Capítulo 19

El edificio era un rectángulo achaparrado blanco de hormigón con cuatro coches polvorientos aparcados al lado de lo que parecía un contenedor de basura. Había una choza polvorienta cerrada con un candado detrás del contenedor, y cincuenta metros más allá estaba la fina antena de radio hacía la que Francesca había estado andando durante casi dos horas.

Como Bestia se había marchado a explorar, Francesca fatigosamente subió los dos pasos hacía la puerta. Su superficie de cristal era casi opaca con el polvo y las manchas de incontables huellas dactilares. Carteles promocionando Sulphur City, de la Cámara de Comercio, el Camino Unido, y varias asociaciones de difusión cubrían la mayor parte del lado izquierdo de la puerta, mientras en el centro y en letras doradas ponía KDSC. Faltaba la mitad inferior de la C, de manera que podía haber sido una G, pero Francesca sabía que no porque había visto la C en el buzón a la entrada del camino.

Aunque podía haberse colocado delante de la puerta para estudiar su imagen, no se molestó.

En cambio, pasó el dorso de su mano por la frente, apartando los húmedos mechones de pelo que tenía pegados, y se sacudió sus vaqueros como mejor pudo. No podía hacer nada con las raspaduras de los brazos, así que no les hizo caso. Su euforia de horas antes se había esfumado, quedándole el agotamiento y una terrible aprehensión.

Empujando hacia dentro la puerta, se encontró en un área de recepción atestada con seis escritorios desordenados, casi tantos relojes, un surtido de tablones de anuncios, calendarios, carteles, e historietas fijas en las paredes con cinta adhesiva amarilla. Un moderno canapé negro con rayas marrones y doradas estaba a su izquierda, con el cojín del centro cóncavo por excesivo uso.

El cuarto tenía sólo una ventana, una grande que daba a un estudio donde un locutor con auriculares puestos estaba sentado delante de un micrófono. Su voz se oía en la oficina por un altavoz puesto en la pared con el volumen bajo.

Una mujer rechocha pelirroja, parecida a una ardilla listada, alzó la vista a Francesca desde el único escritorio ocupado del cuarto.

– ¿Puedo ayudarte?

Francesca se aclaró la garganta, y miró fijamente las cruces de oro que colgaban de las orejas de la mujer bajando a su blusa de poliester, y luego al teléfono negro al lado de su muñeca. Una llamada a Wynette y sus problemas inmediatos acabarían. Tendría comida, ropa para cambiarse, y un techo sobre su cabeza.

Pero la idea de llamar a Dallie y pedirle su ayuda ya no era una opción. A pesar de su agotamiento y su miedo, algo dentro de ella inalterablemente había cambiado en aquella sucia y polvorienta carretera. Estaba harta de ser un bonito adorno que va según sopla el viento. Para lo bueno y para lo malo, iba a tomar el mando de su propia vida.

– Me pregunto si podría hablar con la persona responsable -le dijo a la ardilla listada. Francesca habló con cuidado, intentando parecer competente y profesional, en lugar de alguien con una cara sucia y polvorienta, con sandalias en los pies que no tenía ni una moneda de diez centavos en el bolsillo.

La combinación del aspecto sudado de Francesca y su clase superior junto con el acento británico obviamente interesaron a la mujer.

– Soy Katie Cathcart, la administradora de la oficina. ¿Podrías decirme sobre qué es?

¿Una administradora de oficina podría ayudarla? Francesca no tenía ni idea, pero decidió que hablaría mejor con un cargo más alto. Mantuvo su tono amistoso, pero firme.

– Esto es más bien personal.

La mujer vaciló, y levantándose entró en la oficina detrás de ella. Reapareció poco después.

– Mientras que no lleve demasiado tiempo, la señorita Padgett la verá. Ella es nuestra gerente de emisora.

El nerviosismo de Francesca dio un salto cuántico. ¿Por qué el gerente de emisora tenía que ser una mujer? Si hubiese sido un hombre, tendría alguna posibilidad. Y luego se recordó que esto era una oportunidad de comenzar para la nueva Francesca, que no iba a intentar deslizarse por la vida usando los viejos trucos que utilizaba.

Enderezando sus hombros, entró a la oficina de la gerente de emisora.

Un letrero con nombre metálico dorado sobre el escritorio anunciaba la presencia de Clara Padgett, un nombre elegante para una mujer poco elegante. Alrededor de los cuarenta, tenía una cara masculina, con la mandíbula cuadrada, ablandada sólo por los restos de un lápiz de labios rojo.

Su pelo castaño era de longitud media y el corte embotado. Parecía como si sólo se preocupara por lavarlo y nada más. Sujetaba un cigarrillo como un hombre, sujetándolo entre el índice y el dedo medio de su mano derecha, y cuando levantó el cigarrillo a su boca dió una calada larga soltando lentamente el humo.

– ¿Qué quieres? -le preguntó bruscamente. Tenía la voz de una locutora profesional, rica y resonante, pero sin rastro de amabilidad. Del altavoz de la pared detrás del escritorio llegaba el sonido débil del locutor leyendo un noticiero local.

A pesar que no la había invitado a sentarse, Francesca tomó una silla, decidiendo en un instante que Clara Padgett no se parecía al tipo de persona que respetaría a alguien sólo por el físico. Le dió su nombre, y se sentó en el borde de la silla.

– Siento aparecer sin una cita, pero quería informarme sobre algún trabajo posible.

Su voz parecía provisional en vez de segura. ¿Qué había pasado a toda la arrogancia que solía llevar alrededor de ella como una nube de perfume?

Después de una inspección breve del aspecto de Francesca, Clara Padgett volvió su atención a su trabajo administrativo.

– No tengo ningún empleo.

No era más que lo que Francesca había esperado, pero todavía sentía que tenía que jugarselo todo. Por ella. Pensó en aquella raya polvorienta de carretera que se perdía en el horizonte de Texas. Sentía la lengua seca y del doble de su tamaño.

– ¿Está absolutamente segura que no tiene algo? Estoy dispuesta a hacer lo que sea.

Padgett aspiró más humo y dió un golpe en la hoja superior de papel con su lápiz.

– ¿Qué tipo de experiencía tienes?

Francesca pensó rápidamente.

– He hecho algo de interpretación. Y tengo mucha experiencia en moda fashion.

Cruzó sus tobillos e intentó hacer tictac con los dedos del pie de sus arrastradas sandalias Bottega Veneta detrás de la pata de la silla.

– Eso exactamente no te califica para trabajar en una emisora de radio, verdad? No en una mierda de emisora como ésta -dio un toque con el lápiz un poco más fuerte.

Francesca suspiró y se dispuso a saltar en aguas profundas sin saber nadar.

– En realidad, señorita Padgett, no tengo ninguna experiencia en radio. Pero se trabajar duro, y estoy dispuesta a aprender.

¿Trabajar duro? Ella no había trabajado en su vida.

En cualquier caso, Clara no quedó impresionada. Levantó sus ojos y miró a Francesca con abierta hostilidad.

– Empecé en una cadena de televisión de Chicago dónde había alguien como tú, una pequeña y linda animadora que no conocía la diferencia entre las noticias y su talla de bragas -se inclinó atrás en su silla, estrechando sus ojos desencantados-. Llamámos a las mujeres como tú Twinkies…muñecas de goma que no saben nada sobre difusión, pero piensan que es excitante hacer una carrera en la radio.

Seis meses antes, Francesca habría destrozado el cuarto barriéndolo en una rabieta, pero ahora colocó las manos juntas en su regazo y levantó su barbilla más alto.

– Estoy dispuesta a hacer algo, señorita Padgett…contestar los teléfonos, hacer recados.

No podía explicarle a esta mujer que no era una carrera en la difusión lo que buscaba. Si este edificio cobijara una fábrica de fertilizantes, también pediría trabajo.

– El único trabajo que tengo es para hacer la limpieza y trabajos sueltos.

– ¡Lo cojeré!

Dios querido, ¡limpieza!

– No creo que estés preparada para ello.

Francesca no hizo caso al sarcasmo de su voz.

– Ah, pero lo estoy. Soy una maravillosa limpiadora.

Ella tenía la atención de Clara Padgett otra vez, y la mujer parecida divertida.

– En realidad, estaba pensando en contratar a un mexicano. ¿Tienes la ciudadanía?

Francesca negó con la cabeza.

– ¿Tienes la tarjeta verde?

De nuevo negó con la cabeza. Tenía sólo una vaga idea de lo que era la tarjeta verde, pero estaba absolutamente segura que no tenía una y rechazaba comenzar su nueva vida con una mentira. Tal vez la franqueza impresionaría a esta mujer.

– Ni siquiera tengo pasaporte. Me lo robaron hace unas horas en la carretera.

– Que desafortunado -Clara Padgett hacía esfuerzos para que no se notara cuanto disfrutaba de la situación.

Francesca le recordaba a un gato con un pájaro desvalido en su boca. Obviamente Francesca, a pesar de su estado sudado, iba a tener que pagar por todo el desprecio que la gerente de estación había sufrido durante años en manos de mujeres hermosas.

– En ese caso, te pondré en nómina con sesenta y cinco dólares semanales. Tendrás libre dos sábados al mes. Tu horarío será desde el amanecer hasta el ocaso, las mismas horas que estemos en el aire. Y te pagaremos en efectivo. Tenemos camiones mexicanos que entran cada día, la primera vez que te vea conversar con alguno de ellos, te vas.

La mujer pagaba salarios de esclavo. Este era el tipo de trabajos que tomaban los emigrante porque no tenían otra opción.

– Bien -dijo Francesca, porque tampoco tenía otra opción.

Clara Padgett rió con gravedad y condujo a Francesca hasta la administradora de oficina.

– Carne fresca, Katie. Dále una fregona y muéstrale el cuarto de baño.

Clara desapareció, y Katie miró a Francesca con compasión.

– No hemos tenido a nadie que limpie desde hace unas semanas. Estará bastante sucio.

Francesca tragó con fuerza.

– Está bien.

Pero no estaba bien, desde luego. Estaba de pie delante de una despensa en la diminuta cocina de la estación, revisando un anaquel lleno de productos de limpieza, productos que no tenía la menor idea como usar. Ella sabía como jugar al baccarat, y podría llamar a los chefs de los restaurantes más famosos del mundo, pero no tenía la más mínima idea de como limpiar un cuarto de baño.

Leyó las etiquetas tan rápidamente como pudo, y media hora más tarde Clara Padgett la encontró de rodillas delante del inodoro espantosamente sucio, pulverizando un producto de limpieza azul sobre el asiento.

– Cuando friegues el suelo, pon especial atención a las esquinas, Francesca. Odio el trabajo descuidado.

Francesca apretó los dientes y asintió. Su estómago hizo un pequeño flip-flop cuando se dispuso a meter la mano sobre el lado de abajo del asiento. Espontáneamente, pensó en Hedda, su vieja ama de llaves.

Hedda, con sus medias enrrolladas, quien había pasado su vida arrodillada limpiando detrás de Chloe y Francesca.

Clara dió una chupada a su cigarrillo y luego deliberadamente lo sacudió abajo al lado del pie de Francesca.

– Más vale que te apresures, chicky. Estamos a punto de cerrar.

Francesca oyó una risilla malévola cuando la mujer se alejaba.

Un poco más tarde, el locutor que había estado en el aire cuando Francesca llegó asomó la cabeza en el cuarto de baño y le dijo que tenía que cerrar. Su corazón dio sacudidas. No tenía ningún lugar dónde ir, ninguna cama dónde dormir.

– ¿Se han marchado todos?

Él asintió y demoró sus ojos sobre ella, obviamente gustándole lo que veía.

– ¿Necesitas que te acerque a la ciudad?

Ella suspiró y retiró el pelo de sus ojos con su antebrazo, intentando parecer ocasional.

– No. Alguien viene a recogerme -inclinó su cabeza hacia el inodoro, su resolución de no comenzar su nueva vida con una mentira ya abandonada-. La señorita Padgett me ha dicho que tengo que terminar esto esta noche antes de marcharme. Dijo que yo podría cerrar.

¿Pareció demasiado brusca? ¿Bastante convincente? ¿Qué haría si él se negaba?

– Cierra tú misma-le dirigió una sonrisa apreciativa.

Unos minutos más tarde soltó el aliento lentamente, aliviada oyó cerrar la puerta de la calle.

Francesca pasó la noche sobre el sofá negro y oro de la oficina con Bestia acurrucada contra su estómago, después de comerse dos emparedados hechos con pan rancio y mantequilla de cacahuete que encontró en la pequeña cocina.

El agotamiento le llegaba hasta el mismo tuétano de sus huesos, pero de todas maneras no podía conciliar el sueño. En cambio, se quedó con los ojos abiertos, acariciando la piel de Bestia entre sus dedos, pensando cuantos obstaculos más se encontraría en su camino.

A la mañana siguiente se despertó antes de las cinco y puntualmente vomitó en el inodoro que tan minuciosamente había limpiado la noche antes. Durante el resto del día, intentó decirse que esto era sólo una reacción a la mantequilla de cacahuete.

– ¡Francesca! ¿¡Joder!, dónde estás?

Clara salía de su oficina cuando Francesca volvía de la sala de redacción donde acababa de entregar una hornada de periódicos de tarde al director de noticias.

– Estoy aquí, Clara -dijo fatigosamente-. ¿Cuál es el problema?

Hacía seis semanas ya desde que había comenzado el trabajo en KDSC, y su relación con la gerente de emisora no había mejorado. Según un chisme que había oído de los miembros del pequeño personal de KDSC, la carrera de radio de Clara empezó cuando pocas mujeres podían conseguir puestos en la difusión.

El gerente de emisora la contrató porque ella era inteligente y agresiva, y luego la despidió por la misma razón. Finalmente entró en la televisión, donde luchó batallas amargas por el derecho de relatar noticias serias en lugar de las historias más suaves consideradas apropiadas para periodistas femeninas.

Irónicamente fue derrotada por la igualdad de oportunidades. En los tempranos años setenta cuando obligaron a los patrones a contratar mujeres, evitaron a las veteranas que tenían cicatrices de batalla como Clara, con sus lenguas agudas y perspectivas cínicas, por caras más nuevas, más frescas, directamente de las facultades de periodismo, maleables graduadas en artes de comunicación.

Las mujeres como Clara tuvieron que tomar otra clase de empleos menos valorados para los que estaban sobrecalificadas, como emisoras de radio de pueblos perdidos. Por consiguiente, fumaban demasiado, cada vez estaban más amargadas, y hacían la vida miserable a cualquier mujer que sospechaban querían llegar a lo más alto con nada más que una bonita cara.

– He recibido una llamada del idiota del Banco de Sulphur City -Clara intentó mortificar a Francesca-. Quiere las promociones navideñas hoy en vez de mañana.

Señaló hacia una caja de impresos con un logotipo de un árbol acampanado, con el nombre de la emisora de radio en un lado y el nombre del banco en el otro.

– Pónte enseguida con ellos, y no utilices todo el día como la última vez.

Francesca se abstuvo de indicar que no habría tardado tanto esa vez si cuatro empleados no le hubieran pedido que hiciera unas diligencias adicionales… Se puso el abrigo de cuadros rojo y negro que se había comprado en una tienda Goodwill por cinco dólares y cogió las llaves del Dart de un gancho al lado de la ventana de estudio. Dentro, Tony March, el pinchadiscos de tarde, estaba leyendo unos papeles.

Aunque él no llevaba en la KDSC mucho tiempo, todos sabían que se marcharía pronto. Tenía una buena voz y una personalidad distinta. Para los locutores como Tony, la KDSC, con su señal poco impresionante de 500 vatios, era simplemente una piedra de toque hacía mejores cosas.

Francesca ya había descubierto que la única gente que se quedaba en la KDSC mucho tiempo era la gente como ella que no tenían ninguna otra opción.

El coche arrancó después de sólo tres intentos, que era casi un record. Giró alrededor y salió del aparcamiento. Un vistazo en el espejo retrovisor le mostró el pelo claro, recogido con una goma detrás de su cuello, y una nariz enrojecida por una serie de resfriados.

Su abrigo de cuadros era demasiado grande para ella, y no tenía, ni dinero, ni energía para mejorar su aspecto. Al menos no tenía que parar muchos avances de los empleados masculinos.

Hubo pocos éxitos durante estas seis semanas pasadas, pero muchos desastres. Uno de los peores había ocurrido el día antes de Acción de Gracias cuando Clara había descubierto que ella dormía sobre el canapé de la emisora y le había gritado delante de todos hasta que las mejillas de Francesca quemadan con la humillación.

Ahora ella y Bestia vivían en una especie de cocina-dormitorio sobre un garaje en Sulphur City. Era pequeño y mal amueblado por muebles desechados y una cama grumosa, pero el alquiler era barato y podía pagarlo por semanas, asi que intentó sentirse agradecida por cada feo centímetro.

También usaba el coche de la estación, un Dart, aunque Clara le descontaba la gasolina incluso cuando alguien más cogía el coche. Vivir en la pobreza la agotaba, sin preparación para la urgencia financiera, ninguna preparación para la urgencia personal, y absolutamente sin ninguna preparación para un embarazo no deseado.

Apretó los puños sobre el volante. Apretándose todo lo que pudo el cinturón, había logrado ahorrar ciento cincuenta dólares que la clínica de abortos de San Antonio le pedía para deshacerse del bebé de Dallie Beaudine.

Rechazaba pensar en las ramificaciones de su decisión; era simplemente demasiado pobre y estaba demasiado desesperada para considerar la moralidad del acto. Después de su cita del sábado, habría dejado atrás otro desastre. Esta era toda la introspección que se permitió.

Terminó de hacer sus diligencias en poco más de una hora y volvió a la emisora, sólo para tener que soportar a Clara gritando que se había marchado sin limpiar las ventanas de su oficina primero.

El siguiente sábado se levantó al amanecer e hizo el paseo de dos horas a San Antonio. La sala de espera de la clínica de abortos estaba escasamente amueblada, pero limpia. Se sentó sobre una silla de plástico, sus manos agarrando su mochila de lona negra, sus piernas fuertemente apretadas como si inconscientemente intentara proteger el pequeño pedazo de protoplasma que pronto sería arrancado de su cuerpo.

En la habitación había otras tres mujeres. Dos eran mexicanas y la otra era una rubia con la cara llena de acné y ojos desesperados. Todas ellas eran pobres.

Una mujer de mediana edad y de aspecto hispano con una blusa blanca y una falda oscura apareció en la puerta y dijo su nombre.

– Francesca, soy la Sra. García -dijo en un inglés ligeramente acentuado-. ¿Vienes conmigo, por favor?

Francesca entumecidamente la siguió en una pequeña oficina artesonada con falsa caoba. La Sra. García tomó asiento detrás de su escritorio e invitó a Francesca a sentarse en otra silla de plástico, diferenciada sólo por el color de las de la sala de espera.

La mujer era amistosa y eficiente cuando le ofreció los formularios para que Francesca los firmara. Entonces le explicó el procedimiento que ocurriría en uno de las salas quirúrgicas al final del pasillo. Francesca se mordió el interior de su labio inferior intentado no escuchar demasiado detenidamente.

La Sra. García hablaba despacio y con calma, usando siempre la palabra "el tejido", nunca "el feto". Francesca sintió gratitud. Después que había comprendido que estaba embarazada, había rechazado personificar al inoportuno visitante alojado en su matriz. Rechazaba conectarlo en su mente con aquella noche en un pantano de Louisiana.

Su vida había sido reducida al hueso… al tuétano… y no había ningún espacio para el sentimiento, ningún espacio para construir escenas románticos de mejillas rechonchas rosadas y pelo suave rizado, ninguna necesidad para usar la palabra "bebé", ni siquiera en sus pensamientos.

La Sra. García comenzó a hablar "de la aspiración vacía," y Francesca pensó en la vieja aspiradora que pasaba por la alfombra de la emisora de radio cada tarde.

– ¿Tienes alguna pregunta?

Negó con la cabeza. Las caras de las tres tristes mujeres de la sala de espera parecieron implantadas en su mente sin un futuro, ninguna esperanza. La Sra. García deslizó un folleto a través del escritorio metálico.

– Este folleto contiene información sobre el control de la natalidad que deberías leer antes de tener relaciones otra vez.

¿Otra vez? Los recuerdos de los besos profundos, calientes de Dallie se precipitaron sobre ella, pero las caricias íntimas que habían puesto una vez sus sentidos en llamas ahora parecían haber pasado a alguien más.

No podía imaginarse sentirse bien otra vez.

– No puedo tenerlo… a este tejido -dijo Francesca bruscamente, interrumpiendo a la mujer cuando le mostraba un diagrama de los órganos reproductivos femeninos.

La Sra. García paró de hablar e inclinó la cabeza para escuchar, obviamente acostumbrada a todo tipo de revelaciones privadas detrás de su escritorio.

Francesca sabía que no tenía ninguna necesidad de justificar sus acciones, pero no podía parar el flujo de palabras.

– ¿Usted no ve que esto es imposible? -sus puños apretados en nudos en su regazo-. No soy una persona horrible. No soy insensible. Pero apenas puedo tener cuidado de mí y un gato tuerto.

La mujer la miró fijamente con comprensión.

– Desde luego no eres insensible, Francesca. Ese es tu cuerpo, y sólo tú puedes decidir que es lo mejor.

– He decidido -contestó, su tono como enfadado como si la mujer hubiera discutido con ella-. No tengo marido ni dinero. Trabajo para una jefa que me odia. Incluso no tengo ningún modo de pagar las cuentas médicas.

– Entiendo. Esto es difícil…

– ¡Usted no entiende! -Francesca se inclinó adelante, sus ojos secos y furiosos, cada palabra dolida, crujiente-. Toda mi vida he vivido de otra gente, pero no voy a hacerlo más. ¡Voy a hacer algo por mi misma!

– Pienso que tu ambición es admirable. Eres obviamente una joven competente…

Otra vez Francesca desechó su compasión, intentando explicarle a la Sra. García y explicárselo a ella misma… por que había venido a esta clinica de abortos de ladrillo rojo en el barrio más pobre de San Antonio. El cuarto estaba caliente, pero ella se abrazó como si estuviera helada.

– ¿Usted alguna vez ha visto ese tipo de cuadros pintados sobre un fondo como de terciopelo negro con pequeños dibujos, cuerdas de diferente colores, mariposas, y cosas así? -la Sra. García asintió. Francesca miró fijamente el revestimiento de madera de falsa caoba sin verlo-. Tengo uno de esos horribles cuadros pegado en la pared, directamente encima de mi cama, es un cuadro de un cuerda de guitarra rosa y naranja.

– No veo donde quieres llegar…

– ¿Cómo alguien puede traer a un bebé al mundo cuando vive en un lugar con un cuadro de la cuerda de una guitarra sobre la pared? ¿Qué tipo de madre deliberadamente expondría a un pequeño bebé desvalido a algo tan feo?

Bebé.

Había dicho la palabra. Lo había dicho dos veces. Las lágrimas se amontonaban en sus párpados pero se negaba a soltarlas.

Durante el año anterior, había llorado demasiadas lágrimas inservibles, auto-indulgentes para llenar una vida, y no iba a llorar más.

– Tú sabes, Francesca, un aborto no tiene que ser el fin del mundo. En el futuro, las circunstancias pueden ser diferentes para tí… un momento más conveniente.

Su palabra final pareció quedarse en el aire. Francesca cayó atrás en la silla, toda la cólera agotada. ¿Era eso lo que significaba traer una nueva vida al mundo, se preguntaba, un asunto de conveniencia?

¿Era inoportuno para ella tener un bebé en este momento, entonces simplemente lo abolía? Alzó la vista a la Sra. García.

– Mis amigas de Londres solían programar sus abortos para no perderse ningún juego ni ninguna fiesta.

Por primera vez la Sra. García se erizó visiblemente.

– Las mujeres que vienen aquí no están preocupadas por perderse una fiesta, Francesca. Son muchachas de quince años con la vida entera por delante, o mujeres casadas que ya tienen demasiados niños y con maridos ausentes. Son mujeres sin empleo y sin cualquier esperanza de conseguir un trabajo.

Pero ella no se parecía a ellas, se dijo Francesca. Ella no estaría desvalida y destrozada más. Estos últimos meses había demostrado eso.

Había fregado inodoros, había aguantado abusos, hambre y se había abrigado con casi nada. La mayoría de la gente se habría derrumbado, pero ella no.

Ella había sobrevivido.

Era una nueva, y atormentada opinión. Se sentó más derecha en la silla, sus puños gradualmente abriéndose en su regazo. La Sra. García habló vacilantemente.

– Tu vida parece bastante precaria en estos momentos.

Francesca pensó en Clara, en su horrible cuarto encima del garaje, en la cuerda de la guitarra, en su imposibilidad de pedir ayuda a Dallie, incluso cuando desesperadamente lo necesitaba.

– Esto es precario -estuvo de acuerdo. Inclinandose, recogió su mochila de lona. Se levantó de la silla. La parte impulsiva, optimista de ella que pensaba había muerto meses antes, pareció tomar el control de sus pies, obligándola a hacer algo que sólo podría conducirla al desastre, algo ilógico, tonto…

Algo maravilloso.

– ¿Puede devolverme mi dinero, por favor, Sra. García? Descuente el tiempo que ha estado conmigo.

La Sra. García la miró preocupada.

– ¿Estás segura de tu decisión, Francesca? Estás embarazada de más de diez semanas. No tienes mucho más tiempo para provocarte un aborto sin riesgo. ¿Estas absolutamente segura?

Francesca no había estado nunca menos segura de nada en su vida, pero asintió.

Se sintió un poco descontrolada cuando abandonó la clínica de abortos, y empezó a caminar hasta el Dart. Su boca curvada en una sonrisa. De todas las cosas estúpidas que había hecho en su vida, esta era la más estúpida de todas. Su sonrisa se puso más amplia.

Dallie había estado absolutamente acertado sobre ella… no tenía un gramo de sentido común. Era más pobre que un ratón de iglesia, sin preparación, y vivía cada minuto al borde del desastre.

Pero ahora mismo, en este preciso momento, nada de eso importaba, porque algunas cosas en la vida eran más importantes que el sentido común.

Francesca Serritella Day había perdido la mayor parte de su dignidad y todo su orgullo. Pero no iba a perder a su bebé.

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