Linnea durmió en estado de excitación. Al despertarse, en su primera mañana de escuela, oyó cantar al gallo en un duermevela. El alba que asomaba por la pequeña ventana prometía un día claro. Abajo Nissa hacía ruidos en la cocina- Saltó ágilmente de la cama, impaciente por empezar, al fin, con lo más importante.
Se peinó con gran cuidado, trazando una raya en el medio y formando un moño que empezaba detrás de las orejas y seguía el contorno de la nuca dibujando una media luna. Se puso la nueva falda verde, la blusa escocesa que hacía juego, abotonándola hasta el cuello, estirando luego las finas cintas de la cintura para atarlas atrás formando un lazo: al terminar, se puso de puntillas para controlar los resultados en el espejo.
La falda era bien ajustada en la delantera, pero las tablas de atrás eran profundas y amplias, formando un abultamiento que daba la apariencia de tener un polisón que alzaba el faldón de la blusa. Viendo su reflejo, se encontró adulta y confiada. Todavía de puntillas, compuso una pose con los brazos elevados y las muñecas graciosamente flexionadas.
– Bueno, gracias, Lawrence. Ojala pudiese, pero, ya ves, hoy es el primer día de clase y tengo que ir a un edificio lleno de niños… -De pronto, se miró el pecho y rió-. Oh, caramba, he olvidado el reloj. Tendrás que disculparme, voy a buscarlo.
Abandonando la pose extravagante se acercó al tocador y levantó un delicado colgante de oro que pendía de un alfiler en forma de arco. El cuadrante estaba revestido de una lámina de oro delgada como un papel, que tenía grabado un dibujo de rosas. Era el regalo de graduación de sus padres y el primer reloj que poseía en su vida. Lo pinchó en la parte más sobresaliente de su Pecho izquierdo y volvió a retroceder para contemplarse, orgullosa.
Sí. Tengo ese aspecto. Señorita Brandongert, maestra.
Con una sonrisa, bajó a desayunar.
Los otros ya estaban: los hombres, sentados a la mesa, y Nissa, iba y venía de la mesa a la cocina.
– ¡Bueno, buenos días a todos. Mmmm, eso huele delicioso, Nissa!
Su tono era tan alegre como el del gallo mañanero y su paso vil cuando se dirigió a la silla de costumbre.
John giró, la inspeccionó más tiempo que lo habitual y se puso color de un jamón recién curado, sin poder pronunciar palabra.
– John -lo saludó, flexionando las rodillas en una breve reverencia-. Kristian. Giró hacia el muchacho con una sonrisa alegre y vio que estaba con la boca abierta.
– Buenos… -Pero se le quebró la voz y tuvo que empezar de nuevo-. Buenos días señorita Brandonberg.
– Theodore.
Le dedicó la sonrisa más radiante, pero él casi no la miró mientras llenaba el plato.
– Buenas -farfulló.
"¿Y ahora qué he hecho?", se preguntó. Seguramente, nada. Theodore estaba como siempre: encantador y radiante.
– Parece que tendremos un día hermoso para el comienzo de clases -gorjeó.
Nadie dijo una palabra, salvo Nissa, quien, reuniéndose con ellos a la mesa, comentó:
– Ya lo creo. Ya estamos todos, así que recemos. I
Una vez más, Theodore pronunció la plegaria en noruego y, si bien Linnea intentó varias veces romper la barrera de silencio a lo largo de la comida, no tuvo demasiado éxito. Felicitó a Nissa por el desayuno y luego aludió al tema del almuerzo del día anterior. '
– Si sigo comiendo así, engordaré muy pronto. El emparedado del sábado también era delicioso. -Miró con aire interrogante-. ¿De qué era?
– Lengua,
Linnea sintió que se le revolvía el estómago.
– ¿L…Lengua?
– Lengua de vaca -aclaró Nissa.
– Lengua de v…
Pero no pudo terminar la palabra. Tragó y sintió unas leves náuseas mientras cuatro pares de ojos se alzaban hacia ella.
– ¿Nunca habías comido lengua? -fe preguntó Nissa.
– n…no, por fortuna.
– Creo que dijiste que te había gustado.
– Penseque me había gustado, pero… ¿lengua?
– ¿Acaso no estás enterada? Hay guerra. Por aquí no desperdiciamos ninguna parte del animal, ¿no es cierto, muchachos?
Bajo las miradas divertidas de todos ellos, se sintió tonta y, aun así,,no pudo menos que preguntar:
– ¿Otra vez me ha preparado el emparedado con eso?
– De hecho, sí. Era la única carne fría que tenía. Claro que podría freírte un huevo y prepararte el emparedado con él si tu…
– Oh, no… No -insistió Linnea, sin otra alternativa-. No quiero darle trabajo. La le-lengua estará bien.
Por primera vez en la mañana, los ojos de Theodore se posaron en ella más tiempo, pero tenían un brillo divertido cuando dijo:
– Espere a probar el estofado de corazón que hace ma.
Una oleada de risas ahogadas recorrió la mesa y luego los Westgaard reanudaron la comida, pero ella no pudo pasar un bocado más.
Se levantó y dijo, sin mucha convicción:
– Si me disculpan, tengo que preparar algunas cosas para la escuela.
Hizo un gesto laxo hacia la escalera y se retiró.
Sin embargo, ni aun la perspectiva de los bocadillos de lengua bastó para amargarla cuando, más tarde, miró el reloj y vio que, por fin, era hora de ponerse en camino.
Nissa la esperaba para saludarla. Kristian debía de estar en su cuarto cambiándose de ropa y los otros dos ya habían salido para el campo. En la puerta, la anciana le dijo:
– Kristian me pidió que te diera esto. He puesto una tajada de queso en tu almuerzo.
Cuando miró, Linnea vio que era una trampa para ratones y, aceptándola con vivacidad con dos dedos, la puso sobre el libro de registro.
– Oh, lo ha recordado. Cuando lo vea, le daré las gracias. -Levantó la vista, sonrió, hizo una inspiración, retuvo el aire unos segundos y dijo-: Bueno, allá voy. Deséeme suerte.
– No creo que la necesites. Bastará con que les hagas saber quién manda y le irá bien.
Emprendió la caminata de veinte minutos ansiosa y feliz, recorriendo con paso animado la gravilla crujiente. Al costado del camino, las hierbas altas estaban resbalosas de humedad, brillando bajo el sol todavía bajo; 'se arqueaban flexibles hacia ella y casi no se estremecían en el amanecer sin viento. Al otro lado de las zanjas, el grano cortado se secaba en los vastos campos como una mujer con el cabello recién lavado. Por todos lados se olía la fragancia de la cosecha: algo así como el olor de las nueces, teñido con el olor polvoriento de la paja desmenuzada que pendía en el sol como motas doradas.
Un águila de cola roja se elevó en una corriente ascendente, con las alas tan quietas como las hierbas: lo único que se torcía de vez en cuando era la cola, que la hacía girar en círculos en busca del desayuno. El mundo resplandecía silencioso, pues los sonidos de la noche habían sido arrastra dos por la mañana. El sol era una bola de llamas, caliente y cegadora, que calentaba su cuerpo por delante, dejándola fría por detrás. Por más que entrecerrase los ojos, no podía distinguir el campanario de la escuela, a ochocientos metros de distancia.
Pasó ante la propiedad de John y observó la pequeña casa destartalada, tras la línea de protección de altos cedros. Junio al cobertizo había gran número de vacas blancas y negras. Una bandada de gorriones revoloteaba alrededor de la cabria enrejada del molino de viento, cuyo tercio inferior estaba cubierto de una espesa enredadera de campanillas, que alzaban sus trompetillas azules hacia el cielo, también azul. A mitad de camino entre la casa y el molino había una antigua bañera que desbordaba de petunias rosadas y blancas. ¿Él las habría plantado? ¿Y las campanillas? Sintió una punzada de desolación hacia ese hombre tímido y callado. Vio un gato manchado sentado en el escalón trasero, que se lavaba la cara blanca con una pata gris y, por alguna razón, se sintió mejor.
"John", pensó, "qué hombre tan simple y adorable."
Theodore. Frunció el entrecejo. Cualquier cosa menos simple y nada adorable. ¿Cómo era posible que dos hermanos tuviesen personalidades tan diferentes? Si se pudiesen homogeneizar las personalidades… a John le vendría bien un poco del temple de Theodore y a Theodore, algo de la timidez del hermano. Qué raro que pese a la grosería de Theodore – ¿o sería a causa de ella?-, no podía dejar de pensar en él. En ocasiones detectaba en él cierta vena de humor, pero él siempre la sumergía. ¿Cuántos días podía pasar un hombre sin sonreír? ¿Sin reír? ¿Nunca se permitía la alegría? Seguramente habría experimentado cuando era joven, cuando tenía a Melinda. Espera. Theodore, viejo aguafiestas. Verás cómo le haré sonreír.
Con esa promesa, llegó a la escuela. Se detuvo en el sendero para disfrutar de la escena: la construcción blanca, el cielo azul, los álamos verde esmeralda, trigo dorado, pájaros que cantaban entre las espigas, la brisa que le acariciaba las orejas, ni un alma cerca… como si ella fuese la única persona levantada. "Mía", pensó, grabándose el recuerdo, prometiéndose que jamás olvidaría esos momentos preciosos.
Subió los peldaños de cemento, tocó la fría baranda de acero y abrió la puerta de madera. Mía… al fin.
Cruzó el guardarropa y se detuvo al trasponer las puertas dobles: todo estaba tal como lo había dejado. Con las manos unidas bajo la barbilla, gozó la expectativa de su primer día de clases. Una luz dorada se derramaba por las largas ventanas limpias del aula. Las sombras de los; escritorios eran nítidas y renegridas contra el suelo de roble sin desbastar, al que la limpieza del sábado había arrancado olor a madera fresca. Las cortinas se mecían, lánguidas y las argollas proyectaban móviles sombras ovaladas que ondulaban sobre una fila de pupitres. Entre las ventanas brillaban las lámparas con chimenea. La bandera pendía, inmóvil. La estufa recién pintada de negro esperaba que se encendiera el primer fuego, los tinteros que los llenasen por primera vez, y las palabras de la pizarra, que las leyesen por primera vez.
Y el ratón estaba sentado en mitad del suelo. Linnea rió y el ruido ahuyentó al animalejo hacia el frente del salón.
– Bueno, a ti también te deseo los buenos días. -Vio que se escabullía por el suelo crujiente y desaparecía tras el anaquel de libros-. Así que ese es tu escondite -dijo, apoyándose sobre una rodilla para espiar detrás de los estantes. Se puso de pie, se sacudió las manos y dijo en voz alta-: Pronto te atraparé y. entretanto, no asomes la nariz, ¿me oyes?
Se sentó ante el escritorio, levantó la tapa de su cazuela de hojalata y encontró el trozo de queso que le había puesto Nissa. Pero, después de haber instalado la trampa, echó una mirada hacia la biblioteca, de nuevo al mortífero resorte de acero y otra vez al mueble. Por último, murmuró:
– Está bien, un día más.
Desactivó la trampa y la dejó en el suelo, sin quitarle el queso. Después fue afuera y Heno el cubo de agua, lo transportó dentro y pasó el agua a la olla de barro- Por último llenó los tinteros y miró el reloj, impaciente: tenía que aguardar quince minutos. Echó un vistazo a las puertas cerradas, ladeó la cabeza, pensativa, y luego corrió a abrir tanto las de adentro como las de afuera, como para que diesen la bienvenida.
Desde la puerta, observó su propia mesa. Después miró la puerta desde el escritorio. Se sentó y unió las manos sobre la gastada mesa de roble, contemplando el espectáculo: el palio occidental, la fila de álamos que resguardaba del viento, enmarcado por muros blancos y cortados limpiamente por el negro tubo de la estufa.
Así estaba sentada cuando asomaron las tres primeras cabezas y escudriñaron desde detrás de la estufa.
– Buenos días.
Linnea se puso de pie de inmediato y se acercó a ellos: eran los hijos de Lars y Evie. Cada uno de ellos llevaba un libro de estudios y un tarro de hojalata de los de melaza, y los tres la miraron. El niño era pecoso, con el cabello dividido a un lado y aplastado severamente hacia atrás. Le sujetaban los pantalones azul oscuro unos tirantes grises, y las punteras de sus botas no tenían un solo rasguño. La más alta de las niñas llevaba de la mano a la más pequeña, que trataba de ocultarse tras el hombro de su hermana. Las dos niñas estaban vestidas de manera similar, con vestidos de algodón floreado que llegaban al borde de sus botas marrones de caña alta que, sin duda, eran tan nuevas como las del hermano. La niña más pequeña llevaba un delantal blanco almidonado sobre el vestido. Las dos iban peinadas con raya al medio y el cabello estirado hacia atrás en dos pulcras colas, atadas con finas cintas amarillas.
– Buenos días, señorita Brandonberg -canturrearon los dos mayores al unísono.
Mientras intentaba desesperadamente recordar los nombres, el corazón de Linnea martilleaba. Pero sólo recordó uno:
– Tú eres Norma, ¿verdad? Norma Westgaard.
– Ahá. Y este es Skipp y Roseanne.
– Hola, Skipp.
El niño asintió y se sonrojó, mientras que Roseanne se metió el dedo en la boca y dio la impresión de que estaba a punto de echarse a llorar.
– Hola, Roseanne.
Norma la empujó un poco con la rodilla y la pequeña recitó un saludo, obviamente ensayado:
– Buenos días, zeñorita Brandonberg.
Norma se inclino sobre ella y le sacó el dedo de la boca, ordenándole:
– Ahora, dilo bien.
– Buenos días, zeñorita Brandonberg.
Esta vez lo pronunció con más claridad, pero con el mismo ceceo cautivante de la primera vez.
El corazón de Linnea se derritió y se acercó, aunque no mucho, por temor a espantarla:
– Bueno, Roseanne, me han dicho que este es tu primer día de clase.
La niña infló la mejilla y asintió, sin apartar la vista de Linnea.
– ¿Sabías que para mí también? Vosotros sois mis primeros alumnos. Y si me prometes no contárselo a nadie, te diré un secreto. -Uniendo las manos, las apretó entre las rodillas mientras se inclinaba y le confió-: La idea de conoceros me ponía un poco nerviosa.
Rosearme se sacó el dedo de la boca y alzó la vista hacia Norma, que le sonrió, tranquilizadora.
En ese preciso momento, apareció alguien en la puerta. Era Francés Westgaard, llevando a rastras a un hermano pequeño. Linnea los reconoció: eran los hijos de Ulmer y Helen, y ella esperaba que los hermanos mayores se unieran a ellos momentáneamente. Pero, cuando los niños entraron para saludarla, no apareció ningún hermano mayor.
Tras el intercambio de saludos, todos salieron afuera, los niños al patio de juegos y Linnea a los escalones de entrada para recibir a los alumnos que llegasen. Mantuvo la vista fija en el camino, para ver acercarse a los niños que faltaban. Pero pasaban los minutos y el mayor de los que llegaron era Alien Severt, que fue hacia el patio de juegos, donde, sin perder tiempo, se puso a fastidiar a las niñas mayores y a empujar a los más pequeños en los columpios.
A las nueve en punto, todavía fallaban los cuatro alumnos varones de mas edad y por eso entró a revisar la lista para cerciorarse de que no se había equivocado con respecto a los que esperaba.
¡Pero no podía haberse equivocado con respecto a Kristian! ¿Dónde estaría? Rebuscando en su memoria, recordó un rostro que asociaba con “Raymond Westgaard", muchacho alto y anguloso, que se había apresurado a irse inmediatamente después de que se lo presentaran el domingo. Y la hija de los Lommen ya había llegado: era la hermosa niña de largo cabello caoba y asombrosas pestañas largas… pero ¿dónde estaba su hermano gemelo? ¿Quién más faltaba? Ah, sí. Linnea repasó la lista: Antón, Tony, había llamado Nissa, y ella había anotado el apodo al margen. También faltaba Tony Westgaard, de catorce años.
Respiró profundamente y advirtió la tensión en el estómago. ¿Acaso los muchachos mayores estarían poniéndola a prueba, en cierto modo? ¿Llegarían tarde el primer día para ver cuál sería la reacción de la maestra nueva?
Pensó en Kristian y le pareció imposible que se prestara a semejante maniobra. Pero ya eran las nueve y diez y todavía no había hecho sonar la campana. Por fin abarcó con la vista a todos los alumnos y eligió a quien le pareció más sensato y digno de confianza.
– Norma, ¿puedo hablar contigo un momento? -la llamó desde el borde del patio de juegos.
Norma se apartó al instante de los demás y se acercó a ella.
– Sí, señorita Brandonberg.
– Son las nueve y diez y me faltan cuatro alumnos. Todos los varones mayores. ¿Sabrías tú dónde están?
La expresión de la niña se tornó perpleja.
– Oh, ¿no lo sabía?
– ¿Saber? ¿Saber qué?
– No vendrán.
– ¿Que no vendrán? -repitió Linnea, sin poder creerlo.
– No. No vendrán hasta que el trigo esté a cubierto y la trilla terminada.
Confundida, Linnea repitió:
– ¿El trigo? ¿Hoy, quieres decir? ¿Hoy alguien está trillando?
– No, señora. No sólo hoy sino todos los días, hasta el fin de la temporada. Los muchachos tienen que ayudar con la cosecha.
En cuanto asomó a la superficie un atisbo de comprensión, Línea temió haber entendido demasiado bien.
– La cosecha. ¿Te refieres a todo, en general? -Con un ademán abarcó los extensos campos que rodeaban la escuela- ¿Todo eso?
Norma miró, nerviosa, las manos de la maestra y alzó de nuevo vista.
– Bueno, necesitan a los chicos; de lo contrario, ¿quién lo entrará todo y lo trillará antes de que caiga la nieve?
– ¿Antes de que caiga la nieve? ¿O sea que piensan mantener a los niños apartados de la escuela todo ese tiempo?
– Bueno… sí, señora -respondió la niña, con expresión preocupada.
Al advertir que estaba poniendo incómoda a Norma, Linnea disimuló su descontento y respondió, en tono blando:
– Gracias, Norma.
Pero, cuando dirigió la vista hacía el Noroeste, en la dirección en que los muchachos estaban segando el día anterior, estaba furiosa. No veía un alma. ¡Y, cuando entró en el guardarropa y tiró del grueso nudo de la cuerda, hizo sonar la campana con tal vehemencia que, al elevarse, sus pies se despegaron del suelo!
Qué comienzo tan desastroso para el día que había imaginado con tanto idealismo… ¿Sería cierto que se atenían a esa costumbre todos los años? ¿Arrebataban a los niños mayores el valioso tiempo de asistencia al colegio para que los ayudaran a guardar su precioso trigo? ¡Bueno, sería conveniente que cambiaran de actitud porque ese año estaba presente la señorita Brandonberg y las cosas serían un poco diferentes!
El incidente le estropeó toda la jornada. Aunque siguió con todas actividades planeadas y se dedicó a conocer a sus pupilos, cada vez que los niños estaban atareados y ella no, la asaltaban amargos pensamientos; estaba impaciente por volver a la casa y emprenderla contra Theodore. Asignó asientos y se fabricó una tarjeta con los nombres; luego hizo que todos los chicos que lo supieran recitasen el "Juramento de Fidelidad” al comenzar el día. Después, por turno, se paraban junto a los pupitres y decían sus nombres, edades y el lugar aproximado en el que habían dejado de estudiar al terminar el año escolar anterior, al trabajar los diversos temas. La mayoría de los libros que usaban los niños no tenían ninguna marca que indicara el grado. En un esfuerzo por familiarizarse con cada alumno, tanto desde el punto de vista personal como académico, asignó a los mayores la tarea de escribir un breve ensayo sobre cada miembro de su familia. Los que estaban en los grados intermedios tuvieron como tarea escribir una lista de diez palabras que creyesen que describían a su familia, y a los más pequeños les pidió que dibujasen a su familia. Entretanto, reunió alrededor de sí al "primer grado", que formaban Roseanne y su primo, Sonny Westgaard, y empezó a enseñarles el alfabeto con las tarjetas que había preparado.
Descubrió que era dificultoso mantener en marcha siete niveles de enseñanza al mismo tiempo y en ocasiones creía haberles dado tarea a un par de alumnos como para una hora… ¡cuando ahí estaban, habiendo terminado y listos para la siguiente lección, antes de que ella hubiese acabado con otro grupo!
El descanso de media mañana fue un alivio, así como el del mediodía para comer, si bien no logró comerse el emparedado de lengua. Al final, lo tiró discretamente y pasó el resto de la tarde sintiendo que le gruñía el estómago.
Como los niños trabajaban solos buena parte del tiempo, era fácil determinar quién se aplicaba y quién no, quién podía trabajar sin vigilancia continua y en quién no podía confiar.
Alien Severt era el peor de todos. Su trabajo escrito era sucio, su actitud bordeaba la insolencia y trataba a los demás niños con grosería y desconsideración. Durante la pausa del almuerzo, salió a ahogar ardillas. Linnea se enteró de que había muchas, de modo que cazarlas era la actividad preferida de los varones al mediodía- y no sólo trajo dos colas sino una diminuta pata peluda, que puso silenciosamente sobre el hombro de Francés Westgaard cuando se reanudaron las clases. Cuando la niña la descubrió, rompió a gritar, alterando al resto de la clase, levantándose de un salto y quitándosela a manotazos para arrojarla al suelo-
– ¡Alien! -Ordenó Linnea-, ¡inmediatamente le pedirás disculpas a Francés y te llevarás esa porquería afuera y la tirarás!
Encorvándose en el asiento con aire indiferente, el niño preguntó:
– ¿Por qué? Yo no se la puse ahí.
– ¿No fuiste tú el que atrapó las ardillas al mediodía?
En lugar de responder, sin desdibujar la mueca desdeñosa de su boca, se levantó lentamente, inclinándose desde la cintura con actitud descarada y levantó la pata de ardilla del suelo.
– Como usted diga, maestra -dijo, arrastrando las palabras.
Pronunció la palabra "maestra" como una bofetada en el rostro. Linnea tuvo que apelar a toda su fortaleza para no darle el golpe que se merecía. Las miradas se encontraron, la de él, lánguida y victoriosa, la de ella, enérgica y, metiendo el pulgar en el bolsillo trasero, el muchacho empezó a darse la vuelta.
– Primero la disculpa -le ordenó la joven.
El niño se detuvo con un hombro más bajo que el otro, como en actitud de perseguido, y casi sin apartar la vista de Linnea, dijo:
– Lo siento, desgraciada.
– ¡Fuera! -le espetó Linnea, sin escapársete la importancia psicológica de decir la última palabra.
El chico salió con paso lento, con impúdicos movimientos perezosos, arrastrando los pies de manera que resonaran en el suelo hueco.
Por suerte, el incidente ocurrió hacia el final de la jornada, pues Linnea se quedó temblando de ira. Se esforzó por disimularlo cuando Alien entró otra vez con el mismo paso y volvió a sentarse con la actitud aburrida de antes.
Faltaba media hora para hacer sonar la campana y dar por finalizadas las clases y se sentó al escritorio para revisar los papeles del día. Alien que integraba el grupo de los mayores, al que le había dado la tarea de escribir los ensayos, había decidido escribir la lista de palabras. Más encolerizada aun por su empecinamiento, leyó la lista sin reconvenirlo por haber desobedecido sus indicaciones. La lista misma revelaba la actitud desafiante del muchacho:
aburrido
estúpido
oraciones
peste (hermana)
negro
fatidio
Para sorpresa de Linnea, añadió dos palabras que no guardaban menor relación con las demás:
biscochos de choclate
Alzando la vista por encima del papel, descubrió a Alien tendido sobre el pupitre, con la barbilla apoyada en el puño cerrado, mirándola. Lo que en realidad debía estar haciendo era leer, pero tapaba con las manos el libro abierto.
Biscochos de choclate. ¿Los bizcochos de chocolate que hacía su madre? ¿A fin de cuentas, habría algo que ese niño supiera apreciar? Pero ¿qué significaría la palabra falidio7 Estaba demasiado fastidiada para deducirlo y, dando vuelta a la hoja, pasó al siguiente. Sintió que los ojos de Alien le perforaban la coronilla, hasta que ya no pudo soportarlo más y volvió a mirar el reloj.
La tapa del reloj era retráctil y el resorte estaba disimulado tras el arco de oro. Cuando tiro de él e hizo saltar la tapa, volvió a sentir el incómodo escrutinio. Al levantar la vista, se encontró con la mirada de Alien fija en su pecho, donde la tela de la blusa, tironeada por la cadena, formaba un pico. Le recorrió la espalda un estremecimiento y sintió que se ruborizaba, pero en ese momento la mirada desinteresada del niño se volvió hacia la ventana.
No seas tonta. No es más que un chico de quince años, por el amor de Dios.
Lo observó con discreción durante un minuto más. Era delgado y larguirucho, pero alto y de hombros desproporcionadamente anchos, como un edificio alto con vigas sólidas que esperasen que se rellenaran las paredes, No tenía nada de la corpulencia que se veía desarrollarse en Kristian, cosa comprensible teniendo en cuenta que no hacía el mismo trabajo esforzado que los hijos de los granjeros. Aun así, en los huesos de la cara angulosa de Alien se veía asomar la virilidad, como también en el irónico labio superior, que ya estaba recortado por una fina sombra de bigote, similar a la pelusa que adornaba los huecos de las mejillas. También daba la impresión de que estaban engrosándose las cejas, como si fuesen a unirse sobre el puente de la nariz. Pero, al pensar en lo que sería Alien como hombre, se estremeció de nuevo y,se apresuró a dejar caer la vista cuando vio que la cabeza del niño giraba otra vez en su dirección.
– Niños, es hora de ordenar los pupitres. Por favor, devolved los libros aquí y lavad las plumas en el cubo que está en el guardarropa. Iremos por grados: Jeannette, Bent y Skípp, vosotros vais primeros.
Una vez ordenado el salón, les dio las buenas tardes y fue hasta el guardarropa a tocar la campana. Pero, cuando tenía los brazos levantados sobre la cabeza y los niños iban saliendo, el único que se demoró fue Alien Severt. Fue contoneándose hacia ella, arrastrando los pies y en esta ocasión no cabía duda; le miraba abiertamente los pechos. Soltó de inmediato la cuerda de la campana, mirándolo con la mayor firmeza que pudo reunir.
– Adiós. Alien. Te propongo que tú y yo intentemos tener un día mejor mañana.
El niño soltó un bufido carente de humor y pasó junto a ella sin decir palabra. Todo ello no hizo nada para mejorar su ánimo para el encuentro con Theodore.
A Theodore le preocupaba la cantidad de tiempo que dedicaba a pensar en la señorita Brandonberg. Pensar demasiado era típico de su actividad. ¿Cuántas horas de su vida había pasado tras los caballos que tiraban del arado, pensando? ¿Que otra cosa se podía hacer mientras iba detrás, contemplando las grupas relucientes y las grandes cabezas que se balanceaban?
De niño, trabajando para su padre, a menudo dormitaba al ritmo parejo de los caballos. Cuando era un adolescente que maduraba, había soñado al compás del roce de la tierra contra la hoja del arado. Como marido desilusionado, se angustiaba oyendo el rumor de las semillas cayendo por el tubo de grano. Y, como padre novato, abandonado con un hijo de un año, rumiaba su ira desde el mismo lugar.
Durante años, la vista seguía siendo la misma: caballos, cosecha. Horizonte.
Se había comunicado casi exclusivamente con la tierra y los animales durante tanto tiempo que se volvió introspectivo y hosco y había olvidado casi cómo comunicarse con los seres humanos- Claro que estaban Nissa, John, e incluso Kristian, pero ellos, igual que él, sólo gozaban de su propia compañía, en general.
Sin embargo, esta pequeña señorita era algo especial: siempre parloteando, burbujeante. No cabía duda de que no sabía cerrar la boca. El tipo que se casara con ella debería estar preparado para una buena dosis de atrevimiento. ¿Por qué lo enfurecía tanto? ¿Por qué lo hacía aflojar la lengua? Lo hacía pensar en tonterías como las flores de los cardos y en significado de palabras raras.
Sonrió imaginando la sorpresa de la muchacha cuando Kristian no se presentara en la escuela. Sí, sin duda le arrojaría las palabras en la primera ocasión que tuviese. Bueno, que rabiara, Kristian ya estaba inquieto y echaba miradas hacia la escuela cada vez que llegaba a la cima de la colina. Theodore no estaba ciego: hasta un tonto se habría dado cuenta de que el muchacho estaba enamorado de la maestra y que, en cuanto tuviese ocasión, soltaría las riendas y correría a practicar su ortografía. Amor de cachorro. Esbozó una sonrisa torcida, que se le borró poco después al recordar que él no era mucho mayor que Kristian cuando tuvo ese fatal tropezón en la ciudad y conoció a Melinda.
Melinda.
Vestida de amarillo claro, el cabello negro formando un nudo, los ojos verdes relampagueando, aprobadores. Desde el momento en que la había visto en ese vagón, no pudo apartar la vista de ella. Se removió inquieto y pasó las riendas a la otra mano. ¿Qué diantre se había adueñado de él para ponerse a pensar en Melinda?
Melinda era cosa del pasado y, cuanto menos pensara en ella, mejor?. Hacía años que lo sabía. Se acomodó mejor en el asiento de hierro y entrecerró los ojos cuando enfiló hacia el Oeste. Hora de ordeñar. Haciendo flexiones y giros, se masajeó la nuca y pensó en lo grato que sería bajarse del vehículo a estirar las piernas. Sacó el reloj de la pechera de la bata de trabajo, miró la hora y lo guardó de nuevo. Ah, ma debía de tener preparados unos emparedados y una taza de café caliente. Hizo señas a los otros, se acercó al linde del campo y soltó a los caballos del arado. Y, mientras guiaba a la yunta hacia el molino de la familia para recibir el merecido refrigerio, se preguntó si la pequeña señorita ya habría vuelto de la escuela.
Ella estaba de pie junto a la torre, esperando para saltarle encima, con los brazos en jarras, cuando Theodore y Kristian entraron en el patio a pie, detrás de los caballos.
Theodore la observó bajo el ala del sombrero de paja, pero no dio señales de haber advertido su presencia. Gritó:
– Frenen, ustedes -cuando los caballos apresuraron el paso al ver el tanque de agua.
Adrede, condujo a Crib y a Toots muy cerca de la muchacha, haciendo caso omiso de que ella estaba en su camino.
– ¡Señor Westgaard! -lo abordó, girando para mirar con seriedad los hombros anchos cuando él pasó junto a ella sin pronunciar palabra.
Theodore se acercó lo suficiente para ver las chispas que estallaban en los ojos azules.
– ¿Señorita Brandonberg? -repuso, con deliberada frialdad, mientras ella lo seguía inclinándose adelante, con los puños apretados y pasos furibundos.
– ¡Quiero hablar con usted!
– Hable.
– ¡Hoy su hijo no estaba en la escuela!
Theodore soltó las riendas y se inclinó para soltar los tiros de la grupa.
– Por supuesto que no. Estaba en el campo, conmigo.
– ¡Le rogaría que me dijese qué estaba haciendo allí!
– Lo que cualquier persona físicamente apta hace en esta región. Ayudar con la cosecha.
– ¿Por orden de usted?
Theodore se irguió, en el preciso momento en que Kristian entraba con su pareja de animales, pero tuvo la sensatez de mantener la boca cerrada.
– No hace falta órdenes. El muchacho sabe que se le necesita y con eso basta.
– No hacen falta órdenes -explotó Linnea-. Pero escúchese un poco -Señaló el pecho de Theodore-. Tiene una gramática lamentable, ¿y quiere que su hijo crezca hablando de ese modo? ¡Eso es lo que pasará si no lo deja asistir a la escuela!
Para enfatizar, agitó un dedo bajo la nariz del hombre.
Theodore se sonrojó y su boca se convirtió en una fina raya. ¿Con quién creería que estaba hablando?
– ¿Qué importa cómo hable, siempre que sepa cómo manejar una granja? Eso es lo que hará toda la vida.
– ¿Ah, si? ¿Y él qué opina al respecto? -Con expresión colérica, se volvió a Kristian y luego hacia el padre-. Más bien, ¿tiene algo que decir al respecto? -De repente, se volvió para confrontar directamente al muchacho-: ¿Qué dices, Kristian? ¿Eso es lo que piensas hacer el resto de tu vida?
El muchacho estaba tan sorprendido que no atinó a responder.
– ¡Ya ve! -continuó la joven-. ¡Le ha lavado el cerebro de tal modo que ni siquiera puede pensar por sí mismo!
– ¡Señorita… será mejor que…!
– ¡Cuando se dirige a mí como maestra de su hijo, mi nombre es señorita Brandonberg!
Theodore la miró, ceñudo, enderezó los hombros y repitió:
– Señorita Brandonberg… -Hizo una pausa burlona y continuó- Hay un par de cosas que será mejor aclararle. Aquí vivimos de acuerdo con las estaciones, no por un calendario establecido por algún soberbio y roñoso inspector de escuelas. Tenemos que guardar el trigo y, cuando esté trillado y guardado en los graneros, será el momento de que los muchachos vayan a la escuela. -Levantando un dedo, señaló al horizonte-Aquí no estamos trabajando en el jardín de una solterona, ¿sabe? Lo que está mirando son campos divididos en secciones, no en hectáreas. ¿Cuándo diablos cree usted que podrá usar todas esas palabras elegantes cuando la tierra le pertenezca? A los caballos no les importará cómo hable. -Señaló con el pulgar sobre el hombro a los caballos que abrevaban-. Lo único que les importa es que se les dé de comer, de beber y qué se los ensille como es debido. ¡Vacas, caballos, cerdos y trigo! ¡Eso es lo que importa aquí, y será mejor que no lo olvide antes de empezar a predicar sobre educación!
Irguiéndose, Linnea levantó las manos.
– Entonces ¿para que me contrataron? ¡Si eso es lo único que importa, puede enseñárselo usted! Pensé que mi trabajo consistía en que los, niños fuesen letrados, en prepararlos para el mundo que está más allá de Álamo, North Dakota -terminó, agudizando la voz.
¡Si letrados significaba lo que él creía, la pequeña jovencita lo había puesto otra vez en su lugar y él ya había soportado todo lo que podía de una cachorra dieciséis años menor que él!
– Álamo, North Dakota es su mundo y siempre lo será, de modo que confórmese con tenerlo durante seis meses al año en lugar de ninguno.
Se dio la vuelta, pero Linnea lo azuzó:
– Así que piensa apartarlo de la escuela otra vez en la primavera, en lugar de responderle, Theodore se encaminó hacia el cobertizo.
Indignada, la muchacha corrió tras él y lo aferró del brazo.
– ¡No se atreva a darme la espalda… pedazo de atrabiliario… -Buscando la palabra adecuada, al final le escupió-: ¡Cínico!
Theodore no tenía idea de lo que significaba y eso lo enfureció todavía más
– Fíjese a quién insulta, pequeña señorita.
Liberó su brazo de un tirón.
– ¡Respóndame! -le gritó-. ¿También piensa sacarlo de la escuela para que lo ayude a sembrar?
La mandíbula de Theodore adoptó un gesto terco.
– Seis meses para mí, seis para usted. Es justo, ¿no cierto?
– ¡Para su limitada información, no existe la palabra no cierto, y no estamos hablando de lo que es justo para mí y para usted! Nos referimos a lo que es justo para su hijo. ¿Quiere que sepa escribir y leer correctamente cuando sea mayor?
– Ya sabe lo suficiente para arreglárselas.
– ¡Arreglárselas! -Irritada más allá de los límites, se apretó las sienes y giró de prisa-. ¡Señor, como puede alguien ser tan obcecado!
El enfado de Theodore estalló y se puso de color encamado.
– Si no soy lo bastante inteligente para su gusto, puede buscarse a otro que mantenga un techo sobre su cabeza. Le aseguro que el distrito escolar no me paga lo suficiente para la comida que come y mucho menos para calentar la planta alta.
Theodore se dio la vuelta otra vez y en esta ocasión ella lo dejó irse. Cuando el hombre desapareció dentro del cobertizo, Linnea cobró conciencia de la presencia de Kristian, de pie junto a los caballos, las riendas olvidadas en las manos, con aire avergonzado.
De pronto se dio cuenta de lo que había hecho.
– Kristian, lo siento. No era mi intención que presenciaras esto. Ha sido… ha sido muy incorrecto de mi parte ofender así a tu padre. Por favor, perdóname.
Kristian no sabía a dónde mirar. Fijó la vista en las riendas, luego otra vez en Linnea y después en las correas que recorrían la grupa de Nelly.
– N'importa -farfulló, pasando la mano distraído por el hombro del caballo.
– No importa -lo corrigió la señorita Brandonberg, sin advertirlo. Y añadió-; Sí, importa. No tenía derecho a perder la calma de ese modo, ni a decirle obcecado. -Dirigió una mirada furiosa hacia el cobertizo, apretó los puños y se golpeó los muslos- Lo que sucede es que no sé cómo hacerle comprender la importancia de la educación, puesto que lo único que ve es que a él le ha ido bien sin ella.
– Tiene razón, ¿sabe? -Kristian la miró a los ojos-. No iré a ningún sitio. Aquís donde viviré toda mí vida, seguramente. Amo esta granja.
Esta vez, no se molestó en corregirlo. Desesperada por la inutilidad de sus esfuerzos, lo vio alejarse hacia el cobertizo, desde cuyo costado más alejado llegaba la voz de Theodore gritando;
– Ven, jefe… -mientras juntaba a las vacas para ordeñarlas.