Ah, ese verano, ese interminable verano que parecía arrastrarse, mientras la guerra en Europa absorbía medio millón de reclutas y los submarinos alemanes hundían barcazas civiles y botes pesqueros en las costas del Este de Norteamérica. La última incorporación a la sala de la casa de los Westgaard era una resplandeciente radio de caoba Truphonics, en torno de la cual se reunía la familia todas las noches para escuchar las noticias del frente en las vibrantes transmisiones desde Yankion, en Dakota del Sur.
Linnea se impresionó el día que se extendieron los límites de edad para alistarse, que ahora iban de los dieciocho a los cuarenta y cinco. Casi todos los hombres que conocía caían dentro de esa franja: Lars. Ulmer, Trigg…Theodore. Por fortuna, los granjeros estaban excluidos, ¡pero comprendió que incluso su padre podía ser convocado! En la iglesia, donde ahora en la bandera que indicaba los servicios lucía otra estrella azul, rezó con más fervor, no sólo por Kristian y Bill, sino también para que no convocasen a su padre. Si él iba a la guerra, ¿cómo sobreviviría su madre?
La pobre Judith, bendita, con un esposo que siempre había poseído una tienda con mercaderías frescas y enlatadas a disposición, había cultivado un jardín de la victoria. Sin embargo, sus cartas estaban llenas de quejas al respecto. Odiaba cada minuto que pasaba arrodillada, entre semillas y orugas. Judith se quejaba de que las calabazas atraían pequeñas mariposas y que parecían unos quesos suizos. Los guisantes crecían a tal velocidad que ningún mortal podía mantener el ritmo y los tomates contraían plagas.
En su respuesta, Linnea le aconsejaba que dejara el Jardín de la Victoria en manos de otra persona y que continuase con los otros esfuerzos de guerra para los cuales era tan apta. Entretanto, la propia Linnea aprendía de Nissa los pormenores del cultivo de una huerta. Juntas plantaron, arrancaron malezas, cosecharon y envasaron. Jamás imaginó que un solo frasco de perfectas y doradas zanahorias reluciendo como monedas bajo la tapa de cinc llevara tanto trabajo. A medida que transcurría el verano y aumentaba de peso, el trabajo se le hacía más arduo. Se le hizo difícil agacharse y enderezarse la mareaba. Si se quedaba mucho tiempo en el sol, manchas negras le bailoteaban ante los ojos. Si se quedaba de píe demasiado rato se le hinchaban los tobillos. Y perdió la inclinación y la agilidad para hacer el amor.
Por las noches, después de escuchar la radio y de afligirse pensando dónde y cómo estaría Krístian, no estaba en condiciones de ofrecerle a Theodore el consuelo que hallaba en su cuerpo. Se sentía culpable, porque él necesitaba más que nunca ese alivio momentáneo. No cesaba de preocuparse por el hijo, sobre todo en las largas horas solitarias cuando cruzaba los campos detrás de los caballos. Las últimas noticias de Kristian eran que había completado el entrenamiento básico y había sido asignado a la séptima división al mando del general William M. Wright, y que habían partido para Francia el once de agosto, después de sólo ocho semanas de preparación sobre suelo de Estados Unidos. Incluso con el entrenamiento adicional recibido en Francia, ¿cómo era posible que un muchacho granjero, que hasta entonces no había tenido que lidiar con nada más hostil que un caballo espantado, quedase preparado para el combate en tan poco tiempo?
Después, cuando el verano tocaba a su fin, supieron que otra amenaza, más odiosa que los lanzallamas y el gas mostaza, cruzaba el océano causando preocupación no sólo a Theodore y a Linnea, sino a todos los padres, madres, esposas y novias de los hombres que luchaban en Europa.
Este era un enemigo que no sabía de bandos. Atacaba tanto a norteamericanos como alemanes, italianos y franceses, a todos por igual. Con absoluta imparcialidad, abatía al héroe y al cobarde, al comandante experto y al novato y los dejaba estornudando, temblando, muriendo de fiebre en trincheras del Mame y del campo de Flandes.
Esa amenaza era la gripe española.
Desde que la noticia llegó a las costas de América, la inquietud y la angustia de Theodore alcanzaron alturas inmensas. Se volvió nervioso y callado. Y cuando la epidemia misma llegó a Norteamérica y empezó a extenderse hacia el Oeste a través de las ciudades, la noticia afectó a todos.
Entretanto, Linnea se había puesto enorme, desganada y cada día se miraba en el espejo y se veía tan poco atractiva que no le extrañaba que Teddy le prestara tan poca atención en los últimos tiempos. Le encantaba ir a la casa de Clara y tener en brazos a la pequeña Maren, diciéndose que esa sería su compensación y que bien valdría la pena.
Un día, cuando Maren estaba dormida en su cuna y Clara estirando la masa para un pastel de manzanas sin azúcar, Linnea se sentó cerca, en una silla, como una ballena varada.
– Me siento como un hipopótamo gordo y viejo -gimió.
Clara se limitó a reír.
– No eres gorda ni fea y desde luego que no eres vieja. Pero si te consuela, hacia el final todas nos sentimos así.
– ¿Tú también?
Para Linnea, hasta en el fin de sus embarazos Clara siempre le había parecido radiante de belleza y que Jamás perdía su alegría.
– Claro que sí. Entonces, Trigg bromeaba un poco más conmigo y me hacía reír para levantarme el ánimo.
El de Linnea decayó más aún.
– Teddy no.
– Ha estado un poco gruñón, últimamente, ¿no?
– ¡Gruñón… ja! Debe haber una palabra peor para eso.
– Lo que pasa es que tiene mucho en qué pensar. Kristian y el niño por venir y la trilla que se aproxima.
– Es más que eso. Me refiero a que, de noche, en la cama, casi no me toca. Sé que, faltando sólo seis semanas para que nazca el niño no podemos hacer nada, pero ni siquiera se acurruca… ni me besa… ni… eh, se comporta como si no pudiese so… soportarme.
Bajó la cabeza y se echó a llorar, cosa que en los últimos tiempos hacía con regularidad.
Clara dejó la cuchara, se limpió las manos en el delantal y se acercó a consolar a la joven.
– No eres tú, Linnea. Así son los hombres. Si no pueden tenerlo todo, no quieren nada. Y se ponen avinagrados sin eso. Teddy está comportándose como lo hacen todos, así que sácate de la cabeza eso de que estás gorda y fea.
– P…pero lo estoy. Ando por ahí como un pavo de Navidad y no hago otra cosa que llorar y… oh. Clara… ¡creo que ya no le gustaré más! -sollozó.
Clara frotó los hombros estremecidos de su amiga.
– Eso es una tontería, tú lo sabes. Claro que le gustas. Espera a que nazca el niño y lo comprobarás.
Pero antes de que llegara el niño, llegó otra persona que levantó el ánimo de Teddy y lo hizo olvidar, por un tiempo, sus preocupaciones: Isabelle Lawler.
La carreta comedor entró balanceándose en el patío y Linnea sintió que se le anudaban las tripas. Isabelle era la misma de siempre: grandota, vocinglera y lozana. El mismo cabello del color de la calabaza. La misma cara que parecía un cuenco de budín a medio comer. La misma voz ruda de arriero de muías. La cocinera era lo más alejado de una dama que Linnea hubiese visto jamás. Y aún sin estar embarazada, pesaba como veinte kilos más que ella. Entonces, ¿a qué se debía la sonrisa de Theodore en cuanto la vio? Desde el momento en que llegaron Isabelle y la cuadrilla de la cosecha, el malhumor de su esposo desapareció. Sonreía más, reía con los peones y comía en la carreta, como el año anierior. Decía que era lo que los trabajadores esperaban de él. Pero ella estaba convencida de que tenía otros motivos.
La noche de la primera danza, las contó: bailó cuatro veces con Isabelle Lawler. ¡Cuatro veces! Y como no se fijaba en las otras mujeres, no advirtió que Theodore bailó otras tantas piezas con Clara, con Nissa y con muchas otras. Sólo sabía que cada vez que su marido llevaba a la cocinera a la pista, se acrecentaba su sensación de torpeza y sentía incómodas ganas de llorar. Estaba de pie a un lado de la pista cuando Clara la encontró.
– ¡Uf! Qué calor hace aquí.
– Teddy está bastante caliente… eso puedo verlo. Y parece que a cada minuto lo está más -comentó, cáustica.
Clara echó un vistazo a la pareja que bailaba y luego miró de nuevo a su cuñada.
– ¿Isabelle? Oh, tesoro, no seas tonta. Sólo esta bailando con ella, nada más.
– Es la cuarta vez.
– ¿Y qué? Eso no significa nada.
– Dime qué le ve, por favor. Mírala. Con esos dientes, podría comer maíz a través de una cerca y su cabello parece una parva de heno incendiada. Pero desde que ella llegó aquí, Teddy sonríe más que en los últimos dos meses.
– Siempre está contento durante la trilla. Todos los hombres lo están.
– Claro. ¿Cuántas veces bailó Trigg con ella? ¿O Lars?
– Linnea, estás exagerando. A Teddy le encanta bailar y sabe que tú ahora te cansas con facilidad, eso es todo.
Y aunque Clara pretendía consolar a Linnea con sus observaciones, lo único que logró fue abatirla más.
– ¡Tengo ganas de acercarme y decirle a ese pelirrojo barril de grasa que se busque a su propio maldito hombre y que deje al mío en paz!
– Si te hace sentir mejor, ¿por qué no lo haces?
Cuando Linnea miró a Clara, vio que tenía una sonrisa picara y no pudo menos que responder con otra.
– Oh, claro, ¿y dar pábulo a comentarios en veinte kilómetros a la redonda?
– Ha estado viniendo desde hace… ¿cuánto tiempo?, ¿cinco años?, ¿siete? Ya no recuerdo. Como sea, ¿no te parece que si hubiese algo entre ellos la gente habría estado comentando mucho antes de esto?
La irritación de Linnea se calmó un poco, pero esa noche, más tarde, cuando Theodore se acostó junto a ella, percibió al instante la diferencia en él.
Se puso de costado, de cara a ella y apoyó una muñeca en la cadera de la mujer.
– Ven aquí-susurró.
– Teddy, no podemos…
– Lo sé -replicó, apoyándose en un codo para besarla, acariciándole la cadera.
Había estado bebiendo cerveza y su sabor perduraba en la lengua.
La acercó a él. El vientre distendido se apoyó en el suyo, le tomó la mano y la llevó a su erección, haciendo que la encerrara entre los dedos.
Linnea supo que estaba excitado desde antes de meterse en la cama y le preguntó, dolida:
– ¿Quién provocó esto?
– ¿Qué?
– Pregunto que quién provocó esto… ¿yo o Isabelle Lawler?
La mano se detuvo. Lo sintió crisparse en la oscuridad.
– ¿Isabelle Lawler? ¿Y eso qué significa?
– Hace semanas que te acurrucas en tu lado de la cama y ahora, después de haber bailado con ella toda la noche, te acercas a mí, duro como un palo, ¿y esperas que yo me ocupe de ti? ¡Cómo le atreves, Theodore Westgaard!
Apartó el miembro como si le repugnara y se tendió de espaldas. Él también se acostó de espaldas, enfadado.
– Isabelle no tiene nada que ver con esto.
– ¿Ah, no?
– Vamos, Linnea, lo único que hice fue bailar con ella.
– Cuatro veces. ¡Cuatro veces, Theodore!
Theodore ahuecó la almohada y se tiró encima, dándole la espalda.
– Mujeres embarazadas -murmuró, disgustado.
Linnea lo agarró del brazo y trató de hacerlo darse la vuelta otra vez, pero con escaso éxito.
– ¡No me vengas con "mujeres embarazadas", Teddy, después de que tú me pusieras en este estado! ¡Y después de haber estado sonriendo toda la semana como un… un hindú que acaba de adquirir su decimotercera esposa!
– Decimotercera… -Alzó la cabeza de la almohada, la miró sobre el hombro, soltó el brazo del apretón y se recostó otra vez dándole la espalda- Duérmete, Linnea. No tienes motivos para estar celosa. Este último tiempo no te sientes bien.
Esta vez, le dio un puñetazo en el brazo.
– No vayas a…
– ¡Ay!
– … A hacer como el tejón conmigo, Theodore Westgaard. ¡Vuélvete para aquí, porque vamos a aclarar esto! ¡No me digas que no hay nada entre Isabelle Lawler y tú, porque no te creo!
Theodore juntó las manos bajo la cabeza, fijó la vista en el techo, ceñudo y no respondió.
– ¡Dímelo! -insistió, sentándose junto a él.
– ¿Que te diga qué?
– ¿Qué hay entre tú y esa mujer?
– Ya te he dicho que no hay anda.
– Pero lo hubo, ¿verdad?
– Linnea, estás imaginando cosas.
– ¡No me trates como a una niña!
– ¡Entonces no te comportes como si lo fueras! He dicho que no había nada y lo digo en serio.
– Veo el modo en que le gusta andar cerca de ti. Y ante tí es ante el único que no maldice. Esta noche, antes del baile… tú te pusiste colonia y canturreabas.
– Siempre me pongo colonia antes de ir al baile.
¿Lo hacía? Antes nunca había presenciado los preparativos para el baile. Se echó de espaldas y metió la ropa de cama bajo los brazos. Tirando de un nudo de la manta, contemplando la luz de la luna en la pared opuesta, se fortaleció para aceptar cualquier cosa que pudiera decirle. Con voz más suave, dijo:
– Puedes decírmelo. Teddy, y te prometo que no me enfadaré. Soy tu esposa y tengo derecho a saberlo.
– Linnea, ¿por qué insistes con esto?
– Porque tú sabes que tú fuiste el primero para mi.
– Tú ya sabías que antes estuvo Melinda.
– Eso es diferente: ella era tu esposa.
Theodore pensó en silencio unos minutos y prosiguió;
– Supongamos que fuese verdad. Supongamos que haya habido toda una fila de mujeres. ¿De qué te serviría saberlo, ahora?
Volvió la cabeza hacia él y le habló con sinceridad:
– No tendría que haber secretos entre marido y mujer.
– Todos tenemos derecho a tener nuestros secretos.
Le dolió pensar que había cosas que no compartía con ella, pues ella compartía todo con él.
– ¿Qué hubo entre tú e Isabelle? -insistió.
– Linnea, déjalo.
– No puedo. Ojalá pudiese, pero no puedo.
Theodore guardó silencio largo rato, se pasó una mano por el cabello y la dejó detrás del cuello, soltando un largo suspiro.
– Está bien. Todos los años, en la época de la trilla, voy a ver a Isabelle a la carreta, después de la hora de acostarse.
Comparado con el inmenso nudo que tenía ahora en la garganta, los celos que había sentido antes Linnea no eran nada.
– ¿Eran… amantes?
Theodore inhaló una gran bocanada de aire, la soltó lentamente y cerró los ojos:
– Sí.
Ahora que la verdad había emergido, Linnea hubiese preferido dejar dormir a las fieras, pero cierto instinto perverso la obligó a seguir interrogando.
– ¿Este año?
– No ¿qué te crees…?
– El año pasado, entonces.
Un largo silencio y luego:
– Sí.
La furia la hizo explotar.
– ¡Pero eso fue después de conocerme!
– Sí. -Se apoyó en un codo y la miró a la cara-. Y no podíamos mirarnos sin pelear. Y yo pensaba que tú eras demasiado joven para mí y que era una indecencia excitarse con la maestra de mi hijo. Además, estaba seguro de que no podías soportarme, Linnea.
Trató de tocarla, pero ella lo apartó.
– ¡Oh, cómo pudiste hacerlo!
"Típico de una mujer", pensó. "primero'' dice que no se enfadará y luego se encrespa como un puercoespín."
– Hace quince años que Melinda huyó. ¿Acaso pensaste que no habría nadie en todo ese tiempo?
– Pero ella es… es gorda… y ordinaria y…
– No sabes nada de ella, así que no empieces a arrojarle piedras -replicó, tenso.
– Pero, ¿cómo pudiste traerla de vuelta este año y hacerla desfilar bajo mis narices?
– ¡Hacerla desfilar! ¡Yo no estoy haciendo semejante cosa!
– ¿Y qué más estás haciendo bajo mis narices?
– Si insinúas…
– Vienes a la cama caliente como un macho cabrío, cuando hace casi un mes que no puedes hacer el amor. ¿Qué debo pensar?
– Si dejaras de reaccionar como una niña, comprenderías que ningún hombre puede pasarse quince años sin algo… alguien.
– ¡Niña! ¡Ahora soy una niña!
– ¡Te comportas como si lo fueras!
– Entonces, ve con Isabelle, -Apartando las mantas, Linnea se bajó de la cama-. Con su figura y su lenguaje, nadie la confundiría jamás con una niña, ¿no es cierto?
Theodore se incorporó y apuntando con un dedo al sitio que ella había dejado, dijo:
– No quiero a Isabelle y ahora, ¿puedes volver a meterte en esta cama?
– ¡No volvería a esa cama ni aunque mis ropas estuviesen incendiándose y la cama fuera de agua!
– Baja la voz. Mi madre no es sorda, ¿sabes?
– Y tu no quisieras que se enterase de tus pecadillos, ¿verdad?-repuso, sarcástica.
Theodore no sabía lo que quería decir "pecadillos" y eso lo irritó todavía más. Apoyó los codos en las rodillas levantadas y se mesó el cabello.
– Debí saber que no podía decírtelo. Debí adivinar que no podrías tolerarlo. Eres demasiado joven para entender que no todo en la vida es blanco o negro. Isabelle y yo no le hicimos daño a nadie. Ella estaba sola. Yo estaba solo. Nos dimos mutuamente lo que necesitábamos. ¿Puedes entenderlo?
– Quiero que esa mujer se vaya mañana de aquí, ¿me oyes?
– ¿Y quién va a dar de comer a los trilladores? ¿Tú, que estás con ocho meses de embarazo y apenas puedes soportar un baile hasta el final?
– ¡No me importa quién lo haga, mientras no sea Isabelle Lawler!
– Linnea, vuelve aquí… ¿a dónde vas?
La mujer se detuvo en la puerta el tiempo suficiente para replicarle:
– ¡Vuelvo a mi antiguo dormitorio!
– ¡No lo harás! ¡Eres mi esposa y dormirás en mi cama!
– ¡Regresaré cuando Isabelle Lawler desaparezca!
Cuando se fue, Thieodore se quedó mirando el hueco negro de la puerta, preguntándose cómo una mujer podía ser tan perversa. "Primero dice que no se pondrá furiosa, luego grita como para despertar a los muertos… más a mamá y se va como si esperase que uno fuese tras ella, llorando y disculpándose. ¡Bueno, por lo que a mí respecta puede esperar hasta que se congele el infierno, porque yo no tengo de qué disculparme!" El año anterior no tenía nada que ver con este y este año lo único que hizo con Isabelle Lawler fue bailar. ¿Cómo podía creerlo tan infiel como para acostarse con Isabelle sólo porque su esposa embarazada no podía ocuparse de él por un par de meses?
Herido en lo vivo, se tendió de espaldas, confundido.
¿Quién se creía que era esa pequeña insolente para darle órdenes?
Isabelle era una estupenda cocinera y sin ella se verían en un aprieto. Seguiría cocinando hasta que terminara la temporada de la trilla y si a Linnea no le gustaba, ¡podría irse a la planta alta y quedarse allí! De cualquier modo, dormiría mejor sin ella; lo único que hacía toda la noche era ir al baño y despertarlo.
"Señor… mujeres embarazadas", pensó otra vez, poniéndose de costado. ¡Bueno, nunca más! Era demasiado viejo para volver a pasar por algo así. ¡Sería este niño… y nada más! Y esperaba que, cuando naciera, a ella se le pasara la testarudez y la vida volviese a la normalidad.
Por la mañana, Nissa no dijo una palabra, aunque sin la menor duda, la noche pasada había oído la riña a través de la pared y sabía que Linnea había dormido arriba.
Se reunieron los tres en la cocina para el desayuno.
– Hermoso día… -comentó la anciana.
Nadie habló.
– ¿No es cierto? -insistió, mirando a Linnea sobre el borde de las gafas.
– Sí… sí, es un hermoso día.
Theodore cruzó la cocina con los cubos de leche, mirando a su esposa en silencio.
– Necesito un par de trozos más de carbón para la cocina. Creo que voy a salir a buscarlo y respirar un poco este aire mañanero.
Cuando la anciana salió, llevando el cubo de carbón medio vacio, Theodore observó mejor a Linnea y vio que había estado llorando.
– Buenos días -dijo.
– Buenos días -respondió, sin mirarlo.
– ¿Cómo has dormido?
– Como una recién nacida.
– Bien. Yo también.
Era mentira; sin ella a su lado, casi no había dormido. Tenía las manos húmedas. Se las secó en un muslo, con la intención de estirar la mano para tocarle el brazo pero, antes de que pudiera hacerlo, ella se apartó.
– Discúlpame. Tengo que peinarme -y se metió en el dormitorio sin mirarlo ni una vez.
"Está bien, pequeña obstinada, haz como quieras. Pronto, en ese dormitorio hará más frío que en un iglú y volverás queriendo cobijarte. ¡Entretanto, la cocinera se queda!"
Y se quedó.
Isabelle se quedó toda la semana y Linnea no miraba a Theodore ni le hablaba a menos que él le dirigiese la palabra primero. Al llegar el sábado por la noche, la tensión en la casa era insoportable. Nissa era la única que dormía bien toda la noche. Los otros dos sólo lograban dormir lo suficiente para resistir y los estragos se revelaban en sus rostros.
Esa noche se celebraría un baile en su establo y Teddy y Linnea pasaron la primera hora riendo y bailando con todos los concurrentes, menos entre ellos. Teddy bebió dos cervezas, mirándola sobre el borde del vaso la mayor parte del tiempo y pensando lo hermosa que estaba embarazada. Había mujeres que se mostraban desaliñadas y sin gracia en ese estado, pero su esposa no. Resplandecía como si alguien hubiese encendido una vela detrás de sus mejillas. Se armó de coraje para cruzar el cobertizo e invitarla a bailar y, después de unos minutos, se decidió. Antes de llegar junto a ella ya le sudaban las manos.
Con fingida jocosidad, se detuvo junto a ella, metió los pulgares en la hebilla del pantalón y levantó una ceja.
– ¿Qué dices, quieres bailar?
Linnea le dirigió una auténtica mirada felina y altiva, la enfocó en Isabelle Lawter y respondió:
– No, gracias.
Levantó la nariz y le dio la espalda.
Entonces, bailó con Isabelle ¡y mucho más de cuatro veces!
Linnea trató de no mirarlos. Pero Teddy era el mejor bailarín del condado y cada corpúsculo de su cuerpo hervía de celos. Por fortuna, Nissa le proporcionó una excusa.
– Creo que me he excedido con el vino casero -dijo-. O eso, o las vueltas, la cuestión es que estoy mareada. ¿Me acompañarías a casa, Linnea?
Por supuesto, la acompañó. A mitad de camino, Nissa evocó, como de pasada:
– Recuerdo una vez en que mi hombre llevó a casa esa alfombra nueva hecha de retazos. Yo le dije: "¿Para qué quieres comprar una alfombra, si yo puedo hacerla?". El sonrió y me dijo que, por una vez sería grato que yo no tuviese que hacerla sino, simplemente, tenderla en el suelo, ya terminada. Pero yo me enfurecí con él porque uno de los chicos -no recuerdo cuál-, estaba casi sin zapatos. "Tendríamos que haber comprado botas nuevas para el niño", le dije, "en lugar de tirar el dinero en alfombras domésticas". El contestó que había una viuda con dos pequeños vendiendo sus alfombras en el pueblo aquel día y que le pareció que la ayudaría si le compraba una. -Nissa sorbió por la nariz-. Bueno, yo le pregunté que qué era eso de hablar con viudas y él me dijo que yo sería su esposa, pero que eso no me daba derecho a decirle con quién podía y con quién no podía hablar. Entonces le pregunté que quién era esa viuda y él me lo dijo y yo recordé que estábamos todos construyendo el granero y cómo él conversaba con ella y se reía y yo me puse belicosa y, antes de darme cuenta, pregunté cómo se las arreglaba ella sin su marido y dónde está viviendo en ese momento. Y, por Jove, si no podía contestarme ninguna de mis preguntas. Muy pronto, le dije que no quería su maldita alfombra, ¡porque se la vendió ella! Por lo que recuerdo, no nos hablamos durante una semana. La alfombra seguía en el suelo y yo no la pisaba y él no la quitaba para llevársela, entonces, un día, fui al pueblo y resulta que me encontré con ella en la calle. Había enfermado de tuberculosis y tosía constantemente, no era más que un saco de huesos y cuando me vio me dijo lo agradecida que estaba de que mi marido le hubiese comprado esa alfombra y que uno de sus pequeños necesitaba un par de botas y que, cuando vendió la alfombra, pudo comprárselas.
Habían llegado a la puerta del fondo, pero la anciana se detuvo un instante en el umbral y levantó la vista hacia las estrellas,
– Aquella vez, aprendí un par de cosas. Aprendí que se le puede destrozar el corazón a un hombre si se le acusa de algo que no hizo. Que hay hombres con corazones de oro y el oro no pierde su brillo, Pero es… es blando. Se mella con facilidad. Una mujer tiene que cuidar de no mellar demasiado un corazón como ese. -Rió quedamente para sí, se volvió a la puerta y la abrió, pero vaciló un instante antes de entrar-. Lo que recuerdo es que la noche que, por fin, le dije que lo sentía, me tendió sobre esa alfombra y me hizo un par de raspones en los cuartos traseros… todavía la tengo guardada por algún lado. En un arcón, creo, junto con mi vestido de novia y una faltriquera para el reloj que yo le hice trenzando mi propio cabello cuando tenía dieciséis años. -Sacudió la cabeza y se tocó la frente-. Caramba, mirar para arriba me marea más aún. -Sin mirar atrás, siguió hacia la casa-. Bueno, buenas noches, hija.
Linnea se quedó allí, con un nudo en la garganta y el pecho oprimido. Echó una mirada hacia el cobertizo. La luz ambarina de la lámpara brillaba, amortiguada, a través de las ventanas. Los sones lejanos de la concertina y el violín flotaban en la noche. Ve hacia él, parecían decirle.
Miró en dirección contraria. Cobijada junto a la cerca de arbustos, la silueta abultada de la carreta comedor se erguía como una sombra amenazadora. La luna, como una tajada fina de queso, derramaba su luz sobre el patio, y la brisa nocturna jugueteaba con las vainas de los arbustos, haciéndolos sonar como pequeños tambores. Pero es él quien debería disculparse, parecían decirle. Es él el que bailó con otra.
Apesadumbrada, entró en la casa. Subió las escaleras hacia su antiguo dormitorio y se metió bajo las mantas, sintiendo frío y soledad.
Todas las noches esperaba que Theodore fuese a ella. Acostada, lo imaginaba abriendo la puerta sin ruido, de pie en la oscuridad, contemplando la silueta dormida, arrodillándose luego junto a la cama, apretando la cara contra el cuello de ella, el pecho, el estómago y diciendo:
– Lo siento, Lin, por favor, vuelve.
Pero ya era el octavo día y aún no había ido. Estaba allá abajo, en el granero, bailoteando con otra mujer mientras su esposa embarazada yacía entre lágrimas. ¿Por qué, Teddy, por qué?
Estaba resuelta a quedarse despierta hasta que terminase la danza y las carretas salieran del patio y mirar luego por la ventana para ver si él iba directamente a la casa. Pero al final se durmió y no oyó nada.
Por la mañana, despertó como si la hubiesen tocado y sus párpados se entreabrieron como las dos mitades de un melón. Algo malo pasaba.
Escuchó: no se oía nada. Ni el tintineo de la vajilla, ni los crujidos de la tubería de la cocina dilatándose. Estiró un brazo y encontró su reloj sobre la mesilla. ¿Cómo era posible que siendo las siete y cuarto, Nissa no estuviese levantada? El servicio religioso comenzaría en menos de dos horas.
Oyó pasos en la escalera en el mismo instante en que sus talones tocaron el suelo. Sin perder tiempo en ponerse una bata, abrió la puerta de par en par y se encontró con Theodore en el descansillo, con los ojos ensombrecidos por la preocupación y el cabello revuelto de recién levantado.
– ¿Qué pasa?
– Mamá. Está enferma.
– ¿Enferma? ¿Por el vino de moras?
Mientras hablaba, Linnea ya seguía a Theodore escaleras abajo, descalza.
– No lo creo. Tiene escalofríos y congestión.
– ¿Escalofríos y congestión?-A Linnea se le erizó la piel mientras se apresuraba para seguir a Theodore. Al pie de la escalera, lo agarró del hombro, haciéndolo detenerse y darse la vuelta de golpe-. ¿Es grave la congestión?
Tenía los ojos y las mejillas macilentos por la preocupación.
– Creo que si.
– ¿Será… -Tras un falso comienzo, logró expresar con palabras su temor-…la gripe?
Theodore encontró la mano de su esposa y se la oprimió.
– Esperemos que no.
Pero cuando acudió el médico que mandaron llamar al pueblo, la esperanza quedó aplastada. Cuando el médico se fue, hubo que clavar en la puerta trasera una señal amarilla y negra de cuarentena y Theodore y Linnea recibieron instrucciones de no entrar ninguno de los dos en el cuarto de Nissa sin una máscara cubriéndoles la nariz y la boca. Se miraron, sin poder creer lo que oían. La gripe golpeaba a los soldados que peleaban en las trincheras y a los habitantes de las grandes ciudades, no a los granjeros de Dakota del Norte, que tenían una provisión interminable de aire puro para respirar. Y, desde luego, no los viejos abejorros como Nissa, que zumbaban de una tarea a otra a tal velocidad que parecía que ningún germen podría alcanzarla. No a Nissa, que la noche anterior había estado bebiendo vino y bailando con sus hijos. Nissa, que casi nunca había sufrido un simple resfriado.
Pero se equivocaban. Antes de terminar el día, el aparato respiratorio de Nissa ya estaba lleno de fluidos. La respiración se hizo estridente y los escalofríos le sacudían el cuerpo y ni el agua de quinina que le obligaban a beber periódicamente la aliviaba. Theodore y Linnea la observaban impotentes, viendo cómo empeoraba con aterradora rapidez. Le secaban el sudor, la alimentaban, le acomodaban las almohadas y se turnaban para velar junto a ella.
Pero al final del primer día, dio la impresión de que estaban luchando una batalla perdida de antemano. Sentados a la mesa de la cocina, miraban desconsolados la sopa que ninguno de los dos tenía ganas de comer, las manos ociosas junto a los tazones.
Se miraron angustiados y sus altercados les parecieron insignificantes. Sobre el mantel de hule a cuadros rojos y blancos, Theodore apoyó la mano sobre la de ella.
– Tan rápido -dijo, con voz trémula.
Linnea giró la mano y los dedos se entrelazaron.
– Lo sé.
– Y no podemos hacer nada.
– Podemos seguir pasándole la esponja húmeda y dándole quinina. Puede ser que, durante la noche, todo cambie y mejore.
Pero los dos sospechaban que no era más que una expresión de deseos. La gripe hacía presa, primero, de los más viejos, los más débiles y los más jóvenes. Y de los que enfermaban, pocos sobrevivían.
Theodore fijó la vista en las manos unidas y frotó la de Linnea con el pulgar.
– Ojalá pudiera sacarte de aquí para que estuvieses a salvo.
– Estoy bien. No he tenido ni un estornudo.
– Pero, el niño…
– El niño también está bien. No tienes que preocuparte por nosotros.
– Has tenido una larga jornada. Quiero que descanses.
– Pero tú también.
– Yo no soy el que está embarazado. ¿Me harás caso?
– Los platos…
– Déjalos. Veo que estás a punto de caerte de la silla. Ven, vamos.
La tomó de la mano, la llevó al dormitorio de los dos, destapó la cama, la hizo sentar en el borde y se arrodilló para quitarle los zapatos. La ternura y la consideración de su esposo le encogieron el corazón y cuando bajó la vista y la posó sobre su coronilla, le pareció que casi no podía contener todo el amor y la preocupación por él. Había sufrido la pérdida de un hermano al que amaba, su hijo estaba luchando en la guerra, ¿también tenía que ver morir a su madre?
Tras quitarle el segundo zapato, Theodore le sostuvo el pie y lo acarició, al tiempo que alzaba la vista hacía ella.
– Linnea, con respecto a Isabelle…
Con un tierno gesto, lo hizo callar.
– No importa. Me comporté como una estúpida infantil y celosa, pero ya tienes bastante de qué preocuparte sin eso.
– Pero yo…
– Después hablaremos de ello… cuando Nissa se mejore.
La arropó con amor, acomodando las mantas bajo la barbilla y luego sentándose al lado, en el borde de la cama. Colocando las manos a ambos lados de la cabeza, se inclinó sobre ella observándole el rostro como si buscara allí la fuerza que necesitaba.
– Tengo tantas ganas de besarte…
Pero mientras hubiese gripe en la casa no podía. Sólo podía mirarla y lamentar la pasada semana de idiotez que los había alejado, que lo había impulsado a hacer tonterías para herirla, sabiendo que era la persona que menos quería herir en el mundo.
– Lo sé. Yo también tengo ganas de besarte.
– Te quiero mucho.
– Yo también te quiero y es muy bueno tenerte otra vez en nuestra cama.
Le sonrió, deseando poder meterse a su lado, acurrucarse apretadamente tras ella con la mano ahuecada sobre el hijo. Pero en la habitación contigua estaba su madre y ya hacía demasiado tiempo que estaba sin atención.
– Ahora, duerme.
– Despiértame si hay algún cambio.
Theodore asintió, apoyó la mano ea el vientre de su esposa, apagó la lámpara y salió.
Los pulmones de Nissa se llenaron de fluido y murió al tercer día.
Antes de que la carreta de la funeraria pudiese ir a buscar el cadáver, se cumplieron los peores miedos de Linnea: Teddy cayó abatido por el temido virus. Se quedó sola para atenderlo, sufrir, preocuparse, encerrada en la casa sin nadie con quien turnarse para velar junto al lecho ni consolarla en su pena. Ya agotada por los tres días de escaso sueño y aplastada por la desesperación, estaba casi exhausta cuando sonó un fuerte golpe en la puerta y se oyó la voz de Isabelle Lawler.
– ¡Señora Westgaard, voy a entrar!
Linnea gritó:
– No puede, estamos en cuarentena.
La puerta se abrió de golpe y entró la pelirroja.
– No tiene la menor importancia para una búfalo dura como yo. Ahora usted necesita ayuda y yo soy la que va a dársela. Por Dios, hija, tiene un aspecto que parece que el enterrador fuese a llevársela a usted también. ¿Ha dormido? ¿Ha comido?
– Yo…
La atrevida mujer no le dio tiempo a responder.
– Siéntese aquí. ¿Cómo está Ted?
– El… la respiración todavía no es muy difícil.
– Bien. Puedo hacerle tragar la quinina tan bien como usted, pero usted tiene que cuidar de ese pequeño y si permito que algo le pase a él o a usted, me temo que perdería mi trabajo de cocinera aquí en los años venideros, así que abra paso, mocosa.
Mientras hablaba, Isabelle se había quitado la pesada chaqueta masculina y Linnea se levantó como para recibirla.
– ¡He dicho que se siente! Necesita meterse una buena comida en el estómago y yo soy la persona justa para lograr que llegue ahí. Soy la mejor condenada cocinera de este lado de las Black Hilis, así que no me replique, hermana. Usted dígame lo que hay que hacerle a él, con qué frecuencia y si lo que la preocupa es que lo vea en cueros, bueno, ya lo he visto así y usted lo sabe, de modo que no voy a ruborizarme como una escolar ni a taparme los ojos. Y si cree que tengo intenciones con respecto a su hombre, bueno, también puede sacárselo de la cabeza. Lo que hubo entre nosotros terminó. Ya no tiene ningún interés en una grandota vocinglera y atrevida como yo, así que, ¿dónde está la quinina y qué le gustaría comer?
Así fue cómo la audaz Isabelle se atrincheró hasta que terminó el conflicto.
Para Linnea fue como una bendición del cielo. La trató como una madre, la consintió con permanente brusquedad y se turno para cuidar a Theodore con la misma rudeza. Era la mujer más atrevida que hubiese conocido, pero su misma franqueza la hacía reír a Linnea y le daba ánimos.
Isabelle circulaba por la casa como un huracán, con el rojizo cabello erizado y la voz masculina retumbante aun cuando susurraba. Linnea estaba profundamente agradecida de tenerla ahí. Era como si forzara al destino a aceptar sus ganas de vivir y a transferir una buena porción de ellas, invirtiéndolas en la curación de Theodore.
Cuando empeoró, las dos mujeres velaron juntas al lado de la cama y, por extraño que fuese, Linnea se sintió completamente cómoda, aun sabiendo que, a su modo, Isabelle amaba a Theodore. El enfermo respiraba con dificultad y la fiebre le hacía brillar la piel.
– Este maldito no va a morirse -afirmó Isabelle-, porque no se lo permitiré. Tiene que cuidaros a ti y al pequeño y no dejaré que rehuya su deber.
– Ojalá tuviese la misma certeza.
Otra mujer hubiese estirado una mano para consolarla, pero no Isabelle. Su mentón adquirió un ángulo más obstinado aún.
– Un hombre que está tan feliz con su hijo por nacer y su nueva esposa, tiene muchas razones para luchar.
– ¿Él, él le dijo que estaba feliz?
– Me dijo todo. Me contó vuestra pelea, por qué estabas durmiendo en la habitación de arriba. Estaba acongojado.
Linnea posó la vista en su regazo.
– No pensé que te contaría todo.
Isabelle separó las rodillas y apoyó las manos en ellas.
– Ted y yo siempre pudimos conversar.
Linnea no supo qué decir. Ya no pudo seguir albergando celos.
Con la vista posada en Theodore, en esa pose masculina, Isabelle prosiguió:
– Lo que Ted y yo hicimos juntos no es nada que deba preocuparte. Todavía eres joven y tienes mucho que aprender sobre las necesidades humanas. Sencillamente, tienen que ser satisfechas. Caramba, él nunca me amó… esa palabra no surgió ni una sola vez. -Se respaldó, sacó del bolsillo los útiles para armar cigarrillos y empezó a fiar uno-. Pero es un buen hombre, un maldito buen hombre. No creas que no lo se… o sea, una mujer como yo… vamos… -Dejó que las palabras se perdieran y lanzó un resoplido despectivo, contemplando el cigarrillo mientras sellaba la abertura y lo alisó. Sacó cerillas del bolsillo del delantal, lo encendió con un chasquido de la uña del pulgar y lanzó una nube de humo fragante a la habitación.
Se respaldó, apoyó los pies cruzados sobre el borde del colchón y sopló en silencio, entrecerrando los ojos para protegerlos del humo. Después de un rato, dijo- Eres una mujer muy afortunada, maldita sea.
Linnea la observó: tenía el delantal sucio. Su barriga sobresalía más que la de la propia Linnea. Sostenía el cigarrillo entre pulgar e índice, como un hombre, y balanceaba la silla sobre dos patas. Pero creyó detectar el brillo de una única lágrima en la comisura del ojo.
En un impulso, extendió una mano y la apoyó sobre el brazo de Isabelle.
La pelirroja miró la mano, se sorbió de nuevo, sujetó el cigarrillo entre los dientes, le dio dos palmadas en la mano y luego tomó otra vez el cigarrillo.
– Volverás el año próximo, ¿verdad? -le preguntó la joven.
– Maldita sea si no. Me moriré de impaciencia por echar un vistazo al pequeño de Ted.
Al séptimo día, supieron que Theodore viviría.