18

Al día siguiente, mientras Linnea viajaba hacia el Oeste en el tren, estaba nublado. Ni siquiera el cielo color ceniza que veía por la ventanilla lograba enturbiar la excitación que sentía: estaba volviendo al hogar.

El hogar. Pensó en el que estaba dejando atrás: una casa alegre, una madre, un padre, dos hermanas, la ciudad en la que había nacido. Todos los sitios y las personas familiares que había conocido toda la vida… y, sin embargo, ya no representaban para ella el hogar. Era, en cambio, lo que pulsaba las cuerdas de su corazón, y las ruedas de acero giraban acercándolo cada vez más a eso.

Cuando aun faltaba una hora de viaje, imaginó a Theodore y John poniéndose ya en camino hacia el pueblo, pero, cuando bajó del vagón y pisó el conocido y gastado andén de la estación de Álamo, sólo Theodore estaba esperándola. Las miradas se encontraron de inmediato, pero ninguno de los dos se movió. Linnea permaneció en el escalón del tren, aferrada al frío pasamanos. Theodore estaba de pie tras un racimo de personas que esperaban para subir al tren, tenía las manos metidas en el fondo de los bolsillos de una vieja chaqueta abotonada hasta arriba, con el cuello levantado. Se protegía la cabeza con una gruesa gorra terminada en una borla y tenía en los ojos una franca expresión de ansiedad.

Se observaron por encima de las cabezas de las personas que se interponían. El tren exhalaba a ráfagas. Los pasajeros que partían intercambiaban abrazos de despedida. Linnea y Theodore no registraban nada de eso: sólo eran conscientes el uno del otro y de sus corazones palpitantes.

Empezaron a moverse al mismo tiempo, conteniendo el anhelo de correr. Theodore rodeó al grupo de pasajeros, Linnea bajó el último peldaño. Con los ojos sumidos en los del otro, se acercaron… lenta, muy lentamente, como si cada segundo que transcurría no les pareciera una vida… y se detuvieron a pocos centímetros de distancia.

– Hola-dijo él.

– Hola.

Theodore sonrió y el corazón de la muchacha perdió peso.

Linnea sonrió y el corazón del hombre se hizo ingrávido.

– Feliz Año Nuevo.

– También para ti.

El hombre no dijo: "Te eché de menos".

La muchacha se contuvo de decir: "Me pareció una eternidad".

– ¿Has tenido un buen viaje?

– Largo.

Les faltaron las palabras y se quedaron extasiados, hasta que alguien empujó a Theodore desde atrás y dijo:

– ¡Oh, discúlpenme!

Eso los sacó del extraño embeleso mutuo y los devolvió al mundo real.

– ¿Dónde está John? -preguntó Linnea, mirando alrededor.

– En la casa, curándose un resfriado.

– ¿Y Kristian?

– Revisando sus trampas. Y ma me dijo que quería que me apartara de su camino mientras preparaba la cena de bienvenida para ti.

Asi que estaban solos. No necesitaban controlar sus miradas ni medir las palabras, ni contener las ganas de tocarse.

– Mi hogar-pronunció Linnea-. Llévame allí.

Theodore levantó la maleta con una mano, la sujetó del codo con la otra y avanzaron juntos hacia el trineo. La había echado de menos con una intensidad cercana a lo morboso. Sin ella, la casa le había parecido horrible y Navidad sólo un día más que transcurrir. Estuvo silencioso, retraído del resto de la familia y prefirió pasar el tiempo solo en la talabartería, donde el recuerdo de ella era más vibrante. Hasta había imaginado que, cuando Linnea recibiera una nueva dosis de la antigua vida en Fargo, tal vez no quisiera volver. Le preocupaba Lawrence y las comparaciones que pudiese hacer con cualquier hombre que conociera en la ciudad y las que hiciera entre la ciudad y Álamo y la vida en la granja.

Pero estaba de regreso y podía tocarla otra vez… si bien sólo a través de la gruesa manga del abrigo de ella y de su propio guante de cuero.

Mientras caminaban, Linnea levantó la vista y su sonrisa acarició el corazón de Theodore.

– Tienes una gorra nueva.

Él se la tocó, pudoroso.

– Me la regaló mi madre para Navidad.

La condujo hacia la trasera de la carreta y se quedaron de pie junto a la compuerta, tratando de aplacar la necesidad de mirarse pero sin lograrlo.

– Me encanta el libro, Theodore. Muchas gracias.

Quiso poder besarla allí mismo, pero había gente del pueblo alrededor.

– A mí me encantó mi juego de pluma y tinta y también la pizarra.

– No sabía que eras capaz de escribir mi nombre.

– Kristian me enseñó.

– Eso imaginé. En mi ausencia, ¿estuviste practicando con el silabario?

– Todas las noches. Ese Kristian no es mal maestro, lo es, ¿sabes?

– Kristian no es mal maestro -lo corrigió,

Le dirigió una sonrisa ladeada.

– Acabas de llegar y ya estás emprendiéndola conmigo.

Le apretó más fuerte el codo, la ayudó a subirse y poco después iban camino de la casa.

– Bueno, sí no te corrigiese un poco, creerías que te has equivocado de chica.

La sonrisa persistente la recorrió y se tomó un buen tiempo antes de responder:

– No, eso es imposible.

El corazón de la muchacha bailoteó de alegría.

– ¿Cómo estaba tu familia? -le preguntó el hombre.

Conversaron sin cesar, sin importarles demasiado de qué, sentados lado a lado, con los codos chocándose suavemente de vez en cuando. Si bien el sol no era demasiado entusiasta, la temperatura era moderada. La nieve estaba blanda y abrazaba los patines como una mano infinita. Era agradable deslizarse acompañados por el chirrido incesante y el golpeteo de los cascos. Alrededor, las nubes colgaban del cielo como viejas gallinas blancas después de un baño de polvo. Parecían fruncir el entrecejo sobre sus cabezas de ellos. En la línea de unión con el horizonte no se distinguían bien la tierra del aire y sólo se veía una mezcla blanca grisácea que no se levantaba ni definía el contorno del mundo.

Cuando estaban a unos ochocientos metros de la escuela, Theodore enderezó los hombros, dirigió la vista hacia el Norte y tiró de las riendas. Cub y Toots se detuvieron en mitad del camino, patearon la nieve y relincharon.

Preocupada, Linnea echó una mirada a la yunta y luego a Theodore.

– ¿Qué pasa?

– Mira.

Le señaló,

– ¿Qué? No veo nada.

– Allí, ¿ves esas manchas oscuras que avanzan hacia nosotros?

Linnea entornó los ojos y escudriñó.

– Oh, ahora lo veo. ¿Qué es?

– Los caballos. -Y agregó, excitado-: Ven, baja.

Enroscó las riendas en la vara del freno y saltó de la carreta, tendiéndole la mano, distraído, para ayudarla a apearse. Caminaron junto a la zanja pasaron al otro lado dando pasos gigantescos en la nieve que les llegaba a las rodillas y se detuvieron junto a una cerca de dos hileras de alambre de púas. Inmóviles, contemplaron a la manada que galopaba en dirección a ellos, sin trabas, desde un campo lejano. En unos minutos, los caballos se habían acercado lo suficiente para distinguirlos unos de otros, pero sólo las cabezas. Las panzas quedaban ocultas por la nieve suelta que se movía como una nube baja alrededor de ellos. Los cascos la hacían arremolinarse y parecía fundirse con el mundo ataviado de blanco de abajo y las nubes lechosas de arriba. Era un espectáculo soberbio, una estremecida masa en movimiento.

A medida que se acercaban, Linnea percibió un débil temblor a través de las suelas, una vibración del alambre bajo los mitones. Debían de ser unos cuarenta animales y el caudillo era un orgulloso picazo con una ondulante crin gris y poderosos hombros moteados de gris y blanco, que parecían una extensión de las nubes sucias que les servían de fondo.

Percibiendo su presencia, el animal relinchó y levantó la cabeza, con las fosas nasales dilatadas y los ojos vivaces. Con un resoplido, viró y condujo a la manada en una dirección nueva. Qué majestuosa exhibición de poderío y belleza, con los cascos aporreando espírales blancas, las colas sueltas, el pelo largo e hirsuto del invierno.

Estos no eran como los esbeltos trotadores de Virginia, sino más bien gigantes de vigorosos músculos, de dudosa genealogía, con pechos macizos, hombros fornidos y patas delgadas, bestias que conocían el arado y la rastra y habían ganado un lapso de libertad.

Los dos espectadores se estremecieron de emoción. Sin saberlo, Linnea trepó a la hilera baja de la cerca para ver mejor. Haciendo equilibrio, observando a los caballos que pasaban haciendo temblar la tierra, casi no advertía el brazo de Theodore que la sostenía de las caderas. Las vibraciones fueron extinguiéndose y la nube de nieve fue disipándose.

Theodore levantó la vista.

La joven podría ser una de esas criaturas sueltas gozando de su libertad. Tuvo la impresión de que había olvidado que él estaba junto a ella, ahí parada sobre el alambre más bajo, con las rodillas apretadas contra la de arriba, el cuello estirado y la nariz al aire, esforzándose por lograr una última visión de la manada que desaparecía. Se preguntó si sería consciente siquiera de que estaba encaramada ahí. Parecía más niña que nunca con la pañoleta de lana sobre el cabello, atada bajo la barbilla.

Pero no importaba. Lo único importante era que también era capaz de apreciar la majestad de los caballos, igual que él. Una vez más, lo sacudió la noción de lo mucho que había echado de menos a esta especie de muñeca con la infantil pañoleta, con la nariz roja como una cereza y que apoyaba una de sus manos metida dentro de un mitón, sobre su hombro.

Rió entre dientes, con la esperanza de relajar la súbita tensión que sentía en la ingle.

Linnea miró hacia abajo.

– Bájate, a ver si te caes del otro lado y te pierdo en la nieve.

La tomó de la cintura y la muchacha se bajó de un salto. Se quedaron un instante así, los mitones de ella apoyados en los bolsillos delanteros de él.

– ¿No ha sido imponente, Teddy?

Echó una última mirada melancólica hacia donde habían desaparecido los caballos. Todo había quedado en silencio, como si la manada jamás hubiese pasado por allí.

– Te dije que alguna vez los veríamos.

– Sí, pero no me dijiste que sería tan bello… tan… -Buscó la palabra adecuada-. ¡Tan imponente! ¡Ojalá pudiera hacer que los chicos lo dibujaran tal como se ven, poderosos, resoplando y arrojando nieve hacia todos lados! -Sin aviso previo se inclinó, recogió dos puñados de nieve y los arrojó sobre sus cabezas. Cayó sobre la cara levantada, mientras Theodore reía y retrocedía, para eludirla-. ¡Theodore, gallina! -lo provocó-. En verdad, nunca conocí a alguien tan gallina.

– No soy ninguna gallina. Lo que pasa es que soy más sensato que ciertas maestritas que conozco, que acabarán en cama con gripe, igual que John.

– ¡Oh, bah! ¿Qué mal puede hacer un poco de nieve?

Se agachó, excavó y dio un bocado. Theodore casi se sentía capaz de precisar el segundo exacto en que había vuelto a convertirse de mujer en niña. Eso formaba parte de los motivos para amarla tanto: esos cambios tan repentinos. Despreocupada, empezó a modelar una bola de nieve palmeteándola por arriba y por abajo, pasándola de mitón a mitón, arqueando una ceja con maliciosa intención.

– Inténtalo y ya verás qué es lo que quedará mal -le advirtió Theodore, retrocediendo.

– No es más que nieve limpia. -Dio otro bocado y avanzó sin prisa-. Ten, prueba.

Theodore echó la cabeza atrás y la agarró por las muñecas.

– Linnea, vas a lamentarlo.

– ¿Ah, sí? Muerde… ten… muérdelo, toma un bo… -Empezaron a forcejear, riéndose, mientras Linnea intentaba aplastarle la nieve en la cara-. Vamos, Teddy, buena nieve limpia de Dakota del Norrrte.

Imitó el acento noruego que a veces se colaba en el habla de Theodore.

– ¡Basta, chiquilla sinvergüenza!

Esa vez, casi lo atrapó, pero él era muy rápido y mucho más fuerte.

– No me digas chiquilla sinvergüenza, Theodore Westgaard. ¡Tengo casi diecinueve años!

Mientras seguían forcejeando en un combate mano a mano, Theodore reía sin freno.

– Oh, cómo es eso… se marcha por dos semanas y vuelve un año mayor.

Linnea rechinó los dientes y rezongó:

– ¡Voy a atraparte, Theodore!

El se limitó a reír, y entonces la muchacha le enganchó la bota con un tacón, dio un fuerte empujón y lo hizo caerse de espaldas sobre la nieve. Ahí se quedó sentado, con expresión atónita, hundido hasta las costillas y los codos mientras ella se tapaba la boca y se retorcía de risa. Theodore metió la mano y palpó dentro de la manga: la nieve había quedado apretada contra el forro. Dio una sacudida lenta y fuerte, sin dejar de atravesarla con una mirada feroz. Levantó la otra mano, se quitó la mano de la muñeca y se puso de pie con deliberada lentitud. Linnea empezó a retroceder.

– ¡Theodore, no te atrevas… Theodore…!

El se sacudió la ropa y avanzó, componiendo una mueca malvada.

– Ahora ruega, después de que ha buscado el castigo. ¿Qué pasa, señorita Brandonberg, la asusta un poco de buena nieve limpia de Dakota del Norrrte? -se burló.

– Theodore, si lo haces, yo… yo…

Sin inmutarse, siguió avanzando.

– ¿Tú qué?

– ¡Se lo diré a tu madre!

– ¡Decírselo a mi madre! ¡Ja, ja!

Se acercó con paso firme.

– ¡Bueno, lo haré!

– Sí, hazlo. Me gustaría saber lo que diría mi madre.

Se abalanzó de repente, la atrapó por las muñecas y trató de hacerla caer hacia atrás, pero Linnea chilló y se debatió. La empujó con más fuerza y ella agitó los brazos, forcejeando, riéndose.

– ¡No quería, te lo juro!

– ¡Ja, ja!

Dio un paso más y la muchacha se le agarró de la chaqueta para no tropezar, pero ya era demasiado tarde. Cayó hacia atrás, arrastrándolo con ella sobre la nieve mullida y aterrizaron en un embrollo de brazos, piernas, faldas, Theodore extendido sobre ella como una especie de manta humana.

El cayó de lado, con una pierna cruzada sobre las rodillas de ella y los dos riendo a carcajadas sin poder parar.

Acabó tan repentinamente como había empezado. El mundo se tornó silencioso. El peso de la pierna del hombre sobre las de la mujer aumentó. Pareció iniciarse un pulso que provenía de la tierra misma, a través de la nieve y penetraba en sus cuerpos.

Theodore se incorporó sobre un codo y la miró. Las miradas se intensificaron.

– Linnea -exhaló, con una voz extraña, estrangulada.

Tenía nieve en la parte de atrás del cuello y en los hombros. Línea lo vio por un fugaz instante, ya sin la gorra azul con el rostro enmarcado en ese cielo de peltre, el aliento que salía con trabajo por los labios abiertos. Luego su boca se apoderó de la de ella y su peso la hundió más en la nieve. Las lenguas se encontraron, se acoplaron, cálidas contra los labios fríos y él se tendió a todo lo largo de ella, que lo atrajo con brazos ansiosos.

Cuando levantó la cabeza, los corazones de los dos se habían vuelto locos, erráticos, y supieron de la impaciencia por recuperar el tiempo perdido.

– Te he echado de menos… Oh, Teddy.

La besó de nuevo, sujetándole la cabeza con las manos enfundadas en los guantes, y sintió como si estuviese pasando otra vez la manada, haciendo temblar la tierra. El beso acabó tan a desgana como el primero.

– Yo también te he echado de menos.

– Yo me esforzaba por pensar que estaba en mi casa, pero ya no me parecía mi casa porque lo único que quería era volver aquí, a ti.

– Como no podía soportarlo, pasaba la mayor parte del tiempo en la talabartería.

Del cuello de la chaqueta cayó un poco de nieve sobre la mejilla de la muchacha y ella cerró los ojos y abrió los labios, mientras él la lamía. La boca se deslizó otra vez hacia la suya, adueñándose de ella con un fervor que revivió los cuerpos de los dos.

Sin muchas ganas, Theodore se apartó y se tendió de espaldas.

– Hasta creí que no volverías -confesó él.

– Tonto.

Sin su peso sobre sí, se sintió rechazada y rodó para acomodarse sobre el pecho del hombre.

Le besó un ojo y dejó los labios ahí, respirándolo, oliéndolo… cuero, lana, nieve.

– ¿Fue de veras lo que dijiste en la estación?

– Oh, Dios. Linnea.

La apretó con fuerza, cerrando los ojos, preguntándose qué hacer.

Ella se apartó para verle el rostro.

– Lo d…dijiste en serio, ¿no?

Su temor inundó el corazón de Theodore con una nueva oleada de amor.

– Sí, lo dije en serio. Pero no está bien.

– Claro que está bien. ¿Cómo puede estar mal el amor?

Tomándola de los brazos, la hizo levantarse y se sentaron cadera con cadera. Theodore deseó volver a ser joven y precipitarse a la vida con el mismo arrojo que ella. Pero no lo era y tenía que usar el sentido común que la muchacha aún no había desarrollado.

– Linnea, escúchame. Te dije que no sabía qué hacer y…

– Bueno, yo sí. He pensado mucho en ello y hay sólo una cosa que hacer. Tenemos que…

– ¡No! -Se levantó de un salto y se volvió-. No empieces a formarte ideas. No resultará.

En un instante. Linnea estaba de pie, junto a él, insistiendo:

– ¿Por qué no?

Theodore recogió el sombrero de la nieve y lo sacudió contra el muslo.

– Linnea, por el amor de Dios, usa la cabeza.

Lo hizo volverse agarrándolo del brazo.

– ¿La cabeza? -Lo miró a los ojos, obligándolo a mirarla, también-. ¿Por qué la cabeza? ¿Por qué no el corazón?

– ¿Has pensado en lo que dirá la gente?

– Si. Exactamente lo que me dijo mi madre esta mañana: que eres demasiado mayor para mí.

– Tiene razón.

Se encasquetó la gorra y se negó a mirarla a los ojos.

– Theodore. -Le oprimió el brazo-. ¿Qué tienen que ver los años con lo que sentimos? Son sólo… números. Supón que no fuésemos capaces de medir los años y no pudieses decir que tienes dieciséis años más que yo.

Señor del cielo, cuánto la amaba. ¿Por qué tenía que ser tan joven?

La sujetó por los brazos con las manos enguantadas y la obligó a atender razones.

– ¿Qué dices con respecto a los hijos, Linnea?

– ¿Hijos?

– Sí, hijos. ¿Los deseas?

– Sí, tus hijos.

– Yo ya he tenido uno y tiene diecisiete años. Casi tantos como tú.

– Pero, Teddy, sólo tienes treint…

– ¿Y qué me dices de Kristian? Está enamorado de ti, ¿lo sabías?

– Sí.

Theodore esperaba que lo negase, pero, como no lo hizo, se quedó confundido.

– ¿Acaso no te das cuenta del embrollo que podría generarse?

– No sé por qué. Le he dejado muy en claro, de todas las formas posibles, que soy su maestra y nada más. Soy el primer enamoramiento que tiene y lo superará.

– Linnea, él me lo dijo. Lo que quiero decir es que acudió directamente a mí y me dijo lo que sentía por ti aquel día que fuimos juntos a buscar carbón. ¡Por primera vez me confió sus sentimientos! Imagínate cómo se sentiría si ahora le dijese que voy a casarme contigo.

Pero Linnea entendió qué era lo que en realidad estaba inquietándolo.

– Estás asustado, ¿no es cierto, Teddy?

– Ya lo creo que estoy asustado, ¿por qué no debería estarlo?

Con sus suaves mitones, Linnea le sostuvo la cara, clavando la mirada en sus ojos.

– Porque yo no soy Melinda. Yo no huiré dejándote abandonado. Amo este lugar Lo amo tanto que estaba impaciente por volver.

Pero era demasiado joven para pensar que, si tenían hijos, para cuando se fueran de la casa él sería muy viejo… si vivía tanto. Dándole la espalda, se encaminó a zancadas hacia la carreta.

– Ven, vámonos.

– Teddy, por favor…

– ¡No! No tiene sentido seguir hablando de esto. Vámonos.

Viajaron en silencio hasta que se acercaron al sendero que llegaba hasta la escuela.

– ¿Podríamos detenernos unos minutos en la escuela?

– ¿Necesitas algo?

– No, es que la he echado de menos.

La miró a la cara.

– ¿Que la has echado de menos?

¿Podía ser que hubiese añorado ese pequeño bulto en medio de la pradera?

– Eso y muchas otras cosas.

Theodore se acomodó la gorra y se concentró otra vez en guiar.

– Podemos detenernos un minuto, pero no más. Hace frío aquí.

Cuando frenaron en el patio, Linnea exclamó:

– ¡Bueno, alguien ha despejado de nieve los senderos!

Theodore detuvo a los caballos y se bajó, pero evitando los ojos de la muchacha.

– Bueno, un día nevó un poco y la nieve se amontonó.

– ¿Tú lo hiciste? -le preguntó, con complacida sorpresa.

Theodore dio la vuelta al vehículo para ayudarla a apearse. Recordaron el primer día que ella había ido ahí y que él había asegurado no tener tiempo para cuidar flores de invernadero.

– Qué amable. Gracias, Teddy.

– Si quieres entrar, entra -le ordenó, gruñón.

La vio correr hacia la puerta y sacudió la cabeza con la vista en el suelo. Era tan joven… Qué tenía que hacer él, vagando por la nieve con ella, si nada podría resultar de todo ello y él lo sabía…

La siguió y se quedó cerca de la puerta del guardarropa, observándola mientras ella hacía una rápida inspección del salón. Lo observó con cariño y, de paso hacia el frente, fue tocando la estufa, los pupitres, el globo terráqueo, como si pudiesen sentirla. El salón estaba helado, pero la muchacha no lo notaba y en su rostro brillaba una sonrisa complacida. Lo que había dicho era verdad: ella no se parecía en nada a Melinda, pero -¡maldición!- no pensaba que, cuando ella tuviese treinta y cuatro años como él ahora, él tendría los cabellos grises y no quedaría nada de su juventud.

Linnea subió al estrado, tomó un trozo de tiza y escribió sobre la pizarra limpia:

– ¡Bienvenidos otra vez! ¡Feliz año nuevo 1918!

Dejó la tiza con un golpe resuelto, se sacudió las manos y volvió donde estaba Theodore, para girar otra vez y contemplar el mensaje desde ahí.

– ¿Sabes leerlo? -le preguntó.

Theodore frunció el entrecejo, concentrándose unos segundos.

– Puedo leer otra vez y feliz. -Se debatió con la primera palabra- Bbbb… -Cuando la descifró, su rostro se relajó-: Bienvenidos otra vez.

– ¡Bien! ¿Y lo demás?

Linnea observó cómo se esforzaba por entenderlo.

– La palabra que sigue es feliz -le apuntó.

– Feliz año nuevo 1918 -leyó lentamente y luego releyó todo el mensaje: Bienvenidos otra vez Feliz año nuevo 1918.

Sonrió, orgullosa: era cierto que había estado estudiando.

– Para fines de este nuevo año, estarás leyendo tan bien como mis alumnos de octavo grado.

Cuando él le devolvió la sonrisa, la tensión que había estado aumentando se relajó.

– Ven, vámonos a casa. Mamá está esperándonos.

Entrar en la cocina de Nissa fue como quitarse unas sandalias nuevas de baile y ponerse unas gastadas zapatillas de fieltro. Todo estaba igual: el hule sobre la mesa, las chaquetas colgadas del gancho detrás de la puerta, el tanque y la palangana, el olor delicioso que salía de la cocina.

Nissa estaba haciendo albóndigas de carne con patatas y salsa para la cena y todas las ventanas estaban empañadas de vapor. La anciana se volvió y se acercó con los brazos abiertos.

– Ya era hora de que regresaras aquí.

Linnea devolvió el cariñoso abrazo.

– Mmmm… huele bien aquí. ¿Qué está preparando?

– Estofado de corazón.

Rieron y Linnea la empujó en broma.

– Le diré a Theodore que me lleve de vuelta a la estación.

– No creas que te hará mucho caso. Me parece que estaba un poco perdido sin ti.

– ¿Ah, sí? -Arqueó una ceja, mirando al aludido-. No lo habría imaginado. De camino aquí, me tiró en un campo de nieve.

– ¡En un campo de nieve!

Desde el otro lado de la cocina, Theodore fruncía el entrecejo. En ese preciso momento, Kristian, que volvía de revisar sus trampas, bajó a galope las escaleras y frenó girando cuando vio a Linnea con una sonrisa tan ancha que parecía levantarle las orejas. Aún tenía las mejillas sonrosadas, el cabello erizado y le sobresalían las puntas de las medias rojas. Línea casi pudo sentir el esfuerzo que hacía para no abrazarla. Ella se casaría con su padre. ¡Lo haría! Y sería conveniente que toda la familia se habituase al hecho de que no tenía la menor intención de andar de puntillas en torno de Kristian sintiéndose culpable cada vez que tuviese ganas de tocarlo. Le apoyó los mitones de visón en las mejillas.

– Kristian, son los mitones más abrigados y bellos que he visto jamás. ¿Tú los hiciste?

Se ruborizó y removió los pies.

– ¿Le quedan bien?

– Perfectos. ¿Ves?

Kristian le agradeció el conjunto de cepillo y peine de palo de rosa, Linnea dio las gracias a Nissa por las chinelas y el momento incómodo pasó. Nissa se burló en tono hosco:

– Gracias a usted, también, señorita, pero ¿para qué necesita una vieja tonta como yo esa elegante agua de lilas que me regalaste? No hay hombre en seis kilómetros a la redonda que se acerque lo suficiente para olerla.

Mientras todos reían y se contaban lo que había sucedido en esas dos semanas, Linnea puso la mesa. Poco antes de la hora de comer, apareció John, envuelto en la nueva y fina bufanda de lana azul que la muchacha le había regalado para Navidad y que usaba encima de la gorra con orejeras.

– ¡John, creí que estaba enfermo!

– Lo estaba. Ya no.

Linnea le dio un rápido abrazo y se echó atrás para observarlo con actitud crítica.

– Sí que lo está. Mire esa nariz enrojecida y esos ojos acuosos. No tendría que haber venido hasta aquí con este frío.

Igual que Kristian, removió los pies, incómodo, y se puso encarnado.

– No quería perderme nada.

Todos rieron. Ah, qué bueno era estar de regreso. Así era como debía de sentirse uno cuando le daban la bienvenida.

Cuando se sentaron a comer, Linnea no pudo resistir la tentación de observar a Theodore mientras decía la plegaria: cabeza gacha, el cabello un poco aplastado por la gorra, los párpados bajos, las comisuras de los labios ocultas tras las manos unidas.

– Señor, gracias por este alimento y por todo lo que nos brindaste hoy, sobre todo por habernos devuelto sana y salva a nuestra pequeña señorita. Amén.

Cuando levantó la vista la sorprendió mirándolo y los dos tuvieron plena conciencia de que Linnea pertenecía a ese lugar, a ese hueco que habían abierto para ella en sus vidas.

Recorrió la mesa con la vista y algo agudo muy cercano al dolor le oprimió el corazón. Caramba, amaba a estas personas. No sólo a Theodore sino a todos ellos, a Nissa, con su áspero afecto, a Kristian, con esos súbitos sonrojos de admiración, y a John, con su corazón de oro y sus actitudes lentas y tranquilas.

Theodore vio que la mirada de la muchacha volvía a él y se apresuró a tomar la fuente con las albóndigas, aunque había estado observándola desde que terminó de decir la oración, recordando lo vacías que parecían las comidas sin ella. Durante su ausencia, la familia había vuelto a la antigua costumbre del silencio, de comer con el único propósito de llenarse la barriga. Pero, en cuanto Linnea entró en la casa, junto con ella pareció que recuperaban la capacidad de conversar.

Theodore pensó en la primavera, en que ella se marcharía, y las sabrosas albóndigas le supieron a serrín.

Cuando terminó la comida, Linnea dijo:

– Estoy impaciente por ver qué has aprendido. ¿Me lo enseñas?

Aunque respondió con aparente desinterés:

– Si no estás demasiado cansada… -se sintió más inquieto de lo que nunca había estado, cuando su madre dijo:

– Teddy te llevará a tu casa, John.

John se puso las botas, se abotonó la chaqueta y cerró la hebilla de las orejeras. Se envolvió trabajosamente la bufanda nueva alrededor de la cabeza y tanteó los bolsillos buscando los mitones. Con una mano en el picaporte, Theodore no decía palabra. Hubo otra demora para que Nissa metiera un frasco de sopa de verduras bajo el brazo de John y le ordenó quedarse en la cama al día siguiente.

Cuando dejó a John en la casa, regresó, desenganchó los caballos y entró en la cocina, Theodore estaba nervioso y excitado. Nissa y Kristian estaban sentados a la mesa, junto a Linnea. Desparramados encima estaban los libros y la nueva pizarra, ya preparados, y Kristian había abierto el silabario en la última página con la que estuvieron trabajando, ansioso por demostrar todo lo que le había enseñado a su padre.

Durante la ausencia de Linnea, Theodore había trabajado ávidamente con la lectura. Perseguía a Kristian para que lo ayudase y, en ese momento, mientras su hijo dictaba, orgulloso, una prueba de ortografía, se concentró por entero en la escritura de las palabras. Las trazó con sumo cuidado: Theodore, conocer, rodilla, sangre, salchicha, cerca, Kristian, corazón, Cub, Toots, hace, ase, John, madre, estufa, Linnea, Lutefisk.

– Lutefisk ¿Le enseñaste a escribir Lulefisk?

– Me obligó.

Linnea rió, pero cuando Theodore leyó en voz alta tuvo noción del inefable progreso que había logrado, en parte gracias a su decisión y en parte gracias al insólito método que usaron para elegir palabras familiares.

– ¡Caramba, Theodore, ya estás leyendo tan bien como mis alumnos de quinto grado!

– ¡Porque me volvió loco, por eso! -exclamó Kristian-. Casi no me dejaba tiempo para revisar mis trampas. -Aunque el rostro del padre se puso encarnado, de todos modos Linnea vio que estaba orgulloso-. Un día, hasta lo encontré escribiendo palabras en la nieve con una vara.

– ¿En la nieve?

Al echar una mirada a Theodore, vio que el sonrojo se había acentuado. La miró un instante y después apartó la vista.

– Bueno, no tenía la pizarra y no recordaba cómo escribir una palabra: me resultaba más fácil si la veía.

Sólo la ocasión en que descubrió que no sabía leer lo vio tan acalorado y sonrojado. Cuando se ruborizaba y le daba timidez, parecía tan joven que a Linnea le daba un vuelco el corazón.

A la noche siguiente, estaban otra vez sentados a la mesa, con Nissa y Kristian cerca, y Linnea decidió hacerlo tropezar. Escribió en la pizarra:

– ¿Te conté que mi padre compró un automóvil?

Se volvió para mirarlo, vio que leía sin dificultades y luego fruncía el entrecejo al llegar a la última palabra. Movió los labios sin ruido tratando de descifrarla y, tras varios segundos, Linnea giró la pizarra y, después de dividir la palabra con una barra inclinada: auto/móvil, se la mostró de nuevo.

Theodore deletreó la palabra y en su rostro se abrió una sonrisa.

Pero, en lugar de responder hablando, tomó la pizarra, la borró y escribió:

– No. ¿Paseaste en él?

Linnea borró y escribió:

– Sí, fue delicioso.

Pensó un buen rato y por fin se dio por vencido:

– Esa no la sé -dijo.

– Delicioso.

– Ah.

Se puso súbitamente pensativo y, mientras la contemplaba, olvidó la pizarra. "Un automóvil", pensó. Sería de la clase de mujeres a las que les gusta tener un automóvil. Cuando llegara la primavera, volvería a su vida en la ciudad, donde gozaría del automóvil de su familia y de todas las demás comodidades que, sin duda, compararía con la vida allí y la encontraría en desventaja. ¿Qué motivos tendría para regresar el otoño siguiente? Y había otra cosa que no podía sacarse de la cabeza, aunque le parecía tonto preguntarlo.

Pasó el trapo impregnado de tiza por la pizarra y escribió:

– ¿Viste a Lorents?

Pensó largo rato la pregunta, mientras intentaba juntar coraje para mostrársela. Echó un vistazo a Nissa y a Kristian, al otro lado de la mesa pero la madre estaba remendando un calcetín, y el hijo, inclinado sobre un libro. Cuando alzó la vista, vio que Linnea tenía el mentón apoyado en un puño y esperaba a ver con qué iba a salir. Lenta, muy lentamente, torció la pizarra de modo que sólo ella pudiese verla.

Los ojos de la muchacha le dispararon una mirada y apartó la barbilla del puño. El corazón apresuró los latidos y echó un cauteloso vistazo a los otros dos presentes para comprobar que no les prestaban la menor atención.

Le sacó la pizarra de los dedos y, sin borrar la pregunta, escribió debajo:

– ¿Lawrence?

Theodore observó el nombre bien escrito, sintiendo su torpeza y un calor que te subía por el cuello. Borró Lorents, lo escribió correctamente, giró la pizarra hacia ella y asintió.

Las miradas de los dos, intensas, oscuras, se sostuvieron durante interminables minutos por encima de la pizarra. Kristian pasó una página. Las tijeras de Nissa cortaron un hilo. En el último momento, un instante antes de posar la mano sobre la pizarra, Theodore creyó ver una chispa divertida en los ojos de la muchacha.

– No -escribió.

Cuando Theodore lo leyó, dejó escapar un largo suspiro silencioso y relajó los hombros, respaldándose contra la silla.

Esa noche, cuando fueron a acostarse, aunque ninguno de los dos dijo una palabra sobre los mensajes intercambiados por medio de la pizarra, los dos los tenían presentes.

Tenerla tan cerca todo el tiempo no resultará. O te casas con ella o la sacas de aquí.

No funcionará vivir bajo el mismo techo con él. Si no se casa contigo, el año que viene tendrás que buscar otro lugar para enseñar.

Al día siguiente, cuando Linnea volvió de la escuela, había un sobre apoyado contra la maceta de filodendro, sobre la mesa de la cocina. El remitente era Adrián Mitchell.

Linnea se quedó de una pieza al ver la carta y sentir, de repente, un par de ojos que la censuraban. Al mirar hacia el otro extremo, vio a Theodore parado en la entrada del vestíbulo delantero, mirándola como si acabara de anunciar que era espía alemana. Entre los dos, Nissa trabajaba junto a la cocina, y los ignoraba. Lo único que rompía el silencio era la cebolla chisporroteando en la grasa caliente. Theodore giró sobre los talones y desapareció, y Linnea pensó: "Ah, no me quieres para ti, pero nadie más puede tenerme, ¿no es cierto?"

Tomó con gesto brusco la carta de la mesa y subió la escalera pisando fuerte.

Adrián era tan eficiente escribiendo cartas como manipulando clientes y padres. Algunos de sus cumplidos la hacían sonrojar y los planes que tenía para el verano la impulsaron a ocultar el sobre en un cajón, bajo la ropa interior, para que Nissa no lo viera cuando fuese a cambiar las sábanas.

Esa noche, cuando se sentaron para la lección, la tensión entre los dos era palpable. Por una vez, el hombre deseó estar a solas con ella para hablar, pero Nissa ocupó la silla de costumbre y se puso a tejer, y Kristian estaba reparando un zapato para la nieve y masticando cecina. Cuando no pudo soportarlo más, Theodore escribió en la pizarra:

– ¿Quién es Adrián?

Volvió el rostro hacia la muchacha con expresión dura y los labios apretados en una sola línea.

– Trabaja en la tienda de mi padre -respondió Linnea, por escrito.

No intercambiaron más mensajes personales, pero Theodore estaba rígido y enfurruñado. Hizo los ejercicios de escritura sin mirarla ni una vez, y al terminar, cuando ella le dio las buenas noches, no le respondió.

A la mañana siguiente, cuando Linnea despertó, el termómetro marcaba treinta y dos grados bajo cero, y el viento cortaba desde el Noroeste con tanta fuerza que parecía que el molino iba a volarse hasta Iowa.

Se turnaron para lavarse en la cocina: no tenía sentido hacerlo arriba, donde hacía casi tanto frío como afuera. Las ventanas estaban tan cubiertas de hielo que no se podía ver el exterior. John ni apareció para desayunar.

Una vez terminada la comida, Theodore empujó la silla hacia atrás, tomó el abrigo y, sin mirarla siquiera, le ordenó:

– Reúna sus cosas. La llevaré a la escuela.

Linnea alzó la vista, sorprendida:

– ¿Me llevará?

– Eso he dicho. Y ahora recoja sus cosas.

– Pero usted dijo…

– ¡no me diga lo que dije! Antes de llegar al final del sendero, estará congelada hasta el tuétano. -Con gestos bruscos, se puso la chaqueta de lana, la abotonó, subió el cuello y se encasquetó el gastado Stetson.

Abriendo la puerta de un tirón, repitió hosco-: Recoja sus cosas.

Obediente, Linnea se apresuró a subir. Cinco minutos después, mientras corría por el sendero recién despejado de nieve, frenó de golpe ante el espectáculo del artefacto más estrambótico que hubiese visto jamás, al que estaban enganchados Cub y Toots. Parecía un pequeño cobertizo apoyado sobre esquíes, con una chimenea que sobresalía del techo escupiendo humo y unas riendas que salían al exterior a través de un tosco orificio para mirar. Tras una portezuela Theodore aguardaba, impaciente, con expresión tenebrosa e inabordable.

– ¿Qué es esto? -preguntó Linnea, observando el techo combado

– ¡Entre!

La agarró de un brazo, la metió dentro y cerró la puerta. Dentro estaba tibio y oscuro. Por las rendijas de la estufa de hierro más diminuta que hubiese visto jamás resplandecía el fuego. No era más grande que un bote de crema pero bastaba y sobraba para caldear el pequeño recinto. A través del agujero para mirar, se colaba un delgado rayo de luz diurna. Cuando Theodore se abrió paso junto a ella, tocó la roca del suelo, mientras él le advertía:

– Como no hay asientos, tendrá que mantenerse erguida y sujetarse.

Antes de que pudiese obedecerlo, Theodore chasqueó las riendas y ella estuvo a puntó de caer sentada. Tambaleándose, tanteó hacia delante y se sujetó al borde del agujero que servía de mirilla y por el que se veían las grupas de los caballos.

– ¿Y qué pasará con Kristian?

– Está cumpliendo sus tareas. Lo llevaré más tarde.

– Pero siempre realizan las tareas antes del desayuno.

– Tenía que recoger sus cosas antes del desayuno -afirmó, con el tono más gruñón posible.

La ira de Linnea terminó por explotar:

– No tenía por qué hacer nada, Theodore. ¡Yo podría haber caminado!

Mirando por el agujero, él repuso:

– ¡Ja!

– ¡No pedí que me tratase como a una… como a una flor de invernadero!

– ¿Tiene una idea del efecto que tiene este viento sobre la piel cuando la temperatura llega a treinta y ocho bajo cero?

– Podría cubrirme la cara con el echarpe.

El pequeño cuadrado de luz que entraba por el agujero le permitió ver cómo Theodore giraba los ojos en dirección a ella. Lanzó una risilla despectiva, y giró otra vez la vista.

– Lamento haberlo hecho salir-replicó Linnea, sarcástica-. La próxima vez que construya una carreta para mí, podría preguntarme primero si necesito que me lleve.

– Yo no construí una carreta para usted -repuso él en tono similar-. Se desarma y se guarda en el cobertizo. Lo único que tuve que hacer fue instalarla sobre los patines del trineo y fijarla.

A cada instante, la altivez y el tono insultante de Theodore la enfurecían más.

– ¡ Theodore, no sé qué le pasa últimamente que se comporta como… como un oso con una espina en la pata!

El hombre le dirigió una mirada asesina, pero no dijo nada.

– Bueno, ¿qué he hecho? -quiso saber, balanceándose con el movimiento del vehículo, tratando de no chocar con el brazo de él.

La mandíbula de Linnea se tensó. Con la vista fija en el frente, por fin escupió:

– ¡Nada! ¡No ha hecho nada!

Entraron en el patio de la escuela, y ella saltó fuera, al viento que cortaba, impaciente por alejarse de él. Sin embargo, para su sorpresa, él la siguió y la sujetó del codo con tanta fuerza que la hizo hacer una mueca, mientras se abrían paso entre la nieve arremolinada que les llegaba a los muslos. El viento era tan feroz que amenazaba con arrebatarle el chal a la muchacha. Theodore se sujetaba el sombrero con la mano libre. Los contornos de las pisadas empezaban a borrarse ya cuando llegaron a la entrada, que estaba sepultada bajo una capa tan gruesa que tuvieron que tantear buscando apoyo para subir.

Linnea se tropezó una vez y él la empujó sin piedad para hacerla levantarse. La puerta estaba totalmente bloqueada por un muro blanco. Después de un intento fracasado de abrir, Theodore bajó de nuevo los escalones hacia la carreta y volvió al momento con una pala.

– ¡ Yo puedo hacerlo!-gritó la muchacha cuando él volvió-. ¡Démela!

Tendió la mano hacia el mango de la pala, y uno de sus mitones encerró el gastado guante de cuero. Linnea tiró. El forcejeó. Se miraron, tercos, ceñudos. El viento agitó el ala del sombrero e hizo revolotear las bolas del echarpe como una bandera. Linnea tenía húmeda la punta de la nariz. Theodore tenía rojos los bordes de las orejas.

Sin hablar, el hombre le arrebató la pala y dijo entre dientes:

– Apártese.

La empujó con rudeza con el hombro, y metió la pala en la nieve acumulada, con vehemencia descontrolada.

– ¡Theodore, le he dicho que yo puedo hacerlo!

Bastaron doce paladas de nieve para despejar la puerta. Theodore la abrió de golpe, sujetó a Linnea del codo y la arrojó dentro.

– ¡Yo apalearé la maldita nieve! -bramó, para luego cerrarle la puerta en la cara.

Linnea se quedó mirándola con las lágrimas ardiéndole en los ojos, y le asestó un feroz puntapié. Con movimientos irritados, fue en busca del cubo para carbón. Pero, cuando salía a buscarlo, él se lo arrancó de la mano, clavó la pala en un montículo, hizo una mueca y, sin agregar una sola palabra, dio la vuelta a la esquina del edificio, con la nieve hasta las rodillas. Linnea se quedó de pie, rígida, con la espalda contra la puerta, cuando él entró pisando fuerte y apoyó el cubo junto a ella con fuerza suficiente para hacer temblar las ventanas. Tras ella, las botas del hombre resonaban como golpes de martillo, y luego oyó golpear las dos puertas.

Encendió el fuego con tanto estrépito como para que a Theodore se le cayeran los dientes… ¡eso esperaba! Cuando terminó, se ajusto con tanta vehemencia las puntas del echarpe que casi se ahogó. Había abierto la puerta del guardarropa y se dirigía hacia el recipiente para el agua cuando él irrumpió desde fuera con la misma intención. Con expresión agria, vio cómo tomaba la marmita y salía, y cerró de un portazo para ganarle de mano.

En unos minutos estuvo de vuelta. Con la espalda contra la puerta y los brazos cruzados, Linnea se quedó junto a la estufa y escuchó cómo vertía el agua en el recipiente del rincón. Luego oyó el chasquido de la tapa de madera, y entonces Theodore llevó de vuelta el cubo al guardarropa.

Portazo de la puerta interior.

¿Theodore estaría dentro o fuera?

Con la vista clavada en la chimenea de la estufa, se quedó un par de minutos, pensando. Sólo había silencio. Por fin, la dominó la curiosidad y miró sobre un hombro: ahí estaba, con las manos en las caderas, mirándola enfadado bajo el ala del Stetson.

Linnea giró otra vez bruscamente hacia la estufa.

– Bueno, ¿me va a hablar de él o no? -espetó el hombre, con voz hostil.

– ¿De quién? -replicó, obstinada.

– ¿Quién? -Lanzo unas carcajadas desdeñosas, y sus botas hicieron un ruido sordo sobre el suelo. Se detuvo a menos de treinta centímetros de la muchacha-. ¡Adrián no sé cuántos, ese!

– Mitchell. Se llama Adrián Mitchell.

– En realidad, me importa un comino cómo se llame. ¿Vas a decírmelo o no?

– Ya te dije que trabaja en la tienda de mi padre -le espetó.

– Claro, cómo no -repuso él, sardónico.

Linnea giró sobre los talones:

– ¡Bueno, es verdad!

Aunque el sombrero le ocultaba los ojos, Linnea podía adivinar las chispas en sus profundidades. Tenía el cuello de la chaqueta subido hasta las orejas y las botas firmemente plantadas, bien separadas.

– ¿Otro más para tu colección? -la acusó.

– ¿Y a ti qué te importa? -repuso, cerrando los puños dentro de los mitones.

– ¿Lo es? -insistió Theodore, cerrando los puños con los guantes puestos.

– No es asunto tuyo. ¿Cómo te atreves a hacerme preguntas sobre mi vida personal? ¡No eres más que el patrón de mi alojamiento!

– ¿Qué haces con él, paseas en automóvil? -se burló.

– De hecho, así lo hice. Y me divertí. Y me llevó a una fiesta, bailamos, bebimos ponche de champaña y fue a cenar a casa de mis padres. ¿Y sabes qué mas hizo, Theodore? -Acercó más la nariz a él, provocándolo con ojos brillantes, desafiantes-. Me besó. ¿Eso era lo que querías saber? ¿Eso?

Se acercó más aún y tensó la barbilla, viendo que el rostro de Theodore se ponía como un pimiento con manchas blancas,

– Estás presionándome demasiado, señorita -la amenazó en voz baja y grave.

Linnea retrocedió y resopló, desdeñosa:

– Oh, no me hagas reír. Theodore. Haría falta una locomotora para presionarte. Estás asustado de tu propia sombra. -El hombre dio un paso amenazador, pero la muchacha no cejó-. ¿No lo estás?

Se enfrentaron, cada uno buscando un punto débil en el otro sin poder encontrarlo, hasta que al fin, Theodore preguntó:

– ¿Cuántos años tiene?

– Veinte, tal vez veintiuno. ¡Y ahora, huye, Theodore, huye como siempre haces!

La miró, serio, con los músculos del cuello tan tensos que le dolía hasta la cabeza. Entonces Theodore, que rara vez maldecía, gruñó la segunda maldición del día.

– Maldita seas.

La atrajo hacia si sujetándola por los codos, dejando caer la boca sobre la de ella en un beso salvaje. La boca de Linnea se abrió de inmediato y forcejeó como para gritar, pero él la retuvo, sintiendo que los brazos de la muchacha se ponían tensos. Bajo su boca, emitió un sonido ahogado, como si tratase de hablar, pero no quiso soltarla para que volviese a gritarle. Le metió la lengua entre los dientes y la de ella le salió al encuentro con el mismo impulso. Sólo en ese momento comprendió que ella no forcejeaba para alejarse de él sino para acercarse más. Aflojó de inmediato la presión en los codos, y ella le rodeó el cuello con los brazos y se puso de puntillas, aproximándose, pegándose a él.

Los brazos de Theodore le rodearon la espalda, atrayéndola a él, con la barrera de la ropa de abrigo interponiéndose entre ellos.

Alzó la cabeza bruscamente, alejándola, respirando con dificultad.

Los ojos de Linnea eran como ascuas encendidas. Ardían con brillo quemante, fijos en el rostro de él.

– Teddy, Teddy. ¿Por qué lo rechazas?

El aliento se le escapaba rápido, agitado.

Theodore cerró los ojos tratando de controlarse, apartándola con los brazos.

– Porque soy lo bastante mayor para ser tu padre. ¿Acaso no lo entiendes?

– Entiendo que lo usas solamente como excusa.

– ¡Basta! -le gritó, abriendo los ojos y revelando la expresión torturada-. ¡Piensa en lo que estás diciendo, en lo que estamos haciendo! ¡Tienes dieciocho años…!

– Casi diecinueve.

– Está bien: el mes que viene tendrás diecinueve. Y dos meses después, yo tendré treinta y cinco. ¿Cuál es la diferencia? Sigue habiendo dieciséis años entre nosotros.

– No me importa. -Insistió.

– A tu padre sí le importaría. -Inmediatamente advirtió que había tocado un punto vulnerable-. Seguro que él ha elegido para ti a un joven llamado Adrián, que tiene trabajando en su tienda, ¿no es así?

– Adrián me escribió a mí. Yo no le escribí.

– Pero lo besaste e hiciste todas esas cosas con él, y yo estoy celoso aunque no tenga derecho a estarlo, ¿no lo ves? Tendrías que estar con gente joven como él, no con viejos como yo.

– No eres ningún viejo, para mí es más divertido estar contigo que con él, y cuando me besa él no me pasa nada de lo que me pasa cuando tú…

– ¡Shhh!

Le cubrió la boca con el dedo enguantado, y sintió que la furia se desvanecía tan rápido como se había encendido.

Por largo rato, las miradas se abrazaron, hasta que Linnea quitó el dedo de su boca y murmuró:

– Pero es verdad.

– Vives en mí casa. ¿No sabes lo que la gente podría decir, lo que podría pensar?

– ¿Que me amas? -preguntó con suavidad-. ¿Tan terrible sería eso?

– Linnea, no… -exhaló, insistiendo en alejarla.

– Oh, Teddy, yo… te amo tanto que hago locuras -confesó en tono quejumbroso- Beso pizarras y ventanas y almohadas porque no me besas tú.

Por mucho que deseara ser fuerte contra ella, el ingenio de la muchacha provocó una triste sonrisa en la boca de Theodore. El problema consistía en que lo que más le gustaba de ella eran las cosas que la hacían demasiado joven para él. Ninguna otra chica que conociera era tan natural, tan carente de caprichos. Fijó la mirada en la línea del cabello, en el echarpe rojo que le rodeaba, severo, el rostro. Los ojos sinceros. La boca dulce.

Con mucha más suavidad, Linnea dijo:

– Te amo, Teddy.

Señor, Señor… Muchacha, no me hagas esto.

Pero cuando ella alzó una vez más la mirada hacia él, Theodore cedió y la atrajo a sus brazos, esta vez con ternura. Cerró los ojos y la acurrucó bajo la barbilla con una mano, sujetándola por la parte de atrás de la cabeza.

– No lo hagas -le pidió en voz seca y áspera. Linnea sintió el movimiento de la nuez contra la coronilla-. No trates de madurar demasiado deprisa y no desperdicies en mí estos años preciosos. Sé joven y tonta. Besa pizarras y ventanas, y habla con personas que no existen.

Mortificada, se hundió más bajo la barbilla de él.

– Lo adivinaste, ¿cierto?

– ¿Que hablas con personas que no existen? Sí, ese día que te sorprendí aquí, junto a la pizarra. Y otra vez, cuando te oí en la planta alta hablando con tu amigo Lawrence. ¿Ya estás dispuesta a decirme quién es?

Se echó atrás para verla mejor, y ella dejó caer la cabeza, avergonzada. Theodore le alzó la barbilla con un dedo obligándola así a mirarlo a los ojos. En los pómulos de Linnea apareció un rubor y parpadeó con fuerza.

– No es nadie -admitió-. Yo lo inventé.

Theodore frunció el entrecejo.

– ¿Lo inventaste?

– Es sólo un personaje imaginario. Una persona que pudiese ocupar el lugar del amigo que no tuve cuando llegué aquí. En realidad, lo inventé cuando tenía unos trece años, cuando empecé a notar la diferencia entre los chicos y las chicas. El y yo… bueno, simplemente, puedo conversar con él como nunca pude hacerlo con un muchacho real.

Dejó caer la barbilla y se puso a examinar la solapa del bolsillo de Theodore.

El le miró la nariz, las cejas, la curva de las pestañas, que protegían los hermosos ojos azules. Los labios eran delicados y levemente hinchados, y lo que más anhelaba era besarlos y enseñarles los cientos de maneras de devolver un beso.

– ¿Qué voy a hacer contigo, pequeña? -le preguntó en voz suave.

Linnea levantó la vista y lo miró.

– Cásate conmigo.

– No puedo. Por mucho que quiera, no puedo. No sería justo para ti.

¿Por qué sería injusto que él hiciera lo que la convertiría en la mujer más feliz del mundo?

– ¿Justo? ¿Para mí?

– Piensa, Línea. Piensa que dentro de veinte años, cuando tú todavía seas joven… y yo ya haya pasado la mediana edad.

– Oh, Teddy, estás obsesionado con los años. Estas siempre calculando. ¿No comprendes que es más importante contar la felicidad? Pero si dentro de veinte años podríamos tener más felicidad que la mayoría de la gente en cincuenta años. Por favor…

Los ojos eran sinceros y la boca le temblaba, y estaba a un suspiro de distancia. Cuando posó la vista en los labios de él, el ritmo del pulso de Theodore le hizo una advertencia, pero le resultó imposible moverse cuando ella se puso de puntillas, alzó hacia él los labios entreabiertos y, sujetándole la cara entre los mitones de visón, murmuró:

– Por favor… -inclinó la cabeza y rozó suavemente su boca, le pasó las manos por el cuello y lo atrajo hacia ella-. Por favor…

Trató de hacerse fuerte para resistir, pero la lengua de Linnea se deslizó por su boca, hurgó, tímida, pasando entre los dientes, por la piel sensible de la parte interior de los labios. Exhalando un sonido gutural, la apretó contra él, inclinó la cabeza y se unió plenamente a ella. Las lenguas se toparon en un sedoso encuentro, y los cuerpos se apretaron entre si. Los corazones parecieron chocar, pecho a pecho, y la excitación se convirtió en una tormenta.

Theodore sabía a café y olía al aire del invierno. El interior de su boca estaba caliente, mojado, y la tentaba más de lo que hubiese podido imaginar. Ninguno de los besos que había experimentado la sacudieron como este. Pensó que, si no podía ser suyo para siempre, moriría.

Pero, de repente, él se apartó y le arrancó los brazos del cuello. El echarpe había caído y yacía en suaves pliegues, rodeando el cuello de Linnea. Tenía los ojos agrandados, suplicantes, los labios entreabiertos, de los que salían pequeñas bocanadas jadeantes. La voz de Theodore tembló, y su aliento fue trabajoso.

– Tengo que irme.

– Pero ¿qué me dices de nosotros?

– La respuesta sigue siendo no.

Linnea se esforzó por deshacer el nudo que tenía en la garganta y dijo, trémula:

– Entonces yo también tendré que irme. Por lo que siento, no puedo quedarme más en la misma casa contigo.

Sabía que llegarían a eso, pero lo que no sabía era que le dolería tanto.

– No. Te prometo que no…

Le tocó los labios para silenciarlo.

– Yo no puedo hacer la misma promesa, Teddy… -susurró.

Tuvo la impresión de que todo le dolía. Todo en él deseaba. Deseaba a Linnea, y mucho más: la vida rica y plena que podía vivir con ella. No imaginó que pudiese doler tanto, de que se pudiera desear tanto.

– Volveré a buscarle a las cinco y entonces hablaremos de esto. No tienes que emprender el camino a casa, ¿entendido?

– Sí -susurró Linnea.

– Cuando necesites más carbón, manda a Kristian a buscarlo afuera. ¿Lo prometes? -Como no le respondió, le dio una leve sacudida, exigiendo con ternura-: ¿Lo prometes?

– Lo prometo.

– Arréglate el cabello. Creo que lo tienes revuelto atrás.

La voz fue rasposa mientras retrocedía y la sostenía por los brazos.

– Lo haré -respondió Linnea, con dureza.

Entonces Theodore la soltó y se fue sin mirar atrás.

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