11

Esa noche lo buscó y lo encontró en el cobertizo de las herramientas, armando un aspa nueva para el molino. Tenía sobre una rodilla una tabla de madera, apoyada sobre un barril, y estaba de cara al fondo del cobertizo cuando ella se acercó.

Se detuvo junto a la puerta de alto umbral y observó cómo se flexionaban los hombros, para luego recorrer con la mirada el interior del cobertizo.

Allí, como en la talabartería, reinaba la pulcritud. Observó la casi obsesiva pulcritud, sonriendo para sí: Hilda Knutson podía aprender de Theodore. El sitio era acogedor. El calor que daba la lámpara bastaba para caldear el diminuto espacio sin ventanas, que olía a pino recién cortado y a aceite de linaza. Un rincón estaba ocupado por una pila de latas de pintura. De la pared colgaban zapatos para nieve, trampas y varios bastidores de piel. Había dos pequeños barriles de clavos y un rollo de alambre de púas. En un rincón, cerca, había una escoba muy usada. Posó la vista en el serrín que caía sobre una de las botas de Theodore y lo imaginó barriéndolo en cuanto hubiese terminado la tarea. Su tendencia al orden ya no la irritaba como cuando había llegado, ahora le parecía admirable.

– Theodore, ¿podría hablar un minuto con usted?

El hombre giró con tal brusquedad que la tabla cayó al suelo con estrépito y las mejillas se le pusieron encarnadas.

– Parece que usted y yo estamos destinados a sobresaltamos mutua-

mente -comentó Linnea.

– ¿Qué está haciendo aquí?

No quería hablarle con tal desagrado, pero el último tiempo hacía mucho esfuerzo para evitarla. Al verla, sintió la palma resbaladiza en el mango de la sierra.

– ¿Puedo pasar?

– Aquí no hay mucho sitio -repuso, levantando la tabla caída, liando el trabajo.

– Aquí, está bien. No le estorbaré.

Entró y se encaramó sobre un barril invertido.

– Theodore, tengo un problema en la escuela y pensé que tal vez podría hablarlo con usted. Necesito un consejo.

La sierra se detuvo, y el hombre levantó la vista. Nadie le había pedido consejo jamás y menos una mujer. Su madre era una dictadora, y Melinda no se había tomado la molestia de comunicarle que iba a aparecer en el umbral, esperando casarse con él. Tampoco le había informado que, dos años después, huiría. Y ahí estaba Linnea, sacudiéndolo con su mera presencia, posada sobre el barril como una ninfa, con las manos apretadas entre las rodillas. Los ojos azules eran grandes, serios y ella quería el consejo de él.

Theodore interrumpió el trabajo y le prestó toda su atención.

– ¿Acerca de qué?

– Alien Severt.

– Alien Severt. -Frunció el entrecejo-. ¿Está causándole dificultades?

– Sí.

– ¿Por qué acude a mí?

– Porque usted es mi amigo.

– ¿Lo soy? -preguntó, asombrado.

Linnea no pudo contener la risa.

– Bueno, yo creí que lo era. Y Clara dijo que, si Alien seguía comportándose así, me convendría hablar con usted.

Hasta entonces, Theodore jamás había tenido un amigo. Sus únicos amigos eran sus hermanos y su hermana, y ellos estaban casados. La perspectiva de tener una amiga era grata, si bien no estaba muy seguro de cómo resultaría serlo de la señorita Brandonberg. Pero, si Clara pensaba que él sabría, la escucharía. Dejó a un lado la sierra, se sentó a horcajadas del barril y cruzó los brazos.

– ¿Qué estuvo haciendo Alien?

– No es mucho lo que puedo probar, pero sí muchas cosas que no puedo. Ha sido un provocador de problemas desde el primer día de clase: fastidia a los más pequeños, me desafía abiertamente, crea disturbios. Pequeñas actitudes irritantes: oculta las cazuelas de los almuerzos mordisquea las galletas. Pero ahora la ha tomado con Francés, y yo…

– ¿Francés? ¿Se refiere a nuestra pequeña Francés?

Los hombros se irguieron y descruzó un poco los brazos. Así, erizado y a la defensiva, su apariencia se volvió más masculina e imponente.

Entonces Francés era una de las cosas que le importaban. Le pareció conmovedor que se refiriese a la niña como nuestra.

– Todo el tiempo le dice retrasada. Es muy eficiente para detectar las debilidades de los niños y de provocarlos con ellas. Y eso no es lo peor. Sospecho que es el que ha estado cortando la coleta de Francés y un día la encerró en el excusado y pasó una culebra por el agujero de la puerta. Ahora las niñas han encontrado un agujero en la pared trasera de la construcción. No puedo demostrarlo, pero hay algo en Alien que…

Se alzó de hombros, se frotó los brazos y se estremeció.

La expresión disgustada de Theodore se acentuó. Haciendo un esfuerzo para permanecer sentado, apretó los talones de las manos sobre el borde del barril, entre sus muslos.

– ¿Le ha hecho algo a usted?

Linnea levantó la vista: no había tenido la intención de decir tanto, pues los equívocos personales relacionados con Alien eran demasiado vagos para ponerlos en palabras. Además, se hubiese sentido muy tonta contándole a Theodore que el chico le miraba los pechos. Todos los muchachos llegaban a una etapa en que empezaba a interesarles el desarrollo de las muchachas. Con Alien, no se trataba de que mirase sino de cómo lo hacía: le resultaba difícil describirlo con palabras.

– Oh, no, no ha hecho nada. Tampoco se trata de lo que les hace a los otros. Hasta ahora, han sido cosas sin importancia. Lo que sucede es que cada vez son más graves. Y lo que más me aflige es que estoy convencida de que disfruta de ser… bueno, de ser malicioso… de hacer que la gente se retuerza.

Theodore se levantó en un solo impulso. Dio la impresión de que quería pasearse, pero, en ese espacio exiguo, no podía hacerlo. Arrugó la frente y encaró a Linnea.

– Cuando fue a cenar a casa de sus padres, ¿les contó esto?

– Lo intenté. Pero supe de inmediato que la madre no creería una palabra de lo que yo dijese acerca de su niño consentido. Lo ha mimado tanto y ella está tan engañada que no hay modo de convencerla. Por un momento, creí que tal vez obtendría cierta colaboración por parle del reverendo Severt, pero… -Se encogió de hombros-. Al parecer, piensa que basta con que Alien lea la Biblia todos los días para ser un santo.

Con la vista en el suelo, lanzó una risa amarga.

– Martín no es mal tipo. Lo que sucede es que hace tanto tiempo que su esposa lo lleva de la nariz que ya no sabe hacerle frente.

– No sabría -lo corrigió, distraída.

– No sabría -repitió Theodore sin pensarlo.

Linnea lo miró con expresión suplicante.

– No sé cómo manejar a Alien sin ayuda de sus padres.

Theodore sintió una advertencia en su interior y apretó más las manos bajo las axilas.

– ¿Le teme?

– ¿Que si le temo? -Sostuvo por un instante su mirada y luego la apartó-. No.

No le creyó. No del todo. Había algo que no le decía, algo que no quería que él supiese. Y, aun cuando le contase todo, había que pensar en la pequeña Francés, que siempre había sido una sus preferidas, la que nunca olvidaba al tío Teddy para Navidad. Un año le había regalado un frasco de perfume… ¡nada menos que un perfume! Theodore había olido el femenino objeto y se preguntó qué pensarían sus hermanos si él se aparecía con la bata de trabajo limpia, oliendo a naranja y clavo. Lo metió en el último cajón de la cómoda, hasta que, una vez, Francés le olió la fragancia a fruta y especia y le dedicó una amplia sonrisa desdentada de aprobación. Solo entonces lo sacó del cajón.

Teniendo el recuerdo fresco en la mente, tomó una decisión.

– Quiero que le cuente a Kristian todo lo que acaba de contarme a mí y luego le asigne un pupitre, porque el lunes por la mañana estará en la escuela. A partir de entonces, a Alien le convendrá tener cuidado si se le ocurre emprenderla con Francés. Antes del lunes no puedo prescindir de él.

La sorpresa dejó a Linnea boquiabierta.

– ¿K…Kristian? -repitió.

¡Theodore, obstinado, era algo digno de verse! Se le oscurecieron los ojos hasta llegar al tono del carbón húmedo de Zahí, proyectó la mandíbula hacia delante y su pecho adquirió un aspecto tan invencible como el de un gladiador romano, con los hombros echados atrás y los labios apretados.

– Lo que necesita ese pequeño soplón de Severt es que uno más grande que él le baje la cresta de vez en cuando.

Linnea se quedó mirándolo y lentamente su rostro se iluminó con una sonrisa.

– ¡Caramba, Theodore!

– ¿Caramba, Theodore, qué? -refunfuñó.

– ¿Sería capaz de prescindir de una ayuda en el campo para proteger a alguien que quiere?

Abandonó la pose de guerrero y la miró, inquisitivo.

– No adopte ese aire de satisfacción, maestra. Un año. Francés me regaló un perfume para Navidad y…

– ¡Un perfume!

Linnea ahogó una carcajada.

– Borre esa sonrisa de su cara. Los dos sabemos que Francés no es tan inteligente como los demás niños, pero tiene un corazón de oro. Quisiera sacudir yo mismo a ese malcriado de Severt una o dos veces, por molestarla. Pero no se preocupe: desde ahora. Kristian estará allí para vigilar

El lunes, no sólo Kristian se presentó en la escuela sino también todos los demás muchachos mayores. Daba la impresión de que cierta fuerza mística los había liberado simultáneamente del trabajo rural.

Con ellos, en el aula hubo un cambio notable. Era grato verla tan llena, tan atareada, con una nueva excitación. Eso se notaba, sobre todo, en los alumnos más pequeños, para los cuales los grandes eran ídolos. Había una camaradería inesperada y maravillosa entre los niños más grandes y los más pequeños. En lugar de apartar a los pequeños, los grandes los incluían, los ayudaban, los consolaban cuando se caían y se lastimaban y, en general, toleraban las inmaduras preocupaciones de los chicos con buen talante.

En el patio de juegos había más animación. La caza de ardillas había terminado hasta la temporada siguiente, y no era raro ver a toda la escuela, incluida la maestra, enzarzada en un juego de pelota durante el recreo de mediodía.

Linnea estaba encantada. El ambiente de una escuela rural era muy diferente del de una escuela de ciudad, y ella nunca había experimentado algo semejante. Era una experiencia rica, saludable, donde se compartía de un modo muy similar al de una gran familia. Era gratificante ver cómo un chico de dieciséis años levantaba a una niña de siete que lloraba a gritos y la sacudía para quitarle el polvo que se le había pegado jugando al pirata rojo. Y ver cómo una niña mayor le enseñaba a una más pequeña las complicaciones inherentes a una trenza francesa le hacía sonreír. Un día, observando, descubrió algo asombroso.

¡Estaban aprendiendo a ser padres! Y, mientras estuviesen haciéndolo, era preferible que aprendiesen bien.

Ahora que todos los chicos estaban presentes, abordó el tema que tanto ansiaba explicar.

– Shakespeare habría dicho: "Las comidas bulliciosas provocan malas digestiones", pero me atrevo a decir que Shakespeare nunca se sentó a la mesa con una banda de noruegos hambrientos. Hoy nos ocuparemos del tema del comportamiento en la mesa, en el que se incluye el aspecto social de entablar una conversación amable durante la comida.

Los muchachos se miraron entre sí y disimularon la risa. Sin pausas, Linnea prosiguió paseándose de un lado al otro del aula con las manos apretadas a la altura de la cintura.

– Pero, antes de llegar a eso, empezaremos con la cuestión de los eructos.

Cuando cesaron las carcajadas, los alumnos advirtieron que la señorita Brandonberg no reía con ellos. Estaba ahí parada, con aire severo, y esperaba, paciente. Cuando habló de nuevo, ni uno solo de los alumnos presentes dudó de su sinceridad.

– Quiero que se entienda muy claramente: en esta aula se han oído los últimos eructos sin control que se oirán mientras yo sea maestra aquí.

No habían transcurrido más de cinco segundos de silencio cuando desde donde estaba Alien Severt, llegó una fuerte andanada de eructos que resonó hasta las vigas.

A esto siguieron carcajadas, más fuertes que antes. Linnea caminó por el pasillo, se detuvo junto al pupitre de Alien y con un movimiento tan rápido como el de una matraca, lo abofeteó en la cara con tanta fuerza que casi lo hizo caerse del asiento.

Las risas acabaron como si hubiese caído la hoja de la guillotina.

La maestra habló con su tono más suave.

– Señor Severt, las palabras correctas son: "Le ruego que me perdone". Dígalas para sus compañeros, por favor.

– Le ruego que me perdone -repitió como un loro, demasiado atónito para hacer ninguna otra cosa.

En efecto, fue el último eructo que Linnea oyó en la clase, pero Alien no olvidó la bofetada.

Avanzó octubre, trayendo las primeras heladas y los primeros peones contratados. Una tarde, Linnea salió de la casa y se encontró con un desconocido hablando con Nissa, junto al molino.

– ¡Linnea, acércate! ¡Te presentaré a Cope!

Resultó que Cope había ido a trabajar para los Westgaard durante doce años. Rechoncho y rubicundo granjero polaco proveniente de la zona central de Minnessota, debía su apodo a la lata de rapé de Copenhague que siempre se podía ver en el bolsillo del pecho. Quitándose una gorra de lana, estrechó la mano de Linnea, diciéndole algo así como "pequeña y bonita sitka", en medio de un chorro de jugo de tabaco marrón, y luego preguntó dónde estaban los otros vagos.

Tras Cope siguieron Jim, Stan y otros seis. Cinco de ellos eran habituales; tres eran nuevos para los Westgaard.

Uno de los que llegaban por primera vez era un joven indio que había estado recorriendo Montana con gastadas botas de vaquero, un maltratado Stetson y un cinturón con una hebilla de plata del tamaño de una fuente, en la que se veía una cabeza de esa clase de ganado de cuernos largos. Tenía el cabello oscuro y reluciente como onix y la sonrisa, provocativa como ese viento cálido al que llamaban Chenook.

Como había sucedido con Cope, la primera vez que Linnea lo vio él estaba hablando con Nissa. Fue una tarde que ella volvía de la escuela con el cuaderno y los papeles y los encontró afuera, cerca de la puerta de la cocina.

– Bueno, ¿quién viene aquí? -dijo el hombre, arrastrando las palabras, al verla acercarse.

– Esta es la señorita Brandonberg, la maestra de la escuela de la localidad. Se aloja con nosotros. -Nissa señaló al hombre con la cabeza-. Este es Rusty Bonner que acaba de ser contratado.

Par un momento, los ojos de Linnea se encontraron con los del sujeto y la muchacha se sonrojó. Jamás en su vida había conocido a un hombre con una sexualidad tan flagrante.

– Señorita Brandonberg -habló con ese acento arrastrado lento como miel fría-. Qué gusto conocerla, señora.

Cuando hablaba, casi se podía oler a artemisa y a cuero. Con un pulgar, empujó el sombrero hacia atrás exhibiendo unos arrebatadores ojos negros que se sesgaban hacía abajo en las comisuras, al tiempo que sonreía y unos indomables mechones negros le caían sobre la frente. En un movimiento lento, extendió una mano y, aún antes de tocarla, ella supo qué sensación le daría: delgada, fuerte y ruda.

– Señor Bonner-lo saludó, tratando de que el apretón fuese breve. Pero él retuvo su mano más allá del tiempo que exigía la estricta cortesía, restregando la aspereza de su mano contra la de ella, mucho más suave.

– Me dicen Rusty* -insistió, con el mismo acento lánguido.

Lo único que hacia honor a su nombre era la piel. El sol la había bronceado hasta darle un matiz intenso, casi caoba, que enmarcaba la lánguida sonrisa de un modo capaz de haber dejado un collar de corazones destrozados desde el asa de Texas que penetraba en Montana hasta la frontera canadiense. Era una cabeza más alto que Linnea, delgado como un año de sequía y parecía unido sólo por los tendones.

– Rusty -repitió Linnea, esbozando una sonrisa nerviosa que dirigió primero al sujeto y luego a Nissa.

– Bueno, le aseguro que es usted una hermosa mujer, señorita Brandonberg. Me hace lamentar lo que perdí cuando dejé la escuela para dedicarme a los rodeos.

Sonrojada, Linnea bajó la vista posándola en las botas gastadas y las Mantas de dormir que estaban en el suelo, junto a él. Adoptaba esa pose de la cadera flexionada, típica de los seductores de señoras, una rodilla doblada, sonriéndole con languidez con esos endiablados ojos que parecían estar calculando las dimensiones del cuerpo de la muchacha y su edad.

*Rusty en inglés, significa herrumbroso. (N. de la T.).


Nissa percibió la incomodidad de Linnea y ordenó:

– Puede poner las mantas de dormir en el cobertizo. Se alojará con los otros muchachos, en el henil. Habrá agua caliente para lavarse una hora antes del amanecer y el desayuno se servirá en la cocina hasta que llegue la carreta comedor.

Como era un seductor empedernido, Rusty Bonner no se fijaba sobre quién derramaba su encanto, siempre que fuese mujer. Volvió la vista a Nissa sin cambios perceptibles en la expresión, se quitó el sombrero y dijo:

– Bueno, gracias, señora. Es muy gentil de su parte.

A continuación, se dio la vuelta sin prisa para recoger el rollo de mantas y colgárselo del hombro sujetándolo con un dedo. Bajándose el ala del sombrero sobre los hombros, se dirigió hacía el establo, balanceando sus caderas como un pino agitado por el viento.

– ¡Uf! -resopló Nissa, moviendo la cabeza.

– ¡Uf otra vez! -se hizo eco Linnea, observando cómo ondulaban los bolsillos traseros de Rusty, enfundados en los ajustados pantalones Levi Strauss azules.

Echando un vistazo a la joven, Nissa afirmó:

– Creo que tal vez he cometido un gran error contratando a este. -Mirando hacia ella, le apuntó con un dedo a la nariz-. Tú mantente alejada de él, ¿me oyes?

– ¿Yo? -Los ojos de Linnea se dilataron, dándole un aire inocente.

– ¡Yo no he hecho nada!

Fastidiada, la anciana regresó a la casa.

– No es necesario que una mujer haga algo con los tipos de su clase.

Era domingo, el último domingo de calma antes de que el estrépito del vapor de las trilladoras irrumpiese en la pradera. En el fondo del valle, los álamos ya dejaban caer sus monedas de oro en el Little Muddy. Las liebres de cola blanca estaban gordas como Budas y las ratas almizcleras iban por ahí llenando sus depósitos subacuáticos, con las pieles tan espesas que se les erizaban como volantes alrededor del cuello.

Hacia frío si uno estaba expuesto al viento, pero, al abrigo del mijo sin cortar, en esa especie de tazón privado, Kristian y Ray holgazaneaban como un par de sabuesos satisfechos, con las barrigas al sol. Los dos tenían cuerpos similares, largos y angulosos, con demasiado hueso en proporción a los músculos que habían desarrollado. Con las cabezas apoyadas en los brazos y los codos hacia arriba, contemplaban las algodonosas nubes blancas que corrían por el cielo azul cobalto.

– Este año iré a cazar visones.

Algo en el tono de Kristian hizo que Ray girase la cabeza para mirar a su primo por entre los párpados entornados.

– ¿Para qué quieres cazar visones?

Kristian cerró los ojos y farfulló:

– Para nada.

Ray lo observó un poco más y volvió a la posición inicial, mirando al cielo. De lejos llegó un sonido apagado, como si arrancaran clavos viejos de madera fresca. Fue creciendo hasta llegar al inconfundible chillido áspero de los gansos canadienses, que volaban hacia el Mississippi. Los chicos los contemplaron desde que sólo veían unos puntos hasta que se convirtieron en una bandada.

– Eh, Ray, ¿alguna vez piensas en la guerra?

– Sí… a veces.

– Allí hay aeroplanos. Montones. ¿No sería estupendo volar en uno de esos aeroplanos?

La cuña de aves apareció sobre ellos con los cuellos apuntando hacia Florida, moviendo las alas con una gracia que provocó en los muchachos un silencioso respeto. Miraron y escucharon, sintiéndose sacudidos por ese sonido que les agitaba la sangre. La cacofonía se convirtió en un clamor que llenó el aire sobre el campo de mijo y luego se alejó flotando, cada vez más difuso, hasta que las elegantes criaturas desaparecieron y lo único que se oyó fue el susurro del viento entre la hierba y el palpitar de sus respectivos pulsos en las nucas.

– Algún día veré el mundo desde allá arriba -se ilusionó Kristian.

– ¿Quieres decir que piensas ir a Francia a pelear sólo para volar en un aeroplano?

– No sé. Puede ser.

– Qué estupidez. Además, no tienes suficiente edad.

– Bueno, pronto la tendré.

– Oh, sigue siendo una estupidez.

Kristian lo pensó un rato, y llegó a la conclusión de que tal vez Ray tuviese razón. Quizá fuese una estupidez, pero él estaba impaciente por crecer y ser un hombre.

– Eh, Ray.

– ¿Eh?

– ¿Alguna vez piensas en las mujeres?

Ray soltó unas carcajadas tan roncas como los graznidos de los gansos.

– ¿Acaso un oso caga en el bosque?

Rieron juntos, sintiéndose viriles, con la magnífica sensación de compartir el lenguaje prohibido que hacía tan poco tiempo habían empezado a experimentar.

– ¿Alguna vez se te ocurrió regalarle algo a una mujer que la distinga de las demás para ti? -preguntó Kristian, medio dormido.

– ¿Por ejemplo?

Guardaron silencio largo rato. Kristian dirigió a su primo una mirada cautelosa y, tras volver a la contemplación de las nubes, sugirió:

– Un abrigo de visón.

La cabeza de Ray se levantó por encima del mijo.

– ¡Un abrigo de visón! -Apretándose el estómago, estalló en carcajadas-. ¡Te imaginas que atraparas los suficientes animales para hacer un abrigo de visón!

Aulló más fuerte y giró sobre sí como una tortuga dada vuelta, hasta que al fin Kristian se incorporó y le dio un puñetazo en la barriga.

– Oh, cállale. Sabía que no debía contártelo. ¡Si le cuentas algo a alguien, te aplastaré hasta dejarte más plano que Dakota del Norte!

Ray seguía jadeando, sin aliento.

– ¡Un ab…abrigo de visón! -Exagerando, extendió las muñecas flexionadas hacia el sol-. Para cuando consigas suficientes visones, serás tan viejo como tu padre.

Kristian entrelazó los dedos sobre la barriga, cruzó los tobillos y dirigió la mirada arriba, con el entrecejo fruncido.

– Bueno, no era más que una fantasía, pedazo de asno. Sé que no vía, quiero decir, que no voy a conseguir suficiente para un abrigo, pero tal vez podría obtener bastante para un par de guantes.

De repente, Ray comprendió que su primo hablaba en serio. Se incorporó sobre un codo y prestó toda su atención a Kristian:

– ¿A quién?

Kristian tomó una brizna de mijo seco y la dividió con la uña del pulgar.

– La señorita Brandonberg.

– ¿La señorita Brandonberg? -Ray se incorporó, apoyando el peso en una cadera y levantando una rodilla-. ¿Estás loco? ¡Es nuestra maestra!

– Ya lo sé, pero tiene sólo dos años más que nosotros.

Demasiado asombrado para tomarlo a broma, Ray lo miró boquiabierto:

– ¡Estás loco!

Kristian arrojó la brizna de mijo y cruzó las manos detrás de la cabeza.

– Bueno, no hay nada de malo en pensar en ella, ¿no es cierto?

Ray se quedó mirándolo como si le hubiesen brotado cuernos. Tras un largo lapso de silencio, se acostó de espaldas y exclamó:

– ¡Mieeerda! -en una exhalación de excitación.

Permanecieron tendidos, inmóviles, pensativos, contemplando el cielo en una actitud que los hacía parecer indiferentes al tiempo que, por dentro, la sangre les corría más rápido que las aguas de Littie Muddy Creekf.

Al fin Ray rompió el silencio.

– ¿A eso te referías cuando preguntaste si pensaba en mujeres? ¿Piensas en la maestra… de ese modo?

– A veces.

– Kristian, podrías meterte en problemas -declaró Ray, severo.

– Te he dicho que lo único que hago es pensar.

Pasaron los minutos. El sol se hundió tras una nube y luego asomó, calentándoles la piel y los pensamientos.

– Eh, Kristian -habló en tono secreto.

– ¿Qué?

– ¿Alguna vez… bueno, te pasó algo mientras pensabas… en… en mujeres?

Kristian se removió un poco, como si quisiera acomodar mejor los omóplatos y, cuando al fin respondió, se esforzó por parecer indiferente:

– Bueno… sí. A veces.

– ¿Qué?

Kristian pensó largo rato, redactando respuestas y desechándolas antes de pronunciarlas. Echó una mirada de soslayo y vio que Ray había girado la cabeza en su dirección y sintió los ojos que lo escudriñaban, esperando la verdad. Salió al encuentro de la mirada.

– ¿Qué te pasa a ti?

El mijo susurraba en tomo de sus cabezas. Las nubes rodaban en silencio. En la comisura de la boca de Ray apareció una lenta sonrisa, que provocó en Kristian otra, en reacción. Las sonrisas se ensancharon.

– Es grandioso, ¿no? -comentó Kristian.

Ray cerró el puño, dio un puñetazo al aire, agitó un pie y lanzó un alarido:

– ¡luuuujuuuuu!

Cayeron los dos de espaldas y rieron, rieron, gozando de tener dieciséis años y de estar desbordantes de savia.

Después de un rato, Kristian preguntó:

– ¿Alguna vez has besado a una chica?

– Una vez.

– ¿A quién?

– A Patricia Lommen.

– ¡A Patricia Lommen! ¿Ese bicho?

– Oh, no está tan mal.

– ¿Sí? ¿Y cómo fue?

– Nada del otro mundo, y pasó hace un tiempo. No me molestaría volver a intentarlo, pero ocurre que Patricia es la única de por aquí que no es mi prima y creo que preferiría besarte a ti y no a mí.

– ¿A mí?

Sorprendido, Kristian se incorporó.

– Abre los ojos, Westgaard. Cada vez que entras en el aula, se queda mirándote con la boca abierta, como si fueras la octava maravilla del mundo

– ¿En serio?

– Ya lo creo.

Ray sonaba un tanto envidioso.

Kristian se encogió de hombros, infló el pecho como un gallo y aleteó. Ray le asestó un puñetazo que lo hizo doblarse. Intercambiaron una ronda de cariñosos puñetazos y luego la charla se reanudó otra vez con seriedad.

Kristian preguntó, curioso:

– ¿Alguna vez has imaginado a tus padres juntos…? Ya sabes.

– ¿Quieres decir, haciéndolo?

– Eeeh… no sé. Quizá no, porque creo que mi padre…

Como Kristian se interrumpió, Ray se volvió todo oídos.

– ¿Qué? Vamos, dime.

– Bueno, no lo sé con seguridad, pero he estado pensándolo todos los otoños, cuando llega Isabelle.

– ¡Isabelle! -Ray pareció horrorizado-. ¿Te refieres a esa gorda que conduce la carreta comedor?

– No es precisamente gorda.

– ¿Crees que tu papá lo hace con ella? ¡Pero si no están casados siquiera!

– Oh, no seas infantil, Westgaard. No sólo los casados lo hacen. ¿Te acuerdas de la chica que vivía allá, al otro lado de la propiedad de Sigurd, la que se quedó embarazada y nadie sabía quién la había dejado en ese estado?

– Bueno, sí, pero… esa era una muchacha y… bueno… -Se le embrollaron los pensamientos, mientras intentaba aclararlos-. ¿De verdad crees que tu padre lo hace con Isabelle?

– No lo sé, pero todos los años, durante la trilla, cuando ella está aquí con su vagón comedor, mi padre no se queda en casa muy seguido por las noches. Recuerdo que no entraba casi hasta la hora de ordeñar y, cuando lo hacía, o mucho me equivoco o entraba a hurtadillas. ¿Dónde pasaba la noche, si no era en la carreta de Isabelle?

Consideraron la posibilidad largo tiempo, hasta que se ocultó el sol y el refugio en que estaban se enfrió. Pensaron en las mujeres… esas criaturas misteriosas que, de pronto, ya no les parecían un fastidio. Pensaron en volar en aeroplano, tan alto como los gansos salvajes que habían visto pasar. Se preguntaron cuándo serían lo bastante hombres para poder hacer todo eso.

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