24

El funeral de John se celebró el Primero de Mayo, con una temperatura que alcanzó la insólita marca de veintiséis grados. No quedaban rastros de la nevisca que había asolado el campo, a no ser por el ataúd del hombre que había perdido la vida por causa de ella. Los lirios silvestres y los ranúnculos florecían como en una especie de euforia. En el cementerio que estaba junto a la pequeña iglesia rural, entre las lápidas, se veía multitud de flores primaverales.

En cambio, qué triste la escena junto a la sepultura. En un día como ese, cuando los niños debían estar recogiendo esas flores para los cestos de primavera, estaban rodeados por ellas formando un torcido flanco, cantando un himno de despedida con sus claras voces, dirigidos por la maestra, que tenía los ojos arrasados de lágrimas. Junto a ellos estaba la familia, rodeándolos, con los codos tocándose.

Cuando acabó la canción, Linnea reasumió su lugar junto a Theodore, que todavía estaba demasiado agotado para estar de pie durante toda la ceremonia y, por eso, estaba sentado en una silla de madera. La silla, con sus patas ahusadas hundidas en la hierba primaveral, parecía fuera de lugar. Era de esas a las que solían subirse los pequeños cuando aprendían a caminar, o que los hombres equilibraban sobre dos patas mientras decidían qué carta jugar, o que se veían con una chaqueta de trabajo colgada con descuido sobre el respaldo. Verla junto a la tumba arrancó nuevas lágrimas de los ojos de Linnea.

Pero no se trataba de la silla. Era Theodore el que la hacía llorar, sentado allí tan débil y macilento, formal en su duelo, sin cruzar las piernas en los tobillos ni en las rodillas. La brisa suave le ondulaba los pantalones y le apartaba el cabello de la frente. Todavía no había derramado una lágrima, aunque Linnea sabía que su dolor era mucho mayor que el de ella. Pero lo único que podía hacer era permanecer a su lado y oprimirle el hombro.

Y ahi estaba Nissa, escuchando al reverendo Severt hacer el elogio del hijo, hasta que al fin se quebró y se volvió hacia el ancho pecho de Lars en busca de apoyo, hasta que una segunda silla de cocina apareció desde algún sitio y la hicieron sentarse.

Los semblantes de los hermanos de John parecían vacíos; sin duda cada uno revivía recuerdos privados de ese hombre tierno y discreto al que habían protegido durante toda la vida.

El elogio fúnebre se prolongaba. A Linnea le extrañó que no reflejara ninguna de las cosas importantes: John removiendo los pies, tímido, mientras se asomaba por la puerta del guardarropa con el árbol de Navidad escondido a la espalda; John, ruboroso y titubeante, invitando a bailar a la maestra; John, guiñándole el ojo a su compañera antes de jugar el naipe ganador; John, plantando campanillas azules junto a su molino; John diciendo:

– Teddy nunca se enfada conmigo, ni cuando soy lento. Y soy bastante lento.

Oh, cuánto lo echarían de menos. Cuánto lo echarían todos de menos…

La ceremonia terminó cuando Ulmer, Lars, Trigg y Kristian bajaron el ataúd a la sepultura. Cuando cayó una palada simbólica de tierra sobre él, Nissa sufrió un ataque de llanto, repitiendo acongojada:

– Oh, hijo mío… hijo mío.

Theodore, en cambio, siguió sentado como hasta entonces, como si John se hubiese llevado consigo una parte de su vida.

En las horas que siguieron al servicio, mientras los dolientes se reunían en la casa para compartir la comida, Theodore habló poco y tenía aspecto de agotamiento. Cuando la casa, al fin, se vació y el silencio se hizo demasiado denso, Nissa se sentó ante la mesa de la cocina, tamborileando distraída sobre el hule. Kristian fue a pasear con Patricia y Raymond. Linnea colgó los trapos de cocina en la cuerda y volvió a la casa silenciosa.

Nissa tenía la vista fija en el cielo del atardecer, en los arbustos en flor, en el molino que giraba suavemente. Linnea se detuvo tras la silla de su suegra y se inclinó para darle un suave beso en el cuello. Olía a Jabón de lejía y a sales de lavanda.

– ¿Quiere que le traiga algo?

Nissa salió de su abstracción.

– No… no, hija. Creo que he tenido casi todo lo que un cuerpo tiene derecho a esperar.

Las lágrimas volvieron a manar. Linnea cerró los ojos, se echó hacia atrás y contuvo el aliento. Nissa suspiró, enderezó los hombros y preguntó:

– ¿Dónde está Teddy?

– Creo que se ha metido en el cobertizo para estar un rato solo.

– ¿Crees que estará bien ahí afuera?

– Si eso la preocupa, iré a ver.

– Todavía está muy débil. Hoy no lo vi comer demasiado.

– ¿Estará usted bien si la dejo sola unos minutos?

Nissa lanzó una carcajada seca.

– Uno empieza solo y termina solo. ¿Por qué será que la gente cree que, entre tanto, uno necesita compañía?

– Está bien. No tardaré mucho.

Sabía dónde lo hallaría: seguramente sentado en la silla, agobiado, lustrando ameses que no necesitaban lustre alguno, Pero cuando se asomó a la puerta de la talabartería, lo vio con las manos ociosas. Sentado en la vieja silla, de cara a la puerta, tenía la cabeza apoyada en el borde de la mesa de herramientas con los ojos cerrados. Sobre el regazo, lavándose el pecho, estaba Rainbow, la gata de John, y las manos de Theodore se posaban inertes sobre su lomo. A primera vista parecía dormido, pero Linnea vio que sus dedos se movían sobre la piel suave, y que las lágrimas manaban de las comisuras de los ojos. Lloraba tal como se había despertado, de manera apacible, discreta, dejando que las lágrimas rodasen por su rostro sin molestarse en enjugarlas.

Hasta entonces, Linnea nunca lo había visto llorar, y era un espectáculo devastador.

– Theodore -dijo con ternura-, tu madre estaba preocupada por ti.

Abrió los ojos, pero no levantó la cabeza.

– Dile que quiero estar solo, nada más.

– ¿Estás bien?

– Estoy bien.

Lo observó tratando de contener el temblor de los labios, el escozor en los ojos. Pero lo veía tan abatido y solitario…

– ¿Rainbow vino por su cuenta?

Con esfuerzo. Theodore alzó la cabeza lo suficiente para ver cómosus dedos manoseaban la piel del animal, con una expresión tan desolada y despojada de vida, que a Linnea se le desgarró el alma.

– No. Kristian fue a buscarla. Supuso que estaría en el umbral de la casa de John maullando, pidiendo comida… hasta que…

No pudo terminar. De repente, su cara se contrajo en surcos de dolor. Un solo sollozo áspero sonó en el ambiente y, dejando caer la cabeza, se tapó los ojos con una mano. Rainbow se sobresaltó y se bajó, y Linnea corrió para acuclillarse ante él, tocándole las rodillas.

– Oh, Teddy -se desesperó-, no sabes cuánto necesitaba estar contigo en este momento. Por favor, no me dejes fuera.

Al mismo tiempo que un sollozo estrangulado escapaba de la garganta de Theodore, sus brazos se abrían para estrechar a su esposa. Y allí se quedó Linnea, en el abrazo, sobre el regazo de su marido, estrechándolo con fuerza, sintiendo los sollozos desgarrados que exhalaba contra su pecho. Así abrazados, se mecieron. Con la boca apoyada en el vestido de ella, pronunció su nombre, mientras ella lo apretaba contra sí, consolándolo, consolándose.

Cuando el llanto se agotó, quedaron flojos, vacíos, pero se sintieron mejor e infinitamente más cercanos. Se oyó un paso en la parte exterior del cobertizo y Teddy se enderezó pero Linnea se quedó donde estaba, rodeándole el cuello con los brazos.

Kristian apareció en el vano de la puerta, con aspecto perdido y solitario:

– La abuela estaba preocupada y me mandó aquí, a buscaros.

Cada uno de ellos había tenido su tiempo a solas y ya era hora de apoyarse en los otros. Linnea se puso de pie, ayudó a levantarse a Theodore y dijo:

– Ven. Ahora, Nissa necesita estar con nosotros.

Le pasó un brazo por la cintura, el otro por la de Kristian y caminaron seguidos por la gata de John, pasando ante el molino hacia la casa.

La vida se reanudó. Theodore volvió solo a los campos. Nissa empezó a cultivar su jardín. La escuela ya había estado demasiado tiempo cerrada.

Con cuánta rapidez se acercaba a su fin el año escolar. Pareció que mayo transcurría como una ráfaga. El concurso de silabeo de ese año, en Wiltiston, lo ganó Paúl. Luego llegó SyiencieMai-el diecisiete de mayo-, la fiesta noruega más importante del año, que celebraba el día en que la tierra patria había adoptado la constitución. Hubo juegos y una comida en la escuela y después un baile, en el cual Linnea aludió al tema del alistamiento de Kristian.

– Ya no es un niño. -Miraban bailar a Kristian y a Patricia, tan pegados que entre los dos no podía pasar un mosquito-. Si ya ha tomado la decisión, pienso que tendrás que dejarlo ir.

– Lo sé -dijo Theodore en voz suave, siguiendo a la pareja con la vista-. Ya lo sé.

Y así fue como el final del año escolar trajo aparejado un nuevo dolor. Pero, como fuese, los días transcurrían y Linnea sentía la euforia propia de los finales y, al mismo tiempo, la tristeza de saber que eran sus últimos días como maestra. Había sido una buena maestra; sin falsa modestia lo sabía y deseó poder conciliar, al otoño siguiente, al hijo con su trabajo. Pero el último día, cuando se despidió de los niños, estaba despidiéndose de una etapa de su vida.

Se hicieron los exámenes finales y al fin llegó el momento de la excursión del último día. La clase votó por realizarlo en el arroyo, así podrían nadar.

El día fue ideal: cálido, soleado y con poco viento. Perfecto para una banda de niños excitados, que festejaban el fin de la escuela. Jugaron, nadaron, comieron, exploraron. Los varones pescaron corriente abajo: las niñas buscaron flores silvestres y las entrelazaron en sus trenzas.

Cerca del final de la tarde, Norna se acercó a Linnea, preocupada, informando:

– No puedo encontrar a Frances por ningún lado.

– Está juntando flores con las otras chicas.

– Estaba, pero ya no está.

Linnea miró corriente arriba. Desde el pequeño grupo de niñas que estaban muy entretenidas haciendo anillos de trébol llegaban flotando risas, pero Frances no estaba con ellas.

De manera automática, se volvió a la misma persona a la que siempre recurría:

– Kristian, ¿has visto a Frances? -gritó.

Kristian alzó la cabeza y miró alrededor. Él y Patricia estaban sentados, conversando muy tranquilos a orillas del arroyo.

– No, señora.

– ¿Y tú. Patricia?

– No, señora.

Los cuatro miraron el arroyo, pero no era lo bastante profundo para que Frances se ahogara. Linnea se apresuró a contar a los niños. Cuando comprobó que también faltaba Alien Severt, el corazón le hizo una señal de advertencia.

Ese día, Frances Westgaard se había metido y había salido del arroyo cuatro veces. Le había entrado agua en un oído y no podía sacársela y además, temblaba mucho. Abrazándose, fue hasta los espesos matorrales donde las niñas habían dejado la ropa.

Frances había decidido que, cuando fuese mayor, sería maestra, igual que la tía Linnea y llevaría a la clase a menudo a excursiones como esa, por lo menos una vez por semana cuando el clima lo permitiera. Y en invierno, también harían sopa. Y conejos el día de Acción de Gracias y palomitas de maíz cada vez que los chicos manifestaran su deseo de comerlas.

Sentía los calzones de baño, gruesos y pegajosos y cuando trató de bajárselos se le pegaron como sanguijuelas. Saltando en un pie, logró bajarlos hasta las caderas y, por fin, hasta las rodillas, pero ni así logró sacárselos del todo. Por último, desistió y se arrojó sobre la hierba que le picaba. Le castañeteaban los dientes y la mandíbula le bailoteaba mientras forcejeaba para pasar los pegajosos calzones por los tobillos.

– En, Frances, ¿qué estás haciendo? -dijo una voz untuosa, arrastrando las palabras.

Frances se sobresaltó, e intentó volver a subirse la prenda, pero estaba enrollada tan apretadamente como una cuerda nueva.

– Estoy cambiándome la ropa. ¡Vete de aquí, Alien!

Alien salió de detrás de un álamo mostrando una mueca astuta en la boca.

– ¿Por qué? Este es un país libre.

El muchacho había contado con todo un año para alimentar el rencor contra la señora Westgaard y contra Frances. Las dos lo habían avergonzado en más ocasiones de las que quería recordar, Y si bien le resultaba imposible vengarse de la maestra, sí podía hacerlo con esta pequeña imbécil.

– ¡Te conviene irte de aquí si no quieres que se lo diga a la tía Linnea!

Frenética, Frances manoteó los calzones tratando de ponérselos, pero Alien avanzó y se paró sobre ella, apretando con el pie la prenda mojada contra el suelo, entre los tobillos de la niña.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué vas a decirle?

Los ojos de Alien asolaron la piel desnuda de Frances y ella procuró cubrirse el regazo con las manos.

– No tienes que estar aquí. Es el sitio donde nos cambiamos las niñas.

Pero Alien lanzó una carcajada siniestra, que inundó de miedo a la chica.

– No me gustas, Alien. ¡Contaré lo que haces!

– Todo el año has estado contando cosas de mí y metiéndome en problemas constantemente. ¿No es así mocosa?

– No, yo…

– ¡Sí, lo hiciste y haré que lo lamentes… estúpida!

Antes de que pudiese escabullirse. Alien saltó sobre ella con una fuerza que la aplastó contra el suelo. Frances gritó:

– ¡Lo contaré! -hasta que Alien le puso una mano en la boca y le golpeó la cabeza contra la tierra.

Los ojos de Frances se agrandaron de miedo y abrió ta boca en un grito ahogado contra ta palma del muchacho.

– ¡Si lo cuentas, te las verás conmigo. Frances! -la amenazó en tono desagradable-. Si lo cuentas, la próxima vez te haré algo peor. Lo único que quiero hacer ahora es mirar.

Frances volvió a lanzar un grito ahogado. Se removió y pateó, pero Alien era mayor que ella y mucho más corpulento,

– ¡Cállate, Frances! ¡Si gritas, vendrán todos corriendo y yo diré que te bajaste los calzones delante de mí. ¿Sabes lo que les pasa a las chicas que se bajan los calzones delante de los varones?

Aterrada, Frances guardó silencio con el corazón martilleándole dolorosamenle, mientras Alien te metía una rodilla entre las piernas, tratando de separárselas. Pero los calzones mojados que le aprisionaban los tobillos la ayudaron. Forcejearon, nariz con nariz, hasta que, al fin. Alien logró abrirle las rodillas. La cara que veía debajo de él se había puesto del color de la tiza y lo único que conservaba color eran los ojos oscuros, aterrados. Alien soltó el aliento con un fuerte siseo. Apretó la cara de la chica hasta que un diente le cortó la mejilla y sintió el sabor de la sangre.

Impulsada por una nueva oleada de terror, se retorció más aún. Girando, frenética, esforzándose por respirar, sintió que el cuerpo de Alien cambiaba de posición y que le subía de un tirón la camisa mojada. Gritó otra vez bajo la mano del chico. El rostro de Alien se convirtió en una máscara de fealdad.

– Grita y lo lamentarás. Porque si lo haces, todos sabrán que has estado haciendo porquerías conmigo.

Moviéndose con la velocidad de una serpiente, la sujetó por el cuello y apretó, sometiéndola del todo. Los dedos de la niña forcejeaban en vano con esas manos que la estrangulaban, y al mismo tiempo. Alien se colocó de rodillas entre las piernas de ella y se echó atrás.

Un instante después, algo lo levantaba como a una marioneta y un puño se le estrellaba en la cara y lo lanzaba contra el tronco de un álamo.

– ¡Asqueroso hijo de perra!

Esa vez, el puño le acertó en el plexo solar y lo hizo doblarse como una navaja. Con la rapidez del relámpago, fue levantado y golpeado otra vez. Alguien gritó. Sobre la hierba cayó sangre. Los niños se acercaron corriendo. El aire se llenó de sollozos. Linnea gritó:

– ¡Kristian, detente ahora mismo! ¡Kristian, basta!

Terminó tan abruptamente como había comenzado.

Alien Severt se tapaba la cara ensangrentada con las manos y miraba hacia arriba a Kristian, a horcajadas sobre él como un Zeus indignado.

Linnea sostenía sobre el regazo a Frances, que gimoteaba. Libby Severt miraba boquiabierta a su hermano, horrorizada e incrédula. Raymond irrumpió en la escena con los puños apretados.

– ¡Apártate de él, Kristian! ¡Me toca a mí!

– ¡A mí también! – intervino Tony, que llegaba pisándole los talones al hermano.

Si la situación no hubiese sido tan grave, habría resultado cómico ver a Tony furioso, cerrando los débiles puños, irguiendo los flacos hombros como si tuviese fuerzas para algo más que para matar un mosquito.

– ¡Niños! ¡Ya es suficiente!

– ¡Ese miserable insignificante no olvidará el día que puso las manos sobre mi hermanita! -exclamó Raymond, al que ahora retenía Kristian.

Confiando a la llorosa Frances a los brazos de Patricia, Linnea se puso de pie y se enfrentó a los tres furiosos muchachos:

– ¡Cuidad vuestro lenguaje ante los pequeños y no me levantéis la voz! -Aunque temblaba por dentro y sentía las rodillas como gelatina, no lo dejó ver-. Levántate, Alien -ordenó-. ¡Vuelve a la escuela y espérame y que Dios te ayude si no estás ahí cuando yo llegue! Patricia, ayuda a Frances a secarse y vestirse. Raymond, tú puedes acompañar a tu hermana a la escuela. Kristian, abotónale la camisa y ve a nuestra casa a buscar a Clippa para Raymond y Frances. Los demás, cambiaos y recoged las cazuelas del almuerzo.

Las rápidas órdenes de Linnea los contuvieron a todos, pero ella estaba todavía en estado de furia cuando, media hora después, irrumpió en el jardín de los Severt, camino a la puerta principal. Libby la precedió al interior y Alien iba detrás, gimiendo, sujetándose el mentón, con sangre coagulada en una fosa nasal y más sangre seca en los dedos.

– ¿Madre? -llamó Libby.

Un instante después, apareció Lillian Severt en la arcada.

– ¡Alien! -Cruzó corriendo la habitación-. Oh, Señor querido, ¿qué te ha sucedido?

– Recibió exactamente lo que merecía -repuso Linnea y prosiguió en tono frío-. ¿Dónde está su esposo?

– En este momento está en la iglesia, ocupado.

– Vaya a buscarlo.

– Pero, la cara de Alien…

– ¡Tráigalo!

– ¿Cómo se atreve…?

– ¡Tráigalo!

Por fin, el grito indignado de Linnea logró que Lillian la obedeciera.

Corrió, alejándose de la puerta, echando sobre el hombro una mirada ominosa a la nariz ensangrenlada del hijo y Libby bajaba el mentón. Cuando volvieron el señor y la señora Severt, Linnea no les dio tiempo a consentir al hijo. Se ocupó de que estuviese sentado en una silla de respaldo recto y ella se puso al lado, de pie como un guardia de prisión. La cara del niño estaba hinchada y el ojo derecho casi cerrado. Lillian hizo un gesto como para ir a consolarlo, pero Linnea la detuvo, ordenando:

– ¡Bueno, Alien, habla!

Sujetándose la mandíbula. Alien farfulló:

– No puedo… me duele.

La maestra le dio un empujón que casi lo tiró de la silla.

– ¡He dicho que hables! -Alien bajó la cabeza y la ocultó entre los brazos, sobre la mesa- Muy bien, lo diré yo. -Perforó a los padres con una mirada furiosa-. Hoy, en la excursión escolar, vuestro hijo atacó a Frances Westgaard. Le bajó los calzones y…

– ¡no lo hice! – vociferó Alien, levantándose para tocarse enseguida la mandíbula y lanzar gemidos de dolor.

– La siguió hasta el lugar donde se cambiaban las chicas cuando no había nadie cerca y la atacó. Le bajó los pantalones y la amenazó con volver a hacerlo y con hacerle algo peor si se atrevía a contarlo. La tenía aplastada contra el suelo sujetándola del cuello cuando los encontramos.

– ¡No le creo! -afirmó Lillian Severt, con los ojos agrandados.

– Usted no me creyó la última vez que vine a hablarle, ni la anterior. No sólo no me creyó sino que llegó al punto de insinuar que la culpa de la conducta de Alien era mía. Se niega a entender que las gamberradas de Alien no son simples travesuras infantiles y que es necesario tomar medidas para ayudarlo. Esta vez, pienso que no tendrá otra alternativa. Toda la escuela fue testigo. Cuando sucedió, todos los chicos estaban buscándolos.

Díselo, Libby.

– Yo…él…

Los ojos aterrados de Libby pasaron del hermano a la maestra.

– No tienes por qué temer-dijo Linnea, suavizándose por primera vez al ver que Libby tenia más miedo de la venganza que de no responder-. Sabes que no decir la verdad es como mentir, ¿no es asi, Libby?

– Pero estoy asustada. Si lo digo, él me lastimará.

Por fin, habló Martin:

– ¿Que te lastimará?

Se adelantó y tomó la mano de su hija.

– Siempre me hace daño si hago algo que lo enfade.

La madre comenzó:

– Martin, ¿cómo es posible que te preocupes por ella, mientras a él le sangra la nariz y…?

– Déjala hablar -exigió Martin y animó a la hija- ¿Lastimarte? ¿Cómo?

– Me pellizca y me tira del pelo. Y dijo que mataría a mi gato. Dijo que le pondría petróleo en la… en la…

Acongojada, Libby bajó la cabeza.

– ¡Qué absurda…!

– ¡Cállate! – rugió Martín, girando hacia su esposa-. Hiciste lo que quisiste con él hasta ahora, pero se acabó. Si yo hubiese intervenido hace años, esto jamás habría sucedido. -Se volvió con dulzura hacia Libby-. ¿Todo lo que dijo la señora Westgaard es verdad, entonces?

– ¡Sí! -exclamó la niña-. ¡Si! -De sus ojos manaron lágrimas-. Estaba tendido sobre la pobre Frances, estrangulándola y… ella tenía los pantalones bajados… y… y… todos los de la escuela vieron cuando Kristian apartó a Alien y le dio una buena y Raymond también quería pegarle, pero la señora Westgaard no lo dejó. ¡Ojalá lo hubiese dejado! Quisiera que

Raymond le hubiese roto los dientes… porque él es… es malvado y odioso y siempre molesta a todos y los insulta, aunque no le hagan nada. ¡Hace daño a todo el mundo sólo por… desprecio!

Cuando rompió en llanto y se refugió en brazos del padre, Linnea tomó la palabra:

– Señor y señora Severt, me temo que esta vez habrá serias repercusiones. Voy a recomendar al inspector Dahí que Alien sea oficialmente expulsado de la escuela a partir de hoy. Y les advierto que no permitan que Alien haga daño a Libby por haber dicho la verdad.

El rostro de la señora Severt estaba ceniciento y, por primera vez, no tuvo nada que decir en defensa de su niño consentido. Para cuando Linnea se fue de la casa. Alien aullaba de dolor sin que nadie lo compadeciera.

Fue directamente a casa de Ulmer y Helen y encontró a Frances ya metida en la cama, mimada por todos sus hermanos. Un momento después que Linnea, llegó Theodore. Entró serio y anunció:

– Kristian me lo ha contado. ¿Cómo está la pequeña?

En los momentos de crisis, se unían con absolula naturalidad. Sin vacilaciones, sin explicaciones. Al ver aparecer a Teddy junto con Kristian, a Linnea se le llenaron los ojos de lágrimas. Ya hacía una hora que funcionaba gracias a la corriente de adrenalina, pero ahora que Teddy estaba ahí y el incidente había terminado, se sintió como un trozo de cuerda vieja.

– ¿Estás bien? -le preguntó Teddy, volviéndose hacia ella.

Asintió, temblorosa.

– Sí.

Le abrió los brazos y Linnea se refugió en ellos como un hijo con su madre.

– Me alegro mucho de que estés aquí -susurró contra su pecho.

La camisa de Theodore estaba manchada bajo los brazos y olía a sudor y a caballos, pero nunca lo había amado tanto ni estaba tan agradecida por su apoyo.

– Esta vez vamos a clavar a ese pequeño canalla -prometió con la boca pegada a su pelo. Pocas veces usaba términos duros y jamás delante de Kristian y, al oírlo, Linnea comprendió el grado que alcanzaba su preocupación-. He traído la carreta -añadió-, pues me imaginé que necesitarías que te lleve a la casa de Dahí.

Linnea alzó la vista y le sonrió con ternura:

– Si acepto, ¿me tendrás por una flor de invernadero?

Entonces, Theodore hizo algo que jamás había hecho hasta ese momento: la besó en los labios delante de todos.

Raymond y Kristian se negaron a que los dejaran al margen de la discusión del tema y, además, insistieron en contar la historia tal como la habían visto. Tenían edad suficiente para participar y no se moverían hasta que les aseguraran que Alien Severt recibiría su merecido.

Llevó lo que quedaba del día y antes de anochecer ya se había llegado a un resultado. Alien Seven quedó oficialmente expulsado de la escuela y no se le permitiría asistir a la ceremonia de graduación. En la siguiente reunión del consejo escolar se decidiría si iba a permitírsele asistir al año próximo.

Los chicos rieron al saber que, si a Alien se le permitía volver, sin duda estaría no sólo mucho más sumiso sino también más delgado porque el primer puñetazo de Kristian le había roto la mandíbula y tendrían que cosérsela con alambre durante seis semanas.

La ceremonia de graduación se realizó en el patio de la escuela la noche del último viernes de mayo. Dolientes palomas arrullaban sus tiernas vísperas. El sol pasaba, oblicuo, entre las hojas de los álamos y moteaba la escena de gris y oro. El olor de la tierra fecunda se elevaba desde los campos vecinos, donde el trigo brotaba como la primera barba de un joven.

Los padres llegaron en carretas, llevando otra vez las sillas de cocina, que instalaron sobre la hierba pisoteada del jardín de la escuela en pulcras filas. Los chicos de cuatro y cinco años correteaban entre los primeros bancos, imaginando que eran tan mayores como sus hermanos.

Kristian pronunció el discurso de los que se graduaban, con la debida gravedad. Habló de la guerra en Europa, y de la responsabilidad de la nueva generación en la búsqueda y aseguramiento de la paz para toda la humanidad. Cuando acabó Linnea, con los ojos velados, dirigió a los niños que cantaron "América, la Bella".

El inspector Dahí pronunció un ampuloso discurso y, al terminar, sorprendió a Linnea declarando que ella había ejercido un liderazgo superlativo, que hizo innovaciones dignas de tener en cuenta y que su conducta personal fue ejemplar. Y siguió diciendo que, tanto había sido así, que el Consejo de Educación del Estado le había pedido, en nombre de ellos, que le concediera un premio por haber sido la primera en todo el Estado en organizar una clase oficial de "Tareas domésticas" en una escuela de esas dimensiones; además, por su habilidad para organizar los esfuerzos de guerra, por mantener la cabeza fría durante la nevisca y su previsión en haber tenido raciones de emergencia preparadas de antemano. El señor Dahí agregó, con una sonrisa maliciosa:

– Pese a lo que opinen algunos de los niños con respecto a las pasas de uvas como raciones de emergencia. -Una oteada de risas atravesó al publico y el inspector continuó, entusiasta-: Y por último, aunque no por ello menos importante, el Consejo Estatal de Educación felicita a la señora Westgaard por haber logrado lo que ningún otro maestro había hecho hasta ahora. Persuadió a los padres de los alumnos de esta escuela de extender el año escolar a nueve meses completos, tanto para niñas como para varones de todas las edades.

Linnea se sonrojó, pero trató de ocultarlo cuando se levantó para ocupar el estrado. Contemplando los rostros familiares, evocando las recompensas y las penas de los últimos nueve meses, sintió que se le hacía un nudo en la garganta. No había muchos, entre los presentes, de los que no pudiese decir que los amaba. También eran pocos los que no devolvían ese amor.

– Mis queridos amigos -comenzó, haciendo una pausa para mirar los rostros iluminados por el sol-. ¿Por dónde empezar? Les agradeció ese año de maravillosas experiencias, su apoyo, su amistad. Les dio las gracias por abrirle sus casas y sus corazones y por entregarle a uno de ellos para que fuese suyo. Anunció que, si bien volvería con gusto al otoño siguiente para enseñar otro año más, se quedaría en la casa para tener a su hijo. Si no terminaba la guerra, en el otoño podría trabajar junto con el nuevo maestro y organizar una subasta, en la época de la cosecha.

Por último, con un nudo en la garganta, les pidió que orasen todos por la paz mundial y les dijo que al día siguiente Kristian partiría para Jefferson Barracks, en Missouri, como voluntario del ejército.

Les dio las gracias por última vez, con lágrimas en los ojos y devolvió el programa al inspector Dahí para que entregase los certificados de grado y los diplomas de octavo grado.

Después, sirvieron sidra de manzanas y bizcochos y Linnea recibió abrazos de casi todos los padres presentes y todos sus alumnos le dijeron que ojalá volviera al año siguiente. Cuando llevaron los bancos de nuevo adentro y los apilaron contra las paredes laterales, ya atardecía.

Kristian se había ido con Patricia, pero Nissa y Theodore la aguardaban en la carreta.

De pie en la entrada del guardarropa, mirando el salón a oscuras con los pupitres contra las paredes, la bandera envuelta en papel, la pizarra limpia y el tubo de la estufa limpio, Linnea tuvo la impresión de que dejaba ahí una pequeña parte de su corazón. Ah el olor de ese salón… Jamás lo olvidaría. Un poco polvoriento, un poco mohoso… como cabezas sudadas y tal vez un toque del aroma a calabaza de la sopa del viernes.

– ¿Lista? -le preguntó Theodore desde atrás.

– Creo que sí.

Pero no se volvió y los hombros descendieron un poco.

El hombre se los oprimió y la estrechó contra su pecho.

– Los echarás de menos, ¿eh?

Asintió, triste.

– Crecí mucho aquí.

– Yo también.

– Oh Teddy…

Buscó la mano de su esposo y se la llevó a los labios. El crepúsculo cayó sobre los hombros de los dos. Afuera esperaban los caballos, que ahora eran Nelly y FIy. Dentro, llegaron flotando desde el pasado las voces del recuerdo: las de los niños, la de John, la de Kristian, las de los peones, las de ellos mismos.

– Dentro de seis años, uno de los nuestros estará acudiendo aquí -reflexionó Theodore-. Y podremos hablarle de cuando su madre era la maestra.

Linnea le sonrió por encima del hombro y se puso de puntillas para besarlo.

Theodore le apoyó las manos en la cintura.

– Sé cuánto te gustaría volver… y me parece bien. Porque sé que también quieres a nuestro niño.

– Oh, te amo, Theodore Westgaard.

Entrelazó los dedos en la nuca del esposo.

– Yo también te amo, pequeña señorita. -Le besó la punta de la nariz-. Y mamá está esperando.

Tras una última mirada, cerraron las puertas y fueron del brazo hasta la carreta.


Era una noche sin viento. La Osa Mayor derramaba su luz en el cielo septentrional y la luna en cuarto creciente iluminaba el mundo como una llama azul. Habían llegado los primeros grillos, que aserraban disonantes desde las sombras y se callaban por un instante cuando pasaba un caballo para luego reanudar sus chirridos.

Clippa andaba sin prisa por un retazo herboso entre dos trigales, con la cabeza gacha, balanceando la grupa. Sobre su cuero desnudo y tibio Kristian sujetaba las riendas flojamente entre los dedos y Patricia apretaba la mejilla en su espalda y se abrazaba a su cintura con las manos. Asi, sin rumbo, andaban desde hacia una hora, remisos a afrontar la despedida final.

– Tendría que volver a casa.

Los brazos de la muchacha lo apretaron.

– No, todavía no.

– Es tarde.

– Todavía no -susurró Patricia, vehemente.

Sintió bajo las palmas el latido del corazón, firme y seguro. Entre los muslos sentía el roce de las piernas al ritmo de los cascos sobre la hierba.

– Ya casi llegamos al arroyo.

La rama de un sauce negro tocó la cara de Kristian y se agachó para eludirla, haciendo que Patricia se inclinara junto con él.

– Detente un minuto.

Kristian tiró de las riendas. Clippa obedeció de inmediato y bajó la cabeza mientras los dos que llevaba sobre el lomo permanecían sentados quietos, escuchando. Oían el gorgoteo del agua a cierta distancia y el dúo palpitante de dos ranas toro. Kristian echó la cabeza atrás para contemplar las estrellas. Chocó con la de Patricia, y entonces sintió el aliento tibio de la muchacha en la camisa, calentándole el omóplato. Tragó saliva y cerró los ojos, cubriendo el brazo de ella con el suyo.

– No tendríamos que habernos detenido.

Patricia le besó otra vez el omóplato.

– Podrías morir, Kristian.

– No voy a morir.

– ¡Puede sucederte! Puede ser y entonces no volvería a verte jamás.

– Yo tampoco quiero ir.

– ¿Por qué vas, pues?

– No lo sé. Es algo dentro de mí que me empuja. Pero tengo intención de volver para casarme contigo.

Percibió que, tras él, Patricia se erguía.

– ¿Casarte conmigo?

– Lo he pensado. ¿Tu no?

– Oh, Kristian, ¿lo dices en serio?

– Claro que lo digo en serio. -Los brazos de la muchacha le rodeaban la cintura y sus pechos le caldeaban la piel a través de la camisa de algodón blanco-. ¿Eso quiere decir que me aceptarías?

– Claro que te aceptaría. Me casaría hoy mismo contigo, si me lo permitieran.

Frotó con las palmas la parte de arriba de los muslos de Kristian, donde los pantalones se tensaban sobre músculos firmes. Jóvenes. De repente, Kristian pasó una pierna sobre la cabeza de Clippa y se apeó. Mirando hacia arriba, le recordó a Patricia:

– Todavía no has terminado la escuela. Será mejor que primero acabes con eso, ¿no te parece?

– Tengo quince años. A mi edad, mi abuela hacía ya un año que estaba casada. -Aunque la luz de la luna no iluminaba demasiado su rostro, Kristian adivinó la expresión de sus ojos sin necesidad de verlos.

– Ven, vamos a caminar.

La sujetó por la cintura, ella se apoyó en sus hombros y cuando se bajó del caballo los cuerpos se rozaron y ninguno de los dos se movió. La noche palpitaba alrededor. Los dos corazones acompasaron su ritmo. La respiración se les tomó rápida y pesada.

– Oh, Kristian, voy a echarte de menos -suspiró.

– Yo también a ti.

– Kristian…

Se elevó hacia él, arqueándole el cuello con los brazos, apretándose contra él. Cuando los labios se encontraron, fue con la desesperación que sólo traen las despedidas. Los cuerpos, flexibles y tensos, bullían en la inminencia de la madurez y la arrolladora necesidad de poseerse antes de la separación del día siguiente. Los brazos del muchacho la apretaron con fuerza y su lengua provocó en ella una respuesta. Las manos empezaron a recorrer el cuerpo, temerosas de la pérdida de algo que aún no habían ganado.

Encontró los pechos firmes, pequeños, levantados, la convexidad femenina contra su cuerpo duro, agrandado. Kristian inició un ritmo contra ella, que le respondió, hasta llegar a un punto en que ya no podían estar más cerca y de todos modos lo intentaban. Kristian se arrodilló, arrastrándola con él y cayeron sobre la hierba espesa y seca, que susurraba debajo de ellos mientras sumaban un nuevo ritmo palpitante al de la noche de verano que los rodeaba.

Cuando la rítmica caricia se volvió incontrolable, Kristian se apartó.

– Está mal.

Patricia lo atrajo otra vez hacia ella.

– Una vez… sólo una vez, por si no vuelves más.

– Es pecado.

– ¿Contra quién?

– Oh, Dios, no quisiera dejarte embarazada.

– No lo harás. Oh, Kristian, Kristian, te amo. Te prometo que te esperaré, por mucho que tardes.

– Oh, Patricia… -El cuerpo de la muchacha era como una cuna que lo mecía. Los dos cuerpos se ensamblaban en misteriosa armonía, que ellos no habían imaginado. Rodó hacia un costado y la tocó aquí y allá, descubriéndola. Patricia era la respuesta a innumerables preguntas de su mundo-. Yo también te amo… eres tan suave… tan tibia…

Patricia rozó con los nudillos los secretos masculinos, descubriendo ella también.

– Y tú eres tan duro y tibio…

Se desvistieron el uno al otro, pero sólo a medias, vacilantes. Los cuerpos se buscaron con la torpe incertidumbre de las primeras veces. Pero cuando la carne se unió a la carne, también se unieron sus almas, enlazadas por la promesa y el ruego por el futuro.

– Te amo, no lo olvides -le dijo él más tarde ante la puerta de su casa. Patricia sollozaba demasiado para responderle y sólo atinaba a aferrarse a él-. Dímelo una vez más antes de que me vaya -le dijo, asombrado de haber estado tan impaciente por crecer, sabiendo ahora que dolía tanto, preguntándose por qué había querido dejar ese lugar donde estaban todas las cosas que amaba.

– Te a…amo, K…Kristian.

La atrajo hacia sí, sujetándole la cabeza con las manos anchas.

– Asi lo recordarás. Reza por mí.

– Lo ha…haré… lo p…prometo.

Le dio un beso duro, fugaz, giró sobre los talones y montó a Clippa antes de arrepentirse otra vez, espoleando a la yegua hasta que se lanzó a todo galope bajo la luna de verano.

Acababa de amanecer. La abuela esperaba en la puerta, con seis emparedados de salchicha envueltos en papel encerado.

Kristian miró lo que le ponía en las manos.

– Abuela, no necesito eso.

– Tú llévalos -dijo, parca, tratando de contener el temblor de la barbilla-. En el ejército no hay nadie que sepa hacer una buena salchicha.

Kristian aceptó las salchichas y también la nueva hornada de fattigman.

– ¡Y ahora, arre! Date prisa y encárgate de esos alemanes, así podrás volver a tu patria, pues aquí está tu lugar.

El pequeño moño de cabello gris estaba en su lugar, las gafas enganchadas tras las orejas, el delantal limpio y almidonado. El nieto no recordaba haberla visto jamás de otra manera durante todos los años que vivieron en la misma casa. El sol matinal iluminaba los vellos de la barbilla convirtiéndolos en un suave terciopelo y se reflejaba en las chispas que surgían, sin que pudiese contenerlas, detrás de las gafas ovaladas. Kristian la atrajo con tanta fuerza hacia sí que estuvo a punto de romper los viejos huesos.

– Adiós, abuela. Te quiero.

Nunca se lo había dicho y, en ese momento, Kristian descubrió que era muy cierto.

– Yo también te quiero, muchacho tonto. Y ahora, ponte en marcha. Tu padre está esperándote.

Llegó a Álamo sobre el asiento de la carreta de doble caja, flanqueado por su padre y por Linnea, con los emparedados y las galletas sobre las piernas. En el pueblo, contempló las construcciones como si fuese la primera vez. Llegaron demasiado pronto a la estación. Demasiado rápido compraron el billete. Demasiado pronto apareció el tren, haciendo sonar el silbato.

Se detuvo junto a ellos con estrépito metálico y los envolvió en nubecillas blancas de vapor, mientras ellos se esforzaban, valientes, por no llorar.

Linnea colocó, sin necesidad, el cuello de Kristian.

– En tu maleta hay más calcetines de los que podrían llegar a usar dos soldados. Y también te puse un par de pañuelos de más.

– Gracias -respondió.

Las miradas se encontraron y se estrecharon en un fuerte abrazo, separándose con un rápido beso.

– Te amamos -le susurró la mujer contra la mandíbula-. Cuídate.

– Lo haré. Tengo que volver para conocer a mi hermana o hermano.

Dio la espalda a la cara empapada en lágrimas y miró a Theodore. Jesús, María y José… su padre estaba llorando.

– Pa…

Con el rostro contraído por la pena, Theodore apretó al hijo contra su ancho pecho fuerte. Se le cayó el sombrero de paja y nadie lo notó. El conductor gritó:

– Todos al tren.

El padre aferró el cuerpo vigoroso del hijo, rogando que regresara del mismo modo.

– Manten la cabeza baja, muchacho.

– Lo haré. V… volveré… pue…puedes estar se…seguro.

– Te amo, hijo.

– Yo también te amo.

Cuando Kristian se apartó, los dos lloraban. Cayeron una vez más en el abrazo… apretándose, aferrándose los cuellos. De adultos, nunca se habían besado y los dos tenían conciencia de que tal vez nunca volviesen a tener la oportunidad. Fue Theodore el que se inclinó hacia delante y besó a su hijo en los labios antes de que el muchacho se diese la vuelta hacia el tren.

Empezó a moverse, ganando velocidad, permitiéndoles un breve atisbo de Kristian por la ventanilla antes de llevárselo. El paso del tren agitó el aire estival, levantando el polvo y las faldas de Linnea, y vieron que el vagón de cola se balanceaba en dirección al Este por los rieles.

Linnea apretó el brazo de Teddy contra ella y trató de pensar en algo para decir:

– Será mejor que volvamos. Hay que sembrar el trigo.

El trigo… el trigo… siempre el trigo. Pero ahora tenían un motivo concreto para preocuparse de que siguiera llegando el pan a Europa.

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