16

A medida que se acercaba el solsticio de invierno, el tiempo se hacía más crudo. A Linnea le daba la impresión de que las caminatas hasta la escuela cada vez eran más largas y tenía que empezarlas más y más temprano. Avanzando con dificultad por el camino en las horas sombrías anteriores al amanecer, con el aliento escarchado a la helada luz blanca de la luna que se ponía, sintiendo crujir la nieve bajo los pies como huesos quebrados, parecía que los campos nunca perdían su capa de oro ni los álamos sus sombreros verdes.

En la escuela, la peor parte del día eran las tareas matinales. El viento castigaba el cobertizo del carbón, levantando la nieve del suelo y formando con ella torbellinos. Adentro el guardarropa estaba oscuro y helado y el ruido del carbón cayendo desde la pala en el tubo de hojalata daba escalofríos. El aula misma tenía un aspecto tristón. Las tapas de la estufa soltaban un ruido fantasmal cuando las levantaba para encender el fuego. Temblando y encorvándose delante de las astillas restallantes, tenía la impresión de que el salón jamás se caldearía.

Si había nieve reciente que el viento hubiese arrastrado, tenía que quitarla con la pala de los escalones de entrada y de las construcciones exteriores. Luego empezaba a temblar ante la peor de todas las tareas: traer el agua para el uso de ese día. Incluso a través de los mitones de lana, la manivela de la bomba le entumecía los dedos y, a veces, cuando vertía el agua en el recipiente, se le mojaban. Una mañana se le congeló el meñique y le dolió durante el resto del día. A partir de entonces, tuvo la sensación de que era más sensible al frío que el resto del cuerpo.

Una mañana especialmente fría, mientras bombeaba agua, se le ocurrió la idea de la sopa: si los varones podían cocinar conejo, ¿por qué no podían las chicas preparar sopa?

Cuando les presentó la idea la aceptaron de inmediato y no sólo las chicas sino también los varones. Así, el viernes se convirtió en el día de la sopa. Se pusieron de acuerdo; trabajarían de cuatro en cuatro, dos de los mayores y dos menores, y se turnarían para pedirles recetas a las madres y traer ingredientes desde las casas: huesos, patatas, nabos y zanahorias. Al mismo tiempo que hacían la sopa, los niños aprendían a planificar, a cooperar y a ejecutar. Linnea sonreía a menudo cuando los más pequeños empuñaban por primera vez un cuchillo de mondar, bajo la tutela de alguno de los más grandes. Y hasta les daba una calificación por sus esfuerzos.

Pero la mayor recompensa era, sin duda, la sopa misma.

Durante esos fríos días de diciembre, nada olía mejor ni sabía más delicioso que la sopa de los viernes.

El trabajo para la obra de Navidad empezó de hecho tanto en el hogar como en la escuela. Todos los alumnos estaban más ansiosos que nunca ese viernes, el último antes de las vacaciones de Navidad.

Recurrió a Kristian para que la ayudase a fabricar una tosca cuna de madera para la escena del pesebre, y le pidió colaboración a Nissa para confeccionar los trajes de aquellos que carecían de originalidad o de materiales para hacérselos por si mismos. En la escuela, los niños se dedicaron a preparar un telón de fondo sobre una sábana vieja, con la estrella de Navidad, palmeras y dunas desiertas, con tizas de colores. Los que tenían mayores habilidades artísticas recortaron siluetas de ovejas y camellos sobre cartón y les dibujaron los detalles. Francés sonrió desde que empezó hasta que terminó la jornada: sería un ángel. Linnea eligió a Kristian para hacer de José… como explicó a los demás chicos, a fin de cuentas había cumplido diecisiete y era el mayor de la escuela. Patricia Lommen, con sus largos cabellos oscuros, sería una María perfecta. En lo que se refería a instrumentos musicales, Linnea no consiguió más que un acordeón. Cuando pidió un voluntario para tocarlo, el único que levantó la mano fue Skipp y lo mejor que logró fue tocar "Noche de paz" con un solo dedo.

Cada alumno llevó a su casa una nota pidiendo un árbol de Navidad.

Poco después de las cuatro de la tarde siguiente, los niños se habían ido, y Linnea estaba escribiendo el programa de los villancicos en la pizarra, cuando oyó un tímido golpe en la puerta. Asomó la cabeza de John, con una gorra escocesa roja y negra con orejeras.

– ¡John! ¡Hola!

Se quitó la gorra y se quedó con un pie en el guardarropa y uno en el aula.

– Hola, señorita Linnea.

La aludida bajó de la tarima y cruzó con vivacidad el salón, con sonrisa complacida.

– Qué grata sorpresa.

– Supe que necesitaba un árbol de Navidad.

– Las noticias vuelan.

– Kristian me lo dijo.

De pronto, Linnea atisbo un trozo de abeto.

– Oh, John, ¿ha traído uno? -Los ojos le brillaron de excitación y fue hacia la puerta para abrirla de par en par, flexionando las rodillas y dando una palmada, exclamó-: ¡Oh, lo ha traído! ¡Bueno, éntrelo, hace frío ahí fuera! -Lo hizo entrar junto con el árbol. Cerró rápidamente la puerta y giró para examinar el árbol, dio oirá palmada y, con un movimiento impetuoso, se puso de puntillas para depositar un beso en la mejilla del hombre-. ¡Oh, gracias, John! ¡Es precioso!

John se puso encarnado como una ciruela madura, removió los pies y se dio con la gorra en el muslo.

– No, caramba, pero es el mejor que pude conseguir. Está un poco aplastado de ese lado, pero supongo que puede ponerlo contra esa pared.

La maestra dio una vuelta completa alrededor del árbol.

– ¡De todos modos, es precioso! -protestó, alegre-. O lo será mañana, para cuando los niños hayan terminado de decorarlo, ¡y qué fragancia! -Se inclinó hacia el árbol y lo olió-. ¿No es glorioso, John?

John la vio bailotear alrededor, tan voluble, tan hermosa como una muñeca de porcelana, y se preguntó por qué Teddy no se adueñaba de ella y se casaba. Sería una esposa arrebatadora para un hombre y era evidente que Teddy le gustaba. Cualquiera diría que Teddy tendría que verlo.

– Claro que sí, señorita Linnea. Nada huele mejor que un abeto fresco.

Con gestos alegres, Linnea giró de cara hacia la parte delantera del salón.

– ¿Dónde podríamos ponerlo, John? ¿En ese rincón o en aquel? Mire, ¿no le parece que los niños han hecho un excelente trabajo con esa estrella de Belén?

John observó la estrella, las palmeras, la oveja y sacudió dos veces la cabeza, como un oso.

– Sí, está muy bien. ¿Quiere que traiga el árbol aquí?

– Sí, aquí mismo, a la izquierda, me parece. -De repente, giró hacia él con expresión compungida-. Pero ¿en qué vamos a ponerlo?

John lo apoyó contra un rincón y volvió hacia la puerta.

– No se preocupe, tengo material para hacerle un soporte. Está afuera, en la carreta.

Volvió con martillo, serrucho y madera y se dispuso a trabajar. Observándolo, la muchacha comentó:

– Ya veo que ustedes, los Westgaard, son capaces de arreglar cualquier cosa, ¿no?

Apoyado en una rodilla, aserrando sobre el borde de la tarima, John respondió:

– Casi más.

John era una persona a la que jamás corregía. Le gustaba tal como era.

– Theodore arregla de todo, desde zapatos hasta arneses.

– Teddy es muy inteligente, ya lo creo.

– Pero tiene un carácter terrible, ¿no?

John levantó la vista, desconcertado.

– ¿Le parece?

Sorprendida, Linnea se encogió de hombros.

– Siempre lo creí así.

John se rascó la cabeza y se enderezó la gorra.

– Teddy nunca se enfada conmigo. Ni siquiera cuando soy lento. -Hizo una pausa, pensando varios segundos y luego agregó-: Y soy bastante lento.

Se quedó mirando la hoja del serrucho largo rato y luego reanudó el trabajo con su característico ritmo lento. Mientras lo observaba, sintió que había en su corazón un espacio tibio de simpatía hacia él, diferente del que reservaba a Theodore, pero igual de repleto. Hasta ese momento no sabía que John tenía conciencia de ser más lento que el común de las personas, o que eso le molestara. Percibía en él el tranquilo amor que sentía por su hermano y saber que Theodore tenía paciencia con él hizo que lo amara más aún.

– Usted no es lento, John, sólo que no es… precipitado. Es muy diferente.

John levantó el rostro y las orejeras de la gorra de lana revolotearon sobre sus orejas como alas rotas. Tragó saliva y las mejillas de huesos marcados se colorearon. La expresión de su semblante expresaba con claridad que las palabras de Linnea lo habían hecho más feliz que cualquier regalo que hubiese podido envolver para él y dejarle debajo del árbol.

– ¿Asistirá a la función de Navidad, John?

– ¿Yo? Ya lo creo, señorita Linnea. Nunca he faltado desde que Kristian participa.

– ¿Y… y Theodore también?

– ¿Teddy? No se le ocurriría faltar. Estaremos todos aquí, no se preocupe.

La noche del gran acontecimiento estaban todos, tal como John había prometido. No sólo su propia "familia", sino las de todos los demás alumnos. El aula estaba desbordada en su capacidad. Habían tenido que usar hasta los primeros bancos, los que se empleaban para recitar las lecciones y los del guardarropa, que solían servir para cambiarse las botas, para poder dar asiento a todos los asistentes.

Linnea sentía un cosquilleo en el estómago.

El "telón" -dos sábanas confiscadas del cajón de la cómoda de Nissa- colgaba ante el escenario y, tras él, el rostro de Francés Westgaard resplandecía tanto como el halo de oropel; iba ataviada con la larga túnica blanca de ángel, con el cabello brillante cayéndole suelto entre los omóplatos. La pequeña Roseanne se echó a llorar porque había perdido el halo.

Norna fue enviada a buscarlo, pero, en cuanto ese problema quedó resuelto. Sonny tropezó con el telón de fondo y lo arrancó de la cuerda de la que estaba colgado. Linnea puso cara de enfado, pero Kristian levantó rápidamente a Sonny, lo puso a un lado y se estiró sin dificultades para colocar de nuevo las pinzas de ropa. Desde afuera llegaba el aroma del café que hervía en la estufa y del chocolate calentándose. Linnea espió entre las sábanas y sintió toda la ansiedad de un director de escena en la noche del estreno. Nissa e Hilda Knutson estaban disponiendo tazas y repartiendo galletas y panecillos de nuez sobre una mesa. Los hermanos menores de los alumnos se subían a los regazos de sus madres, impacientes por que empezara la función. ¡Y estaba el inspector Dahi! Y la dama que estaba a su lado debía de ser su esposa. Divisó a Theodore y el corazón le dio un vuelco. Era innegable: no sólo quería que todo saliera bien por el bien de los niños, sino para ganar mérito a los ojos de él.

Bent Linder le tiró de la falda.

– No puedo ponerme bien esta cosa en la cabeza, señorita Brandonberg.

Se inclinó y, aceptando de manos de Bent el pañuelo rojo de granjero, lo retorció formando un rollo y luego se lo ató alrededor de la toalla blanca que llevaba en la cabeza. Comprobó que tuviese la rama de "mirra", y lo hizo colocarse en su lugar.

– ¡Shh!

Era hora de comenzar.

Aunque el programa se desarrolló sin un tropiezo, en todo su transcurso Linnea se retorcía los dedos esperando que alguien olvidara su parte y rompiese a llorar. O que la trémula cuna se desarmara, o que algún niño pisara el decorado y lo tirara al suelo. Pero todo resultó perfecto. Y cuando se apagó el último aplauso y ella salió y se paró delante del telón su corazón estaba pleno hasta desbordar.

– Quiero dar las gracias a todos por haber venido esta noche y por ayudar en sus casas con los trajes y con los bizcochos. Es difícil discernir quién estaba más nervioso con respecto a esta fiesta, si tos niños o yo. -Advirtió que todavía estaba retorciéndose las manos. Se las miró y las separó con un aleteo nervioso, haciendo reír al público. Distinguió al señor y a la señora Dahi-. Tenemos el honor de contar con el inspector Dahi y su esposa esta noche: una sorpresa inesperada. Muchas gracias por venir. -Buscó con la vista a John-. Un agradecimiento especial a John Westgaard por habernos conseguido nuestro árbol de Navidad este año y por traerlo y armar el soporte. -Le dedicó una cálida sonrisa y él bajó la cabeza y se ruborizó intensamente-. Gracias, John.

Fue recorriendo al público con la vista hacia el sitio donde había estado sentado Theodore y descubrió que no estaba, hasta que divisó a Nissa.

– Y a Nissa Westgaard por dejarme asaltar su provisión de ropa blanca. Y por soportarme, cuando una persona menos paciente me hubiese dicho que dejara de molestar y me las arreglase yo sola para hacer los disfraces.

"Quisiera aprovechar esta oportunidad para desearles a todos y a cada uno felices Navidades. Mañana por la mañana me marcharé para pasar las fiestas en Fargo, con mi familia, y por eso no los veré en la iglesia. Feliz Navidad a todos. Y ahora, antes de que disfrutemos de las delicias que han preparado vuestras madres, dediquémosle otro aplauso a los niños por el trabajo magnifico que han hecho.

A una señal, las sábanas fueron apartadas, la maestra retrocedió, tomó de las manos a los que estaban en el centro de la fila y todos hicieron una reverencia final.

Cuando actores y director levantaron las cabezas simultáneamente, Linnea se quedó con la boca abierta: avanzando desde la puerta del fondo, apareció un robusto Santa Claus de mejillas rojas con un enorme saco colgando sobre el hombro. De cada pernera del pantalón rojo le colgaba una ristra de campanillas de trineo que tañían, alegres, con cada movimiento.

– ¿Po…por qué… quien rayos…?-dijo sin aliento.

De detrás de la barba y el bigote blancos llegó una profunda voz cloqueante:

– ¡Felizzz Navidad a todos!

Santa Claus olía a café.

Los más pequeños empezaron a susurrar y a reír nerviosos. Uno de los preescolares del público se metió el dedo en la boca y rompió a llorar.

Linnea tuvo que hacer grandes esfuerzos para no estallar en carcajadas: ¡Caramba, Theodore Westgaard, qué adorable sorpresa!

El personaje cerró la puerta del guardarropa entre el tintineo de las campanillas y de al lado de Linnea llego un murmullo maravillado:

– ¡Ez Zantaaa!

Se inclinó y se encontró con Roseanne y Sonny con los ojos como platos. Dándoles unos suaves empujones, les sugirió a los dos niños de siete años:

– ¿Por qué no lo invitáis a pasar? -les susurró, Y luego, dándose la vuelta, incluyó a los demás niños pequeños-. Id, dadle la bienvenida. No olvidéis los buenos modales.

Fue un espectáculo ver a los pequeños abrirse paso, tímidos, hacia el fondo del salón para tomar de la mano a Santa y conducirlo hacia dentro.

Tony se precipitó adelante.

– ¡Iré a traer una silla para ti. Santa!

Mientras Santa Claus subía al estrado, un familiar ojo castaño dedicó un guiño disimulado a la maestra.

– Santa ha hecho un largo viaje. Le vendrá bien un pequeño descanso.

En medio de grandes aspavientos de agitación se sentó en la silla, doblándose sobre su enorme vientre y afirmándose en las rodillas mientras se reclinaba y dejaba caer la boca del saco sobre uno de sus muslos. Los ojos de todos los inocentes presentes en el salón siguieron ansiosos sus movimientos.

Cumplió con el papel hasta el final, preguntando con altivez cuántos de ellos habían sido buenos chicos. Entre el público, los hermanos pequeños se escabullían de los regazos de sus madres y se acercaban poco a poco, sin poder resistir la atracción. Mientras el hombre de rojo abría el cordel que sujetaba la boca del saco, una vocecilla canturreó, audaz:

– ¡Yo me he portado bien, Zanta!

Roseanne. Todos los adultos se esforzaron por ahogar las risas, pero Roseanne se acercó, confiada, todavía con la túnica de ángel.

– ¿En serio? -exclamó Santa y, con movimientos exagerados, levantó una cadera y buscó en el bolsillo-. Bueno, veamos a quién tenemos aquí. -Sacó una larga hoja de papel, la recorrió con un dedo, se detuvo un instante para escudriñar mejor la cara de Roseanne, desde debajo de las tupidas cejas blancas. La niña aguardó frente a él, con el rostro adorable dominado por una seria expresión de respeto-. Ahh, aquí está. Esta debe ser Roseanne.

La niña rió como un pajarillo y le dijo a Skipp:

– ¿Lo vez? ¡El me conoze!

Una vez subida sobre la rodilla del personaje, quiso espiar dentro del saco y, como su cabeza se interpuso en el camino de Theodore, todos rieron otra vez. Roseanne se ofreció:

– Yo puedo.

Linnea supo que a Theodore le costaba conservar la seriedad.

– Oh, bueno, tómalo pues.

Sostuvo el saco abierto, y Roseanne casi se cayó dentro cuando se inclinó, tanteó y sacó una bolsa de papel marrón. Sobre ella estaba escrito su nombre con letras negras.

– ¿Para quién es? -preguntó Theodore.

Roseanne estudió el nombre y luego se encogió de hombros y lo miró a los ojos con expresión angelical.

– Todavía no sé leer.

– Oh, bueno. Santa lo intentará -Theodore miró el nombre-. Aquí dice Francés Westgaard.

– ¡Eza ez mi prima! -exclamó Rosearme.

– ¡No me digas! Bueno, dile que venga.

Francés se adelantó para recibir la bolsa, y Roseanne metió la mano buscando otra. Había una para cada niño presente en el salón incluso los que aún no iban a la escuela. Todos los pequeños se sentaron en las rodillas de Santa y recibieron su aprobación personal. Línea vio cómo uno por uno sacaban sus regalos de las bolsas de papel y encontraban manzanas rojas, bolas de palomitas de maíz, cacahuates y caramelos de menta. Alguien -comprendió, agradecida-, había organizado todo eso. Y algún otro -Linnea observó las mejillas de Santa que relucían de maquillaje rojo y los ojos que chispeaban, alegres, a medida que entregaba las bolsas a los pequeñuelos que tenía sobre las rodillas- se había esmerado estudiando para aprender a leer todos esos nombres. Sus ojos resplandecieron de orgullo, no sólo por Theodore que hacía un Santa Claus maravilloso, sino por los niños más grandes, que habían colaborado con tanta generosidad. Hasta Alien Severt recibió un regalo, aunque se acercó a recibirlo arrastrando los pies. Línea estaba observándolo cuando oyó que pronunciaban su nombre y alzó la vista, sorprendida.

Su mirada se encontró con los conocidos ojos castaños bajo las tupidas cejas blancas.

– Aquí tengo uno que tiene escrito Señorita Brandonberg -afirmó Theodore, en una forzada voz de bajo.

– ¿Para mí?

Se apretó el pecho con las manos y rió, nerviosa. Santa miró con expresión de complicidad las caras angelicales que lo rodeaban.

– Yo creo que la señorita Brandonberg tendría que venir aquí, sentarse en el regazo de Santa y contarle si se ha comportado como una buena chica, ¿no les parece?

– ¡Si! -exclamaron a coro saltando y palmeteando-. ¡Sí! ¡Sí!

Antes de que pudiese esbozar una protesta, la tomaron de las manos. Se resistió todo el trayecto mientras la llevaban hacia los ojos de Santa Westgaard, que bailoteaban, alegres.

– Venga aquí, señorita Brandonberg. -Se palmeó la rodilla, la tomó de la mano y la hizo sentarse en sus piernas mientras la muchacha se ruborizaba de tal modo que deseó poder meterse dentro del saco y cerrar el cordel sobre su cabeza-. Eso es. -Theodore la balanceó un poco y las campanillas tintinearon. Perdió un poco el equilibrio y se sujetó del hombro de él, que a su vez, le puso una mano en la cintura para sostenerla-. Dígame, jovencita, ¿ha sido usted buena?

Los niños aullaron de risa y se les unieron los adultos. Linnea aventuró una mirada a los ojos chispeantes de malicia.

– Oh, la mejor.

El personaje miró a los niños, en busca de confirmación.

– .¿Ha sido buena?

Todos asintieron, vehementes, y Roseanne canturreó:

– ¡Noz dejó hazer zopa!

– .¿Zopa? -repitió Theodore.

Todos estallaron en carcajadas, y Linnea tuvo la impresión de que la mano de él le quemaba en la cintura.

– Entonces debe recibir su regalo. Pero antes déle un pequeño beso en la mejilla a Santa, señorita Brandonberg.

Linnea quiso morir de vergüenza y aun así se inclinó y le dio un picotazo en la tibia mejilla, encima de las rígidas patillas que olían a naftalina. Aprovechando el beso, le susurró:

– Me las pagará por esto, Theodore.

Cuando se enderezó, Theodore le entregó un paquete de papel de regular tamaño. Los ojos relucían, traviesos, y los labios parecían más rojos contra la barba y el bigote blancos. Por un instante, la mano le oprimió la cintura. Aprovechando el barullo, le ordenó:

– No lo abra aquí.

La ayudó a ponerse de píe y todos los presentes estallaron en estrepitosos aplausos, al tiempo que Theodore se levantaba de la silla, levantaba el saco vacío y, escoltado por los bullangueros niños, desandaba el camino hasta la puerta. Ahí se detuvo, giró y, saludando a todos con la mano, vociferó:

– ¡Feliz Navidad!

No cabía duda: su aparición había coronado la fiesta con un éxito absoluto. Tanto niños como adultos estaban alegres y risueños, cuando llegó la hora del refrigerio. Mientras circulaba entre los invitados, intercambiando saludos y buenos deseos para las fiestas, Linnea no dejaba de vigilar la puerta. Cuando se encontró con el inspector Dalí, le pidió una olla para sopa y una rejilla de madera para la ropa, pero, mientras le explicaba para qué los necesitaba, reapareció Theodore y sus palabras se fueron perdiendo hasta hundirse en el silencio. La buscó de inmediato con la vista, y Linnea se sintió como si fuesen las únicas dos personas presentes en el salón. Theodore tenía las mejillas relucientes y manchadas de rojo…

Señor, ¿se habría lavado con ese agua helada? Tenía el cabello torpemente peinado y una brizna de paja en el hombro de la chaqueta… ¿se habría cambiado en la carreta? De pronto, fue consciente de que Theodore poseía muchas cualidades de las que ella no tenía idea. Jamás habría imaginado lo bueno que era con los pequeños. Debía de ser del mismo modo con sus propios niños, siempre que…

Se sonrojó, se dio la vuelta y se apoderó de una figurita de mazapán. Unos minutos después se encontraron cerca de la mesa de los refrigerios. Sintió que lo tenía al lado y echó una rápida mirada atrás para luego servirle una taza de café caliente. En voz baja, bromeó:

– Santa Claus tenía olor a lutefisk en el aliento. -Se dio la vuelta y le ofreció la taza-. Beba un poco para disimularlo y para descongelar un poco esas mejillas.

Theodore rió suavemente, mirándola.

– Gracias, señorita Brandonberg.

Linnea deseó que no hubiese nadie más en el salón, deseó poder besarle mucho más que la mejilla y no sólo por gratitud. Se preguntó cuál sería el contenido del paquete y si, a fin de cuentas, él la echaría de menos mientras estuviese ausente. Pero no podía quedarse allí toda la noche, dedicando su atención exclusiva a ese hombre. Había otros invitados.

– No es nada, señor Claus -respondió en voz baja, y a desgana se apartó para atender a otras personas.

En el guardarropa, Kristian y Ray intercambiaban secretos en un rincón, evocando la escena entre Santa Claus y la señorita Brandonberg, cuando los interrumpió una voz femenina. Los dos se dieron la vuelta y encontraron a Patricia Lommen tras ellos.

Los dos muchachos se miraron entre sí y luego a la niña. Tenía el cabello castaño rojizo sujeto en lo alto de la cabeza con un ancho moño rojo. El vestido era de tela escocesa gris y roja, con cuello alto redondo y para la representación se había coloreado un poco las mejillas y las cejas.

– Kristian, ¿podría hablar contigo a solas un minuto?

Raymond dijo:

– Bueno, yo entraré a beber un poco de chocolate caliente -y los dejó solos.

Kristian se metió las manos en los bolsillos y vio cómo Patricia se cercioraba de que la puerta estuviese cerrada y luego se acercaba al rincón en que él estaba.

– Tengo un regalo de Navidad para ti, Kristian.

Sacó de atrás un paquete de color verde, con un lazo de lunares.

– ¿P…para mí?

– Sí.

Lo miró con expresión radiante.

– P…pero, ¿por qué?

Patricia se alzó de hombros.

– ¿Tiene que haber un motivo?

– Bueno… cielos, yo… Jesús… ¿para mí?

Recibió el regalo y se quedó mirándolo boquiabierto. Al aceptar la delicada caja, advirtió lo ridículamente grandes que parecían haberse vuelto sus manos desde el año anterior, con unos nudillos del tamaño de pelotas de béisbol.

Cuando levantó la vista se encontró mirándose en los ojos de la muchacha y su corazón se precipitó en un ritmo extraño y bailarín. Últimamente había notado cosas relacionadas con ella: lo buena que era con los niños más pequeños mientras dirigía la obra del día de Acción de Gracias; lo perfecta que resultó como Virgen, parada al otro lado de la cuna, en la escena del pesebre; lo bellos que eran sus ojos castaños, rasgados hacia arriba, con sus espesas pestañas negras; cómo llevaba el cabello siempre limpio y rizado y las uñas pulcramente recortadas. Y le habían crecido pechos del tamaño de ciruelas silvestres.

– Yo no… -Trató de hablar, pero la voz le salió como el graznido de una rana toro en la época del celo. Lo intentó de nuevo y logró decir en voz queda y gutural-: Pero yo no tengo nada para regalarte.

– No importa. El mío no es gran cosa. Es sólo algo que he hecho yo.

– ¿Tú lo has hecho? -Tocó el lazo, tragó saliva y luego levantó la vista y murmuró, maravillado-: Dios, gracias.

– No puedes abrirlo ahora. Tienes que aguardar hasta la noche de Navidad.

La boca de Patricia parecía sonreír, aunque no estuviese haciéndolo. Una oleada de embeleso recorrió el cuerpo de Kristian. Oh, cielos, qué bonitos labios tenía. Asomó la punta de su lengua para humedecérselos, y el corazón de Kristian duplicó su latido. Allí estaba ante él, erguida y expectante, con la barbilla un poco levantada y las manos cruzadas tras la espalda. Tenía una expresión en los ojos que él no había visto jamás en ninguna chica. Le hizo palpitar con más fuerza el corazón y su mirada se posó en sus labios. Tragó saliva, lanzó un hondo suspiro para darse coraje y se inclinó unos milímetros hacia ella. Los párpados de la niña se agitaron y contuvo el aliento.

Kristian sintió que se ahogaba. Se acercaron más… más…

– ¡Patricia, mamá te llama!

Los dos se apartaron de un salto, culpables. El hermano de Patricia estaba en el vano de la puerta, sonriente:

– Eh, ¿qué estáis haciendo vosotros dos aquí?

– No es cosa tuya Paúl Lommen, tú ve y dile a mamá que iré dentro de un minuto.

Con una mueca perspicaz, el chico desapareció. Patricia dio una patada en el suelo.

– ¡Oh, ese estúpido de Paúl! ¿Por qué no se meterá en sus propios asuntos?

– Tal vez sea mejor que entres. Aquí hace mucho frío y podrías resfriarte.

Kristian se preguntó cómo sería estirar la mano y frotarle suavemente los brazos, pero el clima se había roto y él había perdido valor. Patricia se abrazó y él vio cómo se elevaban los pechos sobre los brazos cruzados.

La miró a los ojos con la intención de recuperar el coraje, pero, antes de que pudiese hacerlo, ella le respondió:

– Supongo que sí. Bueno, nos veremos en la iglesia, ¿de acuerdo?

– Sí, claro.

Patricia se volvió, ocultando a medias su desgana.

– Patricia -la llamó, antes de que abriese la puerta.

– ¿Qué? -Se volvió hacia él, ansiosa.

Kristian tragó saliva y dijo algo muy varonil, que se le había ocurrido desde que empezaron a ensayar la obra de Navidad:

– Eres la virgen más hermosa que hemos tenido nunca.

El rostro de la chica se iluminó con una radiante sonrisa y luego abrió la puerta y entró.

Tras haber apagado las lámparas de la escuela y cerrado la puerta, todos volvieron juntos a la casa. Theodore y John se sentaron delante, en el frío asiento de madera. Nissa, Linnea y Kristian, en el de atrás, en medio de una abigarrada variedad de sábanas, toallas, la olla para sopa de Nissa, recipientes con los restos de sanhakkels y krunwkaka, tazas de café, un saco con regalos de Navidad que Linnea había recibido de los alumnos, más un disfraz de Santa escondido bajo la paja. Esa noche, Theodore había llevado la calesa de cuatro ruedas y las ruedas que se usaban en verano habían sido sustituidas por deslizadores de madera que crujían sobre la nieve. Las campanillas del trineo que había usado en las piernas colgaban ahora alrededor de los cuellos de Cub y Toots y se balanceaban al ritmo de la marcha en la noche clara tachonada de estrellas. El aire punzaba de tan frío, tan helado que podía taponar las narices con hielo, pero los viajeros iban de muy buen humor. Linnea tuvo que soportar una descripción de su rostro sonrojado cuando se sentó en las rodillas de Santa Claus y muchas bromas por toda la situación. Theodore también aceptó de buen grado su ración de bromas y todos rieron por el olor a naftalina que despedía su barba. Repitieron el comentario de Roseanne con respecto a la "zopa".

Cuando dejaron a John en su casa, todavía reían.

– Vendremos a recogerte por la mañana, de camino al pueblo -le recordó Theodore a John, cuando este se apeó de la carreta.

– Seguro -accedió John, mientras se daban las buenas noches.

El corazón de Linnea dio un vuelco. Había abrigado la esperanza de estar sola con Theodore en el trayecto al pueblo, pero al parecer él no se atrevía a correr ese riesgo. Se animaba a sentarla sobre la rodilla, apretarle la cintura y hasta permitir que le diese un beso en la mejilla frente a toda la escuela, pero cuidaba mucho de mantener la distancia cuando se quedaban solos. La joven comprendía la importancia de ir acompañados en esa zona durante el invierno y sabía que no debía de enfadarse por que John fuese para acompañar a Theodore en el camino de regreso, pero ¿cuándo dispondría de un minuto a solas con él antes de marcharse? En verdad, era lo único que deseaba para Navidad.

En la casa, Theodore frenó cerca de la puerta trasera y todos colaboraron para descargar el vehículo. Linnea repasó las cosas que quería decirle cuando tuviese ocasión. Pero era tarde y cuando llegara la mañana habría que realizar las tareas, después vendría el desayuno con toda la familia y luego estaría John con ellos todo el tiempo.

Theodore entró en la cocina con el último montón de objetos y se volvió hacia la puerta para atender a los caballos. Si ella no actuaba en ese momento, habría perdido la oportunidad.

– Ustedes dos vayan a acostarse -les dijo a Nissa y a Kristian-. Yo quiero hablar un minuto con Theodore.

Y salió afuera tras él. Él ya estaba subiéndose al vehículo cuando ella gritó:

– ¡Theodore, un minuto!

Él bajó el pie, se volvió y preguntó:

– ¿Qué está haciendo aquí afuera?

Por cómo se sentía en ese momento, lo último que necesitaba era quedarse solo con ella… precisamente esa noche, cuando se cernía una separación de dos semanas que parecía de dos años.

– Quisiera hablar con usted un momento.

Theodore lanzó una mirada suspicaz hacia las ventanas de la cocina.

– Hace un poco de frío aquí afuera, para hablar, ¿no?

– No es nada comparado con bombear agua en la escuela por las mañanas. -En el cuarto de Nissa se encendió la lámpara-. Déjeme acompañarlo al cobertizo.

Pareció transcurrir un tiempo infinito mientras él tomaba una decisión.

– Está bien. Suba.

La ayudó a subir. Después subió él y dio a los animales la señal para arrancar. A la luz lechosa de la luna se erguía el molino, alto y oscuro, dibujando una larga sombra enrejada sobre la nieve. Los almacenes eran sombras negras con relucientes sombreros blancos. Los deslizadores chillaban quedamente, las campanillas tintineaban, las cabezas de los caballos se balanceaban al ritmo de la marcha.

– Ha sido un Santa Claus espléndido.

– Gracias.

– Tuve ganas de estrangularlo.

El hombre rió:

– Ya lo sé.

– ¿Por qué no me lo dijo?

– Porque estropearía la sorpresa.

– ¿Lo hace todos los años?

– Nos turnamos. Pero tiene que ser uno que no tenga hijos pequeños, pues de lo contrario lo reconocerían.

– Y estuvo muy bien leyendo esos nombres de los paquetes. ¿Cómo los aprendió tan rápido?

– Me ayudó Kristian.

– ¿Cuándo? -se asombró.

– Lo hacíamos en la talabartería.

– Ah, -Se sintió un poco engañada, pero insistió-: ¿Me promete que seguirá practicando intensamente cuando yo no esté?

La única respuesta fue una instantánea sonrisa. Iba guiando el trineo hacia un alero que había detrás de un granero. De pronto, con la luna tapada, se puso muy oscuro, pero los caballos avanzaron en la oscuridad y se detuvieron recibiendo de nuevo los rayos blancos sobre los lomos. Theodore se bajó de un salto por el lado y Linnea lo imito. Rodeó los caballos, desenganchándolos del balancín y ella le ayudó a extender la lona crujiente sobre el vehículo.

– Me sorprende que Roseanne no haya dicho que la voz de Santa era como la de su tío Teddy.

El hombre rió en sordina.

– A mí también. Esa pequeña es una chiquilla inteligente.

– Lo sé. Y una de mis alumnas preferidas.

– Los maestros no deberían tener preferidos.

Linnea dejó que el silencio se extendiese, punzante, durante varios segundos, y al fin repuso suavemente:

– Lo sé. Pero somos seres humanos, después de todo.

Theodore se enderezó. Todo movimiento cesó. De pie a ambos lados de la yunta, se contemplaron a la sombra densa del alero.

"Piensa en algo", se advirtió a sí mismo Theodore, "cualquier cosa, o acabarás por besarla otra vez."

– Asi que John le llevó el árbol de Navidad.

– Sí, es muy considerado.

Theodore fue hacia los caballos, guiándolos hacia el establo, y Línea anduvo a su lado. Incluso en la atmósfera picante y fresca olía a almendras. Empezaba a gustarle demasiado esa fragancia.

– Está enamorado de usted, ¿sabe?

– ¡ John! Oh, por el amor de Dios, ¿de dónde ha sacado una idea tan absurda?

– John jamás le llevó un árbol de Navidad a ninguno de los maestros varones.

– Quizá porque ellos no lo pidieron.

Theodore rió, irónico, y le ordenó:

– Abra las puertas.

Linnea plegó las grandes puertas dobles y, después de que él hiciera entrar a los animales, las cerró. En el mismo momento en que chasqueó el pestillo, se encendió una lámpara y Theodore la colgó del techo, concentrándose luego en la tarea de quitarles los arneses a Cub y a Toots y de meterlos en sus respectivos pesebres. La muchacha le pisaba los talones.

– Theodore, no sé de dónde saca esas ideas, pero le aseguro que no son ciertas.

– Después tenemos a Rusty Bonner y a Bill. Si, no cabe duda de que los colecciona, ¿no es cierto, señorita Brandonberg?

Con aparente indiferencia, se estiró hacia la lámpara y la descolgó.

– ¡Rusty Bonner! -protestó la muchacha-. Él fue un… un… ¡Theodore, vuelva aquí! ¿A dónde va?

La luz de la linterna desapareció en la talabartería, dejándola casi en la oscuridad total. A grandes pasos lo siguió y puso los brazos en jarras. ¿Acaso este sujeto endiablado tenía que buscar pelea en el mismo momento en que ella quería justo lo contrario?

– ¡No los colecciono, como usted dice, y me fastidia que lo insinúe!

Theodore colgó las colleras, formó lazos con las riendas y luego se volvió hacia ella con la sarta de campanillas en la mano.

– ¿Y qué pasa en Fargo? ¿Allí tiene más piezas de la colección?

Estaba con los pies bien separados, las rodillas tensas, la sarta de campanillas colgando de la mano.

– No hay nadie en Fargo. ¡Nadie! -declaró ella vehemente.

Con un impulso hacia el costado, arrojó las campanillas sobre la mesa de trabajo y cayeron con un tintineo ahogado. Después se hizo el silencio. Theodore se metió los puños en los bolsillos.

– ¿Y quién es Lawrence? -quiso saber.

De repente, la beligerancia de Linnea desapareció.

– ¿L… Lawrence?

– Sí, Lawrence.

En sus mejillas aparecieron unas manchas rojas que se oscurecieron hasta llegar al color de las amapolas. Se le dilataron los ojos y entreabrió los labios, perpleja.

– ¿Cómo se enteró de lo de Lawrence? -logró decir al fin, en un murmullo ahogado.

– Un día la oí hablándole.

Linnea quiso morirse. ¿Cuánto hacia que fantaseaba con Lawrence? ¡Pero si casi había olvidado su existencia! ¡Ahora, cuando besaba ventanas, pizarras y almohadas, era a Theodore a quien besaba, no a Lawrence! Pero ¿cómo le explicaba semejante chiquillada a un hombre que ya la consideraba una niña?

– Lawrence no es asunto suyo.

– Bien -le espetó y dándole la espalda se puso a frotar las campanillas con un trapo, con exagerada violencia.

– Salvo que esté celoso.

Dándose la vuelta con brusquedad, lanzó una especie de ladrido hacia el techo:

– ¡Ja!

Pisando con fuerza, se acercó hasta quedar a pocos centímetros tras la espalda del hombre, deseando poder darle un buen golpe para ver si metía un poco de sensatez en esa cabeza. ¡Señor, qué terco!

– Muy bien, si no está celoso, ¿por qué alude a él… y a Rusty y a Bill?

Theodore dejó caer las campanillas y giró hacia ella:

– ¿Le parece que un hombre de mi edad podría estar celoso por una… una chiquilla como usted?

– ¿Chiquilla?-chilló- ¡Chiquilla!

– ¡Exacto! -Extendió un brazo y le rozó la comisura de los labios-. ¡Mire aquí, todavía no se le ha secado del todo la leche en los labios!

Linnea se retorció para eludirlo y le asestó una patada en la espinilla.

– ¡Lo odio. Theodore Westgaard! ¡Pedazo de gallina cobarde! Nunca vi a un hombre tan asustado de una chica. -Estaba tan furiosa que se le saltaban las lágrimas y no podía controlar la respiración-. ¡Peor todavía! ¡Yo venía a darle las gracias p…por el regalo de Navidad y usted… usted… lo arruinó, bus…buscando pelea!

Horrorizada, ya no pudo contener el llanto.

Theodore maldijo y se agarró la pierna lastimada, mientras ella se volvía y salía corriendo del establo.

Sintiéndose profundamente desdichado, Theodore exhaló un suspiro de alivio. ¿Qué otra cosa podía hacer excepto buscar pelea si ella lo seguía con esos enormes ojos azules, tan bellos, y lo tentaba a hacer cosas que ningún hombre honorable imaginaría hacer con una niña que acababa de salir de la escuela?

Se hundió en la silla y ocultó la cara entre las manos. ¡Por Dios, la amaba! Qué bonito embrollo. Aunque era lo bastante mayor para ser su padre, estaba ahí sentado en la talabartería, temblando como cualquier muchacho que estuviese cambiando la voz. No tenía intención de hacerla llorar… Dios, no, llorar no. Ver esas lágrimas le había dado ganas de abrazarla fuerte, pedirle perdón y decirle que no había dicho una sola palabra en serio.

Pero ¿y qué pasaba con Lawrence? ¿Quién era? ¿Qué era para ella?

Casi seguro, alguien que había dejado en su pueblo, a juzgar por la reacción que tuvo cuando lo mencionó. Alguien que la hacía sonrojarse como un atardecer de verano e insistir acaloradamente que no era nadie. Pero ninguna muchacha se ponía tan inquieta por un hombre, a menos que fuese alguien.

Hizo tiempo en la talabartería hasta estar seguro de que ella debía de estar en la cama. Acongojado, se dedicó a lustrar los arneses y las sartas de campanillas.

Se la imaginó reanudando la alegre vida de la ciudad, con todas sus comodidades, con sus antiguas amistades, comparando a algún varón de dieciocho o veinte años con un tipo viejo como él. Al fin, se desperezó y suspiró, sintiendo cada uno de sus treinta y cuatro años en la pesadez del corazón y la rigidez de los huesos. Decidió, triste, que era mejor que hiciera comparaciones. Era lo más conveniente para todos los involucrados.


Por la mañana, ninguno de los dos habló durante el desayuno. Ni en el trayecto a la casa de John. Ni en la larga cabalgata hasta el pueblo. El reflejo del sol sobre la nieve era cegador. Las campanillas del trineo habían quedado en la talabartería y los caballos parecían menos animosos sin ellas.

Como si sintiera la tensión, John también guardaba silencio.

En la estación, los dos hermanos la acompañaron dentro y, cuando ella hizo el ademán de acercarse a la ventanilla enrejada, Theodore la detuvo, sujetándola por el codo.

– Yo iré a comprarlo. Espere aquí con John.

Fue al servicio de damas, sustituyó la bufanda por el sombrero con las de pájaro y al volver a la sala de espera contempló los hombros anchos de Theodore y el cuello de la gruesa chaqueta de lana vuelto hacia arriba. Sintió dentro de si que, donde antes había estado el espíritu de las fiestas, ahora había un hueco. Una sola palabra de parte de él haría revivir ese espíritu y disolvería esas terribles ganas de llorar. Pero Theodore se dio la vuelta y le entregó el pasaje, sin siquiera mirarla. John levantó la maleta y se aproximaron al largo banco de madera, con sus trece apoyabrazos iguales. Se sentó, flanqueada por los dos hombres. Su codo chocó con el de Theodore, y él se apresuró a apartarlo.

En alguna parte de la estación sonó un reloj de péndulo y después el silencio siguió siendo mortífero.

– ¿Pasa algo malo, señorita Linnea? -preguntó John.

Linnea tuvo la sensación de haber tragado una bola de maíz inflado. Las lágrimas estaban muy próximas a caer.

– No, John, nada. Es que estoy un poco cansada. En la escuela tuve una semana muy ajetreada y anoche volvimos tarde a casa.

Otra vez se hizo silencio. Al mirar de soslayo vio que la mandíbula de Theodore se movía y que sus músculos estaban tan tensos que sobresalían. Tenía los dedos apretados sobre el estómago y los pulgares giraban, nerviosos, uno en torno del otro.

– Llegará en cualquier momento -anunció el jefe de estación, y salieron a esperar al andén.

Theodore fijó la vista, serio, en los travesaños. El tren silbó a lo lejos… una vez, dos.

Linnea se inclinó para tomar la maleta de mano de John y vio que, en el rostro largo y triste, los ojos tenían expresión angustiada. Ya las lágrimas brillaban en los suyos… no pudo contenerlas. En un impulso, rodeó el cuello de John con un brazo y apretó su mejilla fría a la de él.

– Todo está bien, John, en serio. Es que os echaré mucho de menos. Gracias por el regalo. Lo abriré el primero. -El brazo del hombre la estrechó un momento y ella le dio un beso en la mejilla-. Feliz Navidad, John.

– Lo mismo a usted, señorita -respondió, ronco de emoción.

Con cierta timidez, miró a Theodore.

– Feliz Navidad, Theodore -dijo, trémula, extendiéndole una mano enguantada-. También le doy las gracias por el re…regalo, está guardado en…

Pero cuando la mano del hombre se alzó lentamente para estrechar la suya, ya no pudo continuar. Los profundos ojos castaños, desbordando de infelicidad no expresada, se clavaron en los de ella. Le apretó la mano con tanta fuerza, tanto tiempo que le costó trabajo no hacer una mueca. Las lágrimas rodaban por sus pestañas y corrían en arroyuelos plateados por las mejillas de la muchacha. Theodore tuvo ganas de enjugarlas, pero se resistió. Linnea sentía el corazón henchido, maltrecho, y latía tan pesadamente que le pareció sentir las vibraciones en la punta de las botas.

Por los rieles, desde el Oeste, el tren anunció su llegada en medio de una nube de vapor blanco.

Theodore tragó saliva.

Linnea también.

De repente, él le aferró la muñeca y la arrastró tras él con tal brusquedad que Linnea dejó caer la maleta y se le ladeó el sombrero.

– Theodore, ¿qué diablos,…?

Theodore cruzó el andén y bajó los escalones, con pasos tan largos que ella debía dar dos para cubrir cada uno de los de él. El semblante del hombre estaba tenso y amenazador y seguía arrastrándola a lo largo de los rieles, dando la vuelta hacia la parte de atrás de la estación. Linnea no tenía mas remedio que seguirlo a tropezones, sin aliento, sujetándose el sombrero con una mano. La levantó entre un carro de equipaje y la pared descolorida de la estación, la hizo girar y, sin advertencia, la alzó en sus brazos besándola con una fuerza y una majestad que rivalizaban con las de la locomotora que pasaba junto a ellos en ese mismo momento, sumergiéndolos en su estrépito. La lengua de Theodore invadió su boca y sus brazos la estrecharon con tanta fuerza que le crujió la espalda. Desesperado, salvaje, abatió su boca sobre la de ella, sujetándole la cabeza por detrás y apretándola contra la pared. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de la muchacha, mojando también las del hombre.

Al fin levantó la cabeza, con el aliento agitado sobre la cara de la muchacha, con expresión torturada.

La boca se movió.

– Te amo -dijo, pero en ese momento sopló el silbato del tren, tapando las preciosas palabras que Linnea ansiaba escuchar.

– ¿Qué? -gritó ella.

– ¡Te amo! -vociferó en voz ronca, infeliz-. Anoche quería decírtelo.

– ¿Y por qué no me lo dijiste?

Tuvieron que gritar para hacerse oír sobre el estrépito de las uniones de los vagones que chocaban entre sí a medida que el tren frenaba.

– Como estaba asustado, fingí toda esa tontería de John y Rusty y Lawrence. ¿Vas a verlo en Fargo?

– ¡No… no!

Linnea quiso llorar y reír al mismo tiempo.

– Lamento haberte hecho llorar.

– Oh, es que soy tonta… yo… oh, Theodore…

– ¡A booooordo! -gritó el conductor desde la esquina.

La boca de Theodore se abatió otra vez, abierta y voraz, y esta vez Linnea se aferró a él tan desesperadamente como él a ella. El sombrero quedó aplastado bajo la bota izquierda de él. Un trozo de tabla se le incrustó en la cabeza y el broche del reloj se le estampó en el pecho izquierdo.

¡Pero, al fin, Theodore lo había dicho!

Con la misma brusquedad con que se había abalanzado hacia ella ahora se apartó sujetándole la cara, sondeándole los ojos con mirada angustiada.

– Dímelo.

– Yo también te amo, Teddy.

– Lo sé. Hace mucho que lo sé, pero no sé qué vamos a hacer. Lo único cierto es que me he sentido desgraciado.

– ¡Oh, Teddy, no malgastes un tiempo precioso! ¡Bésame otra vez por favor!

Esta vez el beso fue dulce, anhelante, colmado de adioses que, en realidad, eran holas. Los corazones palpitaron con fuerza. Sus cuerpos sabían. Apartaron las bocas sólo lo suficiente para que ella pudiese gritar:

– No quiero irme.

– Yo tampoco quiero que te vayas -respondió, y luego invadió una vez más su boca con la lengua mojada y caliente por última vez.

Corriendo, John dio la vuelta a la esquina, gritando:

– ¿Ustedes están locos? ¡El tren se va!

Theodore se apartó de ella, levantándola casi del suelo, mientras avanzaba hacia el tren que empezaba a moverse.

– ¡Mi sombrero!

– ¡Déjalo!

Corrieron hacia la puerta del vagón plateado que empezaba a deslizarse en medio de una oleada de vapor y, en el último momento posible, Linnea se aferró del pasamanos, fue levantada desde atrás y arrojada a salvo al interior del tren.

Asomándose fuera, agitó la mano y lanzó dos besos a las figuras que se achicaban, con las manos levantadas sobre las cabezas.

– ¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!

Ese sería el día más dichoso en su vida. Mientras encontraba su asiento y se dejaba caer en él con los ojos cerrados, se preguntó cómo podría vivir sin él.

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