2

La pequeña señorita aún estaba arriba cuando Theodore salió de la casa a zancadas y se dirigió de nuevo hacia los campos. "¡Mujeres!", pensó. "Sólo hay una cosa peor que tener una cerca, y es tener dos." ¡Y qué dos tenía en ese momento!

Lo enfurecía el modo en que lo había tratado su madre delante de la chica, pero ¿qué otra alternativa tenía sino quedarse ahí y soportarlo? ¿Cuánto tiempo más tendría que tolerar que le diese órdenes? Todavía le ardía la cara de vergüenza.

¡No tenía derecho a humillarlo de ese modo! Era un hombre mayor, de treinta y cuatro años. Y en cuanto a la antigua amenaza de mudarse a la casa de John… ¡Dios quisiera que lo hiciese! Pero en la casa de John no había nadie a quien regañar y ella lo sabía.

Todavía fastidiado, Theodore llegó a donde se veía a dos figuras guiando a sus respectivos animales, segando trigo. Se detuvo y esperó en el extremo de una hilera de gavillas. Le daba cierta paz observar a John y a Kristian cambiar el aspecto del campo. Las hojas de la segadora cortaban los gruesos tallos de los cereales, que parecían de oro bruñido en la punta y que se hacían opacas en el extremo cortado. Iban formando fajas paralelas:

John iba un poco más adelante; Kristian lo seguía, dejando un dibujo en escalera en el borde del plantío, a medida que avanzaban con paso firme e incesante.

Llegó el momento en que se convirtieron en dos puntos en el horizonte, que luego dieron la vuelta en dirección a donde estaba Theodore, y este los veía cada vez más nítidos a cada paso que daban los caballos.

Cuando estuvieron más cerca, pudo oír el traqueteo de las barras de madera al toparse con las hojas. Contempló la caída de los tallos y respiró: no había nada más dulce que la fragancia del trigo secándose al sol. También sería dulce el precio que obtendrían por él ese otoño. Gracias a la guerra en Europa, cada grano era como de oro puro, y no sólo por el color. Ahí, bajo el sol fundente, viendo cómo lo abatían las segadoras, a Theodore le pareció un sacrilegio que algo tan bello terminara sirviendo para algo tan feo como la guerra. Se decía que llegaría el momento en que serviría de alimento a soldados yanquis, pero, tal como iban las cosas, no se vislumbraba ese momento, pues, si bien los campos de entrenamiento norteamericanos bullían de reclutas impacientes, se comentaba que no tenían uniformes ni armas. Se entrenaban en ropas de civil, con palos de escoba. Por todo el país había personas que cantaban: "Yo no crié a mi hijo para que fuese soldado", y a Theodore le parecía que la única guerra que debía preocuparlo era la que libraba con esa maestra jovenzuela.

Todavía pensaba en eso cuando su hermano se le acercó: John tiró de las riendas y gritó;

– ¡Soo, chicas! -para luego bajarse pesadamente del asiento de hierro. Los animales sacudieron las cabezas y el aire quieto de la tarde se pobló del tintineo de los arneses.

– Has vuelto -dijo John, quitándose el sombrero de paja y enjugándose la frente, donde el pelo iba raleando, con el antebrazo.

– Sí, he vuelto.

– ¿Lo has recogido?

– Sí.

Como siempre, John asintió. Era un hombre apacible, sin demasiada inteligencia ni demasiado preocupado por nada. De treinta y ocho años, algo más ancho de hombros, más estrecho de coronilla y mucho más lento en todo, desde la realización de las tareas hasta montar en cólera. Era de constitución robusta, vigoroso, y se movía con singular falta de prisa, cosa que le daba un aire a la vez torpe y gracioso. Tenía un cuerpo al que se adaptaban bien las batas de trabajo, las botas de punteras anchas y altas y las camisas de franela gruesa. Incluso los días de más calor llevaba la camisa abotonada hasta el cuello y las muñecas, y jamás se quejaba del calor ni de ninguna otra cosa. Sus intereses no iban más allá de las lindes de los campos, y en ellos se ganaba el sustento diario a su propio ritmo apacible. Mientras pudiese hacerlo, no le pedía mucho más a la vida.

– La siega va bien -comentó-. Entre los tres, creo que podremos terminar esta sección antes de que caiga la noche.

Se acuclilló balanceándose sobre los talones, dejando vagar los ojos sobre el campo, mientras mordisqueaba un tallo de trigo.

Como siempre, la falta de curiosidad de su hermano con respecto a lo que pasaba a su alrededor dejaba perplejo a Theodore. Pero así era. Estaba tan conforme que no se le ocurría averiguar ni desafiar- Y tal vez fuese precisamente esa vaguedad lo que hacía que Theodore lo amara sin reticencias y se sintiera inclinado a protegerlo.

– John. ¿qué hay en esa mente tuya cuando te acuclillas así, sin moverte y contemplas el horizonte?

– Él resultó ser ella -le informó Theodore al hermano mayor.

John levantó la vista con expresión confundida, pero no dijo nada.

– Es una mujer -explicó Theodore.

– ¿Quién es mujer?

Era Krístian, quien, saltando del asiento de la máquina con una agilidad opuesta a la de su tío, formulaba la pregunta. Igual que los otros dos, iba vestido con una bata de trabajo a rayas, pero debajo tenía la espalda desnuda, y no llevaba sombrero para protegerse la cabeza. Tenía nervudos brazos tostados con unos bíceps que sólo habían comenzado a definirse la última mitad del año. El repentino crecimiento daba al cuello la apariencia de larguirucho, porque la manzana de Adán había crecido más rápido que la musculatura que la rodeaba. Tenía un rostro largo y anguloso, que cada día se volvía más apuesto a medida que la estructura ósea se rellenaba de carne, en su tránsito a la madurez. Tenía los ojos castaños del padre, aunque no la expresión cínica que solía aparecer en ellos y el labio inferior sensual de la madre, un poco más lleno que el superior. Cuando hablaba, la pronunciación exhibía el leve acento de un noruego que ha crecido en un medio bilingüe: noruego e inglés.

– La nueva maestra de la escueta -respondió el padre, con acento aun más pronunciado. Hizo una pausa, pensó, y luego agregó-: Bueno, no es exactamente una mujer. Más bien una muchacha que trata de pasar por mujer. No parece mucho mayor que tú.

Los ojos de Kristian se agrandaron.

– ¿En serio? -Tragó saliva, dirigió una mirada hacia la casa y preguntó-: ¿Se quedará? Aunque nunca se lo hubiese dicho con todas las letras, sabía que su padre sentía aversión por las mujeres. Muchas veces había oído hablar a los viejos de ello, cuando creían que no había "orejas de pequeños" cerca.

– Tu abuela la ha llevado al piso alto y le ha enseñado la habitación así que parece que se queda.

Una vez más, Kristian entendió con absoluta claridad: ¡si la abuela decía que se quedaba… pues se quedaba!

– ¿Cómo es?

En un gesto de desaprobación, el mentón de Theodore se aplastó:

– Todavía con la leche en los labios y atrevida como un grajo.

Kristian rió entre dientes.

– ¿Cómo es?

Theodore lo miró, serio:

– ¿Qué te importa cómo es?

El muchacho enrojeció un poco.

– Sólo preguntaba, nada más,

Theodore se puso más serio aún:

– Tiene un aspecto menudo y ratonil -respondió, avinagrado- tal como uno espera que sea una maestra. Y ahora volvamos a trabajar.

Mientras duraba la cosecha, la cena empezaba tarde, porque los hombres se quedaban en los campos hasta que desaparecía el último rayo de sol y sólo se detenían a última hora de la tarde para ordeñar y comer unos emparedados que les permitiesen aguantar hasta la cena.

Si bien Linnea había tenido la cortesía de ofrecer ayuda, Nissa no quiso saber nada y la rechazó con una contundente afirmación:

– Los maestros se alojan y comen aquí. Es parte de su paga, ¿no es cierto?

Por lo tanto, la muchacha decidió explorar la propiedad, si bien no había mucho que ver- Metido tras la L que formaban dos graneros, encontró un chiquero que no se veía desde la casa. El gallinero, el cobertizo de las herramientas y el granero no ofrecían nada que despertara en ella un remoto interés. No sucedía lo mismo con las caballerizas: no fue la inmensa y cavernosa construcción lo que la atrajo, sino la talabartería. ¡Ni en el establo de caballos para alquiler de Fargo había visto tanto cuero! Daba la impresión de poder abastecer a un regimiento de caballería completo. Sin embargo, pese a los cientos de lazos y correas colgadas de tas paredes, caballetes y bancos, estaba ordenada y era funcional.

¡Era algo glorioso!

Tenía carácter. Fragancia. Y todo estaba tan bien dispuesto que la obligó a interrogarse acerca del hombre que lo mantenía con semejante pulcritud. Ni una sola rienda estaba colgada de un clavo de metal de modo que corriese el riesgo de ondularse o resquebrajarse, con el tiempo. No colgaban meticulosamente de gruesos tacos de madera y los extremos no tocaban el suelo de cemento- Había otras correas individuales, más pequeñas y sin refuerzo, enrolladas como esos lazos que se usaban para atar al ganado y no se veía en ellas partes enredadas ni irregularidades. En una pared se veían varias colleras ovaladas y un par de monturas cabalgaban sobre un caballete, envueltas en anchas fajas de cuero de oveja para proteger la parte de abajo. En un banco sin desbastar había latas con linimento, aceite y jabón para limpiar monturas, colocadas con tanta pulcritud como la estantería de un boticario- Tenazas para cascos, tijeras y almohazas coleaban de sus respectivos ganchos con fanática pulcritud. Cerca de una ventana pequeña que daba al Oeste, había una vieja silla, tan manchada que era casi negra, con respaldo y brazos en forma de huso. En el asiento cóncavo se veían dos manchas más claras y hacía mucho que las patas habían sido reforzadas con alambre. De uno de los brazos colgaba un trapo manchado, doblado por la mitad y colgado con el mismo cuidado con que una mujer cuelga la bayeta sobre su barra.

Dedujo que el dueño era una persona puntillosa, dedicado al trabajo; nada de juegos, imaginó. Por alguna razón era irritante encontrar tanta perfección en un sujeto tan irritable. Mientras lo esperaban a él y a su hijo para cenar y su estómago refunfuñaba de hambre, imaginó de qué modo lo pondría en su lugar algún día.

Pensando en eso, fue a su cuarto a lavarse y peinarse antes de cenar. Con el cepillo en la mano, se acercó hacia el espejo ovalado con su marco de metal pintado y murmuró, como si no fuese sólo un reflejo:

– Trata a los caballos mejor que a las mujeres. Más aún: ¡trata mejor a los arneses de sus caballos que u las mujeres! La réplica imaginaria la indignó y flexionando una muñeca y tocándose el corazón con las yemas, siguió:

– Señor Westgaard, le hago saber que he sido cortejada por un actor de la escena londinense y por un aviador británico. He rechazado a siete… ¿o eran ocho?… -Por un momento frunció la frente, echó atrás el cepillo con atrevimiento y lanzó sobre el hombro una sonrisa agraciada-. Oh, bueno -terminó, airosa-. ¿Qué más da una propuesta más o menos? Rió sin hacer ruido y siguió cepillándose el cabello que le caía entre los omóplatos. – El aviador británico me llevó a bailar a palacio, por invitación especial de la reina y, después de esa noche, voló en un avión que bombardeó un hangar de zeppelines alemán en Dusseldorf. -Se alzó la falda y se balanceó, ladeando la cabeza con expresión soñadora-. Ah, qué noche esa. -Cerró los ojos, se balanceó hacia la izquierda y luego a la derecha y su reflejo pasaba como un relámpago por el pequeño espejo ovalado-. Al final de la velada, me llevó a casa en un carruaje que había traído especialmente para la ocasión. -Poniéndose seria, dejó caer la falda-. Perdió la vida por servir a su patria. Fue muy triste. Se lamentó por él un momento y luego, sintiéndose heroica, se reanimó y añadió: -Pero, por lo menos, tengo el recuerdo de haber girado entre sus brazos a los sones de un vals vienes. -Estiró el cuello como un cisne y se apartó el cabello de la cara. – Pero claro, usted no sabe de esas cosas y, además, una dama no habla de los besos que recibe. Dejó el cepillo, tomó el peine y dividió el cabello por la mitad. -Y después estuvo Lawrence. -Giró de repente, acercando la cadera al borde de la tarima y apoyándola con gesto provocativo. – ¿Alguna vez le he hablado de Lawrence?

El estrépito de porcelana rola la volvió bruscamente a la realidad. La tarima se tambaleó en el ángulo que ocupaba, y la jarra y la palangana ya no estaban a la vista. Desde abajo, Nissa vociferó:

– ¿Qué ha sido eso? ¿Están bien allá arriba?

En la escalera se oyeron pisadas. Horrorizada, Linnea se cubrió la boca con las dos manos y se inclinó sobre esa tarima que hacía las veces de cómoda. Cuando Nissa llegó a la puerta, se encontró con la muchacha que contemplaba, en el rincón, los trozos que hacía momentos eran la jarra y la palangana.

– ¿Qué ha pasado?

Linnea giró hacia el vano de la puerta, con una expresión de consternación en el rostro.

– ¡Oh, señora Westgaard, lo siento muchísimo! ¡He roto la jarra y la palangana!

Nissa irrumpió.

– ¿Cómo demonios llegó eso ahí?

– Sin… sin querer choqué con la tarima. Se lo pagaré con mi primer salario mensual.

Por un segundo, se preguntó cuánto costarían la jarra y la palangana.

– Por Dios, qué lío. ¿Usted está bien?

Linnea se alzó las faldas y se miró el borde mojado.

– Sólo un poco mojada.

Nissa empezó a correr la cómoda, pero Linnea la sustituyó de inmediato en la tarea.

– ¡Deje, yo lo limpiaré! -Cuando desplazó el mueble, se encontró con los fragmentos de loza y con el agua que se escurría por debajo del linóleo, mojando la parte blanda de abajo. – Oh, Dios mío… -gimió, tapándose otra vez la boca mientras le saltaban lágrimas de vergüenza-. ¿Cómo he podido ser tan torpe? Me parece que también he estropeado el linóleo.

Pero Nissa ya bajaba las escaleras. -Traeré un cubo y un trapo.

Cuando se fue, Linnea oyó voces afuera y, al mirar por la ventana vio que, mientras ella se perdía en sus ensueños, habían llegado los hombres, Desesperada, se puso de rodillas tratando de juntar los trozos de las piezas rotas en un montón y luego, con la mano, detener el agua en el borde del revestimiento. Pero el charco ya se había filtrado hacia abajo, y entonces trató de levantar una punta… lo cual resultó un error. El agua pasó sobre la curva del linóleo y le mojó la falda sobre las rodillas.

– ¡Déjame hacerlo! -le ordenó Nissa desde la entrada-. Tira los pedazos en el cubo.

Linnea dejó la loza rota en el fondo del cubo con gran cuidado, como si de ese modo pudiese mejorar la situación. Contuvo las lágrimas sintiéndose torpe, molesta, disgustada consigo misma por haber dejado que un capricho infantil la hiciera meterse en problemas, como solía sucederle. Después de que hubieron recogido todos los trozos y Nissa se sentó sobre los talones. Linnea le tocó el antebrazo, exhibiendo una expresión apesadumbrada.

– Yo… lo lamento -murmuró-. Fue una estupidez y…

– Claro que lo lamentas. A nadie le gusta sentirse tonto en un lugar nuevo. Pero las jarras son… ¡pero si te has cortado!

– ¡Oh, y ahora le he manchado el vestido! ¿Acaso no puedo hacer nada bien?

– No te aflijas. Lo lavaré. Me parece que esa mano va a sangrar un rato. Será mejor que busque algo para vendarla.

Se levantó de un salto y desapareció escaleras abajo. Un momento después, Linnea oyó voces desde la cocina y se sintió doblemente mortificada sabiendo que, sin duda, Nissa debía de estar contando a los hombres lo sucedido. Pero cuando la anciana regresó no pronunció una sola palabra de crítica y le vendó la mano con una tira arrancada de una sábana limpia y la ató con firmeza antes de dirigirse de nuevo a la escalera.

– Ahora arréglate el pelo y preséntate abajo en cinco minutos. A los muchachos no les gusta que los hagan esperar.

Por desgracia, la muchacha aún era inexperta para arreglarse el nuevo peinado recogido con las dos manos sanas; con una lastimada, le resultaba imposible- Hizo todo lo posible, pero cuando Nissa avisó que la cena estaba lista, ella aún estaba intentándolo. Mientras seguía acomodándose y clavando horquillas con manos torpes, se miró la falda: tenía mojada la zona de las rodillas y el borde y ya no tenía tiempo de cambiarse.

Con un vistazo al espejo comprobó que el postizo en tomo del cual había enroscado el cabello estaba desplazado del centro. ¡Maldición! Le dio un tirón hacía la izquierda que lo descolocó todavía más y lo fijó de prisa con tres horquillas.

– ¡Señorita Brandonberg! ¡La cena! A los muchachos no les gusta que los hagan esperar.

Linnea se rindió y fue hacia la escalera, esperando que sus pasos sonaran decididos en los peldaños. Cuando emergió de las sombras de la escalera a la cocina, se sorprendió al ver que había tres hombres altos y robustos que la miraban con la boca abierta.

¿Los muchachos?

Por supuesto, uno era Theodore, al que ya había tenido la desdicha de conocer. Echó un vistazo al rostro enrojecido, al cabello rebelde y a la falda mojada de la muchacha y en las comisuras de sus labios jugueteó el fantasma de una sonrisa. Linnea lo dio por perdido, ya que era un patán rústico, y prestó atención a los otros.

– Tú debes de ser Kristian. -Era media cabeza más alto que ella y muy apuesto, con una boca mucho más tierna y bella que la del padre pero los mismos ojos castaño intenso. El cabello mojado, recién peinado, era de un castaño dorado que, al secarse, seguramente sería rubio. Tenía el rostro reluciente por el reciente lavado y era el único de los tres sin camisa y sin la marca blanca atravesándole la mitad superior de la frente. Linnea le tendió la mano-: Hola, yo soy la señorita Brandonberg.

Kristian Westgaard miró a la nueva maestra con la boca abierta. ¿Menuda y ratonil? Cielos, ¿de qué hablaba el viejo? Sintió que le subía el sonrojo desde el pecho desnudo. El corazón te dio un vuelco y empezaron a sudarle las manos.

Linnea vio que se ponía del color de las frambuesas maduras y se secaba las manos en los muslos. La nuez de Adán le bailoteó como un corcho en una ola y, al fin, le tomó la mano por un instante.

– ¡Uy! -exclamó-. ¿Así que usted será nuestra nueva maestra? De camino a la mesa con una fuente de carne, Nissa lo reconvino:

– ¡Cuida tus modales, jovenzuelo! -lo que renovó el sonrojo de Kristian.

Linnea rió:

– Eso me temo.

Intervino Nissa:

– Y este es mi hijo John. Vive al otro lado del campo, pero siempre come con nosotros. Indicó con la cabeza hacia el Este y volvió junto a la cocina.

Linnea vio un rostro muy parecido al de Theodore, un poco mayor y con la línea del cabello que ya empezaba a retroceder. Tímidos ojos almendrados; nariz recta, atractiva, labios llenos… muy diferentes de los de su madre, que se reducían a una línea angosta. Al parecer, no se sentía capaz de mirarla a los ojos, ni podía dejar de mover los pies. Sobre la línea del sombrero se puso del color de las amapolas, mientras que debajo su cara era de color siena. Los ojos tímidos se posaron en cualquier lado menos en ella. Cuando fue presentado, hizo un brusco cabeceo y decidió ofrecerle la mano, pero la retiró a mitad del trayecto y la sustituyó por otros dos cabeceos- La mano de Linnea quedo colgando entre los dos hasta que, al fin, John la tomó entre sus enormes manazas y le dio una sola sacudida.

– Hola, John -dijo la muchacha con sencillez.

El hombre asintió, mirándose las botas.

– Señorita.

La voz retumbó suave, áspera y muy, muy baja, como un trueno que llegara del condado vecino.

También tenía la cara recién restregada para presentarse a cenar, y el cabello castaño con una onda en el centro. Llevaba unos desteñidos pantalones negros y tirantes rojos. El cuello de la camisa roja escocesa estaba abotonado hasta el cuello, lo que le confería un aspecto más bien triste, infantil para un hombre tan corpulento. En el mismo instante en que la mano enorme devoró la suya, Linnea sintió una oleada cálida y protectora. El único que no le había dirigido la palabra era Theodore, pero percibió que la observaba y decidió no dejarlo escapar tan fácilmente. Si creía que los modales eran innecesarios cuando una persona envejecía, le demostraría que uno nunca era demasiado viejo para ser cortés.

– Lo saludo otra vez, señor Westgaard. -Dándose la vuelta, lo miró directamente, sin darle otra alternativa que aceptar el saludo.

– Sí -fue todo lo que dijo, con tos brazos cruzados sobre la camisa azul y los tirantes negros.

Para fastidiarlo más, agregó, sonriendo con dulzura:

– Su madre me condujo a mi habitación y me hizo instalarme. Estaré muy bien ahí.

Como los demás lo miraban, Theodore no tuvo más remedio que tragarse una réplica punzante y refunfuñó:

– Bueno, ¿vamos a estar aquí parloteando toda la noche o vamos a cenar?

– La cena está lista. Sentémonos -repuso Nissa procediendo a colocar el último plato con carne sobre la mesa redonda de roble cubierta con un mantel níveo-. Esta será tu silla.

Nissa le indicó a Linnea la que estaba entre la suya propia y la de John, tal vez esperando que al haber un poco más de distancia entre Theodore y la muchacha disminuyese el antagonismo. Pero, por desgracia, los puso enfrentados y, ya antes de sentarse, la muchacha sintió que los ojos del hombre la asaeteaban con palpable desagrado.

Una vez que estuvieron todos sentados. Theodore dijo:

– Oremos.

Unió las manos, apoyando los codos a los costados del plato y apoyo la frente en los nudillos. Todos lo imitaron, incluso Linnea pero cuando la voz profunda empezó a recitar la plegaria abrió los ojos y, espiando entre los nudillos, miró sorprendida: la plegaria era pronunciada en noruego.

Con los pulgares apretados contra la frente, vio que las comisuras de los labios de Theodore se movían tras las manos unidas. ¡Para su horror, él también la espió a ella! Sus ojos se encontraron un instante, pero, por breve que fuera la mirada, la incomodó aún antes de posarse en la mano vendada. Sintiéndose culpable, cerró con fuerza los ojos.

Sumó su amén al de los demás, y antes de que pudiese, siquiera, retirar los codos del mantel se sucedieron las acciones más sorprendentes.

Como si el fin de la plegaria hubiese indicado el comienzo de una carrera, cuatro pares de manos arrebataron cuatro platos; cuatro cucharas golpearon contra los platos con estrépito. Luego, con la precisión de un ejercicio militar, los platos pasaban hacia la izquierda y cada uno de los Westgaard tomaba el que le llegaba desde la derecha. Linnea se quedó con la boca abierta y su demora en recibir la fuente con maíz que le pasaba John provocó una discontinuidad en el ejercicio, pues de pronto, todos los ojos se posaron en ella, que tenia las manos vacías, mientras que John hacía equilibrio con dos platos en sus enormes manos. Sin hablar, le tocó el hombro con la fuente de maíz y, mientras ella la aceptaba, la vista de Theodore se fijó otra vez en su mano vendada.

– ¿Qué le ha pasado? -le preguntó a su madre.

Esta se sirvió una porción de patatas en el plato.

– Rompió la jarra y la palangana que estaban en el cuarto de arriba y se cortó la mano recogiendo los trozos.

¡Como se atreven a hablar de mí como si yo no pudiese responder por mí misma! Linnea se sonrojó y cuatro pares de ojos se volvieron a ella y examinaron la mano izquierda vendada que sostenía el cuenco con maíz.

La ronda se reanudó, y cuencos y cucharas pasaban bajo sus narices, hasta que, al fin, terminó con la misma brusquedad con que había comenzado: cuatro pares de manos apoyaron los correspondientes platos; cuatro cabezas se abatieron sobre los platos; cuatro intensos noruegos empezaron a comer con una concentración tan grosera que no pudo menos que observarlos, boquiabierta.

Fue la última en recibir una fuente y se sintió observada como un payaso en una función- ¡Bueno, los modales eran los modales! Y ella estaba dispuesta a desplegar los que le habían marcado a fuego toda la vida y ver si un buen ejemplo podía desconcertar a esos cuatro.

Terminó de llenar su plato y. sentada correctamente, usó a ritmo tranquilo el tenedor y el cuchillo para comer unos deliciosos filetes de carne vacuna acompañados de una deliciosa salsa sazonada con pimienta de Jamaica. Cuando no usaba el cuchillo, lo dejaba apoyado en el borde del plato, como correspondía. Completaron la comida patatas, maíz, ensalada de col, pan, manteca y varios entremeses.

¡Toda la familia Westgaard engullía con el cuello estirado!

Y los ruidos eran horrorosos.

Nadie pronunció palabra y todos se limitaban a hundir las cucharas en los platos y apalear hasta que empezaron a vaciarse y uno por uno pidieron otra vez que les pasaran las fuentes. ¡Lo hacían con las maneras del hombre de las cavernas!

– ¡Patatas! -exigió Theodore-

Con disgusto, Linnea observó cómo John le pasaba las patatas sin levantar casi la vista de su plato, del que recogía con esmero la salsa con una rebanada de pan, que luego embutía en la boca con los dedos.

Un instante después, siguió Kristian:

– ¡Carne!

La abuela empujó la fuente de carne desde el otro lado de la mesa, y a la única que le pareció mal el modo en que lo hizo fue a Linnea. Los minutos pasaban y seguían oyéndose gruñidos y sorbetones.

– ¡Maíz!

Linnea no advirtió que se había demorado hasta que alzó la vista del plato: todos estaban mirándola.

– He dicho maíz -repitió Kristian,

– ¡Ah, maíz!

Tomó la fuente y la pasó al otro lado de la mesa, demasiado perpleja para aludir al tema de los modales esa primera noche en su nuevo hogar.

Buen Dios, ¿así comerían siempre?

Se dedicaron a segundas raciones y así le dieron tiempo para estudiarlos uno por uno.

Nissa, con sus pequeñas gafas ovaladas, la cabeza gris y la nariz respingona, también tenía la cabeza inclinada sobre el plato. Aunque como madre había fallado en inculcarles modales a sus "muchachos", era indudable que tenía control sobre ellos, Linnea estaba segura de que si esa mujer no le hubiese dado la bienvenida ella no habría estado sentada en ese momento cenando con ellos.

John. Con él al lado, se sentía como una enana. La manga rota de la camisa estaba apoyada sobre la mesa y los hombros anchos se encorvaban hacia delante como un yugo. Recordó la renuencia a estrecharle la mano. El rubor que le subió al rostro cuando la saludó con un "Señorita". Jamás tendría que temerle.

Kristian. No se le habían escapado las miradas furtivas que le lanzaba mientras comían. Lo hizo desde que se sentaron. ¡Era tan grande…! ¡Tan adulto! Qué raro sería ser maestra de un joven que le llevaba media cabeza, y que tenía hombros tan anchos como un percherón… Nissa lo había mencionado como "el hijo de Theodore", pero era tan niño como el tío o el padre y era evidente que se había enamoriscado de inmediato de ella. Tendría que cuidar de no alentarlo de ninguna manera.

Theodore. ¿Qué era lo que hacía a un hombre tan agrio y difícil de tratar? Mentiría si dijera que no le inspiraba temor. Pero nunca le permitiría saberlo aunque viviese en esa casa durante cinco años y tuviese que luchar contra él con uñas y dientes todo el tiempo. Dentro de cada persona dura había una tierna; encuéntrala y hallarás su alma. Sin duda, esa sería una tarea difícil con Theodore, pero tema intenciones de intentarlo. Inesperadamente él alzó la vista, la miró a los ojos y ella descubrió, sobresaltada, que no era un hombre viejo. Los ojos castaños eran diáfanos y sin arrugas, salvo una sola línea blanca en cada comisura. Vio en esos ojos inteligencia y hostilidad y se preguntó qué haría falta para nutrir a una y ahogar la otra. Si bien el cabello no tenía el color del centeno al atardecer, como ella había imaginado, era castaño, espeso y, a medida que iba secándose después de haber sido alisado con agua, se proyectaba hacia la frente en rizos caprichosos. Tampoco tenía una nariz demasiado grande. Era recta, atractiva y bronceada, como el resto de la cara hasta unos milímetros de la raíz del cabello, donde una banda blanca lo identificaba como granjero que trabaja al sol. A diferencia de John, usaba el cuello de la camisa abierto. Dentro, el cuello era vigoroso. Empecinado, se negaba a interrumpir el contacto visual con ella; entonces Linnea se sintió incómoda y bajó la vista a los brazos de él. A diferencia de los de John, estaban descubiertos hasta la mitad del antebrazo. Las muñecas eran estrechas, lo que hacía parecer más poderosos las manos y los brazos, que se ensanchaban hacia arriba y abajo. ¿Tendría cuarenta años? Todavía no. ¿Treinta? Era más probable. Debía ser, puesto que tenía un hijo de la edad de Kristian. Luego, con un suspiro quedo, llegó a la conclusión de que debía de estar en lo cierto: su edad estaría entre los treinta y cuarenta años, y eso era mucho.

Al alzar otra vez la vista, lo encontró con la cabeza gacha, comiendo, pero con la mirada todavía clavada en ella. Sonrojada, miró alrededor y vio que Kristian había estado observándolos a los dos. Le dedicó una rápida sonrisa y dijo lo primero que se le ocurrió:

– De modo que serás uno de mis alumnos, Kristian.

Todos los presentes dejaron de masticar y se hizo un abrupto silencio. La miraron como si le hubiesen salido colmillos. Sintió que se ruborizaba, sin saber bien por qué.

– ¿He dicho algo malo?

El silencio se estiró, hasta que al fin Kristian respondió:

– SÍ. Quiero decir que no ha dicho nada malo y que sí, será mi maestra.

Todos reanudaron la comida, bajando la vista a los platos, mientras Linnea reflexionaba en medio del silencio. Una vez más lo rompió.

– Kristian, ¿en qué grado estás?

Una vez más se detuvieron sobresaltados por la interrupción. Echando una mirada furtiva alrededor, Kristian contestó:

– En octavo.

– ¿Octavo? -Debía de tener, al menos, dieciséis años.- ¿Perdiste algún año… quiero decir, estuviste enfermo o algo así?

Con ojos dilatados, fijos, la miró y el color le subió desde la barbilla.

– No- No perdí ni un año.

– Ningún año.

– ¿Cómo dice?

– No perdí ningún año -lo corrigió.

Por un momento, el muchacho pareció perplejo, pero luego se le iluminaron los ojos y dijo:

– ¡Ah! Bueno, yo tampoco.

Linnea notó que todos la miraban, pero no pudo imaginar qué era lo que los asombraba tanto. Lo único que hacía era llevar adelante una conversación cortés, como se acostumbraba en la cena. Pero ninguno de ellos tuvo la gentileza de recoger el guante que ella arrojaba. Lo que hicieron fue guardar silencio y seguir llenándose los gaznates: lo único que se oía era el ruido de la masticación.

Theodore habló una vez, cuando se vació su plato. Se echó atrás en la silla, expandió el pecho y preguntó:

– ¿Qué hay de postre, ma?

Nissa llevó budín de pan. Linnea vio, estupefacta, cómo esperaban en silencio a que se lo sirviera y volvían a comer con renovado interés.

Miró alrededor, estudiándolos y por fin comprendió: comer era algo muy serio para ellos- ¡Nadie profanaba con parloteos el sacrosanto acto de alimentarse!

Jamás la habían tratado con tanta grosería en la mesa- Cuando terminó la comida, la rodeó un coro de eructos y a continuación todos se recostaron y se hurgaron los dientes ante las tazas de café.

¡Ni uno se disculpó! ¡Ni siquiera Nissa!

Se preguntó cómo reaccionaría la anciana si le pedía que, en adelante, le llevase una bandeja a su cuarto. Realmente le desagradaba comer con ellos y oírlos comportarse como cerdos en un abrevadero.

Pero, al parecer, en ese momento había acabado el ritual inviolable.

Theodore empujó la silla hacia atrás y le habló:

– Mañana querrá ver la escuela.

Lo que en realidad quería ver al día siguiente era el interior de un tren que la llevase de regreso a Fargo. Ocultó su desilusión y respondió con todo el entusiasmo que pudo:

– Sí, me gustaría ver con qué libros cuento para trabajar y qué elementos necesito pedir.

– Ordeñamos a las cinco y desayunamos inmediatamente después. Esté lista para irnos en cuanto hayamos terminado el desayuno- No puedo perder el tiempo que destino a ir a los campos en mitad de la mañana para llevarla allí y no pienso darle ningún paseo.

– Tendré mucho gusto en caminar. Sé dónde está el edificio de la escuela.

El hombre sorbió el café, tragó con ruido y dijo:

– Me pagan por mostrarle la escuela al nuevo maestro e informarle cuáles son sus deberes en cuanto llega aquí.

La muchacha sintió que ese maldito rubor le subía por tas mejillas, por mucho que se esforzara en impedirlo. Y, aunque sabía que era preferible ignorar la provocación, no pudo:

– ¿Maestro?

– Oh… -Los ojos de Theodore recorrieron con insolencia su peinado torcido. – Maestra, lo había olvidado.

– ¿Eso significa que me quedaré? ¿O sigue pensando en dejarme en la casa de Oscar Knutson cuando logre encontrarlo?

Con movimientos lánguidos, Theodore se reclinó, cruzó el tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y manipuló el mondadientes de manera que le levantaba el labio superior, sin dejar de observarla y sin sonreír. Al fin, dijo:

– Oscar no tiene ningún sitio para usted.

– No tiene sitio para mí.

Se le escapó antes de que pudiese controlar las ganas de bajarle un poco la cresta.

El hombre se sacó lentamente el mondadientes de la boca y el labio volvió a su lugar, pero se afinó en un gesto de rabia, y Linnea vio con satisfacción, que el sonrojo también invadía su rostro. Y, aunque sabia que él había entendido a la perfección que le corregía la manera de hablar, no pudo resistirse a añadir el insulto a la injuria:

– No y ningún son doble negación y, por lo tanto, es incorrecto decir que Oscar no tiene ningún sitio. No tiene sitio.

La banda blanca que le atravesaba la frente se puso de un rojo intenso y se levantó de un salto, haciendo rascar las patas de la silla contra el suelo de madera al tiempo que le apuntaba a la nariz con un dedo largo y grueso:

– ¡Desde luego que no lo tiene, así que tengo que cargar con usted! ¡Pero no se me cruce en el camino señorita, me entiende!

– ¡Theodore! -exclamo la madre, aunque el hijo ya salía dando un portazo.

Cuando se fue, el silencio en la mesa fue mortal, y Linnea sintió que lágrimas de mortificación le hacían arder los ojos. Miró las caras que la rodeaban: las de Kristian y las de John estaban rojas como remolachas. La de Nissa, en cambio, blanca de ira y miraba hacia la puerta.

– Ese muchacho no conoce para nada los modales… ¡mira que hablarte así! -se indignó.

– Yo… lo siento. No debería haberlo provocado. Ha sido culpa mía.

– No, no es así -replicó Nissa, levantándose para empezar a despejar la mesa con movimientos airados-. Es que se puso mal por dentro cuando… -Se interrumpió de repente y echó una mirada a Kristian, que tenía la vista fija en el mantel.- Oh, es inútil tratar de enderezarlo ahora -concluyó, mientras se alejaba.

Para sorpresa de Linnea, John fue el único que hizo un gesto conciliatorio. Inició el movimiento como para tocarle el brazo y tranquilizarla y retiró la mano, indeciso, pero le dijo con su voz de bajo y su pronunciación lenta:

– Oh, no quiso decir nada con eso, señorita.

Ella lo miró con expresión amistosa y comprendió, en cierto modo, que la breve frase tranquilizadora de John representaba toda una oración para él. Lo tocó suavemente en el brazo.

– Trataré de recordarlo la próxima vez que cruce espadas con el. Gracias, John.

La mirada del hombre se posó en los dedos de la muchacha y se sonrojó intensamente. Linnea se apresuró a retirar la mano y se volvió hacia Kristian.

– Kristian, ¿te molestaría llevarme a la escuela mañana? Así no tendré que molestar a tu padre.

Los labios del muchacho se abrieron, pero no salió sonido alguno. Le echó una rápida mirada a su tío sin encontrar en él ninguna ayuda a lo que lo incomodaba y, al fin, tragó, dibujó una amplia sonrisa y se ruborizó todavía más.

– Sí, señora.

Aliviada, suspiró sin advertir que había estado conteniendo el aliento.

– Gracias, Kristian. Estaré lista en cuanto acabemos de desayunar.

El muchacho asintió y vio que se levantaba para recoger algunos platos.

– Bueno, será mejor que le eche una mano a Nissa con la vajilla.

Pero antes de que pudiese ponerse de pie, esta la rechazó.

– ¡Las maestras no limpian! -le informó-. Las tardes son tuyas. Las necesitarás para corregir tareas y todas esas cosas.

– Pero todavía no tengo nada que corregir.

– ¡Vete! -la espantó con la mano, como si fuese una mosca-. Quítale de en medio. Yo me ocuparé de la vajilla, como siempre he hecho.

Linnea vaciló:

– ¿Seguro?

Nissa la miró por debajo de las gafas ovaladas, mientras recogía tazas y platos vacíos.

– ¿Te doy la impresión de ser una persona que no está segura de las cosas?

Eso la hizo sonreír otra vez.

– Muy bien, le prometí a mi madre que le escribiría apenas llegase para informarle si había llegado sin dificultades.

– ¡Bien, bien! Ve a hacer eso.

Arriba, encendió la lámpara de petróleo y contempló otra vez el cuarto, pero la decepcionó igual que antes. Nissa había sustituido el conjunto de jarra y palangana por un lavabo moteado de azul. Al verlo volvió a sentir decepción, no sólo con respecto al cuarto y a la familia Westgaard, sino también con respecto a ella misma. Lo que más quería era comportarse como una persona madura: se había prometido muchas veces dejar atrás esos arranques infantiles y caprichosos que siempre la metían en problemas. Pero no llevaba allí ni media hora, cuando armó el primer lío. Contuvo las lágrimas.

De su primer salario de treinta dólares mensuales tendría que restar el coste de la jarra y la palangana, pero lo peor era que se había comportado como una tonta. Eso ya era bastante duro de afrontar para, además, tener que soportar el antagonismo de Theodore a cada paso. ¡Ese sujeto era despreciable!

"Olvídalo", se dijo. "Todos te dijeron que hacerse adulto no era fácil y estás descubriendo que tenían razón."

Para quitarse a Theodore de la cabeza, tomó papel y lápiz de una caja de madera y se sentó sobre la cama.

Queridos madre y padre. Carne y Pudge:

He llegado sana y salva a Álamo. El viaje en tren fue largo y sin incidentes. Cuando llegué, oteé el horizonte en busca de la ciudad, pero, para mi abatimiento, sólo vi tres silos y un puñado de construcciones lamentables que no podría calificar de "ciudad". Sí, papi, ya sé que me habías advertido que sería pequeña… ¡pero no esperaba esto!

En la estación me esperaba el señor Westgaard, que me acompañó hasta su granja. Parece que es inmensa, como la mayoría de las de aquí, tan grande que tratamos de encontrar a uno de los vecinos trabajando en el campo y no pudimos. El señor Westgaard -.su nombre de pila es Theodore- vive con su madre, Nissa (una pequeña tromba con piernas torcidas que me cayó bien de inmediato), su hijo, Kristían (que será mi alumno de octavo grado, aunque me lleva una cabeza de altura), y su hermano, John (que hace todas sus comidas en la casa, pero el resto del tiempo vive en su propia granja, que está al otro lado del camino, hacia el Este).

La primera cena fue una delicia, con filetes en salsa, patatas, maíz, pan y manteca y budín de pan y otras exquisiteces que no había visto en mi vida, y después Nissa no me permitió tocar un plato… ¡Carrie y Pudge, sé que os pondréis verdes de envidia porque ya no tengo que lavar la vajilla nunca más! Y ahora estoy instalada en mi dormitorio privado, donde nadie me pide que apague la luz cuando aún tengo ganas de leer un rato más. Imaginaos: un cuarto para mí sota por primera vez en mi vida.

Entonces echó un vistazo alrededor, alzó la vista hacia las vigas desnudas del techo, miró la ventana diminuta y la cómoda donde estaba el nuevo lavabo. Recordó el entusiasmo intacto que sintiera durante el viaje en tren hacia el nuevo hogar y la instantánea decepción cuando Theodore Westgaard abrió la boca y declaró:

– ¡No pienso aceptar a ninguna mujer en mi casa!

Miró la carta, de la que había censurado todo vestigio de las desilusiones y temores de.sus primeras seis horas como "la nueva maestra" y de repente la palabra pareció aplastarla.

Se acurrucó hecha una bola y lloró, desdichada. "Oh, mamá, papá, os echo mucho de menos. Ojalá estuviese en casa con vosotros, donde a la hora de cenar todo es alegría, conversación y sonrisas afectuosas. Ojalá pudiese recoger el trapo de secar y quejarme a gritos por tener que ayudar a Carrie y a Pudge antes de obtener permiso para irme de la cocina. Quisiera que estuviésemos otra vez las tres juntas, hacinadas en nuestro pequeño y bonito dormitorio floreado y que vosotros dos os unieseis contra mí cuando yo quería dejar las luces encendidas un poco más." "¿Qué estoy haciendo aquí, en esta pradera olvidada de Dios, con una familia extraña, donde reina la rabia, la reticencia y un completo desprecio por los modales?" "Ojalá te hubiese hecho caso, papi cuando me dijiste que el primer puesto me quedara más cerca del hogar hasta que supiera cómo me sentaba la independencia. Si estuviese allí, estaría compartiendo esto contigo y con mamá, en lugar de ocultar mis penas y llorar en este pequeño cuarto del altillo."

Sin embargo, amaba demasiado a su familia para contarles la verdad y cargarlos con la preocupación por ella, sabiendo que no podían hacer nada para consolarla. Por eso, mucho más tarde descubrió que sus lágrimas habían caído sobre la tinta, dejando dos manchas azules y, entonces, con gesto decidido, se secó los ojos y empezó la carta otra vez.

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