Ese invierno de 1918 trajo consigo grandes cambios no sólo en el seno de la familia Westgaard sino también dentro de su miembro más reciente y en todo el mundo en su conjunto. Inmersa en su estado de bienaventuranza de recién casada, le hubiese resultado fácil olvidar que los reclutas norteamericanos iban a Francia para mantener la democracia del mundo a salvo y regodearse en la felicidad que iluminaba su corazón. Pero el ejemplo de su propia familia la hizo comprender que ella también tenía una obligación mayor aún por su responsabilidad como maestra. Linnea convenció al inspector Dahí de que le permitiese que la escuela se suscribiese al periódico y, en un esfuerzo por comprender, fue siguiendo junto con los niños los sucesos en Europa.
Por todas partes se oía el clamor para derrotar a Alemania, pero, mientras a finales de enero se anunció que las primeras tropas de Estados Unidos ocupaban trincheras en la Linnea del frente, todavía había campamentos militares en el propio territorio nacional que bullían de soldados inquietos, que debían entrenarse con ropas civiles y con palos de escoba en lugar de rifles. El fervor democrático no bastaba para ganar la guerra. Hacían falta suministros y estos, a su vez, exigían materia prima y esta última escaseaba. El consejo de Guerra se formó para determinar prioridades de producción, y Norteamérica aceptó con alegría el ajuste, los recortes y entonó fervientes canciones patrióticas. De la noche a la mañana brotaban nuevas fábricas que producían abrigos, zapatos, rifles, máscaras de gas, mantas, camiones y locomotoras, y todos los negocios que no tenían contratos para producción bélica cerraban los lunes. Se prohibió utilizar automóviles los domingos. Se instaba a la gente a usar más suéteres y menos carbón, a comer más salvado y menos trigo, más espinacas y menos carne y a adoptar "el credo del plato limpio". Pero, sobre todo, se les pedía a los norteamericanos que fueran generosos.
Miles de hombres se ofrecían a sí mismos. Para la primavera de 1918 habían llegado a Francia medio millón, y uno de esos voluntarios era Bill Westgaard. La iglesia celebró un servicio especial para él el sábado anterior a su partida y, desde ese día, colgaba sobre la nave una bandera con una sola estrella azul, inspirando innumerables plegarias para que jamás fuese cosida sobre ella una estrella amarilla. Poco después, llegó carta de Judith contando que Adrián Mitchetl había recibido orden de alistarse y que ya se había marchado.
Que Bill y Adrián fuesen pretendientes rechazados le importaba poco a Linnea. La guerra ya la había tocado en persona y sentía el impulso de participar de todas las maneras posibles.
Eran muchas las cosas que podían hacer los chicos para ayudar en el esfuerzo de guerra; lo único que necesitaban era organizarse. Tejer en el recreo de mediodía se convirtió en el pasatiempo preferido. Linnea misma recurrió a la ayuda de Nissa para que le enseñase, y se les pidió a las madres que enseñaran a sus hijas. En la escuela se fijó una cartelera donde se pegaba una estrella cada vez que quedaba terminado un calcetín o un mitón. Para su asombro, un día Kristian y Ray aparecieron con un ovillo de lana y un par de agujas cada uno. Cuando los chicos se pusieron, con torpeza, a la tarea, provocaron grandes oleadas de carcajadas, pero pronto cada uno de los varones estaba imitándolos. La única excepción fue Alien Severt, que se negó terminantemente, calificando al tejido como "cosa de afeminados", actitud que le valió ser discriminado.
Pero todos los demás estaban dispuestos y ansiosos de colaborar en todos sus planes. A Patricia Lommen se le ocurrió la idea de hacer una manta y todos accedieron, entusiastas, a traer retazos de tela de las casas.
Al mismo tiempo que los chicos veían cómo iba tomando forma, empezaron a trazarse planes para venderla por medio de una subasta, cuyo producto sería donado a la Cruz Roja. Como se difundió la noticia, el guardarropa empezó a llenarse de una abigarrada colección de donativos, entre los que figuraban varios cueros sin curtir de ratas almizcleras, aportados por Ray y Kristian. Libby Severt, que mostraba un talento prometedor para el arte, confeccionó dos grandes carteles anunciando el acontecimiento: uno de ellos lo colgaron en la iglesia, el otro en el Almacén de Ramos Generales de Álamo, que funcionaba también como Oficina de Correos. Un granjero de un ayuntamiento vecino ofreció una pianola, e incluso se ofreció a entregarla. Desde entonces hasta el día de la subasta, en la escuela sonaba constantemente la música.
Fue Nissa la que sugirió que hubiese también un baile, al tiempo que Frances, la del corazón tierno, que se había enterado por el periódico de una campaña de recolección de ropa para los refugiados, propuso con timidez que se sumaron a la campaña junto con las demás cosas.
El gran día fue bautizado como "Día de Guerra" y, a medida que se aproximaba, la excitación iba creciendo y los artículos para subastar desbordaban el salón principal de la escuela. Un subastador de Wildrose ofreció sus servicios, y el viejo Tveit llevó, cuando nadie lo esperaba, una carreta cargada de carbón para que fuera subastada. Al terminar la jornada, la escuela había reunido setecientos sesenta y ocho dólares para la noble causa.
Ese invierno, Theodore vio que Linnea florecía. Abordó el proyecto de guerra con su característico entusiasmo y lo llevó a cabo hasta el fin, sólo para iniciar otro: un libro de campaña para los soldados que estaban en ultramar. Fue un éxito tan grande como la subasta. Después del libro llegó la propuesta de hacer álbumes de recortes para los soldados que estaban en los hospitales europeos y la formación de una Liga Juvenil para vender bonos de libertad. Y, cuando el consejo escolar del Estado difundió el anuncio oficial de que se había eliminado la enseñanza del idioma alemán de los programas de estudio, un domingo Linnea se puso de pie en la iglesia y pidió que, de acuerdo con esa corriente fervorosa de americanización, las plegarias se dijeran en inglés y no en noruego. ¿Cómo podía alguien negarse a la petición de una mujer que, casi por su sola cuenta, había reunido tanto dinero en nombre de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad?
Y, si aportaba un ferviente entusiasmo con sus habilidades organizativas, no menos aportó al matrimonio. Cumplió diecinueve años en febrero y le gustaba susurrarle a Theodore en el oído, cuando yacía sobre ella por las noches, que estaba aprendiendo más en su decimonoveno año de vida que en todos los demás. Y que era mucho, mucho más divertido.
Era una amante ardiente, desinhibida e insistía en "probar" cosas que ni Theodore había probado antes.
– ¿Cómo sabes eso? -le preguntó una noche, cuando ya habían apartado las mantas y la lámpara ardía como de costumbre.
– Me lo contó Clara.
– ¡Clara!
– ¡Shh!
Le tapó los labios y ahogó la risa.
Theodore bajó la voz y susurró:
– ¿Te refieres a mi hermana pequeña Clara?
– Por si no lo habías notado, tu pequeña hermana Clara es una mujer y ella y Trigg lo pasan de maravilla en la cama. Pero si alguna vez averiguara que te lo he dicho, me mataría.
– Hmm, tendré que recordar darle las gracias la próxima vez que la vea.
Linnea le asestó un buen puñetazo.
– ¡Teddy, no te atrevas!
Él la sujetó por las muñecas, la puso debajo de él y le mordió el labio inferior.
– Señora Westgaard, ¿quiere que hablemos toda la noche de ello o quiere probar?
Al instante, estaban intentándolo.
En otra ocasión, después de haber hecho el amor, Linnea tenía la cabeza apoyada en el hueco del hombro de Theodore recordando cómo solía imaginar cómo sería hacer el amor.
Riendo en sordina, admitió:
– Yo pensaba que tú me aplastarías como a un insecto si alguna vez hacíamos el amor.
Sintió bajo la oreja el retumbar de la risa.
– Ah, ¿así que solías pensar en eso?
– A veces.
– ¿Cuántas veces? Vamos… ¿cuántas?
– Oh, está bien. Muchas.
– ¿Cuándo?
– ¿Cómo que cuándo?
– Quiero decir cuánto tiempo antes de que nos casáramos.
– Ehh… por lo menos cuatro años.
– ¿Cuatro…? Bah, en aquel entonces ni siquiera me conocías.
– Sí, te conocía. Pero en aquella época te llamabas Lawrence.
– ¡Lawrence!
– Oh, acuéstate otra vez y no te enfades. Tenía que llamarte de algún modo puesto que todavía no sabía quién eras.
Un brazo fuerte la enlazó por el cuello, en una llave de cabeza.
– Muchacha, estás un poco loca, ¿lo sabes?
– Lo sé.
Theodore rió otra vez.
– Cuéntame qué era lo que imaginabas.
– Oh… al principio solía imaginar cómo sería besar a un muchacho… quiero decir, a un hombre. Besé una buena cantidad de cosas extrañas en aquellos tiempos. Mesas, ventanas heladas, almohadas… las almohadas son bástante buenas, en realidad, si no tienes al objeto verdadero. Después están las pizarras, el dorso de tu propia mano, los platos, las puertas…
– ¿Platos?
– A veces estaba lavando la vajilla e imaginaba que acababa de cenar con un hombre y que él estaba ayudándome a limpiar. O sea, si miras este hermoso plato limpio y ahí ves a esta persona que te contempla, cierras los ojos y finges y… bueno, tienes que usar la imaginación, Theodore.
– No, ya no -replicó y haciéndola rodar la colocó sobre su estómago para terminar la noche como lo hacían siempre.
Linnea era más de lo que él había esperado. Era brillante, alegre, espontánea. Convertía cada día en un goce compartido, en un motivo de celebración, en un período de tan intensa riqueza y plenitud que Theodore no entendía cómo había sobrevivido todos esos años de soledad sin ella. La llevaba a la escuela todas las mañanas y, desde el momento en que le daba el beso de despedida junto a la estufa que empezaba a caldearse, contaba las horas hasta que llegara el momento en que podía ir a buscarla. Nunca sabía con qué iba a salir a continuación. Veía las cosas desde una fresca perspectiva juvenil que, a menudo, le hacía reír y siempre lo hacía feliz que fuese tan joven como era.
Una mañana especialmente helada, estaban de pie junto a la estufa esperando que se calentara y el ratón de la escuela se escabulló de su escondite y pasó, agazapado, junto al friso.
– ¿Nunca has atrapado a esa peste?
– Nunca lo he intentado. No tuve coraje para matar al pobrecillo, así que he estado dándole queso. Es mi amigo.
– ¡Le diste de comer! ¡Linnea, los ratones son…!
– ¡Shh! Tiene frío… ¿ves? Quédate muy callado y observa.
Se quedaron callados, inmóviles, hasta que el ratón se acercó tímidamente, atraído por el calor y se detuvo al otro lado de la estufa apoyado sobre las patas traseras, calentándose las delanteras como si fuesen manos humanas.
Theodore no había visto nada semejante en toda su vida.
– ¿Haces esto con frecuencia? -le preguntó.
Al oír su voz, el animalito retrocedió, se detuvo y volvió hacia ellos un ojo de un rosado intenso.
– Ya hay suficiente muerte como para que queramos provocar más, ¿no te parece?
Theodore se preguntó si sería posible amar con más fuerza de la que él amaba en ese momento. La vida nunca había sido tan perfecta.
Pero un día de fines de marzo, Kristian destruyó esa perfección.
Había estado recorriendo el arroyo con Ray, levantando las trampas por el fin de la temporada y, esa noche, durante la cena, Theodore advirtió que el muchacho tenía algo en mente.
– Kristian, ¿hay algo que te preocupa? -le preguntó.
Él levantó la vista y se alzó de hombros.
– ¿De qué se trata?
– No te va a gustar.
– Hay montones de cosas que no me gustan, pero ese hecho no las modifica.
– Hace tiempo que vengo hablando al respecto con Ray y no estoy seguro de que él ya se haya decidido, pero yo sí.
– ¿Qué has decidido?
Kristian dejó el tenedor.
– Quiero alistarme en el ejército.
El silencio fue tal que se pudo oír el batir de los párpados. Todos dejaron de comer.
– ¿Que quieres qué? -repitió Theodore, amenazador.
– Hace mucho tiempo que he estado pensándolo. Yo también quiero participar en la guerra.
– ¿Estás loco? ¡No tienes más que diecisiete años!
– Soy lo bastante mayor para disparar un arma y eso es lo único que cuenta.
– Eres un granjero sembrador de trigo. El comité de alistamiento no te aceptará. Estás exceptuado de la leva… ¿lo has olvidado?
– Papá, no me has escuchado.
Theodore se levantó de un salto.
– Oh, ya lo creo que te he escuchado, pero lo que oigo no tiene un ápice de sentido.
Linnea jamás lo había visto tan enfadado. El padre apuntó con el dedo a la nariz del hijo y gritó:
– ¡Si crees que todo consiste en los reclutas apuntándose entre sí con palos de escoba, estás equivocado, hijo! ¡Van allá, les disparan y los matan!
– Quiero pilotar aeroplanos. ¡Quiero verlos!
– ¡Aeroplanos! -Theodore se mesó el cabello, giró el cuerpo exasperado y se volvió otra vez hacia Kristian-. Lo que pilotarás será un par de caballos y un arado, porque no te dejaré ir.
– Quizá quiera hacer otra cosa en la vida que no sea conducir caballos tras un arado. Quizá quiera ver otra cosa que no sea la grupa de los caballos y oler algo más que estiércol. Si me alisto, lo lograré.
– Lo que verás allá es el interior de una trinchera y lo que olerás es gas mostaza. ¿Eso es lo que quieres, muchacho?
Linnea tocó el brazo de su marido:
– Teddy…
Theodore hizo un violento gesto para sacudirse la mano.
– ¡No le metas en esto! ¡Esto es entre mí hijo y yo! Repito, ¿eso es lo que quieres?
– No puedes detenerme, pa. Lo único que tengo que hacer es esperar a que termine la escuela y echar a andar por ese camino y tú no sabrías dónde encontrarme. Bastará con que diga que tengo dieciocho y me tomarán.
– Ahora resulta que, además de criar a un tonto, he criado a un mentiroso.
– Si tú me dieses permiso, no me vería obligado a serlo.
– ¡Nunca! No, mientras me quede aliento.
Kristian demostró un férreo control, diciendo con calma:
– Lamento que eso sea lo que sientes, pa, pero de todos modos me iré.
A partir de ese día la tensión en la casa fue palpable. También se infiltró en el dormitorio de Theodore y Linnea, pues esa noche, por primera vez desde que estaban casados, no hicieron el amor. Cuando la mujer le tocó el hombro, él respondió, gruñón:
– Déjame en paz. Esta noche no estoy de humor.
El hecho de que rechazara su ofrecimiento de consuelo cuando más lo necesitaba, la impulsó a apartarse hacia su lado de la cama, abatida, tragándose las lágrimas que le ahogaban la garganta.
También en la escuela parecían haber terminado los días apacibles.
Como si la savia estuviese ascendiendo en él igual que en los chopos de la pradera. Alien reanudó sus trapacerías. Puso renacuajos en la marmita de agua, un trozo de carne cruda detrás de los libros, en la biblioteca, y almíbar en el asiento del pupitre de Frances. Había ocasiones en que Linnea tenía ganas de estamparle la cabeza contra la pared. Hasta que un día, el chico fue demasiado lejos, y lo hizo.
Pasaba junto a ella al sonar la campana de las cuatro de la tarde cuando tiró del reloj de la maestra y lo dejó retraerse, con un chasquido contra el pecho de ella. Antes de haber registrado del todo la sorpresa, siquiera, Linnea agarró dos puñados de cabello y le golpeó el cráneo contra la pared del guardarropa.
– ¡No te atrevas a hacer semejante cosa otra vez! -Siseó a un par de centímetros de la nariz del niño, tirándole con tanta fuerza del cabello que se le levantaron las comisuras de los ojos-. ¿Entendido, señor Severt?
Alien estaba tan atónito que no movió un músculo.
Los más pequeños miraban, con los ojos redondos como platos, y Frances Westgaard reía con disimulo.
– Me duele -dijo Alien entre dientes.
– Te dolerá más si sigues con esta clase de conducta. Te haré expulsar de la escuela.
Así, con los ojos rasgados hacia atrás. Alien tenía una expresión más malévola que nunca. Linnea percibió la sed de venganza en esos fríos ojos claros, algo peor que la crueldad. Era una impiedad que no sabía cómo afrontar. Y he aquí que lo había avergonzado delante de otros niños por segunda vez. Notó cómo aumentaba el ansia de venganza y, cuando le soltó la cabeza, le temblaban las manos.
– Chicos, podéis iros -les dijo a los otros en tono que distaba de ser sereno. Alien se apartó de la pared y la apartó con rudeza con el hombro, camino de la puerta-. Tú no. Alien. Quiero hablar contigo… ¡Alien vuelve aquí!
El muchacho se dio la vuelta al llegar al último escalón y la atravesó con una mirada venenosa.
– Haré que lo lamente, maestra -le aseguró, en voz lo bastante baja para que sólo lo oyese ella.
Luego se volvió y se alejo, sin mirar atrás.
Linnea se quedó mirándolo y sólo entonces advirtió que sentía las rodillas flojas. Se dejó caer en el banco del guardarropa, abrazándose el estómago, que le temblaba. "Ha vuelto a arrinconarte. ¿Qué piensas hacer, quedarte ahí sentada, temblando como un cachorro, o ir a su casa y decirles qué clase de demonio están criando?"
Fue a la casa de los Severt para decirles qué clase de demonio estaban criando. Por desgracia, Marlin no estaba en la casa a esa hora y la respuesta de su esposa fue:
– Hablaré con Alien al respecto.
Lo dijo con tono seco y condescendiente, con una ceja levantada y los labios apretados en una mueca de superioridad, mientras mantenía la puerta abierta para que Linnea saliera.
"Estoy segura de que hablarás con Alien", pensó, sabiendo que se esfumaba su única esperanza de que le calentasen las orejas de inmediato.
Volvió a la casa sintiéndose más frustrada que nunca y por completo impotente.
Dos días después, encontró al ratón muerto en una trampa.
Se lo contó a Theodore, y él quiso ir de inmediato a la casa de los Severt, para dar un par de golpes más en la cabeza del muchacho, pero Linnea le aseguró que podía manejarlo, y él, que si estaba segura, y ella que sí, y de todo ello salió algo bueno porque hicieron otra vez el amor como solían hacerlo y después Linnea le rogó que hablase con Kristian sobre el tema de ir a la guerra, pero esa vez sin ira. Theodore accedió a intentarlo.
El intento fracasó. Al día siguiente conversaron en el cobertizo, pero el temor de Theodore por la vida de su hijo se expresó otra vez, a través de la ira y la sesión terminó con los dos gritando y con Kristian yéndose por el camino sin decirle a nadie a dónde iba.
Fue a la casa de Patricia, pues, en los últimos tiempos, se sentía mejor con ella que con ninguna otra persona de las que conocía.
– Hola -le dijo cuando la chica le abrió la puerta.
– ¡Oh…hola!
Los ojos se le iluminaron y un sonrojo le embelleció el rostro.
– ¿Estás ocupada?
– No, estoy tejiendo. ¡Entra!
– ¿No podrías salir tú, más bien? Quiero decir, bueno… me gustaría hablar contigo. A solas, en algún sitio.
– Claro. Espera que me ponga el abrigo. ¿Ma? – gritó-, ¡salgo a pasear con Kristian!
Instantes después, apareció con un abrigo de lana castaña y una bufanda color herrumbre enrollada en la cabeza, con las puntas colgándole sobre los hombros. Los dos metieron las manos en los bolsillos, mientras se encaminaban hacia el sendero de la pradera, A los lados, la nieve ya estaba endurecida y exhibía profundas huellas. Los vientos del Noroeste tenían aliento cálido… pronto florecerían las margaritas en las zanjas. Los días se hacían más largos y el sol del final de la tarde les daba, libio, en los rostros.
Necesitaba hablar, pero no en ese momento. Lo que necesitaba en ese momento era caminar, sencillamente, junto a Patricia, dejando que los codos de los dos chocaran suavemente. La muchacha sacó la mano del bolsillo y Kristian la imitó. Los nudillos se rozaron una vez… y otra… y él la tomó de la mano. Patricia la estrechó con fuerza y lo miró con algo más que una sonrisa: una expresión de conciencia y de confianza que cada vez eran mayores. Por el lapso de dos pasos, inclinó la cabeza sobre el hombro de él y siguieron caminando sin pronunciar palabra,
Sólo habló cuando ya habían dado la vuelta:
– ¿No te sucede que, a veces, se te revuelve el estómago de sólo mirar siempre el mismo camino, los mismos campos?
– A veces.
– ¿Nunca pensaste en cómo será más allá de Dickinson?
– He estado más allá de Dickinson. Es parecido a como es acá.
– No, quiero decir bien lejos de Dickinson. Donde están las montañas. Y el océano. ¿No piensas en cómo serán?
– A veces. Pero, aunque los viese, estoy segura de que volvería aquí.
– ¿Cómo puedes estar segura?
– Porque tú estás aquí -respondió ella con candor, mirándolo.
Kristian se detuvo. Los ojos azules de la niña eran claros y seguros, la boca, grave. El echarpe rojizo se había caído, y el viento primaveral le agitaba el cabello. En su mano ancha, la de Patricia parecía frágil. Por un instante dudó de la prudencia de ir a la guerra.
– Patricia, yo…
Tragó con dificultad, y no supo cómo expresar lo que sentía.
– Lo sé -respondió la muchacha a lo no dicho-. Yo siento lo mismo.
Kristian se inclinó hacia ella y la besó. Patricia se alzó de puntillas y elevó la boca, apoyándole las manos contra el pecho. Aunque fue un beso casto, les llenó los corazones con la esencia del primer amor, mientras que alrededor de ellos la tierra se preparaba para la primavera, para la estación de la renovación explosiva.
En un momento dado reanudaron la marcha, de regreso al patio de ella, aunque todavía se resistían a separarse.
– ¿Quieres que vayamos al granero del maíz? -le propuso-podríamos desgranar un poco de maíz para las gallinas.
Mientras seguía a Patricia hacia el extremo más alejado de la granja, Kristian sonrió. Patricia tomó varias mazorcas, y Kristian la siguió a ese ámbito donde podían gozar de cierta intimidad. Dentro, el sol entraba oblicuo por las paredes apoyadas contra la empinada colina de duras mazorcas amarillas. En la base del montículo había una caja de madera tosca que llevaba adosado un descortezado manual y al lado había un asiento formado por un viejo bloque de cortar. Kristian se sentó, metió una mazorca en el descortezador y empezó a hacer girar la manivela. Patricia alisó los granos y se sentó sobre las mazorcas, con las piernas cruzadas, observando. En el granero hacía calor, protegido como estaba del viento, y el sol daba sobre el muro amarillo que tenían a sus espaldas. Se quitó el echarpe y desabotonó el abrigo. Kristian terminó con la primera mazorca y, en cuanto el centro desnudo cayó, la muchacha le entregó otra. El muchacho vio cómo giraba la mazorca y la muela giratoria iba arrancando los dientes; Patricia, a su vez, observaba cómo se flexionaban los hombros del joven mientras hacía girar la ancha rueda. Cuando la mazorca estaba a medio desgranar, soltó la manivela y giró para mirar a la muchacha. No habían ido al granero a desgranar maíz y los dos lo sabían.
– ¿Qué diría tu madre si supiera que estamos aquí?
– Es probable que lo sepa: pasamos delante de la casa.
– Ah.
Si bien deseaba que Patricia estuviese más cerca, lo inquietaba la idea de acercarse a ella, pensando que estaban en un almacén donde cualquiera podría verlos a través de las paredes enrejadas.
La vacilación que los dos sufrían pareció pesar entre ellos por un instante, hasta que Patricia lanzó una carcajada y recogió un trozo de barba de maíz, ya oscurecida.
– Quiero ver cómo estarías con bigote.
Las mazorcas rodaron cuando se movió para arrodillarse delante de él y le puso el manojo de barbas entre la nariz y los labios.
Como le hizo cosquillas, Kristian se apartó, frotándose la nariz con el dedo.
Patricia rió y lo atrajo hacia ella por la pechera de la chaqueta.
– Ven, no seas tan cosquilloso. Quiero verte.
Se sometió, dejando que sujetara las barbas en su lugar otra vez y lo observara atentamente.
– Bien, ¿qué aspecto tengo?
– Magnífico.
El sol trazaba franjas de luz y sombra sobre el rostro de la muchacha arrodillada entre las rodillas de Kristian, y el viento silbaba con suavidad a través de la pared de listones.
– ¿Qué opinas, crees que debería dejármelo crecer?
No tenía conciencia de lo que hacía; pensaba en ella, en lo bella que estaba con esos labios del color del atardecer y los ojos de largas pestañas fijos en él.
– No lo sé. Pienso que será mejor que te bese primero y después decidiré.
– Bésame, pues.
Lo hizo, dejando el dedo y la barba de maíz en el medio y los dos rieron tontamente y las finas hebras oscuras les hacían unas cosquillas terribles. Por fin, ella se irguió entre las piernas separadas de él y se apartaron, mirándose a los ojos.
– Oh, Kristian…-murmuró, al mismo tiempo que él murmuraba el nombre de ella.
Ya no necesitaron más pretextos. La barba cayó sobre el cuello de la chaqueta de Kristian, los brazos de Patricia lo rodearon y se besaron plenamente, tan apretados como lo permitía la ley de gravedad, el vientre de ella encajado en las partes más calientes de él y los brazos estrechándose, tenaces. Kristian apretó los muslos contra las caderas de ella y exploró los labios de la muchacha con la lengua. Patricia necesitó un poco de orientación para entender lo que esperaba de ella y abrió los labios, permitiendo que la lengua de Kristian la sondeara.
El tibio y blando contacto los sacudió y, cuando el beso acabó, los dos se echaron atrás para contemplarse, todavía un poco aturdidos por el descubrimiento.
– Pienso en ti todo el tiempo -susurró la niña.
Kristian le acomodó una hebra de cabello que había quedado atravesada en la frente.
– Yo también pienso en ti. Pero necesito hablar contigo acerca de algo y cuando empezamos a besamos me olvido de todo.
– ¿Hablar de qué?
– Mí padre y yo tuvimos una discusión tremenda… dos, en realidad.
– ¿Con respecto a qué?
El muchacho giró sobre sí mismo y reanudó el desgranado de las mazorcas. Por encima del fuerte fragor metálico y el ruido de los granos que caían. Patricia creyó oírle decir:
– Quiero alistarme.
Pero eso era absurdo. ¿Quién querría ir a la guerra?
– ¿Qué?
Esta vez se volvió para que la muchacha viese el movimiento de sus labios.
– Quiero alistarme -repitió más fuerte, sin dejar de hacer girar la manivela,
Poniéndole una mano sobre la de él, lo obligó a detenerse.
– ¿Alistarte? O sea, ¿ir a luchar?
Kristian asintió.
– En cuanto me gradúe, en la primavera.
– Pero, Kristian…
– Seguramente vas a discutirme igual que lo hizo mi padre.
Abatida, Patricia tragó saliva y se quedó mirándolo. Luego se sentó y metió las manos juntas entre los muslos.
– ¿Por qué?
– Quiero volar en aeroplanos y… y quiero ver otras partes del mundo, además de Álamo, en Dakota del Norte. Oh, maldito sea, no sé.
Se disponía a levantarse de un salto, pero ella lo sujetó por las rodillas y lo obligó a quedarse donde estaba.
– ¿No podrías hacerlo sin convertirte en soldado?
– No lo sé. Mi padre dice que soy un cultivador de trigo y me temo que, si no me marcho, es muy probable que siga siendo cultivador de trigo el resto de mi vida, y quizá pueda ser otra cosa. Sin embargo, cuando intento razonar con mi padre al respecto, se enloquece y grita.
– Porque está asustado, Kristian, ¿no lo comprendes?
– Sé que lo está… yo también. ¿Y por eso tiene que gritarme? ¿No podríamos hablar, sencillamente?
No supo cómo responderle. En los últimos tiempos, ella misma tenía discusiones con sus padres que no sabia cómo se originaban.
– Pienso que eso de discutir con los padres está relacionado con la maduración.
Era tan serena, tan razonable… Al mirarla, sintió que sus convicciones flaqueaban.
– ¿Qué pensarías si me fuese?
Patricia lo observó atentamente un momento y respondió en voz suave:
– Te esperaría. Te esperaría todo el tiempo que fuese necesario.
– ¿De verdad?
Asintió con aire solemne.
– Porque creo que te amo, Kristian.
Más adelante, a menudo él pensaría lo mismo con respecto a ella, pero, al oírla decirlo, fue como si hubiese recibido un golpe. Al instante puso las manos sobre sus brazos y la atrajo otra vez hacia sus brazos.
– Pero no deberíamos decirlo -dijo con la boca en el cuello de Patricia-. Menos ahora que estoy pensando en marcharme. Haría todo mucho más difícil.
Patricia se pegó a él, apretando sus pechos contra él.
– Oh, Kristian… podrías morir.
Las palabras quedaron amortiguadas por el cuello del abrigo, hasta que él le hizo girar la cabeza y las bocas se unieron. Al tiempo que se estrechaban entre sí, la mano trémula, insegura del muchacho se deslizó dentro de la tibieza del abrigo de la muchacha, paseó por la espalda, el costado y, por fin, buscó el pecho. Patricia contuvo el aliento y su boca quedó suspendida cerca de la de él, aunque sin tocarla.
– Es pecado -susurró, echándole el aliento tibio sobre tos labios húmedos.
– También la guerra -respondió Kristian, susurrando.
Aun así, Patricia le retuvo la mano, se la llevó a los labios y le besó los nudillos.
– Entonces, quédate -le suplicó.
Sin embargo, mientras la besaba por última vez y luego se separaba, supo que Patricia era una parte de lo que podría retenerlo para siempre si no se marchaba al comenzar el verano.