Prólogo

– Chupa tintas -murmuró Francesca Serritella para sí mientras una serie de luces estroboscópicas relampagueaban en su cara. Agachó la cabeza y se refugió en el cuello levantado de su abrigo de piel de marta, deseando que fuera de día para poder llevar sus gafas oscuras.

– Esa no es exactamente una opinión politicamente correcta, querida -dijo el Príncipe Stefan Marko Brancuzi cuando la agarró del brazo y la guió a través de la multitud de paparazzis que estaban colocados en el interior del vestíbulo del Ciudad de Nueva York- Costa Vasca para fotografiar a las celebridades que como ellos salían de la fiesta de dentro.

Stefan Brancuzi era el único monarca de un principado diminuto, Balkan, que estaba reemplazando rápidamente a Mónaco como el nuevo paraíso fiscal para la gente que evitaba pagar los elevados impuestos de sus paises de origen. Pero no era en él en quién los fotógrafos estaban interesados.

Era en la hermosa inglesa que iba a su lado la que había atraído su atención, junto con la atención del público americano.

Cuando Stefan la llevó hacia la limusina que esperaba, Francesca levantó la mano enguantada en un gesto inútil que no hizo nada de nada para parar la lluvia de preguntas que se lanzaron sobre ella…las preguntas acerca de su trabajo, su relación con Stefan, y preguntas acerca de su amistad con la estrella de la serie de la televisión de éxito, "China Colt."

Stefan y ella finalmente se sentaron en los asientos de cuero y la limusina echó a andar en el tráfico nocturno de la calle Cincuenta y Cinco este, ella gimió.

– Este circo de medios de comunicación ha sucedido a causa de este abrigo. La prensa casi nunca te molesta. Es a mí. Si hubiera llevado mi viejo impermeable, hubiéramos salido sin ningún alboroto.

Stefan la miró con diversión. Ella frunció el entrecejo de manera reprobatoria.

– Hay una lección moral importante de ser aprendida aquí, Stefan.

– ¿Cual lección, querida?

– Ante el hambre en el mundo, las mujeres que llevan martas cibelinas merecen lo que les pasa.

El se rió.

– Te habrían reconocido no importa lo que hubieras llevado. Te he visto parar el tráfico con un chandal sudado.

– No lo puedo evitar -contestó sombríamente -está en mi sangre. La maldición de los Serritella.

– Realmente, Francesca, nunca he conocido a una mujer que odie ser hermosa tanto como tú.

Ella murmuró algo que él no pudo oír, que era probablemente así como bien, y metió sus manos en los bolsillos profundos del abrigo, poco impresionada, como siempre, ante cualquier referencia a su hermoso físico incandescente.

Tras una espera larga, ella rompió el silencio.

– Desde el día que nací, mi cara no me ha traído nada más que problemas.

Por no mencionar ese cuerpo pequeño maravilloso suyo, pensó Stefan, pero mantuvo sabiamente ese comentario para si mismo. Cuando Francesca miró distraídamente fuera de los cristales tintados de la ventana, él se aprovechó de su distracción para estudiar las características increíbles que habían cautivado a tantas personas.

El recordaba todavía las palabras de un redactor muy conocido del mundillo de la moda que, determinado a evitar todos los clichés de Vivien Leigh que habían sido aplicados a Francesca con el paso de los años, había escrito, "Francesca Day, con el pelo castaño, cara ovalada, y con ojos verdes sabios, se parece a una princesa de cuento de hadas que pasa sus tardes tejiendo hilos de oro en los jardines fuera de su propio castillo del libro de cuentos."

Privadamente, el redactor había sido menos imaginativo. "Sé en mi corazón que Francesca Day no se debe sentar jamás en la taza del water…".

Stefan hizo gestos hacia la barra de nogal y latón que estaba discretamente en el lado de la limusina.

– ¿Quieres una bebida?

– No, Gracias. No creo que pueda tolerar un poco más de alcohol.

No había estado durmiendo bien y su acento inglés era más pronunciado que nunca. Su abrigo se abrió y ella echó un vistazo a su vestido bordado con pedrería de Armani.

Vestido de Armani… Pieles de Fendi. Zapatos de Mario Valentino. Cerró los ojos, recordando de repente un tiempo no tan lejano, una tarde caliente de otoño cuando caminaba por una carretera de Texas llevando un par de tejanos sucios con veinticinco centavos metidos en el bolsillo trasero. Ese día había sido el principio para ella. El principio y el fin.

La limusina giró al sur en la Quinta Avenida, y sus recuerdos se deslizaron más atrás, a los años de su niñez en Inglaterra antes de que supiera que existía un lugar llamado Texas. Había sido un pequeño monstruo, mimada y protegida, con su madre Chloe llevándola de un pais europeo a otro, de una fiesta a la siguiente.

Aún de niña ella había sido perfectamente arrogante, tan absolutamente segura que la famosa belleza de Serritella abriría el mundo para ella junto con alguna configuración nueva que deseara. La pequeña Francesca… una criatura vana e irreflexiva, completamente desprevenida para lo qué la vida le depararía.

Tenía veintiun años ese día de 1976 cuando andaba por la polvorienta carretera de Texas. Veintiun años, soltera, sola, y embarazada.

Ahora tenía casi treinta y dos, y aunque poseía todo lo que había soñado tener siempre, se sentía como si fuera ahora y estuviera en esa tarde caliente de otoño. Cerró los ojos con fuerza, intentando imaginar que hubiera pasado si nunca hubiera salido de Inglaterra. Pero América la había cambiado tan totalmente que apenas podía reconocerse.

Sonrió para sí misma. Cuándo Emma Lazarus escribió el poema acerca de masas apiñadas que anhelan respirar aire puro, ella ciertamente no podría haber estado pensando en la llegada de una inglesa, joven y egoísta a este país llevando un suéter de cachemir y una maleta de Louis Vuitton. Pero las pequeñas niñas ricas podían soñar también, y el sueño americano estaba resultando demasiado grande para abarcarlo todo.

Stefan sabía que algo molestaba a Francesca. Había estado excepcionalmente calmada toda tarde, en absoluto como era ella. Había planeado pedirle que se casara con él esta noche, pero estaba empezando a pensar que tal vez sería mejor esperar a otro dia.

Era diferente de las otras mujeres y él sabía que nunca podría predecir exactamente cómo reaccionaría a nada. Sospechaba que las docenas de hombres que habían estado enamorados de ella habían experimentado algo del mismo problema.

Si el rumor se podía creer, la primera conquista importante de Francesca había ocurrido a la edad de nueve años en el yate Christina cuando ella había golpeado a Aristóteles Onassis.

Rumores… Había tantos de ellos rodeando a Francesca, la mayor parte no podían ser posiblemente verdad… Excepto, acerca de la clase de vida que había llevado, Stefan pensó que quizás esos sí lo eran. Ella le dijo una vez casualmente que Winston Churchill la había enseñado a jugar al gin rummy, y todos sabían que el Príncipe de Gales la había cortejado.

Una tarde no mucho tiempo después de conocerse, habían estado tomando champán y cambiando anécdotas acerca de sus niñez.

– La mayoría de los bebés son concebidos en el amor -le había informado -pero yo fui concebida en una pasarela de desfiles de la sección de pieles en Harrods.

Cuando la limusina pasaba por Cartier, Stefan sonrió. Una historia divertida, pero no creía una palabra.

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