Nueva Orleans, la ciudad de "Stella, Stella, Stella para la estrellas… hierro y encaje para el Old Man River, jazmín Confederado y aceitunas dulces, noches ardientes, jazz caliente, mujeres calientes, en el fondo del Misisipí como un pedazo deslustrado de joyería. En una ciudad famosa por su originalidad, el Blue Choctaw lograba parecer común.
Gris y sórdido, con el nombre de una marca de cerveza en un neón parpadeante colocado en una ventana y lleno de humo, el Blue Choctaw se podría haber localizado cerca de la parte más sórdida de cualquier ciudad americana… cerca de las dársenas, los molinos, el río, ladeando el ghetto.
Estaba en el peor luagar, sobre todo de noche, las aceras sucias, las farolas rotas, no permitida para las chicas buenas de la ciudad.
El Blue Choctaw tenía una aversión particular por las chicas buenas. Aún las mujeres que los hombres habían dejado en casa no eran del todo buenas, y los hombres que se sentaban en los taburetes rojos de vinilo querían chicas de dudosa moral proximás a ellos.
Ellos querían encontrar chicas como Bonni y Cleo, las semi prostitutas que llevaban perfume fuerte y lápiz de labios rojo, que se expresaban sin rodeos y pensaban mal y ayudaba a un hombre a olvidarse de ese Jimmy Carter que era casi seguro sería elegido y ¿cual sería su politica de trabajo para los negros?.
Bonni giró la espada plástica amarilla en su mai-tai y miró por entre la multitud ruidosa a su amiga y rival Cleo Reznyak, que empujaba sus tetas contra Tony Grasso cuando él metía un cuarto de dólar en la máquina de discos y daba un puñetazo en el C-24. Había un humor malo en el aire lleno de humo del Blue Choctaw esa noche, más malo que usual, aunque Bonni no tratara de encontrar el porqué.
Quizá era el calor pegajoso que no se iba; quizá era el hecho que Bonni había cumplido treinta la semana antes y sus últimas ilusiones iban poco a poco desapareciendo. Ella sabía que no era lista, sabía que ahora no estaba en su mejor momento físico, y no tenía la energía para mejorarse. Vivía en una caravana averiada instalada en un parque, contestaba el teléfono en la peluqueria Beautiful Gloria, y no podría obtener algo mejor.
Para una chica como Bonni, el Blue Choctaw representaba un golpe en los tiempos buenos, unas pocas risas, un hombre dispuesto a gastarse el dinero, que la invitaría a un mai-tais, la llevaría a la cama, y le dejaría un billete de cincuenta dólares en el tocador a la mañana siguiente. Uno de esos hombres dispuesto a gastarse el dinero estaba al otro lado de la barra…Sin despegar la mirada de Cleo.
Ella y Cleo tenían un acuerdo. Se sentaban cada una en un lugar y esperaban que el hombre que se sentaba en un taburete mirara a alguna, y no pescaban furtivamente en el territorio de la otra.
De cualquier manera, el hombre de la barra, tentaba a Bonni. Tenía una enorme barriga y los brazos grandes suficientemente fuertes para mostrar que tenía un trabajo constante, quizá trabajaba en uno de los pozos de perforación de la costa… un hombre fuera por un buen tiempo.
Cleo había conseguido acción con varios hombres recientemente, Tony Grasso incluido, y Bonni se había cansado de ello.
– Hola -dijo, acercándose y sentándose en el taburete a su lado-. ¿Eres nuevo por aquí, no?
El la miró, observándo su cara, el pelo rubio, y la sombra de ojos color ciruela, y sus pechos profundos y repletos. Cuando él negó, Bonni pudo ver que se había olvidado completamente de Cleo.
– Estuve en Biloxi los últimos años -contestó él-. ¿Qué bebes?
Ella le dedicó una sonrisa coqueta.
– Me apetece un mai-tais -él hizo un gesto al camarero para pedir su bebida, ella cruzó las piernas-. Mi ex marido vivió un tiempo en Biloxi. ¿Espero que no te hayas cruzado con él? Un hijo de una ramera barata, llamado Ryland.
El sacudió la cabeza, no conocía a nadie con ese nombre, y movió el brazo para acariciar por el lado de sus tetas. Bonni decidió que ellos se llevarían realmente bien, y movío el cuerpo levemente justo para ver la expresión acusadora en el rostro de Cleo.
Una hora después estaban las dos juntas en el servicio de señoras. Cleo la estuvo abroncando un rato, mientras se peinaba su negro cabello con ademanes fuertes y se ajustaba sus pendientes falsos de rubies. Bonni se disculpó y le dijo que no había notado que Cleo estuviera interesada.
Cleo la estudió sospechosamente.
– Sabes que estoy cansada de Tony. No hace más que quejarse de su esposa. Una mierda. Apenas recuerdo haberme reido las últimas semanas.
– El tipo de la barra, "su Pete", no es muy dado a sonreir tampoco -admitió Bonnie.
Ella sacó un frasco de Tabú de su bolso y se roció generosamente.
– Este lugar es un auténtico infierno.
Cleo se pintó los labios y retrocedió para escrutinar su trabajo.
– Tú lo has dicho, querida.
– Quizá deberiamos subir hacía el norte. Hasta Chicago o a otra parte.
– Tenía pensado ir a San Louis. En algún sitio dónde los hombres que follen no estén todos casados.
Era un tema que habían discutido muchas veces, y continuaron discutiendo mientras dejaban el servicio, pensando las ventajas petroleras de Houston, el clima en Los Angeles, el dinero en Nueva York, mientras todo el tiempo sabían que nunca saldrían de Nueva Orleans.
Las dos mujeres observaron al grupo de hombres congregados cerca de la barra, sus ojos ocupados, mirándo un momento sin hablar. Cuando rebuscaron a su presa, Bonni comenzó a darse cuenta de que algo había cambiado.
Todo parecía más callado, aunque la barra estaba todavía llena, las personas hablaban, y en la máquina de discos sonaba "Rubí." Entonces advirtió que todas las cabezas giraban hacia la puerta.
Cleo le pellizcó duramente en el brazo, ella asintió con la cabeza.
– Allí -dijo ella.
Cleo miró en la dirección Bonni había indicado y se paró de golpe.
– Cristo.
La odiaron a primera vista. Ella era todo lo que ellas nunca serían… un aspecto de mujer de las secciones de modas, hermosa como una modelo de Nueva York incluso con unos vaqueros; increiblemente guapa, elegante, y altanera, con una expresión en su cara como si estuviera oliendo algo putrefacto, y era cierto.
Era la clase de mujer que no pertenecía para nada a un lugar como el Blue Choctaw, una invasora hostil que hacía que ellas se sientieran feas, baratas, y desgastadas. Y vieron a los dos hombres que habían dejado hacía diez minutos andando derechos hacia ella.
Bonni y Cleo se miraron la una a la otra un momento antes de dirigirse en la misma dirección, sus ojos estrechados, tensas con la determinación.
Francesca se quedó absolutamente anonadada cuando notó el ambiente hostil del Blue Choctaw con una mirada inquieta, concentrando toda su atención en tratar de mirar entre el humo y la cantidad de cuerpos para intentar encontrar a Skeet Cooper.
Un músculo diminuto e inquieto tembló en su sien, y comprendió que estaba sudando. Nunca se había sentido tan fuera de su elemento como en aquel justo instante en ese sórdido bar de Nueva Orleans.
El sonido de la risa ronca y la música demasiado fuerte atacaba sus oídos. Sentía ojos hostiles que la inspeccionaban, y cogió su neceser pequeño de Vuitton más fuerte, tratando de no recordar que era todo lo que tenía en el mundo.
Ella trató de borrar de su mente los horribles lugares a los que la había llevado el taxista, cada uno más repulsivo que el anterior, no pareciéndose en nada a la tienda de segunda mano de Picadilly, donde los empleados la trataban con gran cordialidad y les servían té a sus clientes.
Había pensado que era buena idea vender sus vestidos; no se había imaginado que acabaría dejando su maravillosa maleta y el resto que le quedaba de ropa en una espantosa casa de empeños por trescientos cincuenta dólares, que tras pagar al taxista apenas le quedaba para sobrevivir unos pocos dias hasta que pudiera hablar con Nicky.
¡Una maleta de Louis Vuitton llena de vestidos de diseñador vendida por trescientos cincuenta dólares! Ella no podría pasar dos noches en un hotel decente por esa cantidad.
– Hola, corazón.
Francesca se estremeció cuando dos hombres con malas pintas se pusieron a su lado, uno con una tripa que amenazaba con romper los botones de su camisa, y el otro con el pelo grasiento y la cara llena de granos.
– Que te parece si te invito a algo de beber -dijo el gordo.
– Mi nuevo amigo Tony y yo estariamos encantados de invitarte a unos mai-tais.
– No, gracias -contestó ella, mirando ansiosamente a ver si localizaba a Skeet. ¿Por qué no estaba él allí? Un ducha de agua fría le cayó de golpe. ¿Por qué no le había dado Dallie el nombre de su motel en vez de forzarla a ir a buscarlos a ese horrible lugar, el único sitio que fue capaz de encontrar después de veinte minutos buscándolo en la guia teléfonica?
El hecho de que ella necesitaba encontrarlo se había impreso de forma indeleble en su cerebro mientras hacía otra serie de llamadas inútiles a Londres para tratar de localizar a Nicky o a David Grives o a cualquiera de sus antiguos amigos, todos ellos parecían estar de viaje, de luna de miel o simplemente se negaban a admitir la llamada.
Dos mujeres con rostros duros avanzaron furtivamente hasta los hombres delante de ella, su hostilidad era evidente. La rubia se apoyó en el hombre con la enorme tripa. -Oye, Pete. Vamos a bailar.
Pete no quitó sus ojos de Francesca.
– Más tarde, Bonni.
– Me apetece bailar ahora -insistió Bonni, duramente.
La mirada de Pete resbaló sobre Francesca.
– Dije más tarde. Baila con Tony.
– Tony baila conmigo -dijo la mujer de pelo negro, poniendo las uñas púrpuras sobre el brazo peludo de hombre-. Anda, nene.
– Vete, Cleo -sacudiéndose de las uñas púrpuras, Tony puso la mano en la pared apenas a un palmo de la cabeza de Francesca y se inclinó hacia ella-. ¿Eres nueva en la ciudad? No recuerdo verte por aquí antes.
Ella cambió su peso, tratando de vislumbrar un cinta roja en la cabeza mientras evitaba el olor desagradable del whisky mezclado con after-shave barato.
La mujer llamada Cleo se mofó.
– ¿No crees que estás perdiendo el tiempo con esta ramera mocosa, Tony?
– He dicho que te pierdas-dedicó a Francesca una sonrisa grasienta-. ¿Seguro que no te apetece una bebida?
– No tengo sed -dijo tensamente Francesca-. Busco a alguien.
– Pues parece que no lo encuentras -ronroneó Bonni-. De modo que, ¿por qué no te largas?
Una explosión de aire tibio de fuera la golpeó en la espalda húmeda de su blusa cuando se abrió la puerta, entrando tres hombres de aspecto duro, ninguno de ellos era Skeet. La intranquilidad de Francesca creció. Ella no podía estar parada en la puerta toda la noche, pero no tenía claro entrar un poco más adentro. ¿Por qué no le había dicho Dallie donde se alojaría?
No podía permanecer sóla en Nueva Orleans con sólo trescientos cincuenta dólares entre ella y la indigencia, mientras esperaba localizar a Nicky para pedirle el dinero. ¡Ella tenía que encontrar a Dallie ahora, antes que se marchara!
– Perdona -dijo ella bruscamente, retirándose de entre Tony y Pete.
Ella oyó una risa corta y desagradable de una de las mujeres, y entonces un murmullo de Tony.
– La culpa es tuya, Bonni -se quejó-. Tú y Cleo la habeis espantado…
Los demás se perdieron misericordiosamente cuando se desplazó por la multitud hacia el fondo, buscando una mesa desapercibida.
– Oye, cariño…
Una mirada rápida sobre su hombro la advirtió que Pete la seguía. Ella se apretó entre dos mesas, sentía que alguien le acariciaba el trasero, y caminó deprisa hacía los servicios. Una vez adentro, se derrumbó contra la puerta, con su neceser apretado contra el pecho.
En el exterior, oyó el sonido de cristales rotos y se sobresaltó. ¡Qué lugar más horroroso! Su opinión de Skeet Cooper se hundió aún más bajo. De repente ella recordó la referencia de Dallie a una camarera pelirroja.
Aunque no había visto a nadie que se asemejara a esa descripción, no había estado mirando realmente. Quizá el barman le podría dar alguna información.
La puerta se abrió bruscamente, y las dos mujeres de rostro duro entraron.
– Mira lo que tenemos aquí, Bonni Lynn -dijo Cleo en tono de mofa.
– Bien, si es la Señorita Ramera Rica -contestó Bonni-. ¿Qué te pasa, ricura? ¿Te has cansado de ofrecer tus servicios en un hotel y has decidido darte una vueltecita por los barrios bajos?
Francesca apretó la mandíbula. Estas mujeres atroces la estaban provocando demasiado. Levantando el mentón, miró fijamente la horrenda sombra de ojos color ciruela de Bonni.
– ¿Eres así de grosera desde nacimiento, o es algo que has adquirido más recientemente?
Cleo se rió y se giró hacia Bonni.
– Vaya, vaya. Realmente si que vienes de lejos -estudió el neceser de Francesca-. ¿Qué tienes ahí que es tan importante?
– Nada que te interese.
– ¿Llevas las joyas ahí, ricura? -sugirió Bonni-. ¿Los zafiros y los diamantes que tus novios te compran? ¿Dime, cuánto cobras por hacer una mamada?
– ¡Una mamada! -Francesca no podía obviar su significado y antes de poder detenerse, sacó la mano y abofeteó a la mujer con fuerza en la mejilla-. No vuelvas a decir eso jamás…
No pudo decir más. Con un grito de rabia, Bonni puso los dedos en garras y los movió por el aire, preparada para coger dos puñados de pelo de Francesca. Francesca empujó instintivamente su neceser hacia adelante, utilizándolo para bloquear el otro movimiento de la mujer.
El neceser golpeó a Bonni en la cintura, desequilibrándola por un momento doblándosele los tacones de los zapatos de imitación de cocodrilo cayendo al suelo. En ese momento, viéndola tirada Francesca sintió un momento de primitiva satisfacción por hacer que finalmente pudiera castigar a alguien por lo sucedido ese dia.
El momento se esfumó cuando vio la mirada en la cara de Cleo, y se dio cuenta de que ella se había puesto en verdadero peligro.
Salió precipitadamente por la puerta, pero Cleo la agarró y la cogió de la muñeca antes que alcanzara la máquina de discos.
– No, no te vas a ir, puta, -la intentaba arrastrar de vuelta al servicio.
– ¡Ayuda! -gritó Francesca, como si su vida entera dependiera de ello-. ¡Por favor, que alguien me ayude!
Oyó una desagradable risa masculina, y vio con impotencia que nadie salia en su defensa. ¡Esas dos mujeres vulgares planeaban asaltarla físicamente en el servicio, y nadie parecía hacer nada!
Asustada, se preparó para darle un golpe a Cleo con el neceser y quitársela de encima, pero alguién con un brazo tatuado la sujetó desde atrás.
– Quítale ese neceser -pidió Cleo, con una voz dura-. Ella acaba de abofetear a Bonni.
– Bonni se lo estaba buscando.
Pete habló por encima del sonido de la canción Rhinestone Cowboy y de los comentarios de los interesados espectadores.
Francesca sintió un alivio agobiante, cuando le vio ir hacía ella, obviamente atento al rescate. Y entonces se dio cuenta que el hombre con el tatuaje en el brazo tenía otras ideas.
– Te quedas fuera de esto! -el del tatuaje le dijo a Pete cuando le arrancó el neceser-. Esto es entre las chicas.
– ¡No! -gritó Francesca-. No es entre las chicas. Realmente, ni conozco a esta persona, y yo…
Ella chilló cuando Cleo la agarró de los pelos y la arrastró de nuevo al servicio. Sus ojos comenzaron a llorarle y el cuello a dolerle al echarlo hacia atrás. ¡Esto era una barbaridad! ¡Dios mío! ¡Ellas la matarian!
En ese instante, sentía como le estaba arrancando el pelo. ¡Su hermoso pelo castaño! Apenas si podía pensar, pero una furia ciega la asaltó. Dando un grito salvaje, se revolvió contra su atacante.
Cleo gruñó cuando el puño de Francesca golpeó con fuerza en un abdomen que había perdido su tono. La presión en la cabellera de Francesca se alivió inmediatamente, pero tuvo sólo un momento para recobrar el aliento antes de ver como Bonni venía hacia ella, y se preparaba para continuar lo que Cleo había dejado de hacer. Una mesa chocó contra el suelo, rompiendo los vasos.
¡Era débilmente consciente que la pelea se había propagado, y que Pete había saltado en su defensa, ese maravilloso y barrigudo Pete, Pete maravilloso, maravilloso y adorable!
– ¡Tú puta! -gritó Bonni, agarrándola por la única cosa que podía asir, que eran los botones de perla de su blusa color chocolate de Francesca Halston. La parte delantera cedió; se rompió la costura del hombro. De nuevo sintió como la agarraban del pelo, y otra vez ella se retorció, poniendo la mano en la cabeza de Bonni y agarrándola del pelo de la misma forma.
De repente pareció como si la pelea la hubiera rodeado… sillas destrozadas sobre el suelo, una botella voló por el aire, alguien gritó. Ella sentía como se le rompían dos uñas de la mano derecha. Las cintas de tela colgaban de la frente de su blusa, enseñando su sostén de encaje beige, pero no tenía tiempo de preocuparse porque en ese momento Bonni le hizo un corte con su anillo en el cuello.
Francesca rechinó los dientes contra el dolor y tiró más fuerte. Al mismo tiempo tuvo la repentina y horrorizaba visión de ella… Francesca Serritella Day, la más querida del panorama social internacional, la favorita de los cronistas de la jet set, casi la Princesa de Gales… estaba en el corazón, en el centro absoluto, de una pendencia de cantina.
A través del cuarto, la puerta del Blue Choctaw se abrió y Skeet entró, seguido por Dallie Beaudine.
Dallie se paró allí por un momento, observó lo que sucedía, vio a las personas implicadas, y sacudió la cabeza con repugnancia.
– Ah, demonios -con un largo suspiro, empezó a adentrarse hacía la pelea.
Nunca jamás en su vida Francesca estuvo tan contenta de ver nadie, aunque al principio no se dio cuenta de quién era. Cuándo él la tocó el hombro, ella liberó a Bonni, se giró, y lo golpeó tan duramente como pudo en el pecho.
– ¡Oye! -gritó él, frotando el lugar donde le había atizado-. Estoy de tu lado… Creo.
– ¡Dallie! -ella se tiró a sus brazos-. ¡Ah, Dallie, Dallie, Dallie! ¡Mi maravilloso Dallie! ¡No puedo creer que estés aquí!
El la retiró un poco.
– Vamos, Francie, todavía no estás fuera de aquí. Por qué demonios…
No terminó la frase. Alguien que se parecía al viejo actor de peliculas Steve Reeves le propinó un correcto gancho, y Francesca miró con horror como Dallie caía redondo al suelo.
Agarrando el neceser que alguién había puesto encima de la máquina de discos, golpeó en el lado de la horrible cabeza del hombre. Para su horror, el cierre cedió, y miró impotentemente como parte de sus coloretes, las sombras maravillosos, las cremas y las lociones volaban por todo el local.
Una caja de sus polvo ompactos especialmente traslúcido mandó hacía arriba una nube olfateada que pronto tuvo a todos tosiendo y moviéndose y apagó rápidamente la pelea.
Dallie se puso tambaleante en pie, tiró un par de puñetazos a sus contrarios, y la asió del brazo.
– Vamos. Salgamos de aquí antes que decidan comerte antes de acostarse.
– ¡Mis cosméticos!
Intentó coger una caja de sombra de ojos melocotón que se había quedado encima de una mesa, aunque supiera que estaba ridícula con su blusa destrozada, un rasguño sangriento en el cuello, dos uñas rotas, y su vida en peligro. Pero recuperar la sombra de ojos llegó a ser de repente más importante para ella que cualquier otra cosa en el mundo, y estaba dispuesta a luchar contra todos para recuperarla.
Dallie la agarró con su brazo por la cintura y la levantó del suelo.
– ¡Al infierno con tus cosméticos!
– ¡No! ¡Dejame en el suelo!
Tenía que recuperar la sombra de ojos. Poco a poco, tenía que recuperar todos y cada uno de los artículos que poseía, si permitía que más cosas suyas desaparecieran, si tenía un nuevo tropiezo en su vida, ella quizás desaparecería también, desvaneciéndose como el gato de Cheshire hasta que no quedara nada, ni los dientes.
– ¡Vamos, Francie!
– ¡No! -luchó con Dallie como había luchado con los demás, desgranando las piernas en el aire, pateando sus pantorrillas, gritando a pleno pulmón-. Lo quiero! Lo tengo que recuperar.
– ¡Vamos a irnos, bien!
– Complaceme, Dallie -mendigó ella-. ¡Por favor!
Esa palabra mágica nunca la había fallado antes, y no lo hizo ahora. Murmurando para sí, él se inclinó hacía adelante con el brazo todavía alrededor de ella y cogió la sombra de ojos.
Cuando se puso derecho, con ella aún agarrada a él, se dirigió hacía la puerta, logrando apenas agarrar la tapa abierta de su neceser antes que la arrastrara fuera. Cuando cerró la tapa, perdió una botella de loción hidratante de almendras y se rompió la tercera uña, pero por lo menos no había perdido su cartera de piel de becerro junto con sus trescientos cincuenta dólares. Y tenia su preciosa caja de sombra de ojos color melocotón.
Skeet sostuvo la puerta abierta y Dallie la sacó. Cuando la puso en el suelo, ella oyó sirenas. El volvió a cogerla en brazos e inmediatamente la llevo al Riviera.
– ¿Es que no puede andar ella sola? -preguntó Skeet, agarrando las llaves que Dallie le tiraba.
– Ella quiere discutir -Dallie miró hacia las luces intermitentes que no estaba ya demasiado lejos-. El miembro de la comisión Deane Beman y el PGA ya han aguantado demasiado de mí este año, así que vayámonos cuanto antes de aquí. Empujándola sin ninguna suavidad al asiento de atrás, saltó detrás de ella y cerró la puerta.
Ellos viajaron en silencio durante varios minutos. Los dientes le comenzaron a castañetear por las consecuencias de la pelea mientras intentaba unir los trozos de su blusa para que taparan lo mejor posible el sostén.
No le llevó mucho tiempo darse cuenta que era inutil. Con un nudo en la garganta, se abrazó a si misma, y añoró alguna expresión de simpatía, alguna preocupación por su estado, un signo pequeño que alguien tenía interés en ella.
Dallie alcanzó bajo el asiento delante de él y sacó una botella sin abrir de whisky escocés. Después de romper el sello con la uña de su pulgar, desenroscó el tapón, tomó un largo trago, y entonces pareció pensar un momento.
Francesca se preparó para las preguntas que vendrían y compuso su mente para contestarlas con tanta dignidad como fuera posible. Se mordió el labio inferior para dejar que le temblara.
Dailie se inclinó hacia Skeet.
– Yo no vi para nada a esa camarera pelirroja. ¿Tuviste ocasión de preguntar por ella?
– Sí. El camarero me dijo que ella se fue a Bogalusa con un tipo que trabaja para una compañía poderosa.
– Que mal.
Skeet miró por el espejo retrovisor.
– Parece que el tipo sólo tenía un brazo.
– ¿Bomeas? ¿Le dijo al camarero como lo perdió?
– Accidente laboral de alguna clase. Hace algunos años trabajando para una compañía de Shreveport, se pilló el brazo con una prensa. Se lo dejaron más aplastado que una tortita.
– Supongo que no hizo ninguna diferencia para llevarse el amor de esa camarera tuya -Dailie tomó otro trago-. La mujeres son graciosas para pelear. Recuerda esa dama del año pasado en San Diego detrás de Andy William…
– ¡Para ya! gritó Francesca, incapaz de refrenar su protesta-. ¿Eres tan insensible que no tienes ni la decencia de preguntarme si estoy bien? ¡Eso era una horrible pelea de cantina! ¿No te das cuenta que me podían haber matado?
– Probablemente no -dijo Dailie-. Seguramente alguien lo hubiera parado antes.
Ella retrocedió la mano y le golpeó el brazo tan duramente como pudo.
– Ay -él se frotó el lugar que ella había golpeado.
– ¿Te acaba de pegar? -preguntó Skeet indignadamente.
– Sí.
– ¿Por qué no le das unos buenos azotes?
– Puede.
– Si fuese tú, se los daría.
– Sé que se los darías -él la miró y sus ojos se oscurecieron-. Y yo lo haría, también, si pensara que ella formaría parte de mi vida por más tiempo que unos pocos minutos.
Ella le miró fijamente, deseando poder darle otro golpe más fuerte, incapaz de creer lo que había oído.
– ¿Exactamente qué es lo que dices? -preguntó ella.
Skeet se apresuró por un semáforo en ambar.
– ¿Cuán lejos está el aeropuerto de aquí?
– Acorta a través de la ciudad -Dallie se inclinó hacía adelante y puso la mano sobre la espalda del asiento-. En caso de que no prestaras atención, el motel está pasando el siguiente semáforo pasando ese edificio.
Skeet apretó el acelerador y el Riviera salió disparado, tirando a Francesca de espaldas contra el asiento. Ella miró airadamente a Dallie, tratando de avergonzarlo para que le ofreciera una disculpa y ella magnánimamente pudiera perdonarle. Ella esperó el resto del camino al motel.
Ellos se detuvieron en el parking, y Skeet aparcó a un lado, parando delante de una línea de puertas brillantemente pintadas de metal estampadas con números negros.
Apagó el motor, y entonces él y Dallie salieron. Ella miró con incredulidad como primero una puerta de coche se cerraba y después la otra.
– Hasta mañana, Dallie.
– Nos vemos, Skeet.
Ella salió fuera después que ellos, con su neceser en una mano, tratando sin éxito de cerrarse la blusa.
– ¡Dallie!
El sacó una llave del bolsillo de sus vaqueros y se volvió. La seda de la blusa le resbalaba por los dedos cuando cerró la puerta del coche. ¿No podía ver él cuán impotente era ella? ¿Cuánto lo necesitaba?
– Me tienes que ayudar -dijo ella, mirándole fijamente con ojos tan lastimosamente grandes que parecían comerse su pequeña cara-. Puse mi vida en riesgo en ese bar por ir a buscarte.
El miró los senos y el sostén de seda beige. Entonces se quitó su camiseta desteñida azul por la cabeza y se la tiró.
– Aquí tienes mi camiseta, cariño. No me pidas nada más.
¡Ella miró con incredulidad como él echaba a nadar hacía su habitación del motel y cerraba la puerta… le había cerrado la puerta en sus narices! El pánico que se había estado desarrollando dentro de ella en el trascurso del dia, inundó cada parte de su cuerpo.
Nunca había experimentado tal temor, no sabía como afrontarlo, así que lo convertiría en algo que si entendía…una cólera candente. ¡Nadie jamás la había tratado de esa manera! ¡Nadie! ¡Le haría rectificar! ¡Le haría pagar!
Se encaminó a su puerta y golpeó el neceser contra ella, dándole una vez, dos veces, deseando que fuera su cara horrible y fea. Le dió patadas, lo maldijo, permitió que su cólera estallara, dejó que la brillante llama prendiera la mecha del olvidado genio que la había hecho una leyenda.
La puerta se abrió de repente y él se paró en el otro lado, el pecho desnudo y su cara afeada con el ceño. ¡Ella le mostraría un ceño! ¡Ella le mostraría lo que era un ceño de verdad!
– ¡Eres un bastardo! -dijo entrando en tromba en el cuarto y lanzando el neceser contra la televisión, haciendo explotar la pantalla con una agradable explosión de cristales-. ¡Depravado, bastardo, idiota!
Dió una patada a una silla.
– ¡Hijo de puta!
Ella puso al revés su maleta.
Y entonces se dejó ir.
Gritando insultos y acusaciones, tiró ceniceros y almohadas, lámparas, y los cajones del escritorio. Cada desprecio que ella había sufrido en las pasadas veinticuatro horas, cada ultraje, llegó a la superficie… el vestido rosa, el Blue Choctaw, la sombra de ojos melocotón…
Ella castigó a Chloe por morir, a Nicky por abandonarla, a Lew Steiner, atacó a Lloyd Byron, mutiló a Miranda Gwynwyck, y más que nada, aniquiló a Dallie Beaudine.
Dallie, el hombre más guapo que ella había visto jamás, el único hombre que no se había impresionado con ella, el único hombre que había cerrado una puerta en sus narices.
Dallie la miró por un momento, poniendo las manos en las caderas. Un tubo de crema de afeitar voló a su lado y golpeó el espejo.
– Increíble -murmuró él. Sacó la cabeza por fuera la puerta-. ¡Skeet! Ven rápido.Tienes que ver esto.
Skeet estaba ya a su lado.
– ¿Qué pasa? Suena como… -se paró en seco en la puerta abierta, mirando fijamente la destrucción que estaba provocando-. ¿Por qué hace ella eso?
– Maldita sea si lo sé -pasó junto a Dallie una copia voladora de la guía telefónica más grande de Nueva Orleans-. Es la cosa más sorprendente que jamás he visto en mi vida.
– Quizá cree que es una estrella de rock. ¡Oye, Dallie! ¡Que va a coger tu madera-tres!
Dallie se movió como el deportista que era, y en dos zancadas largas la cogió.
Francesca se sentía puesta al revés. Por un momento las piernas colgaron libres, y entonces algo le pinchó duramente el estómago cuando el se la cargó al hombro.
– ¡Me bajas ahora mismo! ¡Bájame te digo, tú bastardo!
– Creo que no. Esa es la mejor madera-tres que he tenido jamás.
Comenzaron a moverse. Ella gritó cuando él la llevó fuera, el hombro empujandola en el estómago, el brazo sujetándola alrededor de la parte de atras de las rodillas.
Oyó voces y debilmente empezó a notar que las puertas se abrian y cuerpos en bata que miraban afuera.
– Nunca en mi vida he visto una mujer que se pusiera tan histérica sólo por un viejo ratón -les explicó Dallie.
Ella golpeó los puños contra su espalda descubierta.
– ¡He dicho que te detengas! -chilló ella-. ¡Te demandaré! ¡Bastardo! Te demandaré y te quitaré cada centavo…
Él se giró a la derecha. Ella vio una vaya de hierro forjado, una puerta, las luces bajo el agua…
– ¡No! -dejó salir un grito aterrador cuando él la echó en la parte más profunda de la piscina del motel.