.

Sacó la pizarra y se pusieron a trabajar. Otra vez olía a almendras, y eso hacía trizas la concentración del alumno. Recordó cuando bailaron juntos, oliendo esa fragancia de almendras tan cerca. Recordó cómo se había sentido cuando la besara. Joven. Vivo. Pictórico. El solo hecho de mirarla evocaba todo eso, le hacía correr la sangre y martillear el corazón. Tomó la pizarra como si no tuviese alternativa y, por más que se sintiera atemorizado y un poco tímido, tenía que pedírselo. Tenía que hacerlo. La vida era un infierno sin ella.

"¿Puedo pasar a buscarte para el baile de mañana?", escribió.

Esta vez, Linnea no manifestó sorpresa. Ningún sonrojo encendió sus mejillas. Ninguna excitación brilló en sus ojos. Lo único que había en sus ojos cuando la miró era una triste resignación, y negó lentamente con la cabeza.

Sintió una breve llamarada de ira: ¿qué pretendía hacer con él? Pero lo sabía, y sabía que era lo bastante terca y fuerte para sostener su decisión y quedarse a vivir el resto del año en la casa de Clara. Y el otoño siguiente, no volvería. Lo leyó todo en los ojos tristes que lo miraban y, de repente, la vida se extendió ante él como un lúgubre y eterno purgatorio. Sabía perfectamente lo que debía hacer para convertir ese purgatorio en un paraíso.

Sabía lo que ella estaba esperando.

Sintió como si estuviese ahogándose, como si las paredes de su pecho fuesen a hundirse en cualquier momento. Como si el corazón fuese a salírsele de su sitio… ese intenso dolor bajo las costillas, el sudor en las palmas, el temblor de las manos. Pero, de todos modos, tomó la tiza y escribió lo que ni todo el sentido común del universo le hubiese impedido escribir:

– Entonces, ¿te casarías conmigo?

Cuando giró la pizarra hacia ella y esperó, no hubo el menor ruido en la habitación. Se le contraían los músculos del estómago.

Cuando Linnea lo leyó, la impresión apareció en su rostro: se quedó boquiabierta e hizo una brusca inspiración. Lo miró con ojos agrandados, se miraron uno a otro con la respiración agitada, como si acabaran de llegar al clímax por tercera vez. Tenían los rostros inundados de color y, al parecer, ninguno de los dos podía moverse. Por fin Linnea recogió la tiza con mano temblorosa y… por una vez, no le corrigió la ortografía.

– Sí -escribió.

A continuación, la pizarra le fue arrebatada de la mano y cayó al suelo boca abajo. De un solo salto impaciente. Theodore se levantó y fue a buscar su chaqueta, evitando mirarla.

– Esta noche hay aurora boreal, y Linnea y yo saldremos a verla.

Tuvieron la impresión de que tardaban un año y no un minuto en abotonarse los abrigos y cerrar la puerta después de salir. Y las únicas auroras que vieron fueron las que explotaban tras los párpados cerrados cuando Theodore la atrajo con vehemencia hacia sus brazos y estampó su boca en la de ella. Se besaron como locos, insaciables, hasta que llegaron a un punto en que todo les pareció asequible y la vida les corrió, alborotada, por las venas. Separaron las bocas apretándose hasta que les temblaron los músculos, murmurando frases a medias con prisa desesperada.

– Nada parecía bueno sin…

– Me he sentido desdichada…

– ¿En realidad quieres…?

– Sí. sí…

– Traté de no…

– No sabía cómo llegar a ti…

– Oh, Dios, Dios, te amo…

– Te amo tanto que…

Se besaron otra vez queriendo meterse dentro de la piel del otro sin poder, pero intentándolo de todos modos. Se pasaron las manos por todos los lugares permitidos, y lo más cerca posible de los prohibidos. Se separaron aturdidos por el desacostumbrado alivio que les había dejado llegar a un acuerdo. Se besaron otra vez todavía atónitos, y luego se detuvieron buscando el equilibrio.

Linnea apoyó la frente en el mentón de Theodore.

– Recuérdame que te enseñe cómo escribir casarías.

– ¿No lo sé?

Girando la cabeza sin despegarla de su mentón:

– No.

Theodore rió entre dientes.

– Al parecer, no tiene importancia.

La muchacha sonrió y le frotó los costados con las manos.

– C-a-s-a-r-í-a-s, así se escribe si quieres casarte conmigo. C-o-s-e-r-i-a-s es que me quedaría unida a ti.

– Ah, pequeña. -Sonrió y la atrajo más hacia sí-. ¿Acaso ignoras que, cuando seas mi esposa, habrás cumplido con ambas cosas?

Linnea no sabía que un corazón era capaz de sonreír. Se besaron otra vez, ya sin tanta prisa, pues la ansiedad inicial ya estaba saciada y podían explorar a gusto. Linnea lo aferró del cuello, atrajo la cabeza hacia él y probó la boca tibia y húmeda con la suya, saboreando la textura, experimentando la seducción. La cabeza de Theodore se movía en lánguidos círculos, le masajeaba el torso con las manos. Entonces surgió la impaciencia y Theodore, apelando a la voluntad, se apartó.

– Dije que salía contigo para contemplar la aurora boreal. Tal vez sería conveniente que echáramos un vistazo.

– No me gusta la idea -murmuró, apretándose a él, besándole el cuello.

A Theodore se le escapó una risa gutural, y Linnea la sintió en los labios.

– Qué muchacha tan desagradecida. La naturaleza pone en escena semejante espectáculo y ella ni se inmuta.

– Aquí mismo la naturaleza me está mostrando otro espectáculo, y estoy intentando demostrarte cuánto me importa.

Pero Theodore era noble, no heroico. La hizo girar entre sus brazos, apretando la espalda de ella contra su pecho y rodeándola desde atrás.

– Mira.

Miró, y se quedó atónita.

Del cielo, que hacia el Norte era violáceo, irradiaba un resplandor fantasmal, y unos dedos de luz rosácea se estiraban y retrocedían formando dibujos cambiantes. La aurora boreal se extendía como el halo de la tierra iluminado desde abajo, reflejándose sobre el manto blanco que cubría el suelo. Por momentos, parecía que no sólo el cielo sino también la tierra irradiaba, generando una vista nocturna que era como ver el centro candente de la tierra a través de una inmensa ventana opaca. Hasta donde alcanzaba la vista, la tierra dormía, abrigada con la nieve. Un espacio plano, infinito, que seguía siempre, como el resto de su vida juntos.

– Oh, Teddy -suspiró, apoyando la cabeza contra su hombro-. Seremos muy felices juntos.

– Creo que ya lo somos.

La meció con ternura y siguieron contemplando el cielo, que a ratos se iluminaba y a ratos se oscurecía.

– Y viviremos para contar a nuestros nietos la historia de esta noche. Estoy segura.

Le besó el pómulo, imaginando ese futuro. Linnea cubrió los brazos de él con los suyos.

– ¿Crees que nuestros caballos están por ahí en algún sitio?

– En algún sitio.

– ¿Piensas que estarán abrigados y satisfechos?

– Aha.

– Como nosotros.

Eso era lo que le gustaba de ella: nunca daba la dicha por descontada.

– Como nosotros.

– Muchos de los mejores momentos que hemos compartido han sido igual a este: simplemente mirar nada… y todo. ¡Oh, mira! -Las luces se movieron, como leche fresca salpicando hacia arriba-. ¡Qué hermosas son!

– Sólo en Noruega son más brillantes -le dijo Theodore.

– Noruega. Ah… me gustaría ir allí alguna vez.

– Mamá le dice la tierra del sol de medianoche. Cuando ella y mi padre llegaron aquí, creyeron que jamás se acostumbrarían a la pradera. Sin fiordos, sin árboles, sin cursos de agua que valiesen la pena ni montañas. Lo único similar eran "las luces". Dijo que, cuando echaban tanto de menos la vieja patria que no podían soportarlo, solían hacer lo mismo que nosotros ahora, y eso los ayudaba a superarlo.

Sin saber cómo, la mano de Theodore se posó sobre el pecho de Linnea, y la sensación fue tan intensa que ella la retuvo por la muñeca.

– Durante esta semana echaba de menos a Níssa -dijo.

– Ven a casa conmigo. Esta misma noche.

Los dos advirtieron dónde estaba la mano, y Theodore la apartó.

Línnea se volvió hacia él.

– ¿Te parece prudente?

– ¿Estando mi madre y Kristian presentes todo el tiempo? -Le subió el cuello del abrigo y dejó allí las manos, rodeándole el cuello-. Por favor, Linnea, quiero que estés allí, y nos casaremos apenas Martin pueda calentar la iglesia. En una semana. Dos como máximo.

Linnea ansiaba ceder. Si bien disfrutaba de la compañía de Clara, no se sentía como en casa. Además, estaba más lejos de la escuela, y Trigg tenía que salir para llevarla en esas mañanas frías. Echaba de menos a Theodore con un anhelo tan feroz que la asustaba. Se puso de puntillas y le dio un abrazo repentino y fuerte.

– Sí, iré. Pero serán las dos semanas más largas de nuestras vidas.

La apretó contra su pecho sólido y bajó el rostro hacia el cuello que olía a almendras, pensando que si sólo podía pasar dos decenas de años con ella estaría agradecido.

En el baile de la noche siguiente, hizo salir a Kristian:

– Necesito hablar contigo, hijo. ¿Podrás salir un minuto?

Kristian observó a su padre un momento y luego contestó:

– Claro.

Salieron afuera, al aire cortante, y vieron una luna no más grande que un recorte de uña. La capa superficial de nieve crujía bajo sus pies, y vagaron sin rumbo aparente hasta que llegaron cerca de un racimo de carretas. Los caballos dormían, con las ásperas crines de la nariz duras de escarcha. Sin darse cuenta, se acercaron a Cub y Toots, los suyos, y permanecieron de pie junto a las grandes cabezas, guardando silencio durante un tiempo. En el cobertizo cesó la música, y lo único que se oía era la ruidosa respiración de los caballos.

– Esta noche no hay aurora boreal -comentó Theodore al fin.

– No.

– Anoche había muchas luces.

– ¿Ah, sí?

– Sí, Linnea y yo… -Dejó perderse la voz, y empezó de nuevo-: Hijo, ¿recuerdas aquel día que fuimos a buscar carbón a casa de Zahi?

– Lo recuerdo.

Kristian ya lo sabía: no era frecuente que Theodore le dijera hijo, y cuando lo hacía era porque se trataba de algo importante.

– Bueno, esa vez me contaste lo que sentías por Linnea, y quiero que sepas que no lo tomé a la ligera.

Era la segunda vez que la llamaba Linnea, aunque antes jamás lo hacía.

– Vas a casarte con ella, ¿verdad?

La mano pesada del padre cayó sobre el hombro del hijo.

– Así es, pero necesito saber lo que sientes al respecto.

Sí bien Kristian sentía desilusión, no era tanta como esperaba. Al escuchar la deducción de Nissa, había tenido tiempo de digerir la idea.

– ¿Cuándo?

– Dentro de una semana, si podemos organizarlo, de lo contrario, dos.

– Uh, qué rápido.

– Hijo, me angustiaba pensar en lo que sentías por ella. No quise enamorarme de ella, tienes que saberlo… Me refiero a que, si bien hay dieciséis años de diferencia entre nosotros, al parecer eso no ha impedido que nos enamorásemos. Cuando sucede, sucede, y sin embargo cuando lo supe me atormenté recordando que tú habías sido el primero en pretenderla.

Kristian sabía lo que debía decir:

– Oh, ella no me considera más que un chico. Ahora lo comprendo.

– Te sorprendería saber que no es así. Hemos hablado al respecto, y Linnea…

– ¿Quieres decir que sabe lo que siento por ella? -Kristian alzó la cabeza consternado-. ¿Se lo dijiste?

– No tuve necesidad de decírselo. Lo que debes comprender es que las mujeres notan esas cosas sin que se las digan. Ella veía lo que sentías, y tenía miedo de que eso causara problemas en la familia. -Theodore puso la mano bajo la nariz de Toots, sintiendo las blancas bocanadas de aliento contra el guante-. ¿Los causará?

Kristian no sería origen de ningún problema, por duro que fuese para él hacerse a la idea de que Linnea fuera la esposa de su padre.

– No. De cualquier modo, lo más probable es que lo mío haya sido un enamoramiento de cachorro, como dice Ray. -Kristian quiso aligerar el ánimo-. Pero no tendré que decirle madre, ¿verdad? -Kristian estudió a su padre-. ¿Te molestaría?

Hubiese debido ser Theodore el que formulase esa pregunta, y comprendió de pronto lo afortunado que era al tener un hijo como Kristian.

Hizo algo que raras veces había hecho, lo estrechó entre sus brazos y lo apretó contra él un rato.

– Hijo, harías bien en criar un hijo como tú algún día. No los hay mejores.

– Oh, pa.

Sus brazos se apretaron contra la espalda del padre. Tras ellos, Cub lanzó un suave bufido, y desde el cobertizo llegó el sonido apagado de la concertina que empezaba otra pieza. En otra parte del mundo, los soldados luchaban por la paz, pero allí, donde padre e hijo se estrechaban, corazón a corazón, la paz ya había derramado su bendición.

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