Uno de los antiguos amantes de la viuda Chloe, envió su Rolls Silver Cloud para llevarla a su casa desde el hospital tras dar a luz. Comodamente instalada en los asientos de cuero, Chloe miró hacia abajo, hacía el diminuto bulto envuelto en franela, el bebé que había sido concebido de forma tan excepcional en la sección de Pieles de Harrods, y pasó suavemente el dedo por su mejilla.
– Mi pequeña y hermosa Francesca.
– No necesitarás ni a un padre, ni a una abuela. No necesitarás a nadie más que a mí… Porque te daré todo lo que hay en el mundo.
Desgraciadamente para la hija de Jack "Negro", Chloe se propuso hacer exactamente eso.
En 1961, cuándo Francesca tenía seis años y Chloe veintiséis, hicieron un reportaje para una revista de Moda inglesa. En el lado izquierdo de la página había una fotografía en blanco y negro a menudo reproducida que Karsh le había hecho a Nita, llevando un vestido de su colección gitana, y en el derecho, a Chloe y Francesca. La madre y la hija estaban de pie ante el fondo de papel blanco, ambas vestidas de negro.
El fondo blanco, la piel blanca pálida, y sus capas negras de terciopelo con capuchas corrientes hacían de la fotografía un estudio de contrastes. La única muestra de color, era el verde impactante… los ojos inolvidables de Serritella que saltaban hacía fuera de la página, brillando como joyas imperiales.
Después que el impacto de la fotografía pasaba, los lectores más críticos notaban que las características encantadoras de Chloe no eran, quizás, tan exóticas como las de su madre. Pero aún el más crítico no pudo encontrar defecto alguno en la niña.
Ella parecía una fantasía de niña perfecta, con una sonrisa beatífica y una cara en forma de óvalo que parecía trazada por un ángel. Sólo el fotógrafo que había tomado la foto había notado algo diferente en la niña. Tenía dos cicatrices pequeñas, idénticas en el dorso de su mano, dónde sus pequeños dientes finos delanteros le habían mordido la piel.
– No, no, cariño -Chloe había amonestado esa tarde a Francesca por haber mordido al fotógrafo-. No debes morder a este señor tan agradable.
Y le colocó con una uña brillante la capucha de ébano de su hija.
Francesca miró de forma indignada a su madre. Ella preferiría estar jugando en casa con su teatro de títeres nuevo, y no estar de pie para hacerse una foto, con un hombre feo que le decía continuamente que se estuviera quieta.
Dió una patada con su zapatito negro de charol hacía el fondo blanco arrugando el papel y se sacó sus rizos castaños fuera de la capucha negra de terciopelo.
Su mami la había prometido un viaje especial a ver a Madame Tussaud si se portaba bien, y Francesca adoraba a Madame Tussaud. A pesar de todo, no estaba segura de haber hecho un trato justo. También adoraba Saint-Tropez.
Después de consolar al fotógrafo por la mano herida, Chloe volvió a ponerle el cabello bien en su sitio y pegó un grito repentino cuando su mano siguió la misma suerte que la del fotógrafo.
– ¡Niña traviesa! -gimió, llevándose la mano a la boca y chupando la herida.
Los ojos de Francesca se nublaron inmediatamente con lágrimas, y Chloe se sintió furiosa consigo misma, por haber hablado tan duramente a su hija. Rápidamente, cogió a la pequeña y la abrazó.
– Nunca más -canturreó-. Chloe no está enfadada, mi cielo. Mami es mala. Te compraré un regalito precioso de camino a casa.
Francesca se acurrucó segura en los adorados brazos de su madre, y por el resquicio que quedaba miró hacia el fotógrafo. Y le sacó la lengua.
Esa tarde fue la primera pero no la última vez que Chloe sintió los agudos dientes de Francesca en la piel.
Pero aún después de que tres niñeras hubieran renunciado, Chloe se negaba a admitir que su hija tuviera un problema por morder. Francesca era muy alegre, y Chloe ciertamente no tenía intención de ganar el odio de su hija haciendo una montaña de un grano de arena.
El reinado del terror de Francesca podría haber continuado si no hubiera probado su propia medicina. Un niño extraño la mordió en la espalda en el parque, luchando por un columpio. Cuándo Francesca descubrió que la experiencia era dolorosa, terminó de morder.
Ella no era un niña deliberadamente cruel; sólo quería hacer todo a su manera.
Chloe compró una casa estilo Reina Anne en Upper Grosvenor Street, no lejos de la embajada americana y en la orilla oriental de Hyde Park. Cuatro plantas, pero menos de diez metros de ancho, la estructura estrecha había sido restaurada en la década de los treinta por Syrie Maugham, la esposa de Somerset Maugham y una de las decoradoras más célebres de su época.
Una escalera de caracol ascendia desde la planta baja al salón, pasando por un retrato que Cecil Beaton había hecho a Chloe y Francesca. Las columnas de coral marbre foux encuadraban la entrada al salón, que tenía una combinación elegante de francés y retazos italianos así como varias sillas de Adán y una colección de espejos venecianos.
En la siguiente planta estaba el dormitorio de Francesca decorado como el castillo de la Bella Durmiente. Unas cortinas de encaje recogidas por unos cordones con rosas de seda y una cama con un dosel en forma de corona dorada de madera cubierta por muchos metros de tul trasparente blanco, Francesca reinaba como una princesa en todos sus dominios.
Ocasionalmente recibía visitas en la corte de su habitación de cuento de hadas, sirviendo té dulce de una tetera de Dresde para la hija de uno de los amigos de Chloe.
– Soy la Princesa Aurora -le dijo a la honorable Clara Millingford en una visita particular, retirando su bonita cabellera castaña rizada que había heredado, junto con su naturaleza temeraría, de Jack Day "Negro-. Y tú eres una de las amables aldeanas que ha venido a visitarme.
Clara, la única hija del Vizconde Allsworth, no tenía la menor intención de ser una amable mujer aldeana, mientras la altanera Francesca Day actuaba como si fuera de la realeza. Dejó en la mesa su tercera galleta de limón y exclamó:
– ¡Quiero ser yo la Princesa Aurora!
La sugerencia asombró tanto a Francesca que se echó a reir, un repiqueteo pequeño delicado de sonido plateado.
– Eres tontita, querida Clara. Tú tienes esas enormes pecas. No es que las pecas no sean agradables, pero ciertamente no para ser la Princesa Aurora, que era la belleza más famosa de la tierra. Yo seré la Princesa Aurora, y tú puedes ser la reina.
Francesca pensó que su arreglo era eminentemente justo y se angustió cuándo Clara, como tantas otras niñas que habían venido a jugar con ella, se negó a volver.
Su desprecio la desconcertó. ¿No había compartido con todas ellas sus juguetes? ¿No había permitido que camparan a sus anchas por su hermoso dormitorio?
Chloe ignoraba cualquier insinuación sobre que su hija llegaba a ser espantosamente repelente.
Francesca era su bebé, su ángel, su niña perfecta. Contrató a los tutores más liberales, le compraba las muñecas más modernas, los últimos juegos, la abrazaba continuamente, mimándola, y consintiéndole todo lo que se le antojaba, cuidándola en exceso de cosas que la pusieran en peligro.
La muerte inesperada ya había golpeado dos veces en la vida de Chloe, y sólo de pensar que algo le pudiera suceder a su preciosa niña, se le helaba la sangre en las venas. Francesca era su ancla, la única fijación emocional que había sido capaz de mantener en su vida. A veces pasaba las noches en vela, la piel húmeda, cuando imaginaba los horrores que podían acontecer a una niña maldecida con la naturaleza temeraria de su padre.
Ella veía saltar a Francesca a una piscina para no subir otra vez, cayendo de un telesilla, rompiéndose los músculos de las piernas al practicar ballet, magullando su cara en un accidente de bicicleta.
No podía quitarse de encima el temor atroz que algo terrible estaba al acecho más allá de su vista preparándose para arrebatarle a su hija, y quiso envolver Francesca entre algodones y mantenerla lejos en un lugar hermoso dónde nada pudiera hacerla daño.
– No! -gritó cuando Francesca se alejó corriendo de su lado y cruzó a la otra acera persiguiendo una paloma-. ¡Regresa aquí! ¡No puedes cogerla!
– Pero quiero correr -protestó Francesca-. El sonido del viento silba en mis oídos.
Chloe se arrodilló a su lado y la envolvió en sus brazos.
– Correr desordena el pelo y te pone la cara roja. La gente no te querrá si no estás guapa.
Abrazó más fuertemente a Francesca entre sus brazos mientras le susurraba otras amenazas horribles, utilizándolo como otras madres hablaban a sus hijos del hombre del saco.
A veces Francesca se rebelaba, practicando volteretas laterales en secreto o columpiándose de una rama cuando la atención de su niñera se distraía. Pero tarde o temprano siempre era descubierta, y su adorada madre, que nunca le negaba nada, la reprendia por su conducta de forma tan atroz, que llegaba a atemorizar a Francesca.
– Te podrías haber matado! -chillaba, señalando a una mancha de césped en el vestido amarillo de lino de Francesca o una mancha sucia en la mejilla-. ¡No ves lo fea que estás! ¡Terriblemente fea! ¡Nadie quiere a las niñas feas!.
Y entonces Chloe comenzaba a llorar de un modo tan angustioso que Francesca realmente se asustaba.
Después de varios de estos episodios perturbadores, aprendió la lección: todo en la vida estaba permitido…mientras estuviera guapa e impecable haciéndolo.
Las dos vivieron una elegante vida vagabunda gastando el legado de Chloe que tuvo una larga lista de hombres que pasaron por su vida, de la misma manera que antes habían pasado por la vida de Nita.
La forma de ser de Chloe extravagante y derrochona contribuyó a su reputación en el circuito social internacional como una compañera divertida y sumamente entretenida, alguién que siempre animaba la reunión más tediosa.
Fue Chloe quién creó la moda de pasar las últimas dos semanas de febrero en las playas de Río de Janeiro; Chloe que avivó las horas aburridas en Deauville, cuando todos estaban aplatanados con el polo, preparando elaboradas busquedas de tesoros que los hicieron salir a la campiña francesa en pequeños coches buscando un sacerdote calvo, esmeraldas en bruto, o una botella de Cheval Blanc '19 perfectamente fría; Chloe que insistió una Navidad en dejar Sant-Moritz para alquilar una casa de campo morisca en el Algarbe donde se entretuvieron encontrando piedras con formas divertidas y con un suministro insondable de hachís.
Con bastante frecuencia Chloe llevaba a su hija con ella, junto con una niñera y algún tutor que fuera en ese momento responsable de la descuidada educación de Francesca. Estos vigilantes mantenian generalmente a Francesca lejos de los adultos durante el día, pero por la noche Chloe a veces la presentaba haciéndola parecer un especial as en su manga.
– ¡Aquí está Francesca, chicos! -anunció en una ocasión particular cuando la llevó a la parte trasera del yate de Aristóteles Onassis, el Christina, que estaba anclado esa noche en la costa de Trinidad. Un dosel verde cubría por entero el espacioso salón, y los huéspedes se recostaban en sillas cómodas en la orilla de una reproducción en mosaico del Toro de Creta de Minos en la plataforma de teca.
El mosaico había servido como una pista de baile apenas una hora antes, y más tarde se bajaría y se llenaría de agua como una piscina para nadar antes de acostarse.
– Ven aquí mi hermosa princesita -dijo Onassis, extendiéndole sus brazos-. Ven y dále un besito al tio Ari.
Francesca se frotó los ojos con sueño y dio un paso adelante, ofreciendo una imagen de muñeca exquisita. La boca pequeña perfecta formaba un arco apacible de Cupido, y sus ojos verdes se abrían y cerraban como si los parpados se cargaran delicadamente.
La espuma de encaje belga en la garganta de su camisón blanco largo revoloteba con la brisa de la noche, y los pies descubiertos se asomaban por fuera del bajo del dobladillo, revelando sus uñas pintadas de la misma sombra rosada que el interior de la oreja de un conejo.
A pesar del hecho de que sólo tenía nueve años y había sido despertada a las dos de la mañana, sus sentidos gradualmente se fueron despertando. Todo el día había estado abandonada al cuidado de criados, y ahora estaba ansiosa por una oportunidad para llamar la atención de los adultos. Tal vez si se portaba bien esta noche, la dejarían sentarse sobre la cubierta de popa con ellos mañana.
Onassis, con su nariz parecida a un pico y los ojos estrechos, cubiertos aún de noche por unas siniestras y enormes gafas de sol, la asustaba, pero ella obedientemente dio un paso para abrazarlo. Él le había dado un bonito collar en forma de estrella de mar la noche antes, y no quería arriesgarse a sacrificar cualquier otro regalo que le pudiera dar en el futuro.
Cuando él la levantó en su regazo, ella echó un vistazo a Chloe, que estaba abrazada a su amante actual, Giancarlo Morandi, un piloto de Formula 1 italiano. Francesca sabía todo acerca de sus amantes porque Chloe se lo había explicado.
Los amantes eran unos hombres fascinantes que cuidaban de las mujeres y las hacían sentirse hermosas. Francesca estaba impaciente por crecer para tener un amante para ella. No como Giancarlo, desde luego. A veces él se iba con otras mujeres y hacía llorar a su madre. En vez de eso, Francesca quería un amante que le leyera los libros, que la llevara al circo y fumara en pipa, como los hombres que había visto pasear con sus niñas por la orilla del Serpentine.
– ¡Atención, chicos! -Chloe se incorporó y extendió los brazos con las manos por encima de su cabeza, moviendo las manos cómo Francesca había visto hacer a los bailaores de flamenco la última vez que estuvieron en Torremolinos-. Mi hermosa hija os demostrará lo ignorantes y pueblerinos que sois.
Los silbidos burlones saludaron este anuncio, y Francesca oyó la risita de Onassis en su oido.
Chloe se acurrucó cerca de Giancarlo otra vez, frotando una pierna de su Courreges blanco contra su entrepierna mientras ella inclinaba la cabeza en la dirección de Francesca.
– No les hagas caso, mi cielo -dijo con altivez-. Son una chusma de la peor calaña. No puedo entender por qué me molesto viniendo con ellos.
El modisto se rió tontamente. Cuando Chloe señaló a una mesa baja de caoba, su corte de pelo nuevo le caía sobre la mejilla, formando un borde recto.
– Educalos, Francesca. Nadie salvo tu tío Ari tiene la menor idea de nada.
Francesca se bajó de las rodilla de Onassis y anduvo hacia la mesa. Podía sentir todos los ojos puestos en ella y prolongó deliberadamente el momento, andando lentamente, manteniendo los hombros rectos, fingiendo que era una princesa diminuta caminando a su trono. Cuando llegó a la mesa y vio los seis pequeños tazones de porcelana dorados, sonrió y echó el pelo lejos de su cara.
Arrodillándose en la alfombra delante de la mesa, observó los tazones amablemente.
El contenido brillaba contra la porcelana blanca de los tazones, seis montones de caviar brillante en varios tonos de rojo, gris, y beige. La mano tocó el tazón final, que tenía un montón generoso de huevas rojas.
– Huevas de salmón -dijo, empujándolo lejos-. No tiene verdadero valor. El verdadero caviar viene sólo del esturión del Mar Caspio.
Onassis se rió y una estrella de cine aplaudió. Francesca se deshizo rápidamente de los otros dos tazones.
– Éstos son de caviar de lumpfish, así que tampoco podemos ni considerarlos.
El decorador se inclinó hacia Chloe.
– ¿Le has pasado la información por medio del pecho, o por osmosis?
Chloe le lanzó una mirada de reojo lascivamente malvada.
– Por el pecho, por supuesto.
– Y qué gloriosos que son, cara -Giancarlo puso la mano encima de ellos sobre el top de Chloe.
– Este es Beluga -anunció Francesca, concentrándose en no equivocarse, especialmente después que había pasado el día entero con una institutriz que estuvo murmurando las cosas más terribles simplemente porque Francesca se negaba a hacer sus aburridas tablas de multiplicar.
Ella colocó la punta del dedo en el borde del tazón central.
– Podeis ver que el Beluga tiene los granos más grandes -cambiando la mano al siguiente tazón, declaró-.Esto es sevruga. El color es el mismo, pero los granos son más pequeños. Y esto es osetra, mi favorito. Los huevos son casi tan grandes como el Beluga, pero el color es más dorado.
Ella oyó un agradable coro de risas mezcladas con aplausos, y entonces todos empezaron a felicitar a Chloe por su niña tan lista. Al principio Francesca sonrió por los cumplidos, pero entonces su felicidad comenzó a desinflarse cuando se dio cuenta de que todos miraban a Chloe en vez de a ella.
¿Por qué obtenía su madre toda la atención cuando ella no había hecho la demostración? Claramente, los adultos nunca permitirían que ella se sentara en la cubierta de popa por la mañana. Enojada y frustrada, Francesca se puso de pie, y barrió con su brazo todos los tazones de la mesa, mandándolos por los aires y desparramando el caviar por todas partes de la brillante plataforma de teca del Christina, que el propio Onassis había pulido esa tarde.
– ¡Francesca! -exclamó Chloe-. ¿Qué has hecho, querida?
Onassis frunció el ceño y murmuró algo en griego que sonaba a una amenza para Francesca. Ella sacó el labio inferior y trató de pensar en cómo borrar este error. Se suponía que sus pequeñas rabietas de genio eran un secreto… algo que, en ningún momento, debía aparecer delante de los amigos de Chloe.
– Perdona, mami. Ha sido un accidente.
– Por supuesto que sí, cariño -contestó Chloe-. Todos lo sabemos.
La expresión de disgusto de Onassis no cambió, sin embargo, y Francesca supo que debía tratar de compensarlo. Con un grito dramático de angustia, corrió a través de la plataforma hasta su lado y se lanzó a su regazo.
– Perdón, Tío Ari -sollozó, sus ojos llenándose de lágimas instantáneas… uno de sus mejores trucos-. ¡Ha sido un accidente, realmente lo ha sido!
Las lágrimas salieron sobre sus pestañas inferiores y chorrearon un poco por sus mejillas mientras se concentraba para no estremecerse ante la mirada de esas envolventes gafas de sol negras.
– Te quiero, Tío Ari -suspiró, girando la cabeza hacía arriba para dejar ver su lastimosa expresión, una expresión que había copiado de una vieja pelicula de Shirley Temple-.Te quiero, y desearía que fueras mi papá.
Onassis rió entre dientes y dijo que esperaba no tener que enfrentarse nunca a ella en una mesa de negociaciones.
Después Francesca se marchó, volvió a su camarote, pasando por el espacio de niños donde tomaba sus lecciones durante el día en una mesa amarilla brillante posicionada directamente delante de un fresco parisiense pintado por Ludwig Bemelmans.
El fresco la hizo sentirse mejor como si hubiera dado un paso en uno de sus libros de Madeline… menos mejor vestida, por supuesto.
El cuarto se había diseñado para dos hijos de Onassis, pero desde que estaba a bordo, Francesca lo había tenido para ella sola. Aunque era un lugar bonito, prefería realmente el bar, donde una vez al día le permitían sentarse en la barra a tomar una gaseosa de jengibre servido en copas de champán junto con una sombrillita de papel y una cereza de marrasquino.
Siempre que se sentaba en la barra, bebía su gaseosa en pequeños sorbitos para hacerla durar mientras observaba embelesada la maqueta a escala con luz de un mar repleto de barcos que se podían mover por medio de unos imanes.
Los reposapiés de los taburetes del bar eran de dientes de ballena pulidos, que ella sólo podía rozar con los dedos de los pies de sus diminutas sandalias italianas hechas a mano, y la tapicería de los asientos se sentía sedosa y suave en la parte de atrás de sus muslos.
Ella se acordaba de una vez que su madre había chillado de risa cuando Tío Ari les había dicho a todos que se sentaban encima del prepucio de un pene de ballena. Francesca se había reído, también, y había llamado tonto a Tio Ari… porque no había dicho que eran cacahuetes de elefante?
El Christina tenía nueve compartimentos, cada uno con su propio espacio elaboradamente decorado y áreas de dormitorio así como un baño rosa de mármol que Chloe catalogó "en la frontera entre lo opulento y lo hortera".
Los compartimentos llevaban los nombres de islas griegas, que estaba escrito en un opulento medallón de pan de oro aherido a las puertas. El Señor Winston Churchill y su esposa Clementine, frecuentes huéspedes del Christina, ya se había retirado por la noche en su camarote, Corfú. Francesca pasó por el, y fue en busca de su isla particular… Lesbos.
Chloe se había reído cuando las habían asignado en Lesbos, diciéndole a Francesca que varios hombres de la docena que había no creían demasiado apropiada la elección. Cuándo Francesca había preguntado por qué, Chloe le había dicho que ella era demasiado joven para entenderlo.
Francesca odiaba cuándo Chloe la contestaba de esa manera, asi que había escondido la cajita de plástico azul que contenía el Diu de su madre, su objeto más precioso le había dicho su madre una vez, aunque Francesca no podia entender realmente por qué.
No lo había devuelto,… no hasta que Giancarlo Morandi la había sacado de sus lecciones cuando Chloe no miraba y la amenazó con tirarla por la borda y permitir que los tiburones se comieran sus ojos a no ser que le dijera dónde lo había puesto. Desde entonces Francesca odiaba a Giancarlo Morandi y trataba de permanecer muy lejos de él.
En el momento en que llegó a Lesbos, Francesca oyó la puerta de Rodas que se abría. Levantó la mirada y vio a Evan Varian caminando por el pasillo, y sonrió en su dirección, permitiendo verle sus dientes bonitos y rectos y el par idéntico de hoyuelos de las mejillas.
– Hola, princesa -dijo, hablando en el tono grave que utilizaba cuando hacía de oficial de contraespionaje, el pícaro John Bullett en la película estrenada recientemente y fenomenalmente exitosa de espía de Bullett, o apareciendo como Hamlet en el Old Vic.
A pesar de su aspecto de hijo de una maestra irlandesa y un albañil galés, Varian tenía las características finas de un aristócrata inglés y el corte de pelo casualmente largo de un dandy de Oxford.
Llevaba una camisa polo color lavanda con una chalina de cachemira y pantalones blancos. Pero lo más importante para Francesca, llevaba una pipa… una maravillosa pipa de padre de madera jaspeada.
– No estás levantada muy tarde? -preguntó.
– Me acuesto tan tarde todos los dias -contestó ella, con un pequeño movimiento de cabello y toda la presunción que pudo congregar-. Sólo los bebés se acuestan temprano.
– Ah, ya veo. Y tú definitivamente no eres un bebé. ¿Sales furtivamente a encontrarte con tu admirador secreto, tal vez?
– No, tonto. Mi mamá me despertó para que subiera a hacer el número del caviar.
– Ah, sí, el número del caviar -El aplastó el tabaco en el tazón de su pipa con el pulgar-. ¿Te tapó los ojos para hacer la prueba del sabor esta vez o fue una identificación sencilla con la vista?
– Simplemente con la vista. No me tapa los ojos con un pañuelo ya, porque la última vez monté un pequeño escándalo -ella vio que él se preparaba para marcharse, y actuó rápidamente-. ¿No crees que mi mamá estaba terriblemente hermosa esta noche?
– Tu mamá siempre está hermosa -cogió un puñado de tabaco y lo metió en la pipa.
– Cecil Beaton dice que ella es una de las mujeres más hermosas de Europa. Su figura es casi perfecta, y por supuesto es una anfitriona maravillosa -Francesca estaba buscando algo en su mente que lo impresionara-. ¿Sabes que mi madre hizo el curry sin haber leido nada ni saber como hacerlo?
– Un golpe legendario, princesa, pero antes de que sigas enumerándome las virtudes de tu mamá, no olvides que nosotros nos despreciamos el uno al otro.
– Bah, ella le querrá si yo se lo digo. Mi mamá no me niega nada.
– Estoy advertido -observó él secamente-. Sin embargo, incluso aunque lograras cambiar la opinión de tu madre, que pienso es muy poco probable, no cambiarías la mia, así que me temo que tendrás que lanzar las redes para pescar un padre en otra parte. Y tengo que añadir que sólo de pensar que me pongo los grilletes para soportar los ataques neuróticos de Chloe me estremezco.
Nada estaba saliendo como Francesca quería esa noche, y habló malhumoradamente.
– ¡Pero tengo miedo que ella se case con Giancarlo, y si lo hace, todo será un desastre! Él es una mierda terrible, y yo lo odio.
– Dios, Francesca, utilizas un vocabulario espantoso para una niña. Chloe te debería zurrar.
Las nubes de la tempestad llegaron a sus ojos.
– ¡Pero que bestialidad acabas de decir! ¡Pienso que tú eres una mierda, también!
Varian tiró de las perneras de sus pantalones para no arrugarlos cuando se arrodilló al lado de ella.
– Francesca, mi querubín, tienes que sentirte contenta de que yo no sea tu padre, porque si lo fuera, te encerraría en un armario oscuro y no te sacaría hasta que estuvieras momificada.
Unas lágrimas genuinas salieron de los ojos de Francesca.
– Yo te odio -lloraba cuando le dió una patada en la espinilla. Varian se levantó con un gruñido.
La puerta de Corfú se abrió de repente.
– ¡Es demasiado pedir que a un hombre viejo le permitan dormir en paz! -el gruñido del Señor Winston Churchill llenó el corredor-. ¿Podría realizar usted sus negocios en otra parte, Sr. Varian? ¡Y usted, señorita, vayase a la cama inmediatamente o nuestro juego de naipes está anulado para mañana!
Francesca correteó hacía Lesbos sin una palabra de protesta. Si no podía tener un papá, por lo menos podía tener un abuelo.
Cuando los años pasaron, los enredos románticos de Chloe seguían tan complejos que aún Francesca aceptó el hecho de que su madre nunca se decidiría por un hombre para sentar cabeza.
Ella se forzó en considerar la falta de padre como una ventaja. Tenía suficientes adultos pendientes de su vida, pensaba, y ciertamente no necesitaba a más diciéndole a todas horas que hacer o no hacer, especialmente cuando comenzó a llamar la atención de una pandilla de chicos adolescentes. Siempre tropezaban entre ellos cuando ella andaba cerca, y sus voces tartamudeaban cuando hablaban con ella.
Ella les dedicaba sonrisas suaves y malvadas y apenas los miraba se ruborizaban, y con ellos practicaba todas las artimañas coquetas que había visto usar a Chloe… la risa generosa, la inclinación elegante de la cabeza, las miradas de soslayo. Cada una de ellas sumamente trabajada.
La Edad del Pavo había encontrado a su princesa. Las ropas de niña de Francesca cedieron el paso a vestidos campesinos con chales de cachemira y con cuentas ensartadas con hilos de seda.
Se rizó el pelo, se perforó las orejas, y tenía una habilidad asombrosa para ampliar sus ojos hasta que parecían llenar su cara. Su altura apenas le llegaba a las cejas a su madre, cuando, para su desilusión dejó de crecer.
Pero a diferencia de Chloe, que tenía todavía los restos de un niña gordita profundamente dentro de ella, Francesca nunca tuvo ninguna razón para dudar de su propia belleza.
Simplemente existía, eso era todo… era como el aire, la luz y el agua. ¡De igual manera que María Quant, por amor de Dios! Cuando cumplió diecisiete, la hija de Jack Day "Negro" había llegado a ser una leyenda.
Evan Varian entró de nuevo en su vida en el club Annabel. Ella y su acompañante salían para ir a la Torre Blanca para el baklava, y acaban de andar por el cristal que delimitaba la discoteca del restaurante del Annabel.
Incluso en la atmósfera resueltamente de moda de Londres y del club más fashion, el traje escarlata de terciopelo, con anchas hombreras llamaba inevitablemente la atención, especialmente porque había desechado llevar blusa debajo y la V profunda y abierta de la chaqueta, y la insinuación de sus pechos de diecisiete años se curvaban atractivamente en el punto en que las solapas se unían.
El efecto se hacía aún más impactante debido a su peinado corto a lo Twiggy, que le hacía parecer la colegiala más erótica de Londres.
– Bien, pero si es mi pequeña princesa.
La sonora voz de tonos perfectos llegó a su oido desde la distancia casi del Teatro Nacional.
– Parece que finalmente has crecido, y estas preparada para comerte el mundo.
Menos cuando le veía en las películas de espías de Bullett, no había vuelto a ver a Evan Varian en años. Ahora, cuando se dió la vuelta para mirarlo, sentía como si se enfrentara a su presencia en la pantalla.
Él llevaba la misma clase de traje inmaculado de Savile Row, el mismo estilo de camisa azul pálido de seda y zapatos italianos hechos a mano. Unas hebras de plata se veían en sus sienes que no estaban en su último encuentro en el Christina, pero ahora su corte de pelo era mucho más conservador, hecho por un experto a navaja.
Su acompañante de esa tarde, un baronet en casa por las vacaciones de Eton, de repente le parecía tan joven como un ternero lechal.
– Hola, Evan -dijo, lanzándole a Varian una sonrisa que logró ser al mismo tiempo altanera y hechicera.
El ignoró la impaciencia obvia de la rubia modelo que le agarraba del brazo cuando inspeccionó el traje pantalón escarlata de terciopelo de Francesca.
– Francesca pequeña. La última vez que nos vimos, no llevabas tanta ropa. Según recuerdo, sólo llevabas un camisón.
Otras chicas se podrían haber ruborizado, pero otras chicas no tenían la insondable confianza en sí misma de Francesca.
– ¿De verdad? Lo he olvidado. Gracias por recordarlo.
Y entonces, porque había decidido llamar la atención adulta del sofisticado Evan Varian, pidió a su escolta que la acompañara lejos de allí.
Varian la llamó al día siguiente y la invitó a cenar con él.
– Ciertamente no -gritó Chloe, levantándose de un salto desde su posición de loto en el centro de la alfombra del salón donde se dedicaba a la meditación dos veces al día, menos en lunes alternos cuando iba a depilarse las piernas con cera-. Evan es más de veinte años mayor que tú, y es un notorio playboy. ¡Mi Dios, él ya ha tenido cuatro esposas! Absolutamente no te veré relacionada con él.
Francesca suspiró y se estiró.
– Lo siento, madre, pero es más bien un hecho consumado. Lo siento.
– Sé razonable, querida. El es suficientemente viejo para ser tu padre.
– ¿Fue alguna vez tu amante?
– Por supuesto que no. Sabes que nosotros nunca nos llevamos bien.
– Entonces no veo qué objeción puedes tener.
Chloe suplicó e imploró, pero Francesca no se echó atrás. Se había cansado de que la trataran como a una niña. Estaba lista para la aventura adulta… la aventura sexual.
Hacía unos pocos meses que había conseguido que Chloe la llevara al médico para recetarle las pastillas anticonceptivas.
Al principio Chloe había protestado, pero había cambiado de opinión rápidamente cuando la había visto abrazarse torridamente con un joven que metía la mano por debajo de su falda.
Desde entonces, una de esas píldoras aparecian en la bandeja del desayuno de Francesca cada mañana para ser tomada con gran ceremonia.
Francesca no le había dicho a nadie que por ahora esas pildoras eran innecesarias, ni loca le diría a nadie que seguía siendo virgen. Todos sus amigos hablaban con tan poca sinceridad acerca de sus experiencias sexuales que ella se aterrorizó de que se enteraran que mentía cuando contaba las suyas. Si descubrían que seguía siendo una niña, estaba segurísima que perdería su posición como el miembro más de moda del círculo más joven a la moda de Londres.
Con su terca determinación, redujo su sexualidad juvenil a un asunto sencillo de posición social. Era más fácil para ella de esa manera, pues la posición social era algo que ella entendía, mientras la soledad producida por su niñez anormal, la necesidad del dolor para alguna conexión profunda con otro ser humano, sólo la desorientaba.
Sin embargo, a pesar de su determinación para perder su virginidad, había encontrado un tropiezo inesperado. Como toda su vida había estado rodeada de adultos, no se sentía exactamente comoda con esos chicos que estaban a su alrededor y la seguían como perrillos falderos.
Ella consideraba que para practicar el sexo, debía existir una especie de confianza, y no se veía confiando en esos chicos jóvenes e inexpertos. Vió una respuesta a su problema, cuando sus ojos se fijaron en Evan Varian en el Annabel. ¿Quién mejor que un hombre de mundo, experimentado para llevarla en esa iniciación de la sexualidad? No vio ningúna conexión entre su elección de Evan para ser su primer amante y su elección de él, años atrás, para ser su padre.
Ignoró las protestas de Chloe, y Francesca aceptó la invitación de Evan para cenar en Mirabelle el fin de semana siguiente. Se sentaron en una mesa cerca de uno de los invernaderos pequeños donde crecían las flores frescas del restaurante y cenaron cordero relleno de trufas. El le tocaba los dedos, la escuchaba atentamente siempre que ella hablaba, y dijo que era la mujer más hermosa de la estancia.
Francesca consideró privadamente eso era bastante normal, pero el cumplido la complació sin embargo, especialmente cuando vio a la exótica Bianca Mellador picotear en un souffle de langosta delante de una de las paredes de tapestried en el lado opuesto del restaurante. Después que la cena, fueron al Leith para tomar una mousse de limón de tangy y fresas confitadas, y luego a casa de Varian en Kensington donde él tocó una mazurca de Chopin para ella en el piano de cola del salón y le dio un beso memorable. Más cuando él trató de dirigirla arriba a su dormitorio, ella se negó.
– Otro dia, quizás -dijo ella airosamente-. Hoy no estoy de humor.
Quería decirle que se conformaba sólo con que la acariciara y la abrazara, pero sabía que Varian no se conformaría con eso. A Varian no le gustó su rechazo, pero restauró su buen humor con una sonrisa descarada que prometía futuros placeres.
Dos semanas más tarde, se forzó en subir la larga escalera hasta su dormitorio, pasando por el pasillo hasta la puerta en forma de arco, a una habitación lujosamente decorada estilo Louis XIV.
– Eres hermosa -dijo él, saliendo de su camerino con una bata de seda marrón y con un J.B. elaborado, bordado en el bolsillo, obviamente se lo había quedado de su última película. El se acercó, extendiendo la mano para acariciarle el pecho por encima de la toalla que ella se había envuelto despues de desvestirse en el cuarto de baño.
– Un pecho tan bello como una paloma… suave y dulce como leche materna -citó él.
– Es de Shakespeare? -preguntó nerviosamente. Ella deseaba que él no llevara esa colonia tan pesada.
Evan negó con la cabeza.
– Es de Lágrimas de muertos, y lo decía antes de clavar un estilete en el corazón de una espía rusa.
El pasó los dedos por la curva del cuello.
– Quizás quieres venir a la cama ahora.
Francesca no quería hacer cosa semejante, ni tan siquiera le gustaba Evan Varian, pero sabía que ya había llegado demasiado lejos, así que hizo como le pidió. El colchón chirrió cuando se sentó encima. ¿Por qué chirriaba el colchón? ¿Por qué era el cuarto tan frío? Sin advertencia, Evan cayó encima de ella. Alarmada, trató de empujarlo lejos, pero él murmuraba algo en su oreja mientras él manoseaba su toalla.
– Ah, para Evan…
– Compláceme, querida. Haz lo que te digo…
– ¡Déjame! El pánico subía por su pecho. Empezó a empujarlo por los hombros cuando la toalla calló.
Otra vez él murmuró algo, pero lamentablemente no entendió más que el final.
– … Me haces emocionarme -susurraba, abriéndose la bata.
– ¡Eres un bestia! ¡Vete! Dejame bajar -gritó y se intentó incorporar para aporrear su espalda con los puños.
El abrió sus piernas con una suya.
– … Una vez nada más y entonces pararé. Llámame una vez nada más por mi nombre.
– ¡Evan!
– ¡No! -sintió una dureza atroz presionar en ella-. Llámame… Bullett.
– ¿Bullett?
En el instante que la palabra salió de sus labios, él empujó dentro de ella. Ella chilló cuando se sintió consumida por una caliente puñalada de dolor, y antes de que pudiera chillar de nuevo, él comenzó a estremecerse.
– Eres un cerdo -sollozó histéricamente, golpeándolo en la espalda y tratando de darle patadas hasta que él la sujetó las piernas-. Eres una mugrienta y atroz bestia.
Utilizando una fuerza que no sabía que poseía, finalmente empujó su cuerpo y saltó de la cama, tomando la colcha y poniéndola sobre su cuerpo desnudo e invadido.
– Te pedí que te detuvieras -lloró, las lágrimas le corrían por las mejillas-. Deberían castigarte por esto, estás manchado de sangre, pervertido.
– ¿Pervertido?
El cogió su bata y se la puso, con el pecho todavía subiendo y bajando.
– Yo no sería tan rápida en llamarme pervertido, Francesca -dijo con serenidad-. Si no hubieras sido una amante tan inadecuada, nada de esto habría sucedido.
– ¡Inadecuada! -la acusación la asustó tanto que casi olvidó el dolor que latía entre sus piernas y la fea adherencia que bajaba por sus muslos-. ¿Inadecuada? ¡Me forzaste!
El se abrochó el cinturón y la miró con ojos hostiles.
– Cómo se divertirán todos cuando les cuente lo fría en la cama que es la bella Francesca Day.
– ¡Yo no soy fría!
– Por supuesto que eres muy fría. He hecho el amor a centenares de mujeres, y tú eres la primera que se ha quejado nunca.
El anduvo hacía la cómoda y recogió su pipa.
– Dios, Francesca, si hubiera sabido que follabas tan lamentablemente, nunca te habría molestado.
Francesca huyó al cuarto de baño, se vistió en un santiamén, y salió de la casa. Se forzó en suprimir la realidad de que la habían violado. Había sido una equivocación espantosa, y mejor sería que se olvidara completamente de ello. A fin de cuentas, ella era Francesca Serritella Day. Nada absolutamente nada horrible podía sucederle jamás a ella.
El nuevo mundo