Seis semanas más tarde, Teddy salía del ascensor y caminaba por el pasillo hasta el apartamento, arrastrando su mochila todo el camino. Odiaba la escuela. Toda su vida le había gustado, pero ahora la odiaba.
Hoy la señorita Pearson había dicho en clase que tendrían que hacer un trabajo de ciencias sociales para finales de curso, y Teddy sabía que él probablemente lo suspendería. La señorita Pearson le tenía manía. Le había amenazado con echarle de la clase si su actitud no mejoraba.
Justamente eso… pero es que después de volver de Wynette, nada parecía divertirle. Se sentía confuso todo el tiempo, como si hubiera un monstruo oculto en su armario listo para saltar sobre él. Y ahora también podían expulsarle de su clase.
Teddy sabía que de alguna manera tenía que idear realmente un gran trabajo de ciencias sociales, sobre todo después del desastre del trabajo de los bichos para ciencias naturales que había presentado.
Tenía que ser mucho mejor que el del tonto de Milton Grossman que iba a escribir al alcalde Ed Koch para preguntarle si podría pasar parte de una tarde con él. A la señorita Pearson le había encantado la idea. Dijo que la iniciativa de Milton debería ser una inspiración para toda la clase. Teddy no veía como alguien que había escogido su nariz y olía como bolas de naftalina podía ser una inspiración.
Cuando entró por la puerta, Consuelo salía de la cocina.
– Ha venido un paquete para tí hoy. Está en tu habitación.
– ¿Un paquete? -Teddy se fue quitando la chaqueta mientras iba por el pasillo.
La Navidad ya había pasado, su cumpleaños no era hasta julio, y para el Día de San Valentín quedaban todavía dos semanas. ¿Quién le había mandado un paquete?
Cuando entró en su dormitorio, descubrió una enorme caja de cartón con el remite de Wynette, Texas, en el centro de la habitación. Dejó caer su chaqueta, empujó sus gafas sobre el puente de su nariz, y se mordió la uña del pulgar.
Una parte de él quería que la caja fuera de Dallie, pero la otra parte de él hasta odiaba pensar en Dallie. Siempre que lo hacía, parecía que el monstruo del armario estaba de pie directamente detrás de él.
Cortando la cinta de embalar con sus tijeras de punta redonda, abrió las tapas de la caja y miró alrededor buscando una nota. Todo lo que vio fue un montón de cajas más pequeñas, y una por una, comenzó a abrirlas.
Cuando terminó, se sentía aturdido, mirando la generosidad que le rodeaba, una serie de regalos tan increibles para un chico de nueve años que era como si alguien hubiera leído su mente.
Sobre un lado descansaba un pequeño montón de cosas maravillosas, como un estupendo cojín, chicle de pimienta picante, y un falso cubito de hielo de plástico con una mosca muerta en el centro.
Algunos regalos apelaban a su intelecto… una calculadora programable y la serie completa de las Crónicas de Narnia. Otra caja tenía objetos que representaban un mundo entero de masculinidad: una navaja verdadera del ejército suizo, una linterna con el mango de goma negra, un juego completo de destornilladores de adulto Decker. Pero su regalo favorito estaba en el fondo de la caja.
Desempaquetando el papel de seda, soltó un grito de placer cuando la vio mejor, desdoblándo la sudadera más imponente que alguna vez había visto.
Azul marino, tenía una tira de historietas de un motorista barbudo, con los globos oculares reventados y la boca chorreando babas.
Bajo el motorista estaba el nombre de Teddy en letras naranjas fosforescentes y con la leyenda: "Nacido para sobrepasar el Infierno".
Teddy abrazó la sudadera contra su pecho. Por una fracción de segundo se permitió pensar que Dallie le había enviado todo esto, pero entonces comprendió que esas no eran la clase de cosas que envías a un niño del que piensas que es un bragazas, y como sabía que eso era lo que Dallie creía de él, suponía que los regalos eran de Skeet. Apretó más fuerte la sudadera, y se consoló pensando la suerte que tenía de tener un amigo como Skeet Cooper, alguien que podía ver más allá de su aspecto, al niño que había dentro.
¡Theodore Day…Nacido para sobrepasar el Infierno!
Le gustaba el sonido de esas palabras, el sentimiento que le provocaban, y sobretodo, la idea de que un niño como él, que era un completo desastre en deportes y podían echarlo de su clase talentosa, hubiera nacido para… ¡sobrepasar el Infierno!
Mientras Teddy admiraba su sudadera, Francesca terminaba de grabar su programa. Cuando la luz roja del estudio se apagó, Nathan Hurd llegó para felicitarla. Su productor era parcialmente calvo y rechoncho, físicamente poco impresionante, pero mentalmente una dínamo.
De alguna manera le recordaba a Clara Padgett, quien actualmente llevaba el departamento de noticias en una cadena de televisión de Houston especializada en suicidios. Cosa que enfurecía a los perfeccionistas, cuando sabían exactamente que había trabajado para ella.
– Me encanta cuando el programa termina así -dijo Nathan, con la papada temblando de placer-. Si continuamos por este camino… nuestras audiencias seguirán subiendo como la espuma.
El programa que acababa de terminar trataba sobre el evangelismo electrónico en el cual el invitado de honor, el reverendo Johnny T. Platt, se había marchado enfadado después de que ella hubiera revelado más de lo que él deseaba sobre sus matrimonios frascasados y su actitud de Neanderthal hacia las mujeres.
– Da gracias que sólo quedaban unos pocos minutos por llenar, si no hubiera tenido que grabarlo de nuevo -dijo ella mientras se quitaba el micrófono del pañuelo de seda alrededor del cuello de su vestido.
Nathan se puso a su lado y salieron juntos del estudio. Ahora que la grabación había terminado y Francesca no tenía que concentrar su atención en lo que hacía el sentimiento familiar de desdicha volvía sobre ella. Habían pasado ya seis semanas desde que habían vuelto de Wynette.
No había vuelto a ver a Dallie desde que salió de su casa. Tanto preocuparse por como iba a afectar a Teddy tenerlo en su vida que ahora se sentía tan confusa como una de sus chicas recogidas.
¿Por qué tenía esa sensación de correcta injusticia? Y entonces fue consciente que Nathan estaba hablándole.
– … Y hoy ha salido el comunicado de prensa sobre la ceremonia de la Estatua de la Libertad. Realizaremos un programa sobre la inmigración en mayo… los ricos y los pobres, ese tipo de cosas. ¿Qué te parece?
Ella asintió con la cabeza. Había pasado su examen de ciudadanía en enero, y poco tiempo después, había recibido una carta de la Casa Blanca invitándola a participar en una ceremonia especial junto a la Estatua de la Libertad en mayo próximo. Un número de famosos, todos que recientemente habían solicitado la ciudadanía americana, jurarían la bandera juntos.
Además de Francesca, el grupo incluía a varios atletas hispanos, un diseñador de moda coreano, un bailarín de ballet clásico ruso, y dos científicos extensamente respetados. Inspirado por el éxito obtenido en 1986 junto a la Estatua de Libertad, la Casa Blanca planeada que el Presidente hiciera un discurso de bienvenida, generando un pequeño fervor patriótico así como reforzar su posición con los votantes étnicos.
Nathan dejó de andar cuando llegaron a su oficina.
– Tengo enormes proyectos para la próxima temporada, Francesca. Hablar más de política. Tienes una manera de plantear las cosas que…
– Nathan -vaciló un momento y luego, sabiendo que ya lo había aplazado demasiado tiempo, se decidió-.Tenemos que hablar.
El le dirigió una mirada cautelosa mientras entraban. Saludó a su secretaria y entraron en su oficina privada. El cerró la puerta y apoyó una cadera gordinflona en el rincón de su escritorio, forzando las costuras ya demasiado exigidas de sus pantalones chinos.
Francesca respiró hondo y le habló de la decisión a la que había llegado después de meses de deliberación.
– Sé que no estarás contento con esto, Nathan, pero cuando tenga que renovar mi contrato con Network en primavera, he dado órdenes a mi agente para renegociarlo.
– Desde luego, renegociaremos -dijo Nathan cautelosamente. -Estoy seguro que Network pondrá unos dólares suplementarios encima de la mesa. Pero no demasiados, ya sabes.
El dinero no era el problema y ella negó con la cabeza.
– No voy a seguir haciendo un programa semanal, Nathan. Quiero reducirlo a doce programas al año, uno al mes más o menos.
Sintió un alivio sobre ella después de decir esas palabras en voz alta.
Nathan se enderezó de la esquina del escritorio.
– No te creo. A Network no pienso que le interese algo así. Cometerás un suicidio profesional.
– Me arriesgaré. No voy a seguir así, Nathan. Estoy harta de estar siempre agotada. Estoy harta de dejar a otros al cuidado de mi hijo.
Nathan, quien veía a sus propias hijas sólo los fines de semana y había dejado toda la responsabilidad de criarlas en manos de su esposa, no parecía comprender de lo que hablaba.
– Las mujeres te miran como un modelo a imitar -dijo él, al parecer decidido a atacar su conciencia política-. Muchas no van a comprenderte.
– Tal vez… No estoy segura -apartó un montón de revistas y se sentó en el canapé-. Creo que las mujeres quieren ser en la vida algo más que copias de los hombres. Durante nueve años he recorrido el camino masculino. He dejado la crianza de mi hijo a otras personas, me he dedicado en cuerpo y alma al programa de tal manera que a veces por la noche tengo que escribir en un papel en que ciudad estoy para recordarlo por la mañana cuando me despierto, y me duermo con un nudo en el estómago de pensar todo lo que tengo que hacer al dia siguiente. Estoy harta de ello, Nathan. Me gusta mi trabajo, pero estoy hastiada de dedicarle las veinticuatro horas al día, siete días por semana. Amo a mi hijo, y sólo he conseguido pasar nueve años alejada de él. Quiero dedicarle más tiempo. Esta es la única vida que le he dado, y para serte sincera, no he sido todo lo que feliz que me hubiera gustado.
Él frunció el ceño.
– No creo que Network lo acepte, vas a perder mucho dinero.
– Por supuesto -se mofó Francesca-. Tendré que reducir mi presupuesto de ropa anual de veinte mil dólares a diez mil. Puedo imaginarme a un millón de madres trabajadoras preocupadas por como estirar su sueldo para comprarle zapatos nuevos a sus hijos.
¿Cuánto dinero se necesitaba? Se preguntó. ¿Cuánto poder? ¿Ella era la única mujer en el mundo que estaba harta de vivir con todos aquellos criterios masculinos de éxito?
– ¿Qué es lo que realmente quieres, Francesca? -preguntó Nathan, cambiando su táctica de la confrontación a la pacificación-. Quizá podemos llegar a algún tipo de acuerdo.
– Quiero tiempo -contestó Francesca fatigosamente-. Quiero ser capaz de leer un libro sólo por el placer de leerlo, no porque el autor va a estar en mi programa al día siguiente. Quiero ser capaz de pasar una semana entera sin alguien poniéndome rulos calientes en el pelo. Quiero ir de acompañante a uno de los viajes del colegio de Teddy, por Dios.
Y entonces se hizo eco de una idea que había estado creciendo gradualmente dentro de ella.
– Quiero reunir energias para hacer algo importante por todas esas chicas de catorce años que venden sus cuerpos porque no tienen ningún otro lugar en este pais dónde ir.
– Haremos más programas sobre ellas -dijo él rápidamente-. Planificaremos para que tengas más tiempo de vacaciones. Sé que has estado trabajando muy duro, pero…
– No, Nathan -dijo, levantándose del canapé-. Voy a reducir la velocidad del tiovivo durante un tiempo.
– Pero, Francesca…
Le dio un beso rápido en la mejilla y abandonó su oficina antes de que él pudiera decir algo más. Sabía que su popularidad no era ninguna garantía y que Network la despediría si consideraban que sus condiciones eran irrazonables, pero tenía que arriesgarse con esa posibilidad.
Los acontecimientos de las seis últimas semanas le habían mostrado cuales eran sus verdaderas prioridades, y también la habían enseñado algo importante… ella ya no tenía nada más que demostrar.
Una vez que llegó a su propia oficina, Francesca encontró un montón de mensajes telefónicos esperándola. Cogió el primero, pero volvió a dejarlo sin leerlo. Su mirada fija fue a la deriva a la carpeta sobre su escritorio, que tenía un informe detallado de un profesional sobre la carrera de golf de Dallas Beaudine.
Al mismo tiempo que había estado intentando sacar a Dallie de su mente, recopilaba esta información.
Aunque jugueteaba pensativamente con las hojas, no se molestó en releer de nuevo lo que había estudiado tan a fondo. Cada artículo, cada llamada telefónica que había hecho, cada información señalaba en la misma dirección. Dallas Beaudine tenía todo el talento para ser un campeón; simplemente parecía no concentrarse lo suficiente. Pensó en lo que Skeet le había dicho y seguía preguntándose que tenía todo esto que ver con Teddy, pero la respuesta seguía eludiéndola.
Stefan estaba en la ciudad y había prometido ir con él a una fiesta privada en el Costa Vasca aquella noche. Durante varias veces esa tarde, había pensado en cancelarla, pero sabía que eso sería una cobardía.
Stefan quería algo de ella que ahora entendía nunca le podría dar, y no era justo posponer decírselo de una vez.
Stefan había ido a Nueva York dos veces ya desde que ella había vuelto de Wynette, y lo había visto ambas veces. Él sabía sobre el secuestro de Teddy, desde luego, por lo que se había visto obligada a contarle lo que había pasado en Wynette, aunque hubiera omitido darle detalles sobre Dallie.
Estudió la fotografía de Teddy sobre su escritorio. Estaba flotando sobre un neumático Flintstone, sus piernas pequeñas, flacas brillando con el agua. Si Dallie no quería ponerse en contacto con ella otra vez, al menos debería haber hecho alguna tentativa de ponerse en contacto con Teddy.
Ella se sentía triste y desilusionada. Había pensado que Dallie era mejor persona de lo que había resultado ser. Mientras se dirigía a casa esa tarde, se dijo que tenía que aceptar el hecho, que había cometido un error gigantesco y mejor sería olvidarse de ello.
Antes de comenzar a vestirse para su cita con Stefan, se sentó con Teddy mientras tomaba su cena y pensó lo despreocupada que estaba dos meses antes. Ahora se sentía como si llevaba todos los problemas del mundo sobre sus hombros. Nunca debería haber pasado aquella tórrida noche con Dallie, se preparaba para herir a Stefan, y Network muy bien podría despedirla.
Se sentía demasiado miserable para animar a Holly Grace, y estaba terriblemente preocupada por Teddy. Él estaba tan retraído y era tan obviamente infeliz… Nunca hablaba de lo que había pasado en Wynette, y se resistía con todas sus fuerzas de hablarle de sus problemas en la escuela.
– ¿Cómo han ido las cosas entre la señorita Pearson y tú hoy?
Le preguntó de forma casual, mientras le miraba esconder con el tenedor los guisantes debajo de su patata al horno.
– Bien, supongo.
– ¿Solamente bien?
Echó hacía atras la silla, se levantó de la mesa y limpió su plato.
– Tengo unos deberes que hacer. Y ya no tengo más hambre.
Ella frunció el ceño cuando él abandonó la cocina. Lamentaba que la profesora de Teddy fuera tan rígida e intransigente.
A diferencia de los antiguos profesores de Teddy, la señorita Pearson parecía más preocupada por las notas que por el estudio, una actitud que Francesca creía era desastrosa trabajando con niños dotados.
Teddy nunca se había preocupado de sus notas hasta este año, pero ahora parecía ser todo en lo que podía pensar.
Mientras se ponía un vestido bordado con cuentas de Armani para su cita con Stefan, decidió programar otra cita con el director de la escuela.
La fiesta en el Costa Vasca estaba animada, con una maravillosa comida y un gran número de caras famosas en la muchedumbre, pero Francesca estaba demasiado distraída como para disfrutar de ella.
Un grupo de paparazzis esperaba cuando Stefan y ella salieron del restaurante después de medianoche. Se subió el cuello de piel de su abrigo alrededor de su barbilla y miró a las luces intermitentes de los estroboscopios.
– Chupa tintas -refunfuñó.
– Esa no es exactamente una opinión politicamente correcta, querida -contestó Stefan, conduciéndola hacía su limusina.
– Este circo de medios de comunicación ha sucedido a causa de este abrigo -se quejó después de que la limusina se hubo internado en el tráfico de la calle Cincuenta y Cinco este-. La prensa casi nunca te molesta. Es a mí. Si hubiera llevado mi viejo impermeable… le habló sobre el abrigo de marta mientras intentaba encontrar el coraje suficiente para decirle lo que tenía en mente sin hacerle daño.
Finalmente se calló y se permitió pensar en los viejos recuerdos que la habían perseguido esa tarde, sobre su niñez, Chloe, Dallie… Stefan seguía mirándola, al parecer absorto en sus propios pensamientos. Cuando la limusina pasó rápidamente Cartier, decidió que no podía aplazarlo más, y tocó su brazo. -¿Te importaría que paseáramos un poco?
Era pasada la medianoche, una noche fría de febrero, y Stefan la miró inquietamente, como si sospechara lo que vendría, pero ordenó al chofer que parara de todos modos. Cuando pusieron un pie en la acera, una cabina de cabriolé pasaba, con el ruido de los cascos del caballo rítmicos sobre el pavimento. Comenzaron a andar juntos hacía la Quinta Avenida, provocando nubes de humo con el aliento.
– Stefan -dijo ella, descansando su mejilla durante un momento breve contra la manga fina de lana de su sobretodo-. Sé que buscas una mujer para compartir tu vida, pero me temo que no puedo ser yo.
Lo oyó contener el aliento, y luego expulsarlo.
– Estás muy cansada esta noche, querida. Quizás esta conversación debería esperar.
– Pienso que ya he esperado mucho tiempo -dijo con cuidado.
Ella habló durante algún tiempo, y al final pudo ver que él estaba dolido, pero quizás no tanto como había temido.
Sospechaba que en alguna parte dentro de él, siempre supo que ella no era la mujer adecuada para ser su princesa.
Dallie llamó a Francesca el día siguiente a la oficina. Él comenzó la conversación sin preámbulos, como si se hubieran visto ayer, no hace ya seis semanas y no se hubieran separado con bronca.
– ¡Eh!, Francie, tienes a la mitad de Wynette deseando lincharte.
Ella tuvo una visión repentina de todas aquellas gloriosas rabietas que sólia tener en su juventud, pero mantuvo la voz tranquila y ocasional, aun cuando su espalda estaba rígida con la tensión.
– ¿Por alguna razón en particular? -preguntó.
– Por la manera que trataste al ministro la semana pasada, fue una auténtica verguenza. La gente aquí toma a sus evangelistas en serio, y Johnny Platt es uno de los favoritos.
– Es un charlatán -contestó, tan calmada como pudo, clavándose las uñas en la palma de la mano. ¿Por qué no podía Dallie decirle simplemente lo que tenía en mente? ¿Por qué tenía que hacer esos complicados rituales de camuflaje?
– Tal vez, pero ahora todos están enganchados a ' la Isla de Gilligan ', a pesar de ser repeticiones, y a nadie le importaría que tu programa fuera cancelado.
Hizo una pausa corta, pensativa.
– ¿Díme algo, Francie, y por favor, díme la verdad, con Gilligan y sus compinches de naúfragos en esa isla tanto tiempo, cómo es que esas mujeres nunca se quedan sin sombra de ojos? ¿Ni papel higiénico? ¿Crees que el capitán y Gilligan han usados plátanos todo este tiempo?
Ella quiso gritarle, pero rechazó darle esa satisfacción.
– Tengo una reunión, Dallie. ¿Quieres hablarme de algo en particular?
– En realidad, vuelo la semana que viene a Nueva York para encontrarme con los muchachos de Network otra vez, y pensé que podía visitarte sobre las siete el martes por la noche para decir ¡hola! a Teddy y tal vez llevarte a cenar.
– No puedo -dijo ella con frialdad, el resentimiento escapando por cada uno de sus poros.
– Sólo para cenar, Francie. No tienes que hacer un gran drama de ello.
Si él no decía lo que tenía en mente, lo haría ella.
– No quiero verte, Dallie. Tuviste tu posibilidad, y la dejaste escapar.
Hubo un largo silencio. Intentó colgar, pero no pudo coordinar el movimiento para hacerlo. Cuando Dallie finalmente habló, su tono fácil se había esfumado. Parecía cansado y preocupado.
– Siento mucho no haberte llamado antes, Francie. Necesitaba tiempo.
– Y ahora lo necesito yo.
– Bien -dijo él despacio. -Solamente déjame visitar y ver a Teddy, entonces.
– No creo.
– Tengo que comenzar a fijar cosas con él, Francie. Me portaré bien. Sólo unos cuantos minutos.
Ella se había endurecido durante los años; había tenido que hacerlo. Pero ahora cuando necesitaba esa dureza, todo lo que podía hacer era visualizan a un pequeño muchacho empujando guisantes bajo su patata al horno.
– Unicamente unos minutos -concedió.- Eso es todo.
– ¡Grande! -pareció tan exúltante como un adolescente-. Esto es realmente grande, Francie
Y luego dijo rápidamente.
– Después de estar con Teddy, te llevaré a cenar.
Y antes de que ella pudiera abrir la boca, colgó.
Reposó la cabeza sobre el escritorio y gimió. Ella no tenía una espina; tenía un espagueti recocido.
Cuando el portero le avisó el martes por la tarde anunciando la llegada de Dallie, Francesca era una ruina nerviosa.
Se había probado gran parte de sus trajes más conservadores antes de decidirse traviesamente por el más salvaje… un conjunto nuevo, un bustier de seda verde menta junto con una minifalda de terciopelo esmeralda. Los colores hacian más profundo el verde de sus ojos y, en su imaginación al menos, hacían su mirada más peligrosa. El hecho de que ella probablemente se estaba arreglando demasiado para pasar una tarde con Dallie no la disuadió.
Incluso aunque sospechaba que terminarían en alguna sordida taberna con vajilla de plástico, esta era todavía su ciudad y Dallie tendría que conformarse.
Después de ahuecar el pelo en el desorden ocasional, se puso unos pendientes de cristal de Tina Chow con collar a juego alrededor de su cuello. Aunque tenía más fe en sus propios poderes que en los collares místicos de Tina Chow, pensó que no podía pasar por alto nada que la ayudara a sobrellevar esa dificil tarde.
Sabía que no tenía que ir a cenar con Dallie si no quería, incluso podía marcharse antes que él llegara, pero quería verlo otra vez.
Era así de simple.
Oyó a Consuelo abrir la puerta de la calle, y casi saltó fuera de su piel. Se obligó a esperar en su habitación durante unos minutos hasta que se tranquilizó, pero sólo consiguió ponerse aún más nerviosa, por lo tanto salió hacía la sala para saludarlo.
Él llevaba un paquete envuelto y estaba apoyado en la chimenea admirando el cuadro del dinosaurio rojo que estaba encima. Se dio la vuelta ante el sonido de sus pasos y la miró fijamente.
Ella admiró su bien cortado traje gris, camisa de etiqueta con puños franceses, y corbata azul oscuro. Nunca lo había visto con traje, e inconscientemente se encontró esperándo que comenzara a tocarse el cuello y se desanudara la corbata. No hizo nada de eso.
Sus ojos se posaron en la pequeña minifalda aterciopelada, el bustier de satén verde, y sacudió la cabeza con admiración.
– Maldita sea, Francie, te ves mejor con ropa de puta que cualquier otra mujer que conozco.
Ella quiso reírse, pero pareció más prudente recurrir al sarcasmo.
– Si me surgen de nuevo mis antiguos aires de vanidad, recuérdame pasar cinco minutos en tu compañía.
Él sonrió abiertamente, luego caminó hacía ella y acarició sus labios con un beso ligero que sabía vagamente a goma de mascar. La piel del cuello se le puso con carne de gallina. Mirándola directamente a los ojos, él dijo.
– Eres la mujer más hermosa del mundo, y lo sabes.
Ella se movió rápidamente para poner distancia con él. Él comenzó a mirar alrededor de la sala de estar, su mirada vagando desde el puf de vinilo naranja de Teddy hasta un espejo Louis XVI.
– Me gusta este sitio. Es realmente acogedor.
– Gracias -contestó rígidamente, todavía intentando hacerse a la idea de que estaban cara a cara otra vez y que él parecía mucho más a gusto que ella. ¿Qué se iban a decir al uno al otro esta noche? No tenían absolutamente nada de que hablar que no fuera potencialmente polémico, embarazoso, o emocionalmente explosivo.
– ¿Está Teddy por aquí? -pasó el paquete envuelto de una mano a la otra.
– Está en su habitación -no vio necesarío decirle que Teddy se había recluido en su cuarto cuando supo que Dallie venía.
– ¿Podrías decirle que salga unos minutos?
– Yo…dudo que quiera salir.
Una sombra pasó por su cara.
– Entonces simplemente muéstrame dónde está su habitación.
Ella vaciló un momento, luego asintió y le condujo por el pasillo. Teddy estaba sentado en su escritorio, empujando ociosamente un jeep de G.I. Joe hacia adelante y hacia atrás.
– ¿Qué quieres? -preguntó, cuando se giró y vio a Dallie de pie detrás de Francesca.
– Te he traído algo -dijo Dallie-. Algo así como un regalo de Navidad retrasado
– No lo quiero -replicó Teddy ásperamente-. Mi mamá me compra todo lo que necesito.
Empujó el jeep sobre el borde del escritorio y dejó que se estrellarse contra la alfombra. Francesca le dirigió una mirada de advertencia, pero Teddy fingió no notarlo.
– ¿En ese caso, por qué no se lo regalas a alguno de tus amigos? -dijo Dallie atropelladamente y puso la caja sobre la cama de Teddy.
Teddy lo miró con desconfianza.
– ¿Qué hay ahí?
– Tal vez un par de botas camperas.
Algo parpadeó en los ojos de Teddy.
– ¿Botas camperas? ¿Skeet las envía?
Dallie negó con la cabeza.
– Skeet me ha enviado algunas cosas -anunció Teddy.
– ¿Qué cosas? -preguntó Francesca.
Teddy se encogió de hombros.
– Un estupendo cojín y otras cosas.
– Eso es magnífico -contestó ella, preguntándose por qué Teddy no se lo había mencionado.
– ¿La sudadera es de tu talla? -preguntó Dallie.
Teddy se enderezó de repente en su silla y miró fijamente a Dallie, la alarma instalada en sus ojos detrás de las gafas.
Francesca les miró a ambos con curiosidad, preguntándose de que hablaban.
– Me queda muy bien -dijo Teddy, con un murmullo apenas audible.
Dallie asintió, tocó suavemente el pelo de Teddy, y luego girándose abandonó la habitación.
El trayecto en taxi fue relativamente tranquilo, con Francesca sentada comodamente con el cuello subido de su chaqueta y Dallie mirando airadamente al conductor.
Dallie había rehusado contestar cuando ella le había preguntado por el incidente con Teddy, y aun cuando iba en contra de su naturaleza, no lo presionó.
El taxi paró delante de Lutece. Ella estaba sorprendida y luego ilógicamente decepcionada. Aunque Lutece era probablemente el mejor restaurante de Nueva York, no podía dejar de pensar que Dallie estaba tratando obviamente de impresionarla. ¿Por qué no la había llevado a un lugar dónde él estaría cómodo, en vez de a un restaurante tan obviamente distinto de sus gustos?
Él sostuvo la puerta para ella cuando pasaron dentro y luego cogieron su chaqueta y se la llevaron al ropero. Francesca preveía una tarde incómoda, cuando intentó hacer de intérprete tanto con el menú como con la lista de vinos sin dañar su ego masculino.
La dueña de Lutece vio a Francesca y le dio una sonrisa de bienvenida.
– Mademoiselle Day, es siempre un placer tenerla con nosotros.
Y luego se giró hacía Dallie.
– Monsieur Beaudine, han pasado casi dos meses. Le hemos echado de menos. He reservado su mesa favorita.
¡Mesa favorita!
Francesca miró fijamente a Dallie mientras él y la señora intercambiaban bromas. Lo había vuelto a hacer.
Una vez más se había dejado llevar por la imagen que había creado de él y había olvidado que era un hombre que había pasado la mayor parte de los últimos quince años paseándose por los clubs de golf más exclusivos del pais.
– Las vieiras son especialmente buenas esta noche -anunció la señora, mientras los conducía por un estrecho pasillo hacía el jardín interior del Lutece.
– Todo es realmente bueno aquí -le confió Dallie después de sentarse en sillas de mimbre-. Excepto que me aseguro de conseguir una traducción inglesa de las cosas sospechosas que como. La última vez casi me la pegan con una especie de hígado.
Francesca se rió.
– Eres maravilloso, Dallie, realmente lo eres.
– ¿Y eso, por qué?
– Es difícil imaginarse a muchas personas que están igual de cómodas en Lutece que en un honky-tonk de Texas.
Él la miró pensativamente.
– Me parece que tú estás igual de cómoda en ambos sitios.
Su comentario golpeó a Francesca ligeramente en su equilibrio. Estaba tan acostumbrada a pensar en sus diferencias que era dificil adaptarse a la sugerencía de que tenían cosas en común.
Charlaron sobre el menú un ratito, con Dallie haciendo observaciones irreverentes sobre cualquier tipo de alimento que consideraba demasiado complejo. Mientras hablaba, sus ojos parecían devorarla. Ella comenzó a sentirse hermosa de una manera que nunca se había sentido antes… una clase visceral de belleza que venía de lo más profundo de ella. La suavidad de su humor la alarmó, y suspiró aliviada cuando el camarero apareció para tomar su pedido.
Después de que el camarero se marchó, Dallie paseó sus ojos sobre ella otra vez, una sonrisa lenta e íntima.
– Me divertí mucho contigo aquella noche.
Ah, no, no lo vas a hacer, pensó ella. No voy a caer de nuevo tan fácilmente. Había participado en juegos con gente mejor que él, y esto era un pescado que tendría que menear sobre el gancho un ratito.
Abrió mucho los ojos con inocencia, preparando la boca para preguntarle a que noche se refería, sólo para encontrarse sonriéndole en cambio.
– Yo me divertí mucho, también.
Se inclinó a través de la mesa y apretó su mano, pero luego la dejó ir casi tan rápidamente como la había tocado.
– Siento haberte gritado de aquella manera. Holly Grace me trastornó bastante. No tenía que haber tratado de enfrentarnos. Lo que ocurrió fue culpa suya, y no debería haberla tomado contigo.
Francesca asintió, no aceptando en realidad su apología, pero no echándoselo en cara, tampoco. La conversación fue a la deriva hacía direcciones más tranquilas hasta que el camarero apareció con su primer plato. Después de que fueron servidos, Francesca preguntó a Dallie sobre su reunión con Network.
Fue muy reservado en sus respuestas, un hecho que la interesó lo bastante como para ahondar un poco más profundo.
– Entiendo que si firmas con Network, tendrás que dejar de jugar en la mayor parte de los torneos más grandes -ella extrajo un caracol de un pequeño bol de cerámica donde estaban bañados en una salsa de mantequilla con hierbas.
Él se encogió de hombros.
– No pasará mucho antes de que sea demasiado viejo para ser competitivo. Podría firmar un buen contrato mientras haya bastante dinero en juego.
Los hechos y las cifras de la carrera de Dallie volvieron a su cabeza. Dibujó un círculo sobre el mantel y luego, como un viajero inexperto que cautelosamente pone el pie en un país extraño, comentó:
– Holly Grace me dijo que quizás no juegues el Clásico estadounidense este año.
– Probablemente no.
– Nunca pensé que te retirarías sin haber ganado un torneo principal.
– Lo he hecho bien para mí.
Apretó ligeramente los dedos alrededor del vaso de cristal de soda que había pedido. Y luego le contó las últimas noticias de la Señorita Sybil y Doralee. Ya que Francesca acababa de hablar con ambas mujeres por teléfono, estaba mucho más interesada en descubrir por qué él cambiaba de tema.
El camarero llegó con los platos principales. Dallie había seleccionado vieiras servidas en una rica salsa de tomate y ajo, mientras ella había escogido un pastel de hojaldre relleno con una mezcla aromática de cangrejo y champiñones. Cogió su tenedor y lo intentó otra vez.
– ¿El Clásico estadounidense es igual de importante que el Masters, no?
– Sí, supongo -Dallie capturó una de las vieiras con su tenedor y la metió en la salsa espesa. -¿Sabes lo que me dijo Skeet el otro día? Dijo que eres sin duda la vagabunda más interesante que alguna vez recogimos. Eso es un verdadero elogio, sobre todo ya que él no hacía nada para esconder que no te soportaba.
– Me siento adulada.
– Durante años insistió en considerarte como una vaga que podría eructar 'Tom Dooley,' pero creo que le hiciste cambiar de idea en tu última y memorable visita. Desde luego, hay siempre una posibilidad de que lo vuelva a reconsiderar.
Él parloteaba sin cesar.
Ella sonreía, asentía con la cabeza y esperaba hasta que se agotara, desarmándolo con la suavidad de su mirada y la inclinación atenta de su cabeza, calmándolo tan completamente que él olvidó que se sentaba a la mesa con una mujer que había pasado los últimos diez años de su vida entrometiéndose en los secretos de gente que preferían mantener ocultos, una mujer que podía ocuparse de una matanza tan hábilmente, tan cándidamente, que la víctima con frecuencia moriría con una sonrisa en la cara. Suavemente cortó un espárrago blanco.
– ¿Por qué no esperas a jugar el Clásico estadounidense antes de entrar en la cabina de retrasmisiones? ¿De qué tienes miedo?
Él se erizó como un puerco espín arrinconado.
– ¿Miedo? ¿Desde cuándo eres una experta en golf que puedes asegurar que un jugador profesional podría tener miedo de algo?
– Cuando conduces un programa de televisión como el mío, llegas a aprender un poquito de todo -contestó ella evasivamente.
– Si llego a saber que esto sería una maldita entrevista, me habría quedado en casa.
– Pero entonces nos habríamos perdido una tarde encantadora juntos, ¿verdad?
Sin nada más que la evidencia del oscuro ceño sobre su cara, Francesca se dio cuenta total y absolutamente que Skeet Cooper le había dicho la verdad, y que no sólo la felicidad de su hijo dependía del juego de golf, sino posiblemente la suya también.
Lo que no sabía era como aprovechar aquel reciente descubrimiento. Pensativamente, cogió su copa de vino, tomó un sorbo, y cambió de tema.
Francesca no pensaba terminar en la cama con Dallie esa noche, pero según progresaba la cena sus sentidos parecían sobrecargarse. Su conversación se volvió más infrecuente, las miradas entre ellos más persistentes.
Era como si hubiera probado una poderosa droga y no pudiera dejar de tomarla.
Cuando llegó el café, no podían apartar los ojos el uno del otro y antes de que se diera cuenta, estaban en la cama de Dallie en Essex House.
– Um, eres tan sabrosa -murmuró él.
Ella arqueó la espalda, un gemido de puro placer salió profundamente de su garganta, cuando él la amó con la boca y la lengua, dedicándola todo el tiempo del mundo, conduciéndola por encima de su propia pasión, pero nunca dejándola llegar al climax.
– Ah… por favor -suplicó ella.
– Aún no -contestó él.
– Yo… no puedo aguantarme más.
– Me da pena que termine, cariño.
– No… por favor… -Intentó incorporarse, pero él cogió sus muñecas y la maniató a los lados.
– No deberías haber hecho eso, querida. Ahora voy a tener que comenzar desde cero.
Su piel estaba húmeda, los dedos rígidos en su pelo, cuando él finalmente le dio la liberación que buscaba desesperadamente.
– Te has portado como un bárbaro -suspiró ella después de haber vuelto a la Tierra-. Vas a tener que pagar por esta tortura.
– ¿Has pensado alguna vez que el clítoris es el único órgano sexual que no tiene apodo? -él hocicó en sus pechos, todavía tomándose su tiempo con ella aun cuando él no hubiera sido satisfecho él mismo-. Tiene una abreviatura, pero no un verdadero apodo más o menos malsonante como todos lo demás. Piensa en ello. ¿Que dices…?
– Probablemente porque los hombres sólo recientemente han descubierto el clítoris -dijo ella con maldad. -No han tenido tiempo.
– No lo creo -contestó él, buscando el objeto de la discusión. -Pienso que es porque esto es un bonito órgano insignificante.
– ¡Un órgano insignificante! -contuvo el aliento cuando él comenzó a tejer su magia otra vez.
– Seguramente -susurró él con voz ronca. -Más bien como uno de esos pequeños teclados electrónicos enfrentado a un poderoso Wurlitzer.
– De todos los machos, egoistas… -con una risa profunda, gutural, ella rodó para colocarse encima de él-. ¡Tenga cuidado Señor! Este pequeño teclado puede hacer que tu poderoso Wurlitzer toque la sinfonía de tu vida.
Durante los siguientes meses, Dallie encontró un gran número de excusas para volver a Nueva York. Primero tuvo que encontrarse con algunos ejecutivos publicitarios para una promoción que hacía para una marca de palos de golf, y mientras conducía por carreteras de Houston o Phoenix, sentía un ansia salvaje por meterse en atascos de tráfico neoyorquinos y respirar humos de escape.
Francesca no recordaba haberse reído tanto o sentirse tan absolutamente feliz y llena de vida. Cuando Dallie estaba con ella era irresistible, y desde que olvidó el hábito de decirle mentiras, dejó de intentar abaratar sus sentimientos por él ocultándolos bajo la etiqueta conveniente de lujuria. Por mucho que fuera desgarrador… comprendía que estaba profunda y absolutamente enamorada de nuevo de él. Adoraba su mirada, su sonrisa, la naturaleza conservadora de su virilidad.
De todos modos los obstáculos entre ellos surgieron como rascacielos, y su amor tenía un sabor agridulce. Ella ya no era una chica idealista de veintiun años, y no podía preveer ningún futuro de cuento de hadas. Aunque sabía que Dallie se preocupaba por ella, sus sentimientos parecían mucho más casuales que los suyos.
Y Teddy seguía siendo un problema.
Ella presentía que cuanto más intentaba Dallie ganárselo, más tenso y nervioso se ponía su hijo… como si temiera ser él mismo. Sus excursiones terminaban con demasiada frecuencia en desastre, pues Teddy se portaba mal y Dallie le regañaba.
Aunque odiaba admitirlo, a veces se sentía aliviada cuando Teddy tenía otros planes y Dallie y ella podían pasar el tiempo juntos.
Un domingo de abril por la tarde, Francesca invitó a Holly Grace a casa para ver juntas el final de un torneo de golf de los más importantes del año. Para su placer, Dallie estaba a sólo dos golpes del lider. Holly Grace estaba convencida que si ganaba por fín algún torneo importante, se olvidaría de ser comentarista en el Clásico estadounidense.
– Lo echará a perder -dijo Teddy cuando entró en el cuarto y se sentó en el suelo delante de la televisión-. Siempre lo hace.
– Esta vez no -dijo Francesca, irritada con su actitud de "sabelotodo"-. Esta vez va a ser distinto.
Más le valía hacerlo, pensó ella. La noche anterior por teléfono, ella le había prometido una variedad de recompensas eróticas si ganaba hoy.
– ¿Desde cuando eres tan aficionada al golf? -le había preguntado él.
Ella no tenía ninguna intención de contarle las interminables horas que se había pasado repasando cada detalle de su carrera profesional, o las semanas que había gastado mirando cintas de video de sus viejos torneos mientras intentaba encontrar la llave del cofre de los secretos de Dallie Beaudine.
– Me hice una admiradora después de ver un dia a Seve Ballesteros -había contestado airosamente, mientras se recostaba en las almohadas de satén sobre su cama y apoyaba el receptor en el hombro-. Es tan magnífico. ¿Crees que podrías arreglarlo para presentármelo?
Dallie había resoplado ante su referencia al guapo jugador español que era uno de los mejores golfistas profesionales del mundo.
– Sigue hablando así y lo arreglaré, bien. Olvidáte mañana del viejo Seve y mantén los ojos fijos en el chico genuinamente americano.
Ahora miraba al chico típicamente americano, y definitivamente le gustaba lo que veía. Hizo el par en los hoyos 14 y 15 y luego un birdie en el 16. El líder cambió y Dallie se puso a un sólo golpe. La cámara enfocó a Dallie y Skeet caminando hacia el hoyo 17 y cortaron para ofrecer anuncios de Merill Lynch.
Teddy se levantó desde su sitio delante de la televisión y desapareció en su dormitorio. Francesca sacó un plato de queso y galletas, pero tanto ella como Holly Grace estaban demasiado nerviosas para comer.
– Él va a hacerlo -dijo Holly Grace por quinta vez-. Cuando hablé con él anoche, me dijo que tenía muy buenas sensaciones.
– Estoy contenta que hayais superado vuestras diferencías y os hableís otra vez -comentó Francesca.
– Ah, ya nos conoces a Dallie y a mí. No podemos estar enfadados mucho tiempo.
Teddy volvió del dormitorio llevando sus botas camperas y una sudadera azul marino que le tapaba las caderas.
– ¿En dónde por amor de Dios conseguiste esa cosa horrible? -miró al motorista baboso y la inscripción en letras naranjas con aversión.
– Me la han regalado -murmuró Teddy, haciendo plaf de nuevo al sentarse sobre la alfombra.
Entonces esta era la famosa y misteriosa sudadera de la que los había oído hablar. Miró pensativamente a la pantalla de televisión, que mostraba a Dallie preparado para golpear a la pelota en el green del 17, y luego a Teddy.
– Me gusta -dijo.
Teddy empujó las gafas sobre su nariz, toda su atención sobre el torneo.
– Va a fallar.
– No digas eso – dijo enfadada Francesca.
Holly Grace miró atentamente a la pantalla.
– Tiene que conseguir llevar la bola más allá del bunker, hacia el lado izquierdo de la calle. Eso le dará una visión perfecta de la bandera.
Pat Summerall, el comentarista de la CBS, hablaba en la pantalla con su compañero Ken Venturi.
– ¿Qué piensas, Ken? ¿Beaudine va a ser capaz de mantener la tensión más de dos hoyos?
– No sé, Pat. Dallie ha jugado realmente bien hoy, pero ahora es cuando empezará a notar la presión, y nunca juega su mejor golf en estos torneos grandes.
Francesca contuvo el aliento cuando Dallie golpeó la bola, y luego Pat Summerall dijo siniestramente.
– No parece que le haya gustado mucho el golpe.
– Va a caer muy cerca del bunker a la izquierda de la calle -observó Venturi.
– Ah, no -gritó Francesca, los dedos fuertemente cruzados mientras veía volar la pequeña pelota.
– ¡Joder!, Dallie! -chilló Holly Grace a la televisión.
La pelota caída del cielo se enterraba firmemente en la arena del bunker a la izquierda de la calle.
– Os dije que fallaría -dijo Teddy.