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En ocasiones, Linnea recordaba que había guerra, pero la irritación o la fantasía romántica solían teñir esos pensamientos. La irritación sobrevenía cuando tenía que prescindir de las cosas que más le gustaban: azúcar, pan, carne asada y la fantasía romántica cada vez que pensaba en soldados despidiéndose con besos de sus amadas mientras el tren iba saliendo de la estación… en esas novias que recibían cartas arrugadas, manchadas, que desbordaban palabras de amor perenne… en enfermeras con cruces rojas en los chales, sentadas junto a los lechos de los heridos, sosteniéndoles las manos.

Ese día, cuando volvía caminando desde la escuela, recordó el conflicto que se desarrollaba en Europa. El presidente Wilson había instado a los norteamericanos a pasar "sin trigo y sin carne" un día por semana para contribuir a que las provisiones fluyesen hacia Francia. Mirando alrededor a las infinitas hectáreas de trigo y los grandes rebaños de vacas que veía a lo lejos, pensó: "¡Qué estupidez, nunca se nos acabará!"

Como siempre, hasta una reflexión tan breve con respecto a la guerra era demasiado inquietante, de modo que la apartó de su cabeza dejando lugar para ideas más gratas.

Las ardillas y los perros de la pradera se dedicaban con entusiasmo a sus juegos y era un deleite observar sus retozos y verlos escabullirse con gran barullo. Andando a paso vivaz, examinó la lista de clase que halló dentro del registro. Kristian no exageraba cuando le decía que la mayoría eran primos suyos. ¡De los catorce que integraban la lista, ocho eran Westgaard! Estaba impaciente por interrogar a Nissa acerca de cada uno de ellos y quiso llegar pronto a la casa.

Antes de cubrir la mitad de la distancia, comprendió que los zapatos nuevos eran bastante menos prácticos que elegantes. Le parecía sentir cada guijarro del camino a través de las suelas y los tacones le hacían torcer los tobillos cuando pisaba piedras.

Cuando al fin entró en el sendero de la casa, no sólo le dolían los píes sino que le había salido una ampolla en el izquierdo, donde la costura de unión del elástico y el cuero le rozaba el hueso del tobillo. Nissa la vio cojear y se asomó a la puerta de la cocina.

– ¿La caminata fue un poco más larga de lo que pensabas?

– Son los zapatos nuevos, que todavía me aprietan un poco.

La mujer los observó mientras Linnea subía los escalones y entraba en la cocina.

– Está bien que sean elegantes, pero aquí es preferible que sean fuertes.

– Empiezo a entenderlo -reconoció ella, derrumbándose en una silla con un suspiro de alivio.

Apoyó el tobillo sobre la rodilla e hizo una mueca. Nissa puso los brazos en jarras y sacudió la cabeza.

– Se te ha hecho una ampolla, ¿eh? -La muchacha levantó la cabeza y asintió, abatida-. Bueno, quítatelos y te echaré un vistazo.

Era difícil quitárselos, pues ajustaban más en el tobillo que botas nuevas de vaquero. Cuando terminó de forcejear y retorcer tos pies para descalzarse, Nissa reía, divertida.

– No sé cómo harías si tuvieses que quitártelos deprisa. ¿Tienes otros?

En el rostro de la muchacha apareció una expresión de pesar.

– Me temo que no.

– Bueno, me parece que será conveniente conseguir un par para ti.

Se apresuró a ir a su propio dormitorio y volvió con un par de gruesas zapatillas tejidas con lana negra y un catálogo de la compañía Sears Roebuck.

– Bien, veamos esa ampolla.

Para mortificación de la chica, los hombres volvieron del ordeñe justo cuando Nissa había ido a buscar gasa y ungüento para ponerle en la ampolla. Linnea estaba sentada con el pie descalzo apoyado en el regazo, examinando con cuidado la gruesa ampolla, cuando notó que alguien la observaba.

Al levantar la vista, se encontró con Theodore en la puerta, y vio que una de las comisuras de su boca se alzaba en un atisbo de diversión. Bajó el pie tan rápido que se le enredó en la falda larga, y oyó que se rompía la costura. La sangre se le agolpó en la cara y, cubriéndose un pie con el otro, miró desafiante al hombre.

– Vengo a buscar los cubos para la leche -fue lo único que dijo para luego entrar en la cocina y dirigirse a la despensa.

Llegó Nissa desde el dormitorio con un bote de ungüento, y se apoyó en una rodilla delante de Linnea. Theodore preguntó, saliendo de la despensa:

– ¿Qué le pasa?

– Se le ha hecho…

– ¡los zapatos nuevos me han hecho una ampolla! -replicó Linnea, va sin importarle que su cara estuviese roja y dirigiendo a Theodore una mirada furibunda-. i Y tengo un diploma de maestra de la Escueta Normal de Fargo, donde se afirma que soy perfectamente capaz de interpretar preguntas y responderlas yo misma, en caso de que le interese! -Irritada, arrebató el ungüento y la gasa de las manos de Nissa-. Yo puedo hacerlo sola, Nissa, gracias.

Con movimientos exasperados, quitó la tapa del bote, levantó la planta del pie y, sin hacer caso de testigos, se aplicó el ungüento.

Theodore y Nissa intercambiaron miradas sorprendidas. Luego la mujer se puso de pie, le entregó una aguja y le aconsejó, con sequedad:

– Ya que estás, convendría que la revientes antes de taparla.

Linnea aceptó la aguja sin levantar la vista más que hasta las manos de la anciana y luego se ocupó de la desagradable tarea. Nissa miró a su hijo y vio que observaba a Linnea con un sesgo divertido en la boca. Cuando Theodore alzó la vista, se topó con la de la madre y sacudió la cabeza como diciendo: "es un caso perdido", y salió de la casa balanceando los baldes a los costados.

Cuando se fue, el talón de la joven golpeó el suelo con ruido y su mirada furiosa se clavó en la puerta.

– ¡Ese hombre me irrita mucho! -De repente, advirtió que estaba hablando con su madre y se ablandó un poco-. Lo siento, Nissa, no debí haberlo dicho, pero es… ¡a veces es tan exasperante! ¡Yo sería capaz de… de…!

– No me ofendes. Di lo que tengas que decir.

– ¡Me hace sentir como si aún fuese una colegiala! -Abrió los brazos, expresando su enfado-. Es así desde el mismo momento en que me recogió en la estación y casi se burló de mi sombrero y mis zapatos. Me di cuenta de que me veía casi como a una niña vestida con ropa de mayor. ¡Bueno, pues no lo soy!

– Claro que no. Esto es sólo un infortunio, nada más. A cualquiera podría salirle una ampolla- No hagas caso de Teddy. ¿Recuerdas lo que te dije con respecto a lo tercos que son los noruegos y cómo debes tratarlos? Bueno, hazlo, Teddy lo necesita.

– Pero ¿por qué está siempre… de tan mal humor?

– Viene de hace mucho. No tiene nada que ver contigo. Es así, sencillamente. Y ahora, ponte esa venda acolchada y deja que yo vaya a preparar unos emparedados para esos dos. Cuando vienen, no les gusta perder tiempo.

Mientras Nissa preparaba los emparedados, Linnea le contó la visita del inspector Dahí y le leyó la lista de nombres del libro de tapas rojas, y la anciana le daba información sobre cada uno.

El primer nombre de la lista era Kristian Westgaard, de dieciséis años.

– A Kristian ya lo conozco -dijo Linnea-. ¿Qué me dice del siguiente… Raymond Westgaard de dieciséis?

– Es el hijo de Ulmer, mi hijo mayor. Et y Kristian son muy amigos. Mañana, en la iglesia, conocerás a Ulmer y a su esposa Helen, así como a todos los demás. Viven cerca del ayuntamiento,

Linnea leyó los dos nombres que seguían:

– Patricia y Paúl Lommen, quince años.

– Son los mellizos Lommen. Viven al otro lado de la propiedad de Ulmer. Esos dos son muy inteligentes. Siempre están compitiendo, cosa natural siendo mellizos. El año pasado. Patricia ganó el concurso de ortografía.

La muchacha anotó el comentario junto al nombre y siguió leyendo,

– Antón Westgaard, catorce años.

– Es el pequeño Tony. También es de Ulmer y Helen. Es tímido como el tío John, pero tiene un corazón inmenso. Sufrió fiebre reumática cuando era más pequeño y quedó un poco débil, pero de todos modos tiene una buena cabeza sobre los hombros.

Linnea anotó el nombre familiar y la información sobre la salud del niño,

– Alien Severt, quince años.

– Alien es el hijo del ministro. Vigílalo, es un pendenciero,

La maestra alzó la vista, con el entrecejo fruncido.

– ¿Pendenciero?

– A veces creo que está convencido de que puede salirse con la suya porque la única persona que aquí respetan más que al maestro es el ministro. Si los maestros que hemos tenido durante años le hubiesen dado su merecido y contado al reverendo Severt algunas de las diabluras de Alien, tal vez no se hubiese convertido en semejante problema.

– ¿Qué clase de diabluras?

– Oh, empujar a los más chicos, burlarse de las niñas de manera nada divertida… nada que se pudiese considerar grave. En lo que se refiere a cosas graves, es lo bastante hábil para borrar sus huellas de modo que no se le pueda acusar de nada. Pero conviene que lo vigiles. Es respondón y atrevido. A mí nunca me ha gustado mucho, pero ya te formarás tu propia opinión cuando lo conozcas.

Linnea le aseguró que lo haría y siguió con otro nombre:

– Libby Severt, once años.

– Es la hermana de Alien. Es bastante ignorada, porque Alien se encarga de atraer toda la atención de la familia. Parece una chica bastante agradable.

– Francés Westgaard, diez años.

– También es de Ulmer y Helen. Ella tiene un lugar especial en mi corazón y creo que es porque es más lenta que los demás. Pero jamás conocerás a una niña mejor dispuesta ni más cariñosa. Espera a que llegue la época de Navidad: será la primera en hacerte un regalo y será un regalo muy pensado.

Linnea sonrió y dibujó una flor junto al nombre.

– Norma Westgaard, diez años.

– Norma es hija de mi hijo Lars y de su esposa Evie. Es la mayor de los cinco y siempre está cuidando a los más pequeños como una madre. Más adelante, hallarás en la lista a Skipp y Roseanne, que son los hermanos menores de Norma.

Se quedó pensativa un momento y luego prosiguió, como respondiendo a una pregunta tácita.

– Creo que Roseanne comenzará la escuela este año. Todos son buenos chicos. Lars y Evie los criaron bien. como todos mis hijos.

La subjetividad de la abuela la hizo sonreír y bajó la cara para que no la viese. El siguiente nombre de la lista era Skipp, cuyo nombre unió con córcheles a los de los hermanos y comprobó que, además de Skipp, había otros dos de ocho años en la lista: los de tercer grado serían sus alumnos mayores.

– Bent Linder y Jeannette Knutson.

– Bent es hijo de mi hija Clara, la menor. Está casada con un buen muchacho llamado Trígg Linder y tienen dos más pequeños. Esperan el tercero para febrero. -La mirada de Nissa se volvió remota y sus manos se aquietaron un instante-. ¡Dios, cómo se va el tiempo! Me parece que fue ayer cuando la propia Clara terminó la escuela. -Suspiró-. Ah, bueno- ¿Quién sigue?

– Jeannette Knutson.

– Es hija de Oscar e Hilda… ¿los conoces? Él es el presidente del consejo escolar.

– Oh, claro. Y tengo dos de siete años: Roseanne y Sonny Westgaard,

– Primos. Ya te dije que Roseanne es hija de Evie y Sonny, de Ulmer. Se llama igual que su padre, pero siempre le decimos Sonny.

Las notas de Linnea empezaron a volverse confusas, como ella misma, y su expresión lo demostró.

Riendo, Nissa dejó un plato con emparedados sobre la mesa y volvió junto a la cocina, limpiándose las manos en el delantal.

– Lo entenderás mejor cuando los conozcas a todos. En muy poco tiempo los llamarás por sus nombres de pila y sabrás a qué familia pertenecen. Aquí todos conocen a todos y tú también los conocerás.

– Cuántos son nietos suyos -dijo Linnea, con cierto asombro en la voz.

– Trece. Serán catorce cuando nazca el de Clara. Siempre pienso cuántos más serían si John se hubiese casado y si Melinda no hubiera…

Pero en ese instante irrumpieron los hombres y Nissa cerró la boca. Dirigió una mirada cautelosa a Theodore y se apresuró a ir a la despensa a guardar el cuchillo de carnicero.

"¿Quién será Melinda?" se preguntó Linnea. "¿La esposa de Theodore? ¿La madre de Kristian?" ¿Sí Melinda no hubiera… qué?

Linnea observó con disimulo al padre y al hijo, que entraban. Intentó imaginarse a Theodore con una esposa. ¿Cómo sería? Teniendo en cuenta el cabello de Kristian, debía de ser rubia. Y supuso que debía de ser bella, a juzgar por los armoniosos rasgos del muchacho. ¿Kristian habría heredado de ella el labio inferior lleno y la boca bien formada? Muy probable, pues la de Theodore era bien diferente: ancha, muy definida pero no tan curvada. Costaba imaginarla sonriendo, pues ella jamás lo había visto hacerlo.

Desde donde estaba sentada, junto a la mesa, lo vio cruzar la cocina hacia el cubo de agua y observó la cabeza echada hacia atrás mientras bebía. De repente, él se dio la vuelta y la sorprendió. Las miradas se encontraron y Theodore dejó el cazo en e! cubo con gestos lentos y se secó la boca con el dorso de la mano, con gestos más lentos aún. En el pecho de Linnea pasó algo extraño. Una fugaz opresión, una tensión que la hizo bajar la vista hacia la lista de nombres en el libro que tenia abierto sobre la mesa de la cocina.

– Vengo a buscar los emparedados -dijo el hombre, sin dirigirse a nadie en particular. De golpe, apareció junto a ella, recogió el montón de gruesos emparedados y le dio dos a Kristian-. Vamos.

– Nos vemos en la cena -dijo el chico, desde la puerta y ella alzó la vista para devolverle la sonrisa.

– Sí, nos vemos en la cena.

Pero Theodore no saludó y se limitó a salir tras su hijo. Linnea se preguntó qué era lo que la había impactado. Conjeturó que podía ser incomodidad, pues, en cierto modo, ese hombre tenía la capacidad de sacudirla cada vez que los dos estaban a distancia suficiente para hablar.

Volvió Nissa, apoyó la cafetera en la parte más caliente de la cocina y echó un vistazo hacia la puerta por donde acababa de salir Theodore.

Para darse ánimo, Linnea hizo una inspiración profunda y preguntó:

– ¿Quién es Melinda?

– ¿Quieres encargar los zapatos o no?

Nissa indicó con un cabeceo el catálogo que estaba sobre la mesa.

– Dentro de un minuto… -Hizo una pausa y repitió, en voz baja-: ¿Quién es Melinda?

– Era la esposa de Teddy, pero a él no le gusta hablar de ella.

– ¿Por qué?

Nissa se quitó las gafas, las sostuvo por el puente y les echó el aliento Levantó el delantal y se concentró en limpiarlas, mientras respondía:

– Porque huyó dejándolo con un niño de un año y jamás volvimos a verla por aquí.

Linnea tuvo que esforzarse por ahogar una exclamación.

– ¿Co…con un niño de un año?

– Eso he dicho, ¿no?

– ¿Se refiere a Kristian?

– No veo a ningún otro hijo de Teddy por aquí, ¿y tú?

– ¿Quiere decir que ella… los abandonó?

En su interior algo se retorció, un apretujen de piedad, la compulsión de saber más.

Nissa se sentó y hojeó las gruesas páginas con el pulgar, buscando.

El catálogo se abrió. Se mojó un dedo y con dos pasadas encontró la página correcta.

– Estos son -Estiró el cuello para observar la fila de dibujos en blanco y negro, a través de las gafas limpias-. Estas botas de lluvia para dama, con cordones, son adecuadas. Estas te servirán.

Señaló la página con el índice. La piel de ese dedo estaba muy arrugada y ya no se enderezaba del todo. Con gesto suave, Linnea cubrió la mano de la anciana y habló con mucha dulzura:

– Me gustaría que me hablara de Melinda.

Nissa levantó la vista. Las gafas ovaladas agrandaban los opacos ojos castaños, acentuados por las arrugas de los párpados. Contempló a la Muchacha en silencio, como evaluándola. Llegó desde afuera el grito de un cuervo y el mido de los cascos de caballos que se alejaban. Miró hacia el patio de la granja, donde ya no se veía ni al padre ni al hijo y retiró la mano de la de Linnea para empujar el catálogo hacia atrás con los pulgares.

– Está bien. Si quieres saber, te contaré hasta donde sé. ¿Te molesta si primero me sirvo una taza de café?

¿Era su imaginación o Nissa parecía abatida por primera vez? Apoyando las manos en las rodillas se puso de pie, encontró una taza y la llenó. Cuando volvió a la mesa, no era sólo el abatimiento lo que le pesaba sobre sus hombros: en sus ojos había una indudable expresión de tristeza.

– Fue en el verano de 1900. Mi hombre, mi Hjalmar, pensaba que Theodore Rooseveit era la persona más grandiosa que hubiese pisado la tierra. En la región, todos amaban al Viejo Cuatro Ojos, ¿sabes?, les guiaba considerarlo un hijo del lugar porque había ceñido un rancho en Medora un par de años. Añade a ello que acababa de estar en Cuba con los Rouge Riders, con los que cabalgaron hasta San Juan Hill. y era prácticamente un héroe nacional. Pero nadie lo admiraba como mi Hjalmar

– Ese verano, Rooseveit se presentó como candidato a vicepresidente con McKinley y Hjalmar supo que pasaría por Williston en el tren de campaña. Nunca olvidaré ese día en que él entró como una exhalación en la casa, vociferando: 'señorita' -así solía llamarme cuando estaba excitado-, 'señorita', gritó, 'haz tu equipaje, ¡nos vamos a Williston a ver a Rooseveit!'

– Caramba, yo no podía creerlo. Le dije: 'Hjalmar, ¿de qué estás hablando? ¿Otra vez has estado probando la nueva cerveza de centeno de Helgeson? Ese tipo, Helgeson, solía vivir en la siguiente sección y preparaba cerveza casera y los dos siempre afirmaban que hacía falta probarla…

Sus ojos se suavizaron con la luz de la evocación y el fantasma de una sonrisa jugueteó en sus labios. De repente se aclaró la voz, bebió un trago de café y volvió al punto principal del relato.

– Hjalmar decía que ningún hijo al que se le pusiera el nombre de Teddy Rooseveit debía perder la oportunidad de ver a su tocayo en persona, ya que estaba a menos de cien kilómetros de distancia, y así fue como los tres fuimos a Williston a esperar el tren.

Nissa apretó el puño y golpeó suavemente con él sobre el catálogo.

– Bueno, eso fue lo que hicimos. Fuimos hasta Williston los tres, ocupamos una habitación en el hotel Manilou y todos emperifollados con nuestra ropa de los domingos, fuimos a la estación para ver llegar ese tren. -Balanceó lentamente la cabeza-. Fue algo digno de verse, te lo aseguro. -Se apretó el puño contra el corazón-. Había una gran banda tocando marchas y escolares agitando banderas norteamericanas, y entonces llegó el tren, iodo adornado con banderas y colgaduras… y ahí estaba el mismísimo señor Rooseveit, de pie en el Ultimo vagó", con las manos levantadas y las mejillas tan rojas como las rayas de las banderas y la banda que atronaba con las canciones patrióticas. Recuerdo que, al levantar la vista, vi a mi Hjaimar con una sonrisa en el rostro -tenía un bigote igual que el de Rooseveit-; con el brazo sobre los hombros de Teddy, le señalaba al gran hombre y le gritaba algo al oído.

En la expresión de la anciana, Linnea podía ver y oír toda la escena. En ese instante, alzó la vista y, al advertir que se había dejado llevar por los recuerdos, bajó la mano y sujetó la taza. Resopló para despejarse algo más que la nariz.

– Bueno, ella estaba en alguna parte de ese tren. Su padre formaba parte del comité de campaña de McKinley y Rooseveit y, como su madre había muerto, iba a todas partes con él. Resultó que se quedaron en Williston más tiempo que una parada del tren- Al parecer, había un tipo rico allí, de apellido Hagens, que había hecho importantes donaciones para la campaña y se iba a celebrar una reunión política donde los granjeros tendrían la oportunidad de hablar con los candidatos y comprometerlos a cumplir ciertas promesas. Después hubo una cena en el Manitou y distribuyeron a las personas clave de McKinley por las nietas para responder preguntas, por lo cual Melinda y su padre se sentaron con nosotros.

– No recuerdo mucho de eso y tal vez fuese culpa de Hjalmar y mía por no prestar mucha atención a esos jóvenes; lo que sucedió fue que él estaba hablando de política y yo estaba atrapada por lo que veía en ese hotel tan lujoso. Recuerdo que la banda tocaba otra vez, y que una vez le di un codazo a Hjalmar y dije: 'Mira ahí", porque ahí estaba nuestro Teddy bailando con esa muchacha. Claro que Hjalmar estaba enzarzado en una discusión sobre los méritos y defectos del nuevo sistema de servicio civil propuesto por el señor Rooseveit y no recuerdo qué hora era cuando se acercó nuestro Teddy y nos dijo que él y la muchacha iban a dar un paseo. Claro que me sorprendí, pero, a fin de cuentas, Teddy ya tenía diecisiete años.

Linnea intentó imaginar a Teddy a los diecisiete y no pudo. Trató de imaginárselo bailando y no pudo. Intentó imaginárselo llevando a una muchacha del brazo a caminar y tampoco pudo. Como sólo había visto su lado irascible, esas imágenes parecían impropias de él.

– Pero diecisiete o lo que fuera, antes de que llegara la mañana, Teddy había provocado un buen revuelo. Esperamos, esperamos y fuimos a preguntarle al padre de Melinda, pero ella tampoco había vuelto y se hicieron las cinco de la madrugada cuando los dos regresaron y entraron en el vestíbulo tomados de la mano. -Nissa miró sobre la montura de las gafas y cruzó los brazos sobre el pecho-. ¿Viste alguna vez lo que pasa cuando una comadreja se escabulle dentro de un gallinero? Bueno, eso es lo que parecía cuando los sorprendimos en el vestíbulo. Volaban plumas en todas direcciones y algunas las lanzaba yo. Te aseguro que yo participaba del desplume y nunca escuché semejantes chillidos y gritos como los que lanzaba Melinda cuando su padre la llevó a rastras a la habitación por el pasillo. Gritaba como si la mataran, exclamando que no había hecho nada de lo cual avergonzarse y que, si viviese en una casa y pudiera quedarse quieta, como otras muchachas, no tendría que quedarse fuera toda la noche para hacer amigos nuevos. -Nissa se frotó la boca, con la vista fija en el café frío-. Jamás pregunté dónde habían estado todo ese tiempo ni qué habían hecho. A decir verdad, creo que no quería saberlo. Llevamos a Teddy a nuestra habitación y cerramos la puerta de un golpe, oyendo que la chica seguía comportándose como una gata salvaje y las cabezas asomaban por las puertas. Por Dios, fue horrible.

Nissa suspiró.

– Bueno, creímos que ahí acababa todo, y por la mañana sacamos a Teddy de allí sin posar la vista otra vez sobre Melinda. Pero no había pasado una semana cuando la chica se presentó en la puerta de mi cocina, audaz y atrevida; en aquel entonces, vivíamos en la casa de John. Ahí estaba nuestro hogar y la chica dijo que quería ver a Teddy, sí yo, por favor, podía decirle dónde encontrarlo. -Agitó la cabeza, como si no pudiese creerlo-. Todavía puedo verla, con ese rostro que daba la impresión de no tener coraje, de pie en el vano de mi puerta, pidiendo ver a mi muchacho, no tenía relación el modo en que se comportaba y lo que resultó ser. Supongo que debía de ser una de esas épocas de locura por las que, a veces, pasamos en la vida cuando nos rebelamos y creemos que ya es hora de independizarnos.

Volvió a perderse en los recuerdos y guardó silencio, pensativa.

– ¿Qué pasó? -la instó Linnea.

La anciana levantó la vista, exhaló un hondo suspiro y prosiguió.

– Lo que pasó fue que ella se encaminó al campo, donde Teddy estaba segando trigo con Hjalmar y los muchachos, y le dijo que había decidido venir y casarse con él, como habían hablado. Nunca se lo pregunté, pero me pareció que la aparición de la chica diciendo eso fue una sorpresa para Teddy, igual que para todos nosotros. Pero nunca lo dejó entrever y con ese rostro de Melinda era fácil conjeturar que estaba muerto por ella.

En efecto, se casaron y bastante rápido. Hjalmar les dio estas tierras y todos los muchachos les cedieron esta casa. Todos nos preguntábamos cómo resultaría, pero esperábamos lo mejor. Después supimos que ella había discutido con su padre con respecto a viajar en el tren con él, y deduzco que, en realidad, lo que había detrás de eso era sólo una muchacha joven a la que se le ordenaba hacer una cosa y que decidía que no aceptaría la orden.

Así que se casó con mi hijo. Pero nunca se adaptó- -Negó lentamente con la cabeza- Nunca. Era una chica de la ciudad y nunca entendí para qué quería a un muchacho granjero. Lo primero que supimos fue que esperaba familia y todavía puedo verla ante la ventana, con la vista perdida en el trigo, diciendo que la volvía loca- Señor, cómo maldecía ese trigo. Árboles; decía que no había árboles aquí. Y que no había ruidos. El sol la quemaba y las moscas la enloquecían y el olor de! corral le daba dolor de cabeza. Nunca he podido comprender que Teddy pensara que una mujer como esa pudiera ser la esposa de un granjero. No tenía aptitud para cuidar el huerto,-. no le gustaba llenarse las uñas de tierra, no sabía cuidar las verduras. -Lanzó una exclamación desdeñosa-. Bah, -Negó otra vez con la cabeza y cruzó los brazos-. Una mujer así… -concluyó, aún perpleja por la elección de su hijo.

– Veía lo que pasaba, pero no podía hacer nada. Al principio, Teddy estaba muy feliz. Y cuando supo que llegaba un hijo, estuvo en la gloria. Sin embargo, poco a poco las quejas fueron convirtiéndose en silencio y empezó a comportarse como si estuviese volviéndose un poco quisquillosa. Al principio, después del nacimiento de Kristian, yo vi que se esforzaba por ser una buena madre, pero en vano. Aunque Teddy nunca decía nada, Clara, que solía venir a jugar con el niño, nos contaba que Melinda lloraba todo el tiempo. Nunca dejaba de llorar, pero ¿qué podía hacer Theodore? No podía convertir todo el trigal en un bosque. No podía instalar una ciudad aquí, en medio de la granja, para ella, "Entonces, un día, sencillamente se levantó y se fue. Dejó una nota pidiendo que le dijésemos a Kristian que lo amaba y que lo lamentaba, pero yo nunca la vi ni pedí verla. Clara fue la que me habló al respecto.

Una vez más, la invadieron los recuerdos.

– ¿Y a partir de entonces, usted cuidó de Kristian?

En los ojos de Nissa apareció una renovada tristeza.

– Clara y yo. Ese año murió mi hombre, mi Hjalmar, ¿sabes? Una noche de primavera habíamos estado en la iglesia para ayudar a limpiar el cementerio, como hacíamos todas las primaveras. Llegamos a casa, estábamos de pie junto a la puerta de la cocina y recuerdo que Hjalmar tenía las manos en los bolsillos. Levantó la vista para ver la primera estrella que salía y me dijo: "Nissa tenemos muchas cosas que agradecer. Mañana será un día despejado", y en ese mismo instante, se dobló y cayó sobre nuestro umbral. Siempre solía decirme "Nissa, quisiera morir trabajando", y se cumplió su deseo, ¿sabes? Trabajó hasta el minuto mismo en que cayó muerto a mis pies. Sin dolor. Sin sufrimiento. Un hombre pasando lista de sus bendiciones. ¿Qué más puede pedir una mujer que ver a su hombre morir de una manera tan bella como esa, eh?

Reinó el silencio, interrumpido sólo por el siseo suave de las ascuas que se deshacían dentro de la estufa. Las manos viejas de Nissa se apoyaban, cruzadas, sobre los pechos. En los ojos que no veían brillaba la luz de la evocación y se dirigían hacia el hule de llores rojas que cubría la mesa.

A Linnea se le hizo un nudo en la garganta. La muerte era algo abstracto en la que nunca había pensado y menos para considerarla bella. Contemplando los ojos bajos de Nissa, de repente comprendió la belleza que encerraba un compromiso para toda la vida que, para las personas como esa anciana, iba más allá de la muerte.

Nissa se llevó la taza a los labios, sin advertir que el café estaba frío.

– El hogar ya no fue el mismo sin Hjalmar y por eso se lo dejé a John y me vine aquí a cuidar de Teddy y del pequeño, y desde entonces he estado aquí.

– ¿Y Melinda? ¿Dónde está ahora? -preguntó Linnea en voz suave conteniendo el aliento sin saber muy bien por qué.

En espera de la respuesta, se quedó inmóvil,

– Melinda fue atropellada por un tranvía en Philadelphia y murió cuando Kristian tenía seis años.

"Ah, ya entiendo." No pronunció las palabras, aunque zumbaron en su mente al tiempo que soltaba el aire que había retenido en pequeños soplos cuidadosos, relajando poco a poco los hombros. Lo único que se oía era el tamborileo suave y distraído de los dedos de Nissa sobre el catálogo olvidado.

El delantal colgaba entre las rodillas separadas y el sol de la larde encendía la tenue pelusa de sus mejillas. De golpe, pareció que acudían a la cocina dos personas muertas hacía mucho, y Linnea se esforzó por distinguir sus semblantes, aunque lo único que distinguió fue el bigote blanco caído de uno y los hombros caídos de otra, dejando vagar la vista por la ventana hacia los trigales donde, en ese momento, Theodore estaba segando el cereal.

Miró por la ventana. Por eso estás tan amargado. Eras muy joven y te hirieron profundamente. Sintió un espasmo de culpa por haber sido tan impaciente y haberse enfadado con él. Ojala pudiese deshacer lo hecho pero, aun cuando pudiese, ¿de qué serviría? No modificaría lo que él había sufrido en el pasado. Y Kristian, pobre, creciendo sin el amor de su madre,

– ¿Kristian lo sabe? -preguntó, con simpatía.

– ¿Que su madre huyó? Lo sabe. Pero es un buen muchacho. Nos tiene a mí, a Clara y a un montón de otras tías. Sé que no es lo mismo que si tuviese a su verdadera madre, pero ha resultado bien. Bueno… -Se rompió el encanto y Nissa echó una mirada al catálogo-. No vamos a elegir esos zapatos, ¿no?

Eligieron unas bolas para lluvia de becerro negro granulado, que se ataban en el frente hasta media pierna, y mientras Linnea llenaba el formulario para enviar por correo, Nissa agregó una posdata a la historia personal:

– Te pediría que no le digas a Teddy que te lo he contado- No habla

mucho de ella y bueno, ya sabes cómo se ponen los hombres a veces. Me pareció que, siendo la maestra de Kristian, tenías que saberlo.

Pero Linnea no sabía cómo se ponían los hombres: sólo ahora comenzaba a saberlo. De todos modos, la historia le causó un gran impacto y se prometió tratar a Theodore con más paciencia de ahí en adelante.

Otra vez, los hombres llegaron tarde y, cuando entraron arrastrando los pies se sorprendió observando a Theodore como si esperara ver algún cambio en su apariencia física. Pero estaba igual que siempre: fornido, sombrío y desdichado. A lo largo de toda la cena advirtió que él se esforzaba por no mirarla; tampoco le había hablado desde que ella le había regañado, al comienzo de la tarde. Cuando todos se colocaron en sus lugares junto a la mesa, John la saludó con su acostumbrado cabeceo cortés y tímido, acompañado por un:

– Hola, señorita.

Y Kristian le lanzaba miradas furtivas de soslayo, después de haberla saludado en medio de titubeos. Pero Theodore se concentraba en su plato, sin hacer caso de nada mas.

A mitad de la comida, Linnea ya no pudo soportar la indiferencia y se sintió dominada por la necesidad de acabar con la enemistad entre ellos.

Quizá lo que en realidad quería era compensarlo en parte por lo de Melinda. Theodore estaba a punto de engullir un bocado de puré de patatas con salsa cuando la muchacha fijó los ojos en él y dijo en medio del silencio:

– Theodore. quisiera pedirle disculpas por el modo en que le hablé esta tarde.

Las mandíbulas dejaron de moverse y la mirada del hombre se posó en ella por primera vez esa noche, al mismo tiempo que intentaba disimular una expresión de sorpresa absoluta.

Impávida y adoptando un aire de ingenuidad, prosiguió:

– Le aseguro que me alegro de que ninguno de mis alumnos estuviera presente, porque no le hubiese dado un ejemplo muy bueno. Me mostré sarcástica y mordaz, y ese no es modo de tratar a las personas, pues es muy fácil pedir las cosas bien. Por eso se lo pido de buen modo esta vez.

De aquí en adelante, Theodore, por favor, hábleme directamente a mí cuando esté en el mismo recinto, en lugar de hablar por encima de mi cabeza, como si yo no estuviese.

Theodore se quedó mirándola un momento y luego echó sendos vistazos a Nissa y a Kristian.

Kristian había dejado de comer y miraba, sorprendido, a la señorita Brandonberg, que le había bajado la cresta a su padre con la más fría cortesía, mirándolo directamente de tal modo que Theodore no podía soportarla. Más aun, ya lo había hecho de nuevo: había hablado en mitad de la cena. A nadie le gustaba conversar con el estómago vacío y el muchacho se daba cuenta de que su padre estaba impaciente por seguir comiendo en Paz. Pero Linnea no dejaba de mirarlo de hito en hito, sentada muy erguida, recta como una ardilla listada y, bajo su mirada, la cara del hombre iba sonrojándose.

La muchacha prosiguió, en tono benévolo:

– Por alguna razón, parece que usted y yo empezamos con el pie equivocado, ¿verdad? Estoy convencida de que podríamos comportamos de manera más adulta, ¿no cree?

Theodore no supo qué decir. La muchachuela se había disculpado. Según recordaba, era la primera vez en su vida que una mujer le pedía disculpas-y sin embargo daba la impresión de que estaba calificándolo de infantil. ¡Él!' ¡Pero si tenía edad suficiente para ser su padre! Tragó y se quedó pensando qué querría decir sarcástico. Nissa, John y Kristian observaban y escuchaban, inmóviles, ¡y finalmente Theodore tenía que decir algo!

Tragó saliva y tuvo la impresión de que las patatas se le habían atragantado. Observó el rostro fresco, de ojos grandes, de la señorita comprobó lo joven y bella que era.

– Sí, podríamos hacerlo. Ahora coma.

Y volvió, aliviado, la atención al plato.

Por fin, Linnea había ganado una ronda. Cuando lo comprendió sintió la mirada de John todavía fija en ella, con asombro. Le dirigió una amplia sonrisa, poniéndolo tan incómodo que se apresuró a hundir otra vez la cuchara en la comida.

Esta señorita era algo novedoso para John. Alguien capaz de hacer sonrojar a Teddy y hacerle frente, cuando nadie había podido hacerlo, salvo la madre. Pero era muy diferente el modo en que lo hacia mamá al que empleaba la pequeña señorita. Con su cerebro lento, John se preguntó cómo se las arreglaría para lograrlo. Recordó una sola mujer que había tenido la capacidad de suavizar a Teddy: Melinda. Esa Melinda sí que era especial, bella y menuda, con ojos enormes como los de un potrillo recién nacido.

Bastaba que volviese hacia Teddy esos enormes ojos para que a él le subiera un sonrojo desde el cuello, muy parecido a lo que le sucedía cuando la pequeña señorita hablaba con suavidad, seria, y lo miraba de frente. Y Melinda, también acostumbraba a hablar en la mesa. Siempre decía que no podía entender las costumbres noruegas, cómo se guardaban las cosas y jamás hablaban de lo que, en verdad, importaba.

John, que nunca hablaba demasiado, jamás la había entendido.

Al alzar la vista, se topó con la mirada de ma.

"La recuerdas, ¿verdad, John?", era lo que estaba pensando Nissa. Así solía reaccionar ante Melinda. La anciana volvió la vista a la derecha y observó a la muchacha que comía con buenos modales, por completo ajena a las emociones latentes que había despertado, y luego miró a Teddy, que estaba enfrascado en la cena pero fijaba la vista en el plato con el entrecejo fruncido.

"Mi caprichoso hijo, creo que te has encontrado con la horma de tu zapato."

Era sábado por la noche. Nissa apoyó la bañera galvanizada cerca de la estufa y empezó a llenarla con agua hirviendo.

– Nos turnaremos -anunció-. ¿Quieres ser la primera?

Linnea miró la bañera con la boca abierta, contempló la cocina abierta, la puerta que daba a la sala por la que pasaban las voces de John y de Theodore con toda claridad, y luego posó otra vez la vista en la bañera que junto a la estufa.

– Preferiría llevar un poco de agua arriba, a mi palangana.

Llenó la pequeña palangana y cuando la llevó a su cuarto se dio cuenta de que el agua era insuficiente. Aun así, el baño le resultó glorioso. Mientras estaba lavándose, oyó salir a John. La casa se tornaba cada vez más silenciosa. Se secó. Se puso el camisón y se sentó en la mecedora para releer las notas que había escrito junto a los nombres de los alumnos. Nissa se bañó la primera y su voz se oyó con toda claridad cuando llamó a Kristian anunciándole que era su turno. Linnea lo oyó bajar la escalera llevando ropa limpia y después de un rato lo oyó subir, supuso que con la ropa limpia puesta. Oyó que se desarrollaba el tercer baño y, tratando de imaginarse esas largas piernas plegadas dentro de la pequeña bañera, sonrió.

Pocos minutos después, oyó que Theodore le ordenaba a Kristian que lo ayudase a sacar la bañera afuera.

Después, sólo silencio.

“John, Nissa, Kristian… Theodore", pensó. "Desde ahora son mi familia sustituía." Cada uno tan particular, cada uno provocaba en ella una reacción distinta. Le agradaron de inmediato… todos menos Theodore. Entonces ¿por qué era la persona en la que más tiempo pensaba? ¿Por qué ese rostro serio y ese ánimo hostil permanecían en su mente aun después de haber apagado la lámpara y no podía conciliar el sueño? ¿Por qué eran las piernas de él las que imaginaba sobresaliendo de la bañera?

La casa estaba en silencio y en la cocina en penumbras perduraba la mezcla de olores de la cena con el jabón de lejía hecho en casa cuando Theodore y su hijo sacaron la bañera al patio.

Después de haber volcado el agua, Theodore se quedó un momento mirando el cielo, contemplándolo. Tras un rato, dijo en tono pensativo:

– Kristian.

– ¿Qué?

Repasó con cuidado la palabra antes de pronunciarla tal como lo había hecho ella:

– ¿Tú sabes lo que quiere decir sarcástico?

– No, pa, no lo sé. Le preguntaré a la señorita Brandonberg.

– ¡No! -Exclamó, reaccionando para disimular la ansiedad en la voz-. No, no tiene importancia. No vayas a preguntárselo por mí.

Se quedaron en la oscuridad, oyendo el concierto de los primeros grillos del otoño en medio de la noche, con la bañera ahora liviana en las manos.


La luna estaba en tres cuartos, blanca como leche fresca en el ciclo tachonado de estrellas, proyectando sombras largas y profundas.

– Es linda, ¿eh?-murmuró Kristian.

– ¿Te parece?

– Bueno, seguro que no es ratonil ni menuda, como tú dijiste. Como sea, ¿por qué dijiste eso?

– ¿Yo dije eso?

– Ya lo creo. Pero si ella es ratonil y menuda, Isabelle también y, al parecer, a ti te gusta Isabelle.

Theodore lanzó un resoplido desdeñoso.

– Me parece que deberías mirar mejor a Isabelle, cuando venga con su carreta.

– Bueno, está bien, Isabelle es mucho más, comparada con la señorita Brandonberg, pero, aun así, esta no es pequeña ni ratonil. Para mí está bien.

Theodore miró a su hijo con expresión interrogante, distinguiendo con claridad el perfil juvenil bajo la luz brillante de la luna.

– Será conveniente que no le digas eso, teniendo en cuenta que es tu maestra.

– Sí, creo que tienes razón -dijo Kristian, abatido, bajando la vista hacia la tierra oscura. Se quedó un momento pensativo hasta que, al fin levantando la cara preguntó, más animado-: ¿Quieres saber algo divertido?

– ¿Qué?

– ¡A ella le parecen bonitos los cardos! ¡Dijo que nos llevaría al campo para que los pintáramos!

Theodore refunfuñó y lanzó una carcajada, seguido por Kristian.

– Bueno, es una chica de la ciudad. Ya sabes que no son muy perspicaces con respecto a ciertas cosas.

Sin embargo, más tarde, acostado en la cama grande donde dormía solo desde hacía catorce años, Theodore trató de imaginarse unos cardos en flor y se dio cuenta de que, en realidad, no sabía qué aspecto tenían. Aunque había visto miles y miles a lo largo de sus treinta y cuatro años jamás los había mirado como no fuese con desdén. Resolvió que, la próxima vez, echaría un segundo vistazo.

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